Kjell Askildsen - " Un repentino pensamiento liberador"

Posted by La mujer Quijote in ,



El cuento da título a un volumen (En plutselig frigjørende tanke)que fue publicado en 1987
La versión es la de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.




Vivo en un sótano; lo cual es, se vea como se vea, resultado de que todo me ha ido cuesta abajo.
El cuarto no tiene más que una ventana, y sólo la parte superior de esta se encuentra por encima de la acera; eso hace que vea el mundo exterior desde abajo. No es un mundo grande, pero a menudo tengo la sensación de que es lo suficientemente grande.
Sólo veo las piernas y la parte inferior del cuerpo de los que pasan por delante de mi ventana, pero después de llevar cuatro años viviendo aquí, sé en la mayoría de los casos a quién pertenecen esos cuerpos y esas piernas. Eso se debe a que por este lugar hay poco tránsito; vivo casi al final de un callejón sin salida.
Soy un hombre parco en palabras, pero, no obstante, de vez en cuando hablo conmigo mismo. Lo que digo en esas ocasiones son cosas que me parece necesario decir.
Un día que estaba junto a la ventana y acababa de ver pasar la parte inferior del cuerpo del propietario del inmueble, me sentí de repente tan solo que decidí salir a la calle.
Me puse los zapatos y el abrigo, y me metí las gafas para leer en el bolsillo, por si acaso. Luego salí. La ventaja de vivir en un sótano es que subes cuando estás descansado y bajas cuando llegas cansado a casa. Creo que es la única ventaja.
Era un caluroso día de verano. Fui hasta el jardín próximo al ya desaparecido parque de bomberos, donde suelo poder sentarme en paz. Pero apenas me hube sentado, apareció un vejestorio de mi edad. Se sentó a mi lado, aunque había muchos bancos libres. Bien es cierto que había salido a la calle porque me sentía solo, pero no con la intención de hablar, sino sólo para cambiar de ambiente. Estaba cada vez más nervioso por si me decía algo, incluso pensé en levantarme y marcharme, pero adónde iba a ir, si era ese el lugar al que me había dirigido. Sin embargo el hombre no dijo nada, lo cual me pareció tan amable por su parte que sentí una predisposición positiva hacia él. Intenté incluso mirarlo, sin que se diera cuenta, claro. Pero se dio cuenta, porque dijo:
—Tiene que perdonarme por decírselo, pero me senté aquí porque creí que me iba a dejar en paz. Si usted lo desea, puedo cambiarme de sitio.
—Quédese —contesté, bastante perplejo.
Obviamente no hice más intentos de mirarlo, me asaltó un profundísimo respeto por él. Y aún más respeto por mí mismo. No le hablé. Sentía algo raro por dentro, como una no—soledad, una especie de bienestar.
Se quedó en el banco una media hora, luego se levantó con algo de esfuerzo, se volvió hacia mí y dijo:
—Adiós y gracias.
—Adiós.
Y se marchó, con pasos extraordinariamente largos y los brazos ligeramente separados del cuerpo, como un sonámbulo.
Al día siguiente a la misma hora..., no, un poco antes, volví al parque. Después de todas las reflexiones y especulaciones que me había hecho sobre él, me resultaba en cierto modo natural; apenas fue una elección libre, signifique lo que signifique ese concepto.
Lo vi llegar, y lo reconocí a mucha distancia por su manera de andar. También ese día había más bancos libres, y me pregunté con cierto interés si se sentaría en el mío. Huelga decir que me puse a mirar hacia otro lado, fingiendo no haberlo visto, y cuando se sentó, aparentemente ni me fijé en él. Al parecer, él tampoco se fijó en mí; era una situación poco usual, una especie de no—encuentro no planificado. He de admitir que no sabía muy bien si quería que él dijera algo o no, y al cabo de media hora seguía sin saber si debía marcharme en primer lugar o esperar a que lo hiciera él. No es que fuera una duda incómoda, pues yo podía, en cualquier caso, quedarme sentado. Pero por alguna razón se me ocurrió que él me tenía agarrado, y por eso la decisión me resultó fácil. Me levanté, lo miré por primera vez y dije:
—Adiós.
—Adiós —contestó mirándome a los ojos. No había nada criticable en su mirada.
Me marché, y mientras me alejaba, no podía dejar de preguntarme cómo calificaría él mi manera de andar, y en ese mismo momento tuve la sensación de que mi cuerpo se entumecía y mis pasos se volvían rígidos y entrecortados. Eso me irritó, he de admitirlo.
Aquella noche, mirando por la ventana —no había gran cosa que mirar— pensé que si él llegaba al día siguiente, yo diría algo. Incluso pensé en lo que diría, cómo iniciaría aquello que posiblemente se convertiría en un diálogo. Esperaría como un cuarto de hora, y luego diría, sin mirarlo: «Ya es hora de que hablemos». Nada más que eso. Así él podría responder o no, y si no respondía, me levantaría y diría: «En el futuro, preferiría que se sentara usted en otro banco».
Pensé muchas otras cosas también aquella noche, cosas que diría si llegábamos a entablar conversación, pero deseché casi todo por poco interesante o demasiado anodino.
A la mañana siguiente, me sentía alterado e inseguro, incluso se me pasó por la cabeza la idea de quedarme en casa. Rechacé tajantemente la decisión de la noche anterior, si iba al parque no diría nada.
Fui, y él acudió. No lo miré. De repente se me ocurrió que era extraño que siempre llegara menos de cinco minutos después que yo. Era como si me estuviera vigilando. Sí, sí, pensé, claro que sí. Vive al lado del parque de bomberos, me ve desde una ventana.
No me dio tiempo a especular más al respecto, porque de repente el otro empezó a hablar. Lo que dijo, me hizo sentirme bastante mal, lo confieso.
—Perdone —dijo—, pero si no tiene nada en contra, tal vez sea ya hora de que hablemos.
No contesté inmediatamente, luego dije:
—Tal vez. Si es que hay algo que decir.
—¿No sabe si hay algo que decir?
—Probablemente soy mayor que usted.
—No lo descarto.
No dije nada más. Sentí por dentro una desagradable inquietud relacionada con ese extraño cambio de papeles que había tenido lugar. Era él quien había iniciado la conversación y prácticamente con mis propias palabras, y fui yo quien contestó del modo en que me había imaginado que lo haría él. Fue como si yo pudiera haber sido él y él igualmente pudiera haber sido yo. Resultaba incómodo. Tenía ganas de marcharme. Pero como casi me había visto forzado, por así decirlo, a identificarme con él, me resultó difícil herirlo, o incluso ofenderlo.
Transcurrió tal vez un minuto, entonces dijo:
—Tengo ochenta y tres.
—Entonces tenía yo razón.
Transcurrió otro minuto.
—¿Juega usted al ajedrez? —preguntó.
—Hace mucho que no.
—Ya casi nadie juega al ajedrez. Todos aquellos con los que jugaba al ajedrez han muerto.
—Hace al menos quince años —dije.
—El último murió este invierno. Aunque en realidad, él en concreto no supuso una gran pérdida, se había vuelto bastante memo. Le ganaba siempre tras menos de veinte movimientos. Pero le proporcionaba cierto placer, creo que fue el último placer que tuvo. Tal vez usted lo conociera.
—No —me apresuré a contestar—, no lo conocía.
—¿Cómo puede saberlo, si... ? Bueno, el cómo puede saberlo es asunto suyo.
En eso estaba totalmente de acuerdo, y me entraron ganas de decírselo, pero ganó puntos por no haber terminado la pregunta.
Noté que se volvía y me miraba. Siguió así un buen rato, me resultaba incómodo, de modo que saqué las gafas del bolsillo del abrigo y me las puse. Todo desapareció ante mis ojos: los árboles, las casas, los bancos, todo se esfumó en una neblina.
—¿Es usted miope? —preguntó al cabo de un rato.
—No —contesté—, al contrario.
—Quiero decir..., ¿necesita usted gafas para ver de lejos?
—No, al contrario. El problema lo tengo con lo que está cerca.
—Ajá.
No dije nada más. Entonces me di cuenta de que había apartado la mirada, así que me quité las gafas y volví a metérmelas en el bolsillo del abrigo. Él tampoco dijo nada más, de modo que cuando me pareció que había transcurrido un tiempo prudente, me levanté y dije cortésmente:
—Gracias por la conversación. Hasta la vista.
—Hasta la vista.
Ese día me alejé con pasos más firmes, pero cuando llegué a casa y me hube tranquilizado, me precipité de nuevo a planificar mi siguiente encuentro con él. Daba vueltas por la habitación ideando una serie de absurdos, y también alguna que otra sutileza; es cierto que me sentía un poco superior a él, aunque, al fin y al cabo, lo consideraba mi igual.
Aquella noche no dormí bien. Cuando todavía era lo suficientemente joven como para creer que el futuro podía depararme sorpresas, de vez en cuando dormía mal, pero de eso hace mucho tiempo, fue antes de tener claro, completamente claro, que el día de la muerte nada importa haber tenido una vida buena o mala. De modo que el hecho de no haber dormido bien aquella noche me inquietaba y me sorprendía. No había comido nada que hubiera podido causarme insomnio, sólo un par de patatas cocidas y una lata de sardinas; con eso había dormido perfectamente muchas veces antes.
Al día siguiente, él no llegó hasta que hubo transcurrido casi un cuarto de hora. Yo había empezado a perder la esperanza, era un sentimiento poco usual el de tener esperanza que perder. Pero entonces llegó.
—Buenos días —dijo.
—Buenos días.
Y no dijimos nada más en un buen rato. Yo sabía muy bien qué decir si la pausa se hacía demasiado larga, pero preferí que él hablara primero, y así fue:
—¿Su mujer... vive todavía?
—No, hace mucho que ya no vive, más bien la he olvidado. ¿Y la suya?
—Hace dos años. Hoy.
—Ah. Entonces hoy es una especie de día de luto.
—Bueno. Con la pena ya no se puede hacer nada. Pero no lo conmemoro yendo a visitar su tumba, si es a lo que se refiere. Las tumbas son una mierda. Perdone. No han sido palabras muy decorosas.
No contesté.
—Perdone —repiti6—, tal vez le haya ofendido, no ha sido mi intención.
—No me ha ofendido.
—Bien. Podría usted haber sido religioso. Yo tenía una hermana que creía en la vida eterna. ¿No le parece el colmo de la vanidad?
De nuevo se me ocurrió pensar que aquel hombre estaba recitando mis propias frases, y por un instante fui lo suficientemente necio como para pensar que todo era una invención mía, que él no existía, que en realidad estaba hablando conmigo mismo. Y supongo que fue esa necedad la que me llevó a hacerle una pregunta completamente irreflexiva:
—¿Quién es usted realmente?
Por fortuna, no respondió enseguida, de modo que tuve tiempo para repararlo un poco:
—No, lo ha entendido mal. En realidad no le estaba hablando a usted. Sólo fue algo que se me ocurrió.
Noté que me miraba, pero esta vez no saqué las gafas. Dije:
—Por otra parte, no quiero que crea usted que tengo por costumbre hacer preguntas que no tienen respuesta.
Continuamos callados. No era un silencio sereno; tenía ganas de marcharme. Dentro de dos minutos, pensé; si no ha dicho nada en dos minutos, me iré. Y me puse a contar los segundos para mis adentros. Él no dijo nada, y yo me levanté justo a los dos minutos. También él se levantó en ese momento.
—Gracias por la conversación —dije.
—Lo mismo digo. Sólo falta que quiera usted jugar al ajedrez.
—No creo que le proporcionara mucho placer. Además, sus adversarios tienen por costumbre morir.
—Ya, ya —contestó, de pronto parecía ausente.
—Hasta la vista —dije.
—Hasta la vista.
Aquel día me encontraba más cansado que de costumbre al llegar a casa. Tuve que tumbarme en la cama. Al cabo de un rato dije en voz alta: «Yo soy viejo. Y la vida es larga».
Cuando me desperté a la mañana siguiente estaba lloviendo. Sería demasiado suave decir que me sentí decepcionado. Pero como el día avanzaba y la lluvia no cesaba, vi claro que tendría que ir al parque, pasara lo que pasara. No podía hacer otra cosa. No es que me importara que él acudiera o no; no era eso. Sólo que si él llegaba, yo quería estar, tenía que estar. Y cuando me senté en el banco mojado bajo la lluvia, incluso tenía la esperanza de que no acudiría; había algo revelador, algo descarado en estar sentado en un parque completamente solo bajo la lluvia.
Pero él acudió. ¡Ya lo sabía yo! A diferencia de mí, llevaba un impermeable negro que le llegaba casi hasta los pies. Se sentó.
—Desafía usted al mal tiempo —dijo.
Obviamente lo dijo como un simple comentario, pero debido a lo que yo estaba pensando justo antes de llegar él, me pareció un comentario un poco impertinente, de modo que no contesté. Noté que me había puesto de mal humor y que me arrepentía de haber ido. Además, empecé a mojarme, el abrigo me pesaba, había algo ridículo en estar allí sentado, por eso dije:
—Sólo salí a tomar un poco el aire, pero me he cansado. Soy un hombre viejo —y añadí, para que no se imaginara nada—: uno tiene sus costumbres fijas.
Él no dijo nada, y eso, por irracional que pueda parecer, me resultó provocador. Y lo que dijo por fin, tras una larga pausa, no contribuyó precisamente a suavizarme.
—A usted no le gustan mucho las personas, ¿o me equivoco?
—¿Gustarme las personas? —contesté—. ¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, son cosas que se dicen. No ha sido mi intención importunarle.
—Claro que no me gustan las personas. Y claro que me gustan las personas. Todavía si me hubiera preguntado si me gustan los gatos o las cabras, o las mariposas, si quiere..., pero las personas. Da lo mismo, porque conozco a muy pocas.
Me arrepentí inmediatamente de la última frase, pero por suerte él no reparó en ella.
—Vaya, vaya —dijo—. ¡Cabras y mariposas!
Lo oí sonreír. Tuve que admitir que me había mostrado innecesariamente negativo, de modo que dije:
—Si quiere usted una respuesta general a una pregunta general, entonces le diré que me gustan las cabras y las mariposas mucho más de lo que me gustan las personas.
—Gracias, he captado hace mucho lo que quería decir. Procuraré ser más preciso la próxima vez que me atreva a preguntarle algo.
Lo dijo amablemente, y no exagero si digo que me arrepentí, aunque era el mal humor lo que me había vuelto tan contumaz. Y porque me arrepentí, dije algo de lo que también me arrepentí enseguida.
—Perdone, pero ya casi sólo me quedan las palabras. Perdone.
—En absoluto. La culpa es mía. Debería haber pensado en quién es usted.
Me sobresalté. ¿Sabía él quién era yo? ¿Iba todos los días allí porque sabía quién era yo? No lo pude remediar, me puse tan nervioso e inseguro que automáticamente metí la mano en el bolsillo del abrigo en busca de las gafas.
—¿Qué quiere decir? —pregunté—. ¿Me conoce?
—Sí. Aunque conocer... lo que se dice conocer, no. Nos hemos visto antes. No me di cuenta la primera vez que me senté en este banco. Pero poco a poco he ido descubriendo que lo había visto antes, aunque no logré situarlo hasta ayer. Dijo usted algo y, de repente, lo reconocí. Pero ¿no se acuerda de mí?
Me levanté.
—No.
Lo miré fijamente. No sabía si lo había visto alguna vez.
—Soy... fui su juez.
—Usted, usted...
No pude decir nada más.
—Siéntese, por favor.
—Estoy mojado. Ah sí. Fue usted... Fue usted el... Bueno, adiós, tengo que irme.
Me marché. No fue una salida muy digna, pero me sentía estremecido, anduve más deprisa de lo que lo había hecho en muchos años, y cuando llegué a casa, apenas tuve fuerzas para quitarme el abrigo empapado antes de tirarme en la cama. Tenía fuertes palpitaciones y decidí no volver al parque nunca más.
Pero cuando mi pulso volvió a palpitar de un modo normal, también empezaron a hacerla mis pensamientos. Acepté mi reacción, algo oculto había vuelto a emerger a la luz, me habían pillado por sorpresa, eso era todo. Era comprensible.
Me levanté de la cama, y puedo, con cierta satisfacción, afirmar que había recobrado del todo mi propio yo. Me puse bajo la ventana y dije en voz alta: «Él volverá a verme».
Al día siguiente hacía buen tiempo, lo cual fue un alivio, y el abrigo estaba prácticamente seco. Fui al parque a la misma hora que de costumbre, él no debía notar ninguna irregularidad en mí que le hiciera pensar que me llevaba ventaja.
Pero cuando me acerqué al banco, ya estaba allí. Así que era él quien mostraba una conducta irregular.
—Buenos días —dijo.
—Buenos días —contesté mientras me sentaba, y como para coger el toro por los cuernos, añadí enseguida:
—Pensé que tal vez no vendría usted hoy.
—Bravo —dijo—. Uno cero para usted.
Esa respuesta me satisfizo; él era mi igual.
—¿Se sentía usted a menudo culpable? —pregunté.
—No entiendo.
—¿Se sentía a menudo culpable como juez? Pues era su profesión el adjudicar a otros la suma necesaria de culpa, ¿no?
—Mi profesión era dictaminar la culpabilidad basándome en la evaluación de otras personas.
—¿Intenta usted disculparse? No es necesario.
—No me sentía culpable. Pero, en cambio, me sentía a menudo a merced de la inflexibilidad de la ley, como en su caso.
—Sí, porque usted no es supersticioso.
Me miró.
—¿Qué quiere decir ahora? —preguntó.
—Sólo los supersticiosos opinan que la misión de un médico es prolongar el sufrimiento de seres marcados por la muerte.
—Ya, ahora entiendo. ¿Pero no le da miedo que se pueda abusar de la legalización de la eutanasia?
—Por supuesto que no se puede abusar de una legalización. Porque entonces la eutanasia ya no sería eutanasia, sino asesinato.
No contestó. Lo miré de reojo. Tenía una expresión hosca, impenetrable. No me importaba. Bien es verdad que no sabía si su hosquedad se debía a algo que yo había dicho, o si simplemente era así; no podía saberlo, pues no lo había mirado prácticamente nunca. En ese momento me entraron ganas de recuperar lo perdido y escudriñarlo, y lo hice sin disimulo, volví la cabeza y miré fijamente su perfil; eso era lo menos que me podía permitir ante aquel hombre que me había condenado a varios años de cárcel. Incluso saqué las gafas del bolsillo del abrigo y me las puse; no hacía falta, lo veía bien sin ellas, pero sentí un repentino deseo de provocarlo. Era algo tan impropio de mí mirar con tanto descaro a una persona que por un instante me sentí ajeno a mí mismo; era una sensación rara, pero en absoluto desagradable. Y el romper con mi habitual conducta tuvo un sorprendente efecto de contagio. Me reí por primera vez en muchos años; seguramente suena horrible. Y él dijo, sin mirarme, pero en un tono brusco:
—No me importa de qué se está riendo, pero no parece que se esté divirtiendo, y es una pena, pues, por lo demás, es usted una persona sensata.
Me sentí inmediatamente más indulgente y, además, un poco avergonzado. Aparté mi mirada de su perfil enfadado y dije.
—Tiene usted razón. No ha sido una risa buena.
No quise darle más.
Permanecimos callados; pensé en mi vida miserable y me puse melancólico. Me imaginé el hogar del juez, con cómodos sillones y grandes bibliotecas.
—Tendrá usted ama de llaves, ¿no?
—Sí. ¿Por qué me lo pregunta?
—Simplemente intento imaginarme la vida de un juez retirado.
—Ah bueno, no es gran cosa. Inactividad, ¿sabe usted?, días largos y pasivos.
—Sí, el tiempo no quiere moverse.
—Y es lo único que queda.
—Ese tiempo que se hace demasiado largo, tal vez lleno de enfermedad,
que lo hace aún más largo, y luego se acaba. Y cuando por fin llegamos a ese punto pensamos: qué vida más absurda.
—Bueno, absurda...
—Absurda.
No contestó. Ninguno de los dos dijimos nada más. Al cabo de un rato me levanté. A pesar de la soledad que sentía, no quería compartir con él mi tristeza.
—Adiós —dije.
—Adiós, doctor.
La tristeza produce sentimentalismo, y la palabra doctor, sin atisbo de ironía, me alcanzó como una ola de calor. Me di rápidamente vuelta y me alejé muy deprisa. Allí y en ese momento supe que iba a morir. No estaba sorprendido. Como máximo, estaba sorprendido de no estar sorprendido. Y de repente me habían abandonado la tristeza y el sentimentalismo. Aminoré el paso. Necesitaba por dentro una serenidad que exigía lentitud.
Al llegar a casa, aún con una lúcida serenidad por dentro, saqué papel de escribir y un sobre. En el sobre escribí: «Al juez que me condenó». Luego me senté junto a la pequeña mesa en la que suelo comer, y empecé a escribir esta historia.
Hoy he ido al parque por última vez. Estaba de un humor extraño, casi arrogante. Tal vez se debía a ese inusual placer que había sentido al poner palabras a mis anteriores encuentros con el juez, o tal vez a que no había dudado ni un instante de mi decisión.
También hoy él estaba allí sentado cuando llegué. Parecía atormentado. Lo saludé con más amabilidad que de costumbre, me resultó completamente natural. Me miró, como para averiguar si lo decía en serio.
—Bueno —dijo—, ¿tiene usted mejor día hoy?
—Pues sí, hoy tengo un buen día. ¿Y usted?
—Gracias, razonablemente bueno. Entonces, ¿ya no opina que la vida es absurda?
—Ah sí, completamente absurda.
—Hum. Yo no habría podido vivir con un conocimiento de ese tipo.
—Bueno, se olvida usted del instinto de conservación, es un instinto duro de roer que ha destrozado muchas decisiones sensatas.
No contestó. Yo no pensaba quedarme mucho tiempo, de modo que tras una breve pausa dije:
—Ya no volveremos a vernos. He venido a despedirme.
—¿Ah sí? Qué pena. ¿Se va de viaje?
—Sí.
—¿Y no va a volver?
—No.
—Hum. Bueno. Espero que no le parezca inoportuno que le diga que echaré de menos nuestros encuentros aquí.
—Es muy amable por su parte.
—El tiempo será más largo.
—Hay hombres solitarios sentados en muchos otros bancos.
—Bueno, usted entiende muy bien a lo que me refiero. ¿Puedo preguntarle adónde va?
Alguien dijo que la persona que sabe que va a morir en un plazo de veinticuatro horas se siente libre para hacer lo que sea, pero eso no es verdad, incluso en esa situación, uno es incapaz de actuar en contra de su naturaleza, de su ego. No es que el haberle dado una respuesta abierta y sincera hubiera ido en contra de mi naturaleza, pero de antemano había decidido mantenerle oculto el destino de mi viaje, así que para qué alterarlo, al fin y al cabo era mi único allegado, por así decirlo. Pero ¿qué podía contestarle?
—Ya lo sabrá —contesté por fin.
Lo noté algo desconcertado, pero no dijo nada. Se metió la mano en el bolsillo y sacó la cartera. Rebuscó un instante y luego me dio una tarjeta de visita.
—Gracias —dije, y me la metí en el bolsillo del abrigo.
Sentí que debía marcharme. Me puse de pie. Él hizo lo mismo. Me tendió la mano.
—Qué le vaya bien —dijo.
—Gracias, lo mismo le digo. Adiós.
—Adiós.
Me marché. Me pareció que él no volvía a sentarse, pero no me di vuelta para comprobarlo. Me fui tranquilamente a casa, no pensaba en nada en especial. Algo me sonreía por dentro. Cuando bajé al sótano, me quedé un rato debajo de la ventana mirando la calle vacía, luego me senté a concluir esta historia. Pondré la tarjeta de visita del juez encima del sobre.
Ya he acabado, dentro de un momento doblaré las hojas y las meteré en el sobre. Y ahora, justo antes de que suceda, ahora que voy a realizar el único acto definitivo que el ser humano es capaz de efectuar, hay un pensamiento que hace sombra a todos los demás: por qué no he hecho esto hace mucho tiempo.

This entry was posted on 04 octubre 2014 at 21:01 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario