Ann Beattie - "Hora de Greenwich"

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Novelista y cuentista estadounidense. Sus novelas y sus cuentos comparten protagonistas: personajes de clase media alta, divorciados, casados y vueltos a divorciar, yuppies en familias disfuncionales desorientados con problemas cotidianos. Pertenece al grupo de grandes cuentistas estadounidenses de finales del siglo XX (Lorrie Moore, Amy Hempel, Mary Robison, ...).
Este cuento fue publicado en "The New Yorker" en octubre de 1979 y posteriormente en el volumen "The Burning House" en 1982.
La versión es la de de Javier Calvo Perales.

Estoy pensando en las ranas —le ha dicho Tom a su secretaria por teléfono—. Diles que iré cuando se me ocurra un enfoque serio para las ranas.
—No sé de qué estás hablando —ha dicho ella.
—No importa. Yo me encargo de las ideas y tú de pasar los mensajes. Tienes suerte.
—Tú tienes suerte —ha dicho su secretaria—. Esta tarde me tienen que sacar dos muelas del juicio.
—Qué horror —ha dicho él—. Lo siento.
—¿Lo sientes lo bastante como para acompañarme?
—Tengo que pensar en las ranas —ha dicho él—. Si Metcalf te pregunta, dile que me tomo el día libre para pensar en ellas.
—El seguro médico de aquí no cubre las operaciones dentales —ha dicho ella.
Tom trabaja en una agencia de Madison Avenue. Esta semana está intentando encontrar la forma de vender cierto jabón en forma de rana, un jabón importado de Francia. Y no es lo único que tiene en la cabeza. Ha colgado y se ha dirigido al hombre que esperaba detrás de él para usar el teléfono.
—¿Ha oído eso? —ha dicho Tom.
—¿Cómo dice? —ha preguntado el hombre.
—Dios santo —ha dicho Tom—. Jabón en forma de rana.
Se ha alejado caminando y ha ido a sentarse enfrente de su pizzería favorita. Ha leído su horóscopo en el periódico (neutral), ha mirado por la ventana de la cafetería y ha esperado a que abriera la pizzería. A las once y cuarenta y cinco ha cruzado la calle y ha encargado una porción de pizza siciliana con todo. Debía de tener una expresión rara en la cara cuando ha hablado con el tipo del mostrador porque el tipo se ha reído y ha dicho:
—¿Está seguro? ¿Con todo? Hasta usted parece sorprendido.
—Esta mañana he salido para el trabajo y no he llegado —ha dicho Tom—. Después de zamparme la pizza voy a preguntarle a mi ex mujer si mi hijo puede volver a vivir conmigo.
El tipo ha apartado la mirada y ha sacado una bandeja de debajo del mostrador. Cuando Tom se ha dado cuenta de que estaba poniendo nervioso al tipo, ha ido a sentarse. Cuando la pizza estaba lista, ha ido a buscarla al mostrador y ha pedido un vaso grande de leche. Ha sorprendido al tipo del mostrador mirándolo una vez más; desgraciadamente, ha sido en un momento en que se estaba bebiendo la leche demasiado deprisa y se le ha caído por la barbilla. Se ha limpiado la barbilla con una servilleta pero incluso en ese momento estaba preocupado, pensando en lo que quedaba del día. Se dirigía a casa de Amanda en Greenwich y, como de costumbre, ha sentido una mezcla de alivio (ella se había casado con otro hombre pero le había dado a él una llave de la puerta trasera) y de ansiedad (Shelby, el marido de ella, lo trataba con educación pero resultaba obvio que no le gustaba verlo a menudo).
Su intención al salir del restaurante era sacar el coche del garaje y dirigirse allí inmediatamente para decirle que quiere a Ben. Que por alguna razón, en la confusión de la situación, ha perdido a Ben y quiere recuperarlo. En cambio, se ha sorprendido a sí mismo deambulando por Nueva York para relajarse y ser capaz de plantear una petición racional. Al cabo de una hora aproximadamente, se ha dado cuenta de que se estaba interesando por la ciudad como si fuera un turista. Por los edificios altos, por los maniquíes con las pelvis adelantadas hasta casi tocar el cristal de los escaparates, por los libros apilados en las librerías en forma de pirámides. Ha pasado por delante de una tienda de animales; tenía el escaparate lleno de tiras de papel y serrín. Mientras miraba, una adolescente ha abierto la puerta interior del escaparate y ha dejado dos cachorros castaños, uno con cada mano, sobre el serrín. Durante un segundo la mirada de ella se ha encontrado con la de él y luego ha empujado a uno de los cachorros hacia Tom con una sonrisa. Luego la mirada del perro también se ha encontrado con la de él. Ninguno de los dos lo ha vuelto a mirar; el perro se ha ocultado bajo una pila de papel y la chica se ha girado y ha regresado a su trabajo. En el momento en que él y la chica se han llamado mutuamente la atención, Tom se ha acordado del momento, a principios de semana, en que una prostituta muy atractiva le habló mientras pasaba por delante del Sheraton Centre. Él dudó un momento, pero solamente porque ella tenía una mirada muy inteligente: unos ojos separados y unas cejas invisibles bajo un flequillo tupido y rubio. Cuando él dijo no, ella parpadeó y la inteligencia desapareció. Tom no pudo entender cómo algo así era posible físicamente; ni siquiera el ojo de un pez se nublaba tan deprisa en el momento de morir. Pero la mirada de la prostituta se enturbió en el mismo segundo en que él le dijo que no.
Luego se ha desviado para ir al cine: Cantando bajo la lluvia. Ha salido después de que Debbie Reynolds, Gene Kelly y Donald O’Connor bailaran sobre el sofá y lo volcaran. Todavía sonriendo por la escena, ha ido a un bar. Cuando el local ha empezado a llenarse, se ha mirado el reloj y le ha sorprendido ver que la gente ya estaba saliendo del trabajo. Lo bastante borracho como para desear que lloviera porque la lluvia es divertida, ha ido caminando a su apartamento, se ha dado una ducha y se ha dirigido al garaje. Al lado de su garaje hay un cine y antes de darse cuenta de lo que hacía ha entrado a ver La invasión de los ultracuerpos. Le ha asombrado el perro con cabeza humana, pero no por la razón obvia sino porque le ha recordado al cachorro de pelo castaño que ha visto antes. Parecía un presagio: la visión pesadillesca de lo que podía pasarle a un perro si nadie lo quería.
Seis de la madrugada: Greenwich, Connecticut. La casa pertenece a Amanda desde que murió su madre. Las cenizas de la ex suegra de Tom están en una lata sobre la repisa de la chimenea del comedor. La lata está sellada con cera. Lleva un año muerta y en ese año Amanda ha dejado su apartamento en Nueva York, ha obtenido un divorcio rápido, se ha vuelto a casar y se ha mudado a la casa de Greenwich. Ahora tiene otra vida y Tom tiene la sensación de que debe entrar en ella con cuidado. Mete la llave que ella le dio en la cerradura y abre la puerta con tanta suavidad como si estuviera desactivando una bomba. El gato de ella, Rocky, aparece y se lo queda mirando. A veces Rocky deambula con él alrededor de la casa. Ahora, sin embargo, salta al antepecho de la ventana con tanta ligereza y tan inadvertido como una pluma pasa por la arena.
Tom mira a su alrededor. Ella ha pintado de blanco las paredes de la salita y de rojo el baño de la planta baja. Las vigas del comedor han sido descubiertas. Tom conoció un día al carpintero: un italiano pequeño y nervioso que debió de preguntarse por qué la gente quería mondar sus casas hasta dejarlas en un simple esqueleto. En el recibidor, Amanda ha colgado fotografías de alas de pájaro.
De camino a casa de Amanda, Tom ha estrellado su coche. Ha podido seguir conduciéndolo, pero solamente porque ha encontrado una barra metálica para cambiar ruedas en el maletero y la ha usado para hacer palanca, separar el guardabarros delantero retorcido del neumático y de ese modo la rueda pudiera girar. En el mismo segundo en que se ha salido de la carretera (ha debido de quedarse un instante dormido), se le ha ocurrido que Amanda iba a valerse del accidente para no confiarle a Ben. Mientras estaba forcejeando con la barra metálica, un tipo ha parado su coche, ha salido y le ha dado un consejo beodo:
—Nunca se compre una moto —ha dicho—. Con las motos uno pierde el control y ya no tiene salvación.
Tom ha asentido.
—¿Conocía usted al hijo de Doug? —ha preguntado el tipo.
Tom no ha dicho nada. El hombre ha negado con la cabeza en gesto melancólico y ha abierto el maletero. Tom le ha visto sacar un montón de luces de emergencia del maletero, encenderlas y colocarlas en la carretera. El tipo ha seguido viniendo con más y más luces de emergencia en las manos. Parecía confuso por el hecho de tener tantas. Ha procedido a encender las luces sobrantes, una por una, y a colocarlas en semicírculo alrededor del morro del coche, donde Tom estaba trabajando. Tom se ha sentido como un santo en su hornacina.
Cuando la rueda ha quedado liberada, Tom ha conducido hasta la casa de Amanda, maldiciéndose por su patinazo y por haber topado con el buzón de una casa. Al entrar en la casa, ha encendido con gesto brusco el reflector del patio trasero y ha entrado en la cocina para hacerse un café antes de comprobar nuevamente los daños.
En la ciudad ha hecho una última parada para comer huevos y bagels en un veinticuatro horas antes de sacar el coche del garaje. Ahora le da la impresión de que le duelen los dientes de masticar. El café caliente le sabe bien. La luz débil del amanecer, casi inalcanzable desde donde Tom puede colocar su silla sin dejar de estar sentado a la mesa, le resulta agradable cuando le da en el hombro. Cuando dejan de dolerle los dientes se da cuenta de que tiene la boca insensible. Allí donde le da el sol, siente que la lana de su jersey calienta de la forma que se supone que ha de calentar un jersey, incluso cuando no le está dando el sol. El jersey fue un regalo de Navidad de su hijo. Ella, por supuesto, se hizo cargo y lo envolvió: lo metió en una caja envuelta en papel blanco reluciente y Ben escribió en la caja BEN con letras grandes. Unas letras garabateadas que parecían alas de pájaro.
Amanda y Shelby están en el piso de arriba. Desde su lado de la puerta, Tom puede ver un reloj digital en la repisa de la chimenea de la habitación contigua, un poco más allá de la lata de las cenizas. A las siete la alarma sonará un momento y Shelby bajará las escaleras con su pelo gris, bajo una luz matinal cada vez más clara, como una de esas lámparas baratas en forma de caracol de mar que venden en la costa. Caminará con andares soñolientos, se asegurará de que se ha subido la bragueta y beberá café de una de las tazas de porcelana fina de Amanda, que él sostiene con las palmas de ambas manos. Tiene unas manos tan grandes que hay que fijarse bien para ver que está sosteniendo una taza en lugar de estar bebiendo café directamente de las manos del mismo modo que uno bebe agua de un arroyo.
Una vez, cuando Shelby ya se marchaba a las ocho de la mañana con rumbo a la ciudad, Amanda levantó la vista de la mesa del comedor en la que los tres estaban desayunando —Tom creía estar pasando un rato normal y amigable— y le dijo a Shelby:
—Por favor, no me dejes sola con él.
Shelby pareció perplejo y avergonzado cuando ella se levantó y lo siguió a la cocina:
—¿Quién le dio la llave, cariño? —susurró Shelby.
Tom miró a través del umbral. Shelby tenía la mano en la cadera de ella: un gesto en parte socarronamente sexual y en parte posesivo.
—No intentes decirme que tienes miedo de algo —dijo Shelby.
No hay manera de que Ben se levante. A menudo duerme hasta las diez o las once. Allí arriba en su cama, bañado por la luz del sol.
Tom vuelve a mirar la lata con las cenizas que hay sobre la chimenea. Si es cierto que existe otra vida, ¿qué pasaría si algo saliera mal y él se reencarnara en un camello y Ben en una nube y no hubiera forma de que los dos se reunieran? Quiere a Ben. Lo quiere ahora.
La alarma suena, tan fuerte como si un millón de locos estuvieran golpeando latas. Se oyen los pasos descalzos de Shelby. El sol proyecta un rectángulo de luz en el centro de la sala. Shelby pisará ese parche de luz como si fuera una alfombra extendida por el pasillo de una iglesia. Hace seis o siete meses, Tom fue a la boda de Shelby y Amanda.
Shelby está desnudo y sorprendido de verlo. Se detiene en seco y se pone el albornoz marrón que lleva al hombro; le pregunta a Tom qué está haciendo aquí y le da los buenos días al mismo tiempo.
—Todos los puñeteros relojes de esta casa atrasan dos minutos o adelantan cinco —dice Shelby. Camina de puntillas sobre las baldosas frías de la cocina, pone agua a hervir y se arropa con su albornoz—. Creí que este suelo se calentaría en verano —dice Shelby, suspirando. Se apoya sucesivamente en un pie y en el otro, como un boxeador calentándose, y se frota las manos.
Amanda baja la escalera. Lleva unos vaqueros con el dobladillo vuelto, sandalias negras de tacón alto y una blusa de seda negra. Se detiene en seco igual que Shelby. No parece alegrarse de ver a Tom. Se lo queda mirando sin decir nada.
—Quiero hablar contigo —dice Tom. Parece inseguro. Como un animal atrapado, intentando mantener la mirada serena.
—Me voy a la ciudad —dice ella—. A Claudia le van a quitar un quiste. Es un jaleo. Tengo que encontrarme con ella a las nueve. Ahora no me apetece hablar. Hablemos esta noche. Vuelve esta noche. O quédate a pasar el día. —Ella se pasa las manos por el pelo caoba. Ocupa una silla y acepta el café que le trae Shelby.
—¿Más? —le dice Shelby a Tom—. ¿Quieres algo más?
Amanda mira a Tom a través del humo que sube de su taza de café.
—Creo que todos estamos llevando la situación muy bien —dice ella—. No me arrepiento de haberte dado la llave. Shelby y yo lo discutimos y los dos pensamos que debías tener acceso a la casa. Pero en el fondo di por sentado que usarías la llave… Yo pensaba en situaciones más… de emergencia.
—Esta noche no he dormido muy bien —dice Shelby—. Me gustaría pensar que no va a haber una escena para empezar el día.
Amanda suspira. Parece tan trastornada por Shelby como lo está por Tom.
—Tal vez pueda decir algo sin que saltes encima de mí —le dice a Shelby—. Porque fuiste tú quien me dijiste que no me comprara un Peugeot y ahora ese maldito trasto no funciona. Si te quedas aquí, Tom, podrías llevar a Inez al mercado en coche.
—Ayer vimos siete ciervos corriendo por el bosque —dice Shelby.
—Oh, corta el rollo, Shelby —dice Amanda.
—Son tus problemas los que estamos intentando resolver, Amanda —dice Shelby—. Mejora un poco tu lenguaje, ¿no?
Inez lleva una ramita de polemonio en el pelo y camina como si se sintiera guapa. La primera vez que Tom vio a Inez, ella estaba trabajando en el jardín de su hermana; concretamente, estaba descalza en el jardín con un falda larga de algodón y barriendo el suelo. Llevaba una cesta atiborrada de lirios y margaritas. Tenía diecinueve años y acababa de llegar a Estados Unidos. Aquel año vivió con su hermana y el marido de su hermana, Metcalf. Metcalf el amigo de Tom, el tipo más loco de la agencia. Metcalf empezó a estudiar fotografía solamente para sacarle fotos a Inez. Al final su mujer se puso celosa y le pidió a Inez que se marchara. Tuvo problemas para encontrar trabajo; a Amanda le cayó bien, le dio lástima y convenció a Tom para que se fuera a vivir con ellos después de tener a Ben. Inez se fue con ellos y se llevó varias cajas de fotografías de ella, una maleta y un jerbo que se murió durante su primera noche en la casa. Todo el día siguiente Inez se lo pasó llorando y Amanda la abrazó. Inez siempre había dado la impresión de ser un miembro de la familia, desde el primer día.
Al borde del estanque donde Tom está hablando con Inez hay un perro negro, jadeante, contemplando un Frisbee. Su amo levanta el Frisbee y el perro se lo queda mirando transfigurado como si estuviera viendo un rayo de luz caído del cielo. El Frisbee sale volando, traza una trayectoria curva y el perro lo coge cuando desciende de nuevo.
—Le voy a pedir a Amanda que Ben se venga a vivir conmigo —le dice Tom a Inez.
—Nunca lo aceptará —dice Inez.
—¿Qué crees que pensaría Amanda si yo secuestrara a Ben? —dice Tom.
—Ben se está adaptando —dice ella—. Me parece una mala idea.
—¿Crees que te estoy tomando el pelo? Te secuestraría a ti junto con él.
—Amanda no es mala persona —dice Inez—. Piensas demasiado en darle preocupaciones. Ella también tiene problemas.
—¿Desde cuándo defiendes a la mujer que te explota?
Su hijo coge un palo. El perro lo mira de lejos. El dueño del perro lo llama por su nombre: «¡Sam!». El perro gira la cabeza con rapidez. Va saltando por la hierba, con la cabeza levantada, mirando fijamente el Frisbee.
—Tendría que haber ido a la universidad —dice Inez.
—¿A la universidad? —dice Tom. El perro sigue corriendo—. ¿Qué habrías estudiado?
Inez se agacha por detrás de Ben y lo coge en brazos. El niño forcejea, como si quisiera que lo dejaran en el suelo, pero cuando Inez se inclina para dejarlo él se agarra a ella. Llegan al sitio donde Tom ha aparcado el coche e Inez deja a Ben en el suelo.
—Acuérdate de parar en el mercado —dice Inez—. Tengo que comprar algo para cenar.
—Amanda llegará harta de sushi y de agua Perrier. Apuesto a que no van a querer cenar.
—Tú sí que vas a querer cenar —dice ella—. Tengo que comprar algo.
Tom conduce hasta el mercado. Después de entrar en el aparcamiento, Ben va a la tienda con Inez en lugar de a la licorería de al lado con su padre. Tom compra una botella de coñac y se guarda el cambio en el bolsillo. El empleado sube y baja las cejas varias veces como Groucho Marx y mete un folleto publicitario en la bolsa con una foto que muestra una bebida de color verdeazul en una copa de champán.
—Inez y yo tenemos secretos —dice Ben en el trayecto de vuelta a casa. El niño está de pie en el asiento de atrás, abrazando el cuello de ella.
Ben está cansado y siempre que lo está se dedica a provocar a la gente. Amanda no cree que haya que condescender con Ben: le lee a R.D. Laing en lugar de leerle cuentos de hadas. Le da comida francesa y su única indulgencia hacia él es servirle la salsa por separado. Amanda se niega a enviarlo al jardín de infancia. Si lo hubiera hecho, cree Tom, si hubiera estado con otros niños de su edad, se habría quitado algunas manías.
—Por ejemplo —dice Inez—. A lo mejor me caso.
—¿Con quién? —dice él, tan sorprendido que nota las manos frías en el volante.
—Con un hombre que vive en la ciudad. No lo conoces.
—¿Estás saliendo con alguien? —dice él.
Le da gas al coche para subir la rampa de entrada a la casa, resbaladiza por culpa del barro que forman los aspersores de riego. Forcejea con el volante y espera el momento de sentir que el coche puede subir. El coche patina un momento pero luego remonta hasta arriba de todo. Tom se desvía hacia el jardín, junto a la puerta trasera, dejando sitio para que Shelby y Amanda puedan entrar en el garaje.
—Es de suponer que si estoy pensando en casarme con alguien es que he estado saliendo con él —dice Inez.
Inez lleva con ellos desde que nació Ben, hace cinco años, y ahora tiene gestos y expresiones que son de Amanda: por ejemplo, la media sonrisa paciente con que Amanda le dice que medio le divierte y medio le desconcierta su falta de sofisticación. Cuando Amanda se divorció de él, Tom fue a buscarla al aeropuerto Kennedy y ella apareció en la zona de llegadas con un cargamento de piñas en los brazos. Cuando la vio, Tom le dedicó esa misma media sonrisa paciente.
A las ocho todavía no han vuelto e Inez está preocupada. A las nueve siguen sin volver.
—Ayer Amanda me dijo algo de una obra de teatro —le susurra Inez a Tom.
Ben está jugando con un rompecabezas en la habitación contigua. Es su hora de ir a la cama —ya pasada— y está más despierto que Einstein. Inez va a su habitación y Tom la oye razonar con Ben. Inez es más tranquila que Amanda. Conseguirá lo que quiere. Tom lee el periódico del mercado. Sale una vez por semana. Hay artículos sobre ciervos que saltan a la carretera y sobre señoras con pretensiones artísticas que hacen batik y que organizan muestras en la biblioteca. Oye a Ben correr escaleras arriba, perseguido por Inez.
Se oye correr el agua. Tom oye a Ben reírse por encima del ruido del agua. Le alegra que Ben esté tan bien adaptado. Cuando él tenía cinco años a ninguna mujer se le habría permitido estar con él en el baño. Ahora que tiene casi cuarenta años le gustaría estar en la bañera en el lugar de Ben; que Inez le enjabonara la espalda y sus dedos le resbalaran por la piel.
Hace mucho tiempo que piensa en el agua, en viajar a algún sitio desde el que se pueda ir a pie a la playa y ver el océano. Cada año que pasa en Nueva York se inquieta más. A menudo se despierta de noche en su apartamento, oye el ruido del aire acondicionado y a la mujer del piso de arriba arrastrando las zapatillas de satén por culpa del insomnio. (Ella se las ha enseñado para explicarle que sus pasos no pueden ser de ninguna forma lo que le quita el sueño.) Cuando no puede dormir por las noches, abre los ojos solamente un poco y finge, como hacía cuando era niño, que los muebles no son lo que parecen. Mira con ojos entrecerrados la cómoda alta de caoba hasta convertirla en el tronco de una palmera. Parpadeando muy deprisa hace que la lamparilla de noche se encienda y se apague como una boya flotando en el agua e intenta imaginar que su cama es un barco y que está zarpando, tal como él y Amanda hicieron años atrás, en Maine, allí donde Perkins Cove se ensancha hasta convertirse en un mar picado y oscuro como la tinta.
En el piso de arriba, el agua deja de correr. Silencio. Un silencio muy largo. Inez se ríe. Rocky da un salto a las escaleras y uno de los tablones cruje cuando sube los peldaños. Amanda no le va a dejar quedarse con Ben. No hay ninguna duda. Al cabo de unos minutos, oye a Inez reírse y simular una nevada sosteniendo en alto el bote de talco y dejando que caiga encima de Ben en la bañera.
Tom decide que al menos quiere pasar una noche plácida. Se quita los zapatos y sube las escaleras. No hace falta trastornar la tranquilidad de la casa. La puerta del dormitorio de Shelby y Amanda está abierta. Ben e Inez están encogidos dentro de la cama y ella le está leyendo bajo la luz tenue. Está acostada junto al niño encima de la enorme colcha azul extendida sobre la cama, de lado y de espaldas a la puerta, moviendo lentamente un brazo en el aire: «Los soldados hicieron alto a la entrada del pueblo…».
Ben ve a su padre y finge que no lo ha visto. Ben quiere a Inez más que a ninguno de ellos. Tom se marcha para que ella no lo vea y deje de leer.
Va a la sala donde Shelby tiene su estudio. Enciende la luz. El interruptor tiene un potenciómetro y la luz es muy tenue. Tom la deja así.
Examina una fotografía del pico de un pájaro. Al lado hay una fotografía del ala de un pájaro. Se acerca a las fotografías y apoya la mejilla en el cristal. Está preocupado. No es propio de Amanda no regresar cuando sabe que él la está esperando. Siente que la frialdad del cristal se le extiende por el cuerpo. No hay razón para pensar que Amanda haya muerto. Cuando Shelby conduce va tan despacio como un anciano.
Va al baño, se echa agua en la cara y se seca con la que le parece que es la toalla de Amanda. Vuelve al estudio y se echa en el sofá-cama, debajo de la ventana abierta, esperando a que llegue el coche. Está acostado sin moverse en una cama extraña, en una casa que solía visitar dos o tres veces al año cuando él y Amanda estaban casados: una casa que siempre estaba decorada con flores por el cumpleaños de Amanda. Que olía a pino recién podado en Navidad, una época en la que siempre había nidos de ajenjo en los centros de mesa con bolas de Navidad diminutas en el interior como huevos de colores milagrosos. La madre de Amanda ha muerto. Él y Amanda están divorciados. Amanda está casada con Shelby. Todos estos acontecimientos resultan irreales. Lo real es el pasado y la Amanda de hace años: la Amanda cuya imagen no se puede quitar de la cabeza, aquella escena que no puede olvidar. Sucedió un día en que no esperaba descubrir nada. Se limitaba a hacer su vida con una tranquilidad que nunca volvería a tener y, en cierto sentido, lo que sucedió fue tan doloroso que incluso el dolor causado por la marcha de ella y porque se fuera con Shelby resultaba tenue en comparación. Amanda —vestida únicamente con su bonita ropa interior, en el dormitorio del apartamento que compartían en la ciudad, de pie junto a la ventana— entrelazó las manos a la altura de las muñecas, tapándose los pechos, y le dijo a Ben: «Ya no hay. Ya no hay leche». Ben, con pañales y una camiseta, la miró desde la cama. La taza de leche lo esperaba en la mesilla de noche: se la iba a beber con tanta seguridad como Hamlet se bebía la copa de veneno. La manita de Ben en la taza, los pechos de ella nuevamente desnudos, la mano de ella encima de la de él, la taza inclinada, el primer sorbo. Aquella noche Tom había levantado la cabeza de su almohada, la había apoyado en la de ella y se había hundido en la cama hasta colocar la mejilla en su pecho. Sabía que no podría dormir de lo asombrado que estaba por la forma repentina en que ella había dicho una frase tan impactante. «Nena…», empezó a decir él, pero ella lo interrumpió. «No soy tu nena.» Y se separó de él, de Ben. ¿Quién habría adivinado que lo que ella quería era otro hombre, un hombre con quien se iría a dormir en medio del océano enorme de una colcha de satén azul, en una cama tan grande como el océano? La primera vez que vino a Greenwich y vio aquella cama, mientras Amanda lo miraba a él, había hecho visera con la mano y había mirado al otro extremo de la habitación como si pudiera ver China.
El día que Tom fue de visita a Greenwich por primera vez tras el divorcio, Ben y Shelby no estaban. Pero Inez sí que estaba y los acompañó cuando Amanda insistió en enseñarle cómo había redecorado toda la casa. Lo hizo porque Amanda se lo había pedido y también porque le pareció que de aquella forma a él le resultaría un poco menos extraño. De una forma distinta a la forma en que quería a Amanda, Tom siempre querría a Inez por haber hecho aquello.
Ahora Inez entra en el estudio y vacila mientras sus ojos se acostumbran a la oscuridad.
—¿Estás despierto? —susurra—. ¿Estás bien?
Camina despacio hasta el sofá-cama y se sienta. Tom tiene los ojos cerrados y está seguro de que podría dormir para siempre. Ella le coge la mano: él sonríe mientras empieza a hundirse en el sueño. Un pájaro extiende el ala con la gracia de un abanico abriéndose. Los soldados están apostados en lo alto de la colina. Hay una cosa que siempre recordará de Inez: cuando llegó a trabajar el lunes siguiente al fin de semana en que Amanda le había hablado a Tom de Shelby y le había dicho que quería el divorcio, Inez le susurró a Tom en la cocina: «Sigo siendo tu amiga». Inez se le acercó para susurrar aquello, de la misma forma en que un amante vergonzoso podría acercarse para decir «Te quiero».
Ella le había dicho que era su amiga y él le había contestado que nunca lo había puesto en duda. Luego se habían quedado de pie, quietos y en silencio, como si las paredes de la habitación fueran montañas y sus palabras pudieran volar hacia ellas.

This entry was posted on 11 julio 2014 at 21:20 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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