Ignacio Aldecoa - "El diablo en el cuerpo"

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Novelista, poeta y uno de los más grandes cuentistas españoles del siglo XX.



Cuando sonó el despertador, don Eladio Castaños, sentado en el borde del lecho conyugal, se estaba atando las cintas de los calzoncillos. Se las ataba altas para que, al ponerse de pie, no le tirasen. Le venía una imaginación de carta voluminosa en un sobre demasiado justo cuando esto ocurría. Dejó una roseta a medio hacer y alargó la mano. El reloj dejó de sonar y doña Trinidad García, su señora, murmuró entre sueños: « ¿Las ocho ya?», y siguió durmiendo. Don Eladio la miró con ternura.
Don Eladio, con los pantalones sin abrochar y los tirantes caídos en riendas, salió en camiseta de felpa y mangas largas, que se le quedaban cortas a cuatro dedos de las muñecas, chancleteando por el pasillo. Se lavó. No se afeitó porque era hombre de barbería. Ordenó sus cabellos, blancos y ralos, sobre la honrada calva de comerciante que sabe lo que es la vida y recuerda, siempre que el tema surge, los nombres del coronel, del capitán, del sargento y hasta del cabo del regimiento, de la compañía, del pelotón y de la escuadra donde cumplió su servicio militar. Después bajó a abrir la tienda.
(Refrán: A quien madruga, Dios le ayuda.)
Alzó, valiéndose de una pértiga, el cierre metálico y comenzó a toser desesperadamente. Llegaron los dependientes.
- Buenos días, don Eladio.
- Buenos días, Marcos.
Marcos llevaba veinte años con él. Era poca cosa y tenía un pulmón hecho tiras, pero fiel, ¡fiel y buena persona! «Denme ustedes hombres así - solía decir don Eladio en la tertulia del casino -, y verán cómo marchan los negocios.» Marcos, el pobre Marcos, admiraba a su jefe.
- Buenos días, don Eladio.
- Buenos días, Juanito.
- Hace frío, ¿eh?
- El que corresponde al mes, el que corresponde.
Juanito cumplía veinticinco años de edad en septiembre. Hacía ocho que había entrado en la casa. Cuando le llamaron a quintas, don Eladio le guardó el puesto por cariño y porque era un muchacho pulcro y sensato, con un raro talento para la clientela femenina. Usaba corbatas de fantasía y mucha brillantina en el pelo.
- Buenos días, don Eladio.
- Hola, chico. Hoy hay que andar más vivo con los encargos.
- Sí, señor.
Chico había sido hasta hacía unos días botones en una tienda de modas. Su madre logró, por recomendación de un señor, que don Eladio le admitiera; esto era más seguro y además podía hacer carrera. Chico sustituía a un muchacho de cara ratonil que fue expulsado por vago y contestón.
Don Eladio subió a desayunar. Marcos se puso un guardapolvo. Juan se arregló el nudo de la corbata. Chico comenzó a silbar.
Don Eladio tomaba café con leche y sopas metiendo ruido. Pensaba que tenía dos hijos, a los que había sacado adelante con mucho esfuerzo, eso sí, pero que no le habían defraudado y eran gentes de provecho y de cultura. Pensaba, también, en el dinero que guardaba en el Banco para cuando se le echasen los años. Doña Trinidad le llamó:
- Eladio, ¿qué hora es?
- Las nueve y cuarto, Trini.
Doña Trinidad apareció hecha un adefesio, con el pelo revuelto y un albornoz cubriéndole el camisón y lo que bajo él se adivinaba como fláccidos volúmenes.
- ¿Dónde está María?
- Creo que limpiando la escalera.
- Estas chicas de hoy... Ya deberían estar limpias hace rato.
Salió gritando:
- ¡María, María!
Se oyó vagamente:
- ¿Qué, señora?
- ¿Hay agua caliente?
Don Eladio se pasó la servilleta por los labios y sacó la petaca. La servilleta gozaba de algunas manchas de salsas y de un fideo seco con cierto aire de nervio de chuleta pegado en una esquina. Don Eladio encendió el primer cigarrillo del día.
(Advertencia: No se debe fumar hasta después del desayuno, si no los bronquios se estropean, se tose y se sienten náuseas.)
Cuando llegó el periódico, don Eladio se arrellanó en la butaca de su escritorio y se puso a leerlo. Marcos huroneaba por allí en busca de algo.
- Marcos, ¿ha leído usted esto? La pregunta no tenía sentido.
- No, don Eladio.
Don Eladio principió a hacer comentarios de hombre de orden; luego leyó en voz alta:
- «Se descubre una falsificación de lotería»... ¿Qué le parece a usted? Esto no ha ocurrido nunca. La inmoralidad de hoy no tiene precedentes. Esto es lo que traen las guerras.
Se hizo un silencio en el que solamente se oían los débiles ruidos que hacía el dependiente mayor al revolver en un estante.
- Pero qué cosas se inventan - dijo don Eladio, hablando consigo mismo, y comenzó a leer:
«Se ha descubierto un nuevo tratamiento de la tuberculosis.»
Don Eladio sufrió un fuerte ataque de tos que nada tenía que ver con la noticia.
A la una en punto de la tarde cerraron la tienda, no bajaron el cierre metálico y colocaron bien visible un cartel en la puerta: «Cerrado de una a cuatro.»
Don Eladio salió a la calle con Marcos. En la esquina, una taberna. En la taberna, buena gente y discreción. Entraron a beber unos vasos de vino. Don Eladio pagó la primera ronda, como era su costumbre. Cada uno abonaba después lo suyo.
Acertó a pasar una vieja que vendía lotería.
- Traigo la suerte. ¿A quién le doy el gordo? Cómpreme un decimito. Son quince pesetas. Traigo la suerte. ¿A quién le doy el gordo?
La salmodia continuaba.
Don Eladio despertó.
- ¿A ver, buena mujer?
- El trece mil doscientos setenta, señor. Suman trece.
No compraba a las vendedoras, porque su innato sentido del ahorro le prohibía casi derrochar el tanto por ciento de la reventa, pero tuvo un arrebato de inspiración:
- Démelo.
- ¿Un décimo?
- No, tres.
Ofreció de mala gana una participación a Marcos:
-¿Usted quiere llevar algo en éste?
Marcos aguantó:
- No, muchas gracias, don Eladio.
- Bonito número, ¿verdad?
- A ver si tiene usted suerte.
- Me da el corazón que es de tocar.
Bebieron sus vasos, pagaron y se fueron.
Al anochecer iba don Eladio al casino. Una tertulia de amigos, comerciantes como él, excepción hecha de un militar, que procedía de tropa y era un antiguo compañero, le esperaba. Hablaron de vaguedades.
Don Ulpiano Seco, que tenía una droguería, recordaba una gran tarde de Ricardo Torres, el torero de la sonrisita.
- ¡Qué tarde, santo Dios! El respetable se partía las manos. ¡Qué toro! Dos vueltas le dieron.
Don Ulpiano sabía mucho de tauromaquia y bastante de picardías. Soltero y con dinero, todavía echaba sus canas al aire bajo cuerda y con muchos tapujos.
Cambiaron de tema. Molestaron tres veces a un camarero. Se gastaron bromas y sacaron la lotería a relucir.
- ¿Qué número cayó la vez pasada?
- El veintiún mil doscientos setenta.
- ¿El qué?
- El veintiuno, dos, siete, cero.
Don Arcadio Luengo era algo sordo.
- ¡Ah! Esa terminación es de caer, ¿eh?
Don Eladio, pomposamente, sacó la cartera.
- Yo llevo el trece mil doscientos setenta.
Don Arcadio se inclinó a mirarlo.
- Ése no cae.
- ¿Quién sabe?
- Bueno, vaya usted a saber. El diablo las carga...
Don Eladio guardó los décimos y se estiró el chaleco.
- Esto de la lotería es cosa del demonio. Una vez vi un número que me gustaba y no lo compré por no cambiar. Pues ¿qué creen ustedes que ocurrió?
Hizo una gran pausa.
- Pues, nada. Voy a mirar la lista, por casualidad, porque no jugaba, y allí estaba con doscientas mil pesetas.
El militar que procedía de tropa se limitó a decir:
- Hay que ver lo que son las cosas.
A las nueve en punto se levantaron. Don Eladio salió con don Arcadio. El militar se fue a la Biblioteca. Don Ulpiano se sumergió en el sillón y empezó a mirar, con ojillos de perro en celo, a una señora que estaba con su marido.
Don Eladio llegó a su casa, puso la radio, cenó, charló un rato con doña Trinidad y ¡a la cama!
(Un decir: A las diez en la cama estés.)
A don Eladio le tocó la lotería.
En el casino le recibieron los de su tertulia con envidia y enhorabuenas.
Algún camarero se acercó para ver si caía algo. Don Ulpiano alzó las cejas: Muchacho, pero ¿has hecho pacto con el diablo?
Don Eladio, feliz, sonriente, un poco misterioso, le contestó:
- Pues claro, hombre. No te dije... Esto son cosas del demonio.
Repartió unos puros canarios, pagó la consumición de todos, dio dos pesetas al camarero y se fue. La tertulia quedó murmurando.
Don Ulpiano floreaba su conversación de torerías.
- Este tío tiene más suerte que El Guerra.
Don Arcadio se hacía cruces.
- Pero es posible; con el dinero que tiene este bribón... El militar recordó su paga:
- Ya quisiera yo ver a éste sirviendo al Estado.
Don Eladio entró en su casa, clamoroso y triunfante.
- ¡Trini!, ¡Trini! - se atragantó de saliva - ¿A que no sabes lo que te traigo?
Apareció doña Trinidad, saltando como una chiquilla.
- ¡Ay, Eladio...! ¿Qué es?
Don Eladio abrió un estuchito y le mostró una sortijita con un pequeño diamante.
- Un sol, un sol, Eladio mío. Pero ¿cómo se te ha ocurrido?
Don Eladio se encogió de hombros con suficiencia:
- A mi prenda adorada, yo soy capaz de regalarle el mundo.
Después le enseñó un billete completo de la lotería.
- Juego el catorce mil seiscientos veinte. A ver si se repite la suerte.
Besó en la frente a doña Trinidad y añadió:
- Hoy vamos al teatro.
A don Eladio le sorprendió el sábado de la semana siguiente que sus contertulios le miraran hoscamente. Don Ulpiano dijo:
- ¡De modo que otra vez! Eso del pacto con el diablo va siendo verdad.
Don Eladio sonrió forzosamente, asustado de su buena suerte. Tenía miedo, ese miedo que al hombre le entra tras de una racha de suerte. Miedo fáustico que le hacía sentir allá dentro, junto a su corazón, un duendecillo que murmuraba a cada latido: «Esto se ha de acabar, quien está a las vacas gordas está a las flacas.»
Don Eladio se despidió rápidamente. La tertulia se encocoraba de odios:
- Dios le da música al sordo.
- Esa vaca de su mujer se va a hacer una marquesona.
- Uno con un sueldo mezquino y cuatro hijos pequeños, y este cabrito de bóbilis.
Don Eladio no pudo dormir. Daba vueltas en la cama pensando en el infierno. El diablo lo agarraba con un tenedor gigantesco y le decía: «Eladio, he cumplido mi parte, ahora dame tu alma.» Doña Trinidad roncaba. El número 23-611, sumando trece, bailaba en la cartera de don Eladio, esperando el próximo sorteo. Don Eladio no tenía escarmiento.
(Cartel: Es peligroso jugar con fuego.)
No quiso ver la lista. No quiso enterarse de nada. Pero allá estaba la suerte, llamando a su puerta con aldabonazos de horror. Marcos, el dependiente, le dijo por la tarde:
- Don Eladio, me parece que otra vez, ¿no lleva usted el veintitrés mil seiscientos once?
Don Eladio contuvo la respiración. La cabeza le daba vueltas. Balbució:
- Sí.
Y aquel sí se le escapó como un suspiro de moribundo.
Marcos sonrió:
- Ya me parecía a mí. Pues le ha tocado.
Don Eladio no fue a la tertulia. En la ciudad todo el mundo hablaba de su caso. Las comadres charlaban.
- Eso es pacto con el diablo, no otra cosa...
- Así tiene que ser, porque si no, no es posible...
Don Eladio vagabundeaba por las calles como un sonámbulo. Su mujer, despeinada, en camisón, avizoraba desde la ventana.
Don Eladio contaba sus pasos y pensaba:
«No, no puede ser. No, no he podido vender mi alma. Me confesaré. Haré penitencia. Daré mi dinero a los pobres, o mejor al hospital, o mejor a los frailes para que recen por mí.»
Daban las tres de la madrugada cuando don Eladio entró en su casa. Un sudor frío le humedecía la frente. Estaba agotado, ojeroso, lívido. Su mujer intentó tranquilizarlo. Le mostró una carta que había recibido del hijo que trabajaba en Madrid. Don Eladio no le prestaba atención. Sentado miraba sus rodillas fijamente. No quiso acostarse.
A las dos semanas don Eladio estaba hecho un trapo. Profundas arrugas le deformaban el rostro. Había adelgazado. Hubo consultas de médicos. El no hablaba, vivía en otro mundo. En su interior una extraña, metálica voz le susurraba: «Cumple el contrato, cumple el contrato.» Llegaron los hijos a hacerse cargo del negocio.
El otoño extendía su color de pasa por los jardines. Algún gorrión picoteaba en los balcones. La gente miraba al cielo, todavía azul, pero con nubes gruesas, viajeras, sin rumbo, que traían el frío. La gente hacía cabalas sobre el tiempo futuro.
Las tapias son altas, arriba hay cristales para que no se puedan saltar. Las tapias tienen musguillos y plantas sin flores. Las tapias están desconchadas en la parte que da a la calle. Las tapias tienen una tristeza de tarde de domingo provinciano. Las tapias parecen infinitas. Tras las tapias está el húmedo, misterioso jardín del manicomio.

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