Jamaica Kincaid - "Oscuridad"

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Este cuento, tal vez el más complejo y difícil de interpretar de la colección, está recogido en el volumen "En el fondo del río" de 1983.
La versión es la de Alejandro Pérez Viza.




Qué suave es la oscuridad cuando desciende. Cae en silencio y, sin embargo, es ensordecedora, pues no se oye otro sonido que no sea el de la oscuridad cayendo. La oscuridad desciende como el hollín de una lámpara con la mecha deshilachada. La oscuridad es visible y a la vez invisible, pues veo que no puedo verla. La oscuridad invade una habitación pequeña, un inmenso campo, una isla, todo mi ser. La oscuridad no puede traerme alegría, pero a menudo me alegra estar sumida en ella. La oscuridad no puede separarse de mí, pero a menudo soy capaz de salir de ella. La oscuridad no es lo mismo que el aire, pero puedo respirarla. La oscuridad no es la tierra y, sin embargo, camino en ella. La oscuridad no es agua ni comida, aunque la bebo y la como. La oscuridad no es mi sangre, pero fluye por mis venas. La oscuridad se introduce en los más recónditos espacios de mi ser y pronto las palabras e incluso los hechos más trascendentes retroceden, y algunas veces llegan a desvanecerse: así, estoy aniquilada, y mi conformación se hace deforme, y soy absorbida por una inmensidad de materia indefinida. En la oscuridad, pues, yo he sido borrada. Ya no puedo siquiera pronunciar mi nombre. Ya no puedo señalarme y decir: «Yo». En la oscuridad mi voz es silenciosa. Antes, sin embargo, he poseído mi propia individualidad, desterrando meticulosamente cualquier aleatoriedad de mi existencia; así pues, he sido engullida por la oscuridad y ambas somos una sola cosa...
Están los destellos de alegría presentes en mi vida cotidiana: la cara levantada hacia el cielo infinito, la pelota roja volando de una menuda manita a otra, mientras se oyen risitas apagadas; la grieta anaranjada en el horizonte, los últimos retazos de la puesta de sol. Está la absoluta quietud, temblorosa, esperando verse violentamente agitada por vehementes demandas.
(«¿Podría ahora comer pan sin corteza? ¡Pero si ya hace mucho tiempo que dejó de gustarme el pan sin su corteza!»).
Los sentimientos, sean de la naturaleza que sean, están confinados en lo más hondo de mi pecho, y acontecimientos de cualquier clase requieren que aquellos salgan de su encierro. Cómo me asusté una vez al bajar la vista y ver un objeto de forma extraña y color ceniciento que a primera vista no había reconocido como una pequeña parte de mi pie. Y qué poderoso e intenso me pareció entonces aquel momento, pues al parecer no guardaba concordancia conmigo misma, me sentía separada de mí, como si fuera una substancia quebradiza y hecha pedazos, y cada una de las partes separadas entre sí ignorara la existencia de las otras. Me aferré rápidamente a un objeto corriente y familiar (la lámpara, que reposaba apagada sobre la limpia superficie de la repisa de la chimenea), hasta que me rehice y dejé de sentirme sola en un mar revuelto y de olas implacables, embarcada en un bote de remos. ¿Cuál es entonces mi naturaleza? Porque, cuando me aíslo, soy todo buenos propósitos, diligencia, determinación y prudencia, como si fuera la única superviviente de una especie a cuya historia evolutiva se le pueda seguir el rastro hasta los más antiguos de sus más antiguos vestigios; cuando me aíslo, excavo despiadadamente los profundos silencios, buscando mis oportunidades como un minero buscaría vetas del tesoro. ¿En qué espacio poco profundo e iluminado con luz tenue encontraré qué trémulo y tenue esplendor? La adusta superficie de montañas pedregosas se ha convertido en una verde y ondulante pradera, y un manantial de agua cristalina, cuyo origen es un misterio, su finalidad y belleza constantes, atrae todo tipo de existencia atormentada en busca de consuelo. Y una y mil veces, el corazón, enterrado como siempre en lo más profundo del pecho de los seres humanos, no es más que cuatro cavidades expuestas al amor, a la alegría, al dolor y a las pequeñas saetas que caen con desesperación entretanto.
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Estaba sentada a una mesa estrecha, con la cabeza, embotada por el sueño, apoyada en las manos. Soñé con hordas de hombres que caminaban sin rumbo fijo, con las armas y los cañones siguiendo su lenta marcha a los lados, las recámaras sin una sola bala, ni un solo obús. Habían luchado en un campo de batalla intermitentemente, y de vez en cuando acababan por cansarse de aquello. Subían por el sendero que llevaba hasta mi casa, y a su paso se interponían entre el sol y la tierra; al pasar entre el sol y la tierra tapaban la luz del día, y la noche caía inmediata y permanentemente. Ya no podía ver los florecientes tréboles, su abrumador aroma un constante y embriagador deleite para mí; ya no podía ver a los animales domésticos pastando en el prado; ya no podía ver a las fieras, cazadores y presas, su existencia vigilante y alerta; ya no podía ver al herrero moviéndose con cautela entre un torbellino de pavesas ardientes o inclinado sobre el yunque y el fuelle. Las tropas cruzaron mi casa marchando en silencio. A su paso, su aliento marchitó algunas flores que yo había colocado en un anaquel, con sus manos desnudas destruyeron las columnas de mármol que reforzaban los cimientos de mi casa. Abandonaron mi casa, siempre en silencio, y cruzaron un campo en dirección contraria a aquélla de la que habían venido, volviendo a interponerse entre el sol y la tierra. Yo me acerqué a una ventana y observé sus espaldas hasta que no fueron más que un pequeño punto en el horizonte.
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Veo a mi hija levantarse despacio de la cama. La veo cruzar la habitación y pararse delante del espejo. Observa atentamente su cuerpo plano e inmaculado. Su piel no tiene color, y cuando la atraviesa un fino haz de luz, se vuelve transparente. Sus ojos son como rubíes, vivaces, y se inflaman como tizones despabilados de repente por una ráfaga de viento. !Ésa es mi niña¡ Cuando sus mandíbulas eran todavía demasiado débiles, yo masticaba su comida antes de dársela en pequeños bocados. ¡Ésa es mi niña! Tengo que llevar líquido fresco en mis fláccidos pechos para apagar su sed abrasadora. Ésta es mi hija sentada en la sombra, con la cabeza echada hacia atrás, extasiada, prolongando algún momento de placer que yo he creado para ella.
Mi hija es despiadada con el chico jorobado; abre la boca en una mueca que esboza una sonrisa cruel, sus dientes se ven afilados y centelleantes, el paladar descarnado y rugoso, sus jóvenes manos se vuelven de repente nudosas y retorcidas, como si quisiera llegar a acariciarle la joroba. Para escapar a su impetuosa y vehemente mirada, el chico busca refugio en una arboleda, pero ella, que es capaz de hacer que sus brazos se extiendan hasta longitudes inauditas, le buscan y le dan un tirón de los largos y sedosos cabellos que le caen lacios por la espalda. Pronuncia su nombre en un susurro y el sonido de su voz le destroza el tímpano. Ensordecido, ya no puede oír las señales de peligro y pierde el sentido de la orientación. Más aún, mi hija ha construido para él un cobertizo a modo de refugio justo al borde de un acantilado cortado a pico, para poder verle día tras día desconcertado ante un destino que conoce pero que no llegará a conocer del todo hasta el momento en que éste le aniquile.
Mi hija merodea por los lugares donde habitan los cormoranes de alas apenas útiles para volar, hasta tal punto le entusiasma la belleza y la historia ancestral. Ella sigue el rastro de todo lo que encuentra, desde sus exiguos y azarosos principios en frías y legamosas ciénagas, hasta su esplendor y absoluto dominio del aire, la tierra o el mar, hasta sus singulares restos sepultados en misteriosos aluviones. Adora lo que no ha sido tocado por la ciencia, adora lo que no ha sido cultivado y, sin embargo, adora también lo que ha sido construido poco a poco, pieza a pieza, cuidadosamente, es de una gran belleza eclipsar los logros destinados sólo a su conmemoración. Ella se sienta ociosa en la orilla de la playa, mirando fijamente bajo la superficie del mar, y aún más abajo todavía. Escucha los sonidos contenidos en los propios sonidos, con tanta normalidad como si los escuchara en espacios abiertos. Siente el espectro, primero frío, luego, brevemente cálido, y otra vez frío cuando éste pasa de una atmósfera a otra. Al haber observado cómo distintas y muy bien diferenciadas existencias físicas se alimentan unas de otras, ella está más allá de la desesperación o del vacío espiritual.
Ah, mirad a mi hija ahora, erguida y audaz, un pie en la oscuridad, el otro en la luz. Yendo de remanso en remanso, absorbe cualquier percepción especial de ella y para ella. Mi hila vuela de muerte en muerte, hasta tal punto resulta familiar para ella ese estado. Aunque yo la he empujado a una existencia fugaz, peligrosa y objeto de la violencia del azar, ella deja pasar el tiempo con abandono y desapego, arrastrando en su estela un sinfín de grandes pesadumbres.
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Oigo la voz silenciosa; se alza cara a cara frente a la oscuridad y, sin embargo, no se opone a la oscuridad, pues el conflicto no forma parte de su naturaleza. Yo me despojo de mi manto de odio. Avanzo llena de amor hacia la voz silenciosa. Me despojo de mi manto de desesperación. Una vez más llena de amor, sigo avanzando hacia la voz silenciosa. Entro en la voz silenciosa. La voz silenciosa me envuelve. La voz silenciosa me envuelve de forma tan absoluta que incluso la oscuridad desaparece en mi memoria, borrada. Vivo en silencio. El silencio no tiene límites. Los prados no tienen cercados, los leones recorren todos los continentes. los continentes no están separados. El río sigue su curso, benéfico e indemne, cruzando la tierra llana. Las montañas ya no son un quebranto. En el interior de la voz silenciosa no hay misteriosos abismos que me fragmenten; ninguna visión es tan distante como para inquietarme. Oigo la voz silenciosa —qué dulcemente cae ahora— y toda la existencia está contenida en ella. Viviendo en la voz silenciosa, dejo de ser «Yo». Viviendo en la voz silenciosa, estoy al fin en paz. Viviendo en la voz silenciosa, estoy al fin borrada.

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