Miranda July - "Un hombre en la escalera"

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Este cuento (The man on the stairs), recogido en el volumen "Nadie es más de aquí que tú", fue publicado por primera vez en la revista Fence Magazine en 2004.
La versión es la de Silvia Barbero.


Era un sonido sordo, pero me despertó porque era un sonido humano. Contuve la respiración y volví a oírlo, después otra vez: eran unos pasos en la escalera. Intenté susurrar: Alguien está subiendo la escalera, pero tenía la respiración paralizada y me sentía incapaz de restablecerla. Apreté la muñeca de Kevin en diferentes intervalos: primero tres pulsaciones, después dos y por último tres más. Trataba de inventar un lenguaje que pudiera penetrar en su sueño. Pero, al cabo de un rato, me di cuenta de que ni siquiera tocaba su muñeca, sino que pulsaba el aire. Así de asustada estaba yo: apretando el aire. Y el sonido no se interrumpió. El hombre seguía subiendo la escalera. Lo hacía de la manera más lenta posible. Parecía disponer de todo el tiempo del mundo para hacerlo. Vaya que sí. Yo nunca he podido tomarme las cosas con esa tranquilidad. Ése es mi problema con la vida, que la vivo a la carrera, como si me persiguiesen. Incluso con las cosas cuyo objetivo es la lentitud, como por ejemplo tomar un té relajante. Cuando me tomo un té relajante, me lo trago como si estuviese en un concurso de quién es capaz de beberse un té relajante con más rapidez. O si estoy en un jacuzzi en compañía de gente y todos estamos mirando las estrellas, soy siempre la primera que dice: Se está tan bien aquí. Cuanto antes se dice: Se está tan bien aquí, antes se puede decir: Vaya, me estoy cociendo.
El hombre de la escalera era tan lento, que me olvidé del peligro, casi volví a quedarme dormida de nuevo, aunque me desperté cuando oí que daba otro paso. Iba a morir y el momento parecía no llegar nunca. Dejé de hacer intentos para alertar a Kevin porque me daba miedo de que dijese algo al despertarse, algo así como: ¿Qué pasa? O: ¿Sí, cariño? El hombre de la escalera lo oiría y se daría cuenta de lo vulnerables que éramos. Sabría que mi novio me llamaba cariño. Incluso era posible que apreciase el leve enfado de mi novio, su irritación después de la pelea de la noche anterior. Cuando practicamos sexo, ambos fantaseamos con otra gente, pero a él le gusta decirme con quién fantasea y a mí no. ¿Por qué tendría que hacerlo? Eso es cosa mía, es algo muy íntimo. No es culpa mía que le pirre que yo lo sepa. Le gusta decirlo en el momento en que se corre, igual que el gato que trae de regalo un pájaro muerto. Yo nunca le pido que me lo diga.
No quería que el hombre de la escalera se enterase de nuestras intimidades. Pero se enteraría. En el instante en que encendiese las luces y sacase una pistola, o un cuchillo, o una piedra contundente. Se enteraría en el instante en que me encañonara la cabeza, en que me pusiera el cuchillo en el corazón o en que alzara la piedra contundente sobre mi pecho. Lo vería en los ojos de mi novio: Puedes hacer lo que quieras con ella, pero déjame vivir. Y en mis ojos vería las palabras: Nunca he conocido el amor verdadero. ¿Se identificaría con nosotros? ¿Sabría lo que significa eso? La mayoría de la gente sí. Uno siempre se siente como si fuera único en el mundo, como si todos los demás estuviesen locos los unos por los otros, pero eso no es verdad. Por lo general, la gente no se gusta mucho entre sí. Y eso va por los amigos también. A veces, me tumbo en la cama e intento decidir cuál de mis amigos me importa de verdad, pero siempre llego a la misma conclusión: ninguno. Suponía que los de ahora serían mis primeros amigos y que los amigos de verdad se presentarían más tarde. Pero no. Ésos son mis amigos de verdad. Es gente que trabaja en el ámbito de lo que le gusta. A Marilyn, mi amiga más antigua, le entusiasma cantar y es la responsable de matriculación en una prestigiosa escuela de música. Es un buen trabajo, pero no tan bueno como limitarse a abrir la boca y cantar. Tra-la-lá. Siempre he estado convencida de que sería amiga de una cantante profesional. Una cantante de jazz. Mi mejor amiga sería una cantante de jazz y una conductora temeraria pero fiable. Más de lo que me figuraba para mí misma. También me imaginaba amigos que me adorarían. Pero esos amigos creen que soy un coñazo. Fantaseaba con volver a empezar y eliminar el sambenito de tía coñazo que cuelga sobre mí. Creo que ahora lo tengo controlado. Hay tres cosas que me hacen ser un coñazo:
Nunca devuelvo las llamadas.
Soy una falsa modesta.
Tengo un sentimiento desproporcionado de culpa con respecto a los dos puntos anteriores, lo que hace antipática mi presencia.
No me resultaría difícil devolver las llamadas y ser más modesta de verdad, pero ya es demasiado tarde para eso en relación con mis amigos. No serían capaces de ver que ya no soy un coñazo de amiga. Necesito hacer nuevos amigos que no estén contaminados y que me asocien con la alegría. Ése es mi problema número dos: nunca me satisface lo que tengo, asunto que va cogido de la mano con mi problema número uno: la prisa que le meto a todo. Quizá no sea tanto que vayan cogidos de la mano como que se trata de las dos manos de la misma bestia. Puede que se trate de mis manos. La bestia soy yo.
Estuve enamorada locamente de Kevin durante trece años, antes de que a él, por fin, empezase a gustarle yo. Al principio no mostraba interés alguno por mí porque era una niña. Yo tenía doce años y él veinticinco. Después de cumplir los dieciocho, le costó siete años más verme como una verdadera adulta, no como su alumna. En nuestra primera cita, me puse un vestido que había comprado cuando tenía diecisiete años. Lo compré especialmente para esa ocasión. Estaba pasado de moda. De camino al restaurante, nos detuvimos en una gasolinera. Sentada en el coche, mientras Kevin pagaba la gasolina, observé a un adolescente que limpiaba el parabrisas. La precisión con la que el chico utilizaba el enjugador dejaba claro que aquel trabajo no estaba sólo dentro de su ámbito de interés: ése era exactamente su trabajo, eso era todo lo que él había querido en la vida. Tra-la-lá. Cuando salíamos de la gasolinera, me quedé mirando a través de la ventanilla perfectamente limpia al adolescente y pensé: Tendría que estar con él en vez de con Kevin.
El hombre de la escalera se detiene y se queda parado durante tanto tiempo que casi llego a preguntarme si no se le habrá presentado algún problema. A lo mejor está discapacitado o es una persona muy anciana. O quizás es que está muy cansado. Quizá ya ha asesinado a todo el mundo en la manzana y está agotadísimo. Por momentos, casi alcanzo a verlo apoyado en la barandilla, mientras sus ojos escrutan la oscuridad. Yo también tengo los ojos abiertos. Kevin duerme. Está lejísimo y siempre lo estará. El silencio se prolonga cada vez más y empiezo a preguntarme si el hombre sigue allí. Lo único que se oye es la respiración de Kevin. Me pregunto qué ocurriría si me pasase el resto de mi vida en esta cama, escuchando a Kevin respirar. Pero, mira tú por dónde... Un crujido fuerte y definitivo llega del hueco de la escalera, y lo que siento es un alivio emocionante. En realidad está ahí, en la escalera, y está acercándose cada vez más con esa manera impresionantemente lenta de caminar que tiene. Si lograba sobrevivir y ver la luz del día, nunca olvidaría aquella clase práctica.
Destapé la cama y me levanté. Sólo llevaba puesta una camiseta, y no me puse unas bragas porque qué más daba eso. Quizás él también estuviese medio desnudo. Quizás estuviese decapitado y cubierto de sangre. Me quedé de pie en la entrada del hueco de la escalera, en el escalón de arriba. Allí había más oscuridad que en el dormitorio, y estaba cegada por completo. Me quedé inmóvil y esperé a morir o a que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, fuese lo que fuese lo que sucediera primero. Antes de alcanzar a ver nada, sólo oía su respiración. Estaba frente a mí. Me incliné hacia delante. Sentía su respiración. Olía su aliento agrio. Nada bueno. Él no era bueno. No era un hombre que tuviese buenas intenciones. No me moví. Él tampoco. Aquel hombre exhalaba ese aire gélido que hace que las mujeres duden de todo, y yo lo aspiraba, como siempre lo había hecho. Yo expelía mi mugre, el polvo de todo lo que había destruido con mis dudas, y sus pulmones absorbían todo aquello. Mi vista fue adaptándose y vi a un hombre, un hombre corriente, un desconocido. Nos miramos a los ojos, y de repente me sentí furiosa. Vete, susurré. Fuera. Fuera de mi casa.

Después de salir de la gasolinera, fuimos a un restaurante que Kevin creyó que me gustaría. Pero yo seguía pensando en el chico que limpiaba los parabrisas, y de manera sistemática hice todo lo contrario que Kevin quería que hiciese. No pedí postre ni vino, sólo una pequeña ensalada, de la que me quejé mucho. Pero él no se rindió. En el coche, de vuelta a mi apartamento, contaba chistes, chistes ridículos. Me armé de valor para no reírme. Prefería morir antes que reírme. No me reí, no me reí en absoluto. Pero morí, morí del todo.

This entry was posted on 27 marzo 2014 at 20:18 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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