Jean Rhys - "Noche de 1925"

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Este cuento pertenece al volumen "Que usted la duerma bien, señora" (Sleep it off Lady) publicado en 1976 (aunque algunos de los cuentos ya habían aparecido antes en algunas revistas).
La versión es la de Salustiano Maso Simón.


Había llovido, y los reflejos verdes y rojos de las luces en las calles mojadas le hacían pensar a Suzy en los libros de Francis Carco. Paseaba con un amigo llamado Gilbert, a quien sus íntimos conocían, en Montparnasse, por el apelativo de El Roña.
Gilbert, tras hacerle ver que ya no llovía y que el aire fresco les sentaría bien, la llevaba a un sitio donde, según él, se divertía uno de lo lindo y hasta había su pizca de sorpresa.
Cruzaron el Sena y continuaron a pie. Ya iba a decirle Suzy que se estaba cansando y que debían tomar un taxi cuando él se detuvo hacia la mitad de una callejuela silenciosa. Bajaron unos escalones y penetraron en un recinto largo y estrecho flanqueado de altos espejos; una mujer vestida de negro salió a recibirlos.
Bonsoir madame —dijo familiarmente Gilbert—. ¿Comment allez vous? Le traigo a una amiga.
Bonsoir madame, bonsoir monsieur —dijo la mujer, enseñando los dientes.
«Esta no le conoce ni le ha visto en su vida», pensaba Suzy, cuando la mujer se eclipsó y en su lugar se vieron rodeados por un montón de jovencitas en diversas fases de desnudez. Se colocaron en un orden estudiado, unas delante arrodilladas, otras atrás de pie. Sus erizadas pestañas destacaban ostensibles y flamantes. Abrieron la boca y sacaron la lengua, agitándola ante los visitantes, no en son de burla como era de suponer, sino en un gesto de invitación.
«Apuesto a que nos abuchean también», se dijo Suzy.
—Escoge una —dijo Gilbert.
Suzy escogió a una morenita que le pareció menos alarmante que las demás. Gilbert escogió a una chica mucho más alta, pelirroja y con mucha barbilla. Parecida a una yegua.
Las otras se disgregaron y se perdieron de vista, presumiblemente para esperar a los próximos clientes.
Suzy, Gilbert y sus acompañantes fueron a sentarse a una de las mesitas libres dispuestas al otro lado de la estancia. Un camarero muy viejo se acercó arrastrando los pies y preguntó qué iban a beber.
—¿Qué clase de hombre puede emplearse de camarero en sitios como éste? —dijo Gilbert en inglés pero sin bajar la voz. Las chicas pidieron Deux Censes, Suzy y Gilbert prefirieron Pernod.
—No tardará en morirse —dijo Suzy cuando el camarero se fue—. No hace falta tener tantos miramientos con él. No puede ya ni andar como quien dice.
—De eso se valen —dijo Gilbert.
Oyeron la música de una java que procedía de otro recinto. Llegaron las bebidas y las dos jovencitas se pusieron a parlotear muy animadamente, pero Gilbert respondía con mucho laconismo o no contestaba siquiera, y Suzy guardaba silencio porque se sentía cohibida y no se le ocurría nada apropiado que decir. Cuando esto había durado ya algún tiempo, la yegua empezó a dar muestras de enfurruñamiento, pero la otra chica parecía preocupada, como podría estarlo una anfitriona que, temerosa de que la fiesta resulte sosa y aburrida, se esfuerza por imaginar algún modo de reanimarla.
Finalmente se volvió hacia Suzy, le levantó la falda y la besó en la rodilla.
Tu es folle —dijo la yegua.
Mon amie n'aime pas ça —dijo Gilbert.
—¡Ah! —exclamó la joven. Llevaba una blusa blanca muy corta, calcetines blancos y sandalias negras. Colgada al cuello, una medalla de latón. Tenía la cara perfectamente redonda. Daba la impresión de ser persona algo obtusa, pero afable y bondadosa, pensó Suzy, sonriendo y poniendo la mano sobre la de la muchacha: una mano pequeña y rolliza.
—Vaya, vaya —dijo Gilbert—. Y esto ¿cómo tengo yo que interpretarlo?
—Supongo —repuso Suzy mirándole— que si la chica termina por hartarse podrá irse, ¿no crees?
—Desde luego que sí —dijo Gilbert—. Voy a preguntárselo.
Mais certainement —dijo la joven—. Naturelle-ment. ¿Pourquoi pas? —Y como nadie despegara los labios, añadió en voz baja—: Seulement, seulement...
¿Seulement qué? —inquirió Suzy—. ¿Seulement qué?
—Vamos, cierra el pico, Suzy —dijo Gilbert—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué esas preguntas idiotas?
—Vengan para arriba —dijo la yegua—. Suban a vernos hacer nuestro «cinéma». No se arrepentirán.
También llevaba blusa blanca, calcetines blancos y zapatillas negras, pero la blusa se abría por delante hasta la cintura.
—No —dijo Gilbert—, no vamos a subir. —Y prosiguió, dirigiéndose a Suzy—: Este sitio ha perdido una barbaridad. Antes sí qué era divertido, tenía ambiente. Ahora no es ni sombra de lo que era. Claro que hemos venido demasiado temprano. Pero de todos modos...
—Podríamos sugerirles algunas ideas —dijo la yegua—. A lo que se ve, las necesitan.
—Vámonos, Suzy —parecía exasperado—. Termínate el Pernod y vamos a probar suerte a otra parte.
—Sí, yo también creo que será lo mejor —dijo Suzy—, porque, la verdad, no me da la impresión de estar cayendo muy bien aquí. Una de las chicas, allá al otro lado, parece como si fuese a venir a cruzarme la cara de un momento a otro.
—¿Cuál? —preguntó Gilbert, volviéndose—. ¿Dónde?
—Aquélla, la de los pechos opulentos —dijo Suzy.
Una chica de pechos hermosos y talle muy delgado no dejaba de mirarla con expresión de cólera incontenible.
—Vaya mal genio —dijo Gilbert.
—Está echando bombas —certificó Suzy.
—Ya lo veo —dijo Gilbert.
—Se figura que he venido a mirarlas y reírme de ellas. No hay que tomárselo a mal.
La mujer que los había recibido se acercó entonces a su mesa.
—¿Les molesta alguna de estas chicas?
—Qué va —respondió Suzy—. En absoluto. Las encontramos encantadoras, ¿verdad, Gilbert?
Gilbert no contestó.
La mujer echó una mirada significativa a las dos jóvenes y se retiró.
—Venez donc —dijo la yegua—. Vamos al piso de arriba. Para ustedes serán sólo trescientos francos. Y el champán.
—No —dijo, Gilbert—. Lo siento mucho, pero no. Esta noche no. —Y añadió en inglés—: Todo esto ya pasa de la raya. Vámonos de aquí.
Las jóvenes se dieron cuenta de que los clientes estaban descontentos y pretendían irse.
La morena guardó silencio, pero la yegua inició un largo y atropellado discurso que Gilbert estuvo escuchando con una pérfida sonrisa, hasta que al fin dijo, dirigiéndose a Suzy:
—Todo su empeño es llevarnos para arriba, naturalmente. Supongo que le parecerá una buena idea insistir machaconamente sobre las dificultades de su oficio. Las miserias de siempre. Pasaron las glorias de antaño. Punto final. Es triste, ¿no crees? —se echó a reír.
La morena se levantó de un brinco y dio en la mesa un puñetazo tan fuerte que volcó su copa.
—¿Et qu'est-ce que tu veux que ça leur fasse? —vociferó—. ¿Qu'est-ce que tu veux que ça leur fasse?
—¡Teatro! —exclamó Gilbert—. ¿Qué te crees que les importa a ellos?, ha dicho.
—Mira, Gilbert, no podemos marcharnos sin dar a estas chicas una perra.
Ya han tenido sus bebidas —dijo Gilbert.
—Dos guindas en aguardiente. Poca cosa. Deja que les dé algo, ¿quieres?
—Está bien —dijo Gilbert—, si lo hago, ¿me prometes venir conmigo a otra parte? A algún sitio donde le echen un poco más de salero.
—Bueno —dijo Suzy—, si tú quieres que vaya...
—Perfectamente. Aquí tienes, pues —le tendió su cartera—. Dales a cada una... —Marcó 10 sobre la mesa con su cigarrillo—. Con eso basta y sobra. —Y se volvió a mirar a la encolerizada.
Suzy abrió la cartera y sacó dos billetes. Los dobló cuidadosamente y dio uno a cada chica. Sonrieron, las dos, y se guardaron el billete dentro del calcetín.
—¿Me permite? —dijo la morena. Se quitó la medalla, se la dio a Suzy y besó a ésta efusivamente—. Mándeme a sus amistades que visiten París, me encantará ver a cualquier amigo o amiga que me mande.
En una cara de la medalla aparecía grabado un nombre: Dedé. En el otro estaban las señas.
—Alors —dijo la yegua con viveza—. Merci bien m'sieur et dame. Au 'voir. A la prochaine.
—Me gustaría que se largaran —dijo Suzy.
Allez-vous-en —dijo Gilbert.
Nadie reparó en ellos mientras salían por el largo vestíbulo.
Bonsoir madame. Bonsoir monsieur —dijo la mujer, a la puerta.
Ya estaban en la calle.
—Sí que nos hemos lucido —dijo Gilbert—. Lo lamento. No será difícil encontrar un sitio más divertido. Llamaré un taxi.
—Sí —afirmó Suzy—. Pero quizá deba decirte que he dado a esas chicas cinco libras a cada una.
—¿Qué dices que has hecho? —preguntó Gilbert. Abrió la cartera y se quedó callado.
Su silencio duraba tanto que Suzy no pudo soportarlo ni un instante más y dijo con excitación:
—¿Por qué no iban a sacar algo de dinero? ¿Por qué no iban a sacar algo de dinero?
—Si tú lo ves así —dijo Gilbert—, ¿por qué no pruebas a dar del tuyo, en vez de disponer, por las buenas, del bolsillo ajeno?
—Porque no lo tengo —respondió Suzy—. Así de sencillo
—Claro —dijo Gilbert—. Siempre habrá otro que financie tus brillantísimas ideas. Y tanta cochina hipocresía. En realidad te importa todo un rábano. Cuando has dado a esas chicas mi dinero lo que tenías eran unas ganas locas de perderlas de vista, ¿vas a negármelo?
—De ninguna manera, no era eso —dijo Suzy—. Pensé que era mejor que nos fuésemos antes de dar ocasión a que lo descubrieses.
—¿Y qué te imaginas que iba a haber hecho? ¿Armar una bronca? ¿Intentar que devolviesen el dinero?
—Yo no sabía lo que harías —dijo Suzy—. Por eso me pareció lo mejor largarnos en seguida.
—Pues muchísimas gracias —y siguió caminando, para alivio de Suzy, sin dejar de perorar, ya con un tono de voz normal—: Y esto demuestra lo poco que sabes de estas cosas. Si esas chicas hubieran hecho todos sus numeritos, todos sus numeritos, cien francos habría sido una propina regia. Una propina regia. Les has dado diez libras por nada en absoluto. Bien se van a reír de mí. Y eso del final ha sido todo una ficción. Ha sido el «cinéma» que reservan a los clientes a quienes no pueden persuadir a que suban. Y tú has mordido el anzuelo. Bien se van a reír de mí —repitió.
—Nada de eso, yo no creo que fuese una ficción —dijo Suzy.
Pero recordaba su ademán confiado al pasarle la cartera y empezó a sentir remordimientos.
—Diez esterlinas no es tanto. Y tenías un buen fajo de billetes de cinco en esa cartera. ¿Es tan terrible lo que he hecho? Piensa en cómo te van a recibir cuando vuelvas. El inglés alto y guapo que da diez libras por nada en absoluto. Vas a ser una leyenda, no una irrisión.
Llegaron al extremo de la calle.
—Aquí al lado tiene la parada un autobús que te llevará de vuelta a Montparnasse —dijo Gilbert, envarado y seco.
Esperaron. Tirado en el arroyo, había un sombrero de mujer color escarlata.
—Lástima de sombrero viejo —dijo Suzy—. Lástima, lástima. Alguien debería escribir un poema acerca de ese sombrero —todavía llevaba en la mano la medalla de Dedé.
—Un consejo antes de separarnos —dijo Gilbert—. No te aferres a esa medalla. Te conozco, la dejarás en tu mesilla de noche y la persona que te lleve el desayuno la verá. Mejor que no la vean.
—No repararán en ella, ¿a quién puede importarle? —dijo Suzy.
—Eso es lo que tú crees. Mejor que no la vean. Hazme caso.
A Suzy empezó a retozarle la risa, una risa tonta, sin motivo. Dispuso cuidadosamente la medalla debajo del sombrero colorado y levantando en alto la mano dijo solemnemente:
—Descansa en Paz en el nombre de Alá el Compasivo, el Misericordioso.
—Ahí viene tu autobús —dijo Gilbert—. Para muy cerca del Dôme y supongo que acertarás con el camino, desde allí.
—Sí, perfectamente. Au 'voir Gilbert. A la prochaine.
—No habrá próxima vez —dijo Gilbert mientras se alejaba.
Suzy subió al autobús, aliviada de que fuese medio vacío. Tomó asiento y se puso a escuchar las voces que resonaban en su cabeza, según iba repasando los acontecimientos de aquella noche.
«Las miserias de siempre. Pasaron las glorias de antaño. Punto final. ¿Et qu'est-ce que tu veux que ça leur fasse?»

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1 comentarios

Anónimo  

Tan sólo era un sombrero,
o tal vez… ¿qué?, daba igual lo que fuera
mientras que en su tamaño
cupiera una cabeza…

Debió ser de mañana, sí,
temprano en la mañana,
como una expiración que algún profundo sueño
exhalara exaltada…

Flotó por un momento,
casi como la pompa recién emancipada
como un pompón en flor de un color
balbuciente, de una bella durmiente
que le hizo de canilla,
liberándola.

Un halo tranparente de lágrimas y sueños pululando en la casa.

Más tarde, al despertarse,
se distinguió un momento con la luz de un destello
en su rauda carrera bajo el haz de los cielos,
salió, saltó, voló —sin más— por la ventana.

Feliz en las alturas
se paró a contemplar la arcilla en los tejados,
las formas volumétricas, los diferentes prismas
alzados a capricho como azarosos dados
por mil mortales manos;
vio el asfalto en las calles, los hundidos regueros
que conducían todos al ruinoso estuario
del alto cementerio.

Detrás estaba el mar,
y sintió aquel aroma de salitre y de puerto,
el liquefacto raso revestido de espejos,
sucesivos instantes,
inefables destellos reflejando el pasado
de una implosión constante,
conflagración gigante de un punto abrasador
como un cerrado núcleo de rayos lacerantes.
Lo atravesó sin miedo.

Por fin llegó a otra costa,
firme la solidez, pétrea la abrupta roca,
y enseguida avistó la arborescente masa del verde de las hojas,
el solaz primitivo que ofrece a la semilla la penumbra amorosa
y en ella fue a posarse con aire de aire al aire,
junto a unas amapolas de pétalos fragantes
mecidos por el viento, besados por un beso…

¿Cómo lo iba a saber, cómo iba a adivinar
que había una culebra escondida en la maleza?
¿Cómo iba a imaginar que aquel vergel de yerba
era en verdad el cuerpo de una oculta culebra?

Sin más fue devorado,
de un golpe, de un bocado
de un simple parpadeo
y a medida que aquella culebra lo tragaba
se iba poniendo roja, morada, lila, malva,
violeta y encarnada, y al final,
escarlata.

Y sintió la serpiente al tiempo que su vientre
se hinchaba y se rehenchía y hasta se deformaba
un súbito deseo
de tránsito y de aceras
de barullo y bullicio,
de zapatos brillantes,
de cerveza y de asfalto y carteles brillantes
y anuncios luminosos en cada escaparate….

Le llevó todo el día arrastrar la distancia que a la ciudad llevaba,
pues no era de ignorarse que a su reciente estado de insólito escarlata
había que sumarle aquella nueva cosa tan disímil al hambre,
pues sabía que el hambre bien podía saciarse
con una lagartija o con un grillo negro o una sabrosa mantis
o un rico aperitivo de hormiguillas con moscas,
y todo lo probó y de todo comió,
devoró incluso un postre de alas de mariposa
con patitas de avispa y abdomen de termita
pero es que estaba hinchada, ¡ahíta de escarlata!
y aquella sensación de que algo le faltaba
aquella comezón repleta de vacío a pesar de su empacho,
por más que lo quisiera, no se le apaciguaba…

“¿son esto los deseos?” —se interrogó angustiada—
¿es esto que yo siento aquello que a los hombres
les llena de ilusiones, de esperanzas, de anhelo?

Era aquello algo nuevo, agotador, sin duda,
¡sentía tanta sed de no saber qué cosa!
¡estaba tan cansada con su panza abultada
de color escarlata!, que cuando vio aquel charco
se acercó sin dudarlo a abrevar en sus aguas:

“Lástima de sombrero” —escuchó que decían—,
pero siguió bebiendo: “lástima, lástima…”,
y mientras la elevaban asida de un costado,
ascendida del suelo, descendida de un sueño,
nadie oyó que decía:

“¿Sombrero?, ¿qué sombrero?¡yo no soy un sombrero!,
yo soy una culebra que se ha vuelto escarlata
por cumplir un deseo….
PD: no es que sea gran cosa, pero al menos no son las miserias de siempre...

20 de febrero de 2014, 19:31

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