George Egerton - "Su secreto"

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Este cuento ha sido analizado y comparado en muchas ocasiones por su paralelismo con Eveline, el cuento que forma parte de Dublineses de James Joyce, por algo la australiana está en la lista de los precursores del modernismo.
El cuento pertenece al volumen "Disonancias" publicado en 1894.
La versión es la de María Luisa Venegas Lagüéns.



¿Alguna vez en verano, pongamos por caso, estando sentada en el peldaño de una cerca, el mundo entero a tu alrededor deleitándose bajo la luz del sol y la alegría del momento susurrando en los campos, los árboles de los bosques manteniendo largas y distendidas charlas entre sí y todo ese misterio envolviéndote de manera sutil y haciéndote sentir que el verano también está en tu interior, te ha sucedido que, de repente, cruza el paisaje una sombra ondulante, que una ráfaga de viento frío hace estremecer las hojas con un murmullo de sorpresa y que el repique de un toque de difunto llega flotando desde el campanario de una aldea vecina y se te aferra al alma un sentimiento de tristeza oprimente y penetrante por el contraste que ofrece con tu sensación despreocupada de bienestar... como si fuera el susurro burlón del destino implacable?
Aquel relato me impactó como el eco del lento doblar de campanas en un día como ese al que me refiero.
Era el primer verano eufórico de mi recién encontrada felicidad. Quería escaparme yo sola para pensar, para soñarlo todo de nuevo, para estremecerme con cada caricia recordada, volver a ver cada dilatada mirada, repetir cada palabra tímidamente, volver a vivirlo todo una y otra vez en mis pensamientos. Quería escapar de las felicitaciones, las preguntas, las muestras de simpatía; me crispaban tanto como cuando un asno rebuzna de repente cuando una está escuchando a los ruiseñores. Tenía en el corazón una canción tan asombrosamente nueva y extraña que cualquier nota perturbadora me encelaba.
Faltaba una semana entera hasta nuestro próximo encuentro y la llegada de una hermana mayor, cuyo matrimonio desgraciado la había convertido en una verdadera Casandra respecto al destino de otras, me reforzó el deseo de soledad, así que tomé la resolución de marcharme a las afueras en mi bicicleta, salir al campo a escuchar a los pajarillos cantando, a buscar el paralelismo con la melodía de mi propio corazón. A primera hora de la tarde de un día. de principios de julio, llegué a un pueblecito de Buckinghamshire y giré en la carretera para adentrarme en el patio empedrado de una pintoresca posada antigua tan solo para encontrarme con que otra bici había llegado allí antes que yo.
Estaba cansada de las cuestas, sedienta del calor y contenta de poder lavarme y sacudirme el polvo antes de tomar el té. Canturreando de puro contento, bajé las escaleras al salón de los viajantes. Era una estancia grande, fresca, cerca de la antigua cocina tradicional, y, en cierto modo, el estrépito de las tazas y platillos y el persistente siseo de un mozo de cuadra en el patio lavándole las patas a una vieja yegua baya parecían pertenecer al ambiente del lugar.
Había otra excursionista en la habitación cuando entré, una mujer alta, delgada, que se hallaba de pie junto a la ventana, perdida en sus propios pensamientos. Su hábito de ciclista la proclamaba dueña de la otra máquina. Me alegré de que fuera una mujer; en aquel momento el mundo únicamente contenía un solo hombre. Estaba apoyada contra un lado de la ventana, las manos entrelazadas a la espalda. Desde allí no se veía nada salvo un trozo de tejado cubierto de hiedra, un retazo de cielo azul y la puerta de un granero, pero ella los miraba fijamente, quizás sin verlos. Su actitud sugería una cierta melancolía.
Cuando entró la criada a poner la mesa para el té para dos, ni se movió. Me pregunté en qué podría estar pensando. Por lo que distinguía de su mejilla y del cuello, me pareció que sería de mediana edad.
—¡Qué berros tan frescos y tan ricos! —le dije a la muchacha.
—Sí, señorita; un poco tardíos para las gentes de Buckingham —con aire de conocedora—, pero los forasteros los encuentran buenos.
La mujer se da media vuelta; la expresión del rostro es tensa y tiene el pelo casi blanco en las sienes. Su extraña mirada, de calma y nostalgia, hizo que me compadeciera de ella, pero entonces sonrió y, no sé cómo, me hizo pensar en rayos de sol y en violetas, y se me ocurrió que, si alguien se sintiera solo, una mirada así le haría olvidarlo.
—¡Vaya! ¿Siguen siendo los que rigen el calendario local? —señalando los berros—. Debe usted saber —dirigiéndose a mí— que todo viene marcado por la llegada, la recogida y la preparación del terreno y la limpieza de los canteros; y ahora creo que han conseguido la categoría de industria.
—Debe usted conocer el pueblo entonces, ¿no? Supuse que era usted una excursionista sobre ruedas como yo.
—Y así es; hace quince años que no visito el lugar, pero nací aquí hace treinta y ocho y hoy es mi cumpleaños; me han entrado ganas de visitar el lugar otra vez...
Se vuelve a su posición original junto a la ventana. Mi propio regocijo seguía cantando dentro de mí y me sentía generosa para con el mundo entero, por lo que me vi atraída hacia esta mujer de cara solitaria y voz nostálgica. Quería que estuviera tan contenta como yo.
—¿Va usted a hacer un recorrido largo? —me atreví a preguntar.
—No, regreso mañana por la mañana. No puedo escaparme nunca mucho tiempo; me espera mi trabajo a la vuelta...
—¡El té está listo, señorita!
Nos sentamos y disfrutamos de él como tan solo sabemos hacerlo las mujeres. No habla mucho, pero me anima a que lo haga yo y me siento atraída por ella. Le muestro mi sortija y le cuento con algo de vergüenza mi gran felicidad, y que deseaba irme lejos, sola, a disfrutarla tranquilamente. Me sonríe a modo de respuesta, diciéndome:
—Sí, conozco esa sensación: es la razón por la que estoy aquí hoy.
Hay una nota de resignación tan peculiar en su voz que me viene la idea de que quizás haya venido en bicicleta para visitar la tumba de alguien y me abstengo de preguntar. Además, siento una especie de respeto por ella, ¡tan mayor me parece a mí en mi juventud palpitante! Pero cuando acabamos el té, impulsivamente le pongo la mano en el brazo con una caricia. Le pregunto si puedo salir con ella y me responde afirmativamente con una sonrisa.
Recorremos las calles empedradas, con sus casas estrechas, pintorescas ventanas de pasadores curiosamente forjados en hierro y ringleras de macetas apretadas contra los cristales en forma de rombo repletas de geranios y calceolarias maravillosas. Dejamos atrás el río claro donde los zagales van en zancos por las aguas y las golondrinas emiten agudos chillidos al rozarlas cuando se lanzan como dardos en círculos aéreos a la caza de moscas; pasamos por la vieja iglesia y la pequeña vicaría, enclavadas entre los árboles, y por una horrible fila de casitas modernas pretenciosas con desproporcionados miradores protuberantes como tachones de pasta en una pechera de papel.
—En mis tiempos no estaban aquí —dice ella, y mira a su alrededor como horrorizada por los cambios que han tenido lugar en su ausencia. Pasamos un camino carril, rodeamos un matorral y nos adentramos en un campo de tréboles en pendiente. La vicaría con su tejado a dos aguas, la iglesia gris y el gran seto de tejos podados, suave como el terciopelo abigarrado y más viejo que el lugareño más anciano, me dice, están agolpados al fondo. Me siento embargada por las emociones que se reflejan como sombras en su semblante y la sigo en silencio.
Hacemos un alto en el camino y miramos a nuestro alrededor. A nuestra derecha se encuentra un campo de avena, los puntitos verdigrises de las espigas agitándose en sus esbeltos tallos verde-savia, mientras que aquí y allá manchas de amapolas lucen su color rojo-sangre. Por los setos trepan las rosas y parece que las hayan salpicado de flores de sauco. Y se nos hunden los pies en los brotes de tréboles, rosas y blancos y amarillos y morados, con sus vástagos plumosos que se cimbrean suavemente por encima de ellos. Nos sentamos a enterrar la cara en las fragantes bolitas y con largas y ávidas aspiraciones absorbemos el exquisito olor, que es como el dulzor destilado de todo lo que es bueno en verano.
—¡Dios mío, qué aroma! —dice ella, con un trasfondo de pasión que le quiebra la voz—. ¡Cómo me trae recuerdos! ¡Es dulce como la miel! ¡Dios mío, me gustaría morir en un campo de tréboles!
Hay tanta pesadumbre y desesperación en su voz que ardo en deseos de saber qué es lo que la trae aquí. Nos quedamos sentadas en silencio, ella tendida con la cara entre los tréboles y miríadas de incensarios fragantes balanceándose con la brisa del atardecer. El chirrido metálico de una máquina cortacésped suena en la distancia, la canción de las alondras por encima de nosotros y un pájaro en un arbusto de aulaga a nuestras espaldas llama continuamente con interminables y resollantes “siiiiiiii-prrrrrriiii-siiiiii”. “siiiiiiii-prrrrrriiii-siiiiii”
—La pone a usted triste, le hace daño; lo siento —digo yo.
—¿Le cuento por qué? —pregunta.
Yo asiento.
—Sin embargo, hay muy poco que contar. Es solamente ahora, aquí sentada, cuando me doy cuenta de lo estériles que han sido estos años respecto a todo lo mejor que existe en el mundo. ¿Ve esa buhardilla donde las rosas son más compactas? Esa fue mi habitación desde mi infancia hasta la adolescencia. Allí tuve la mayoría de mis sueños, mis ilusiones; allí solía batir las alas como una alondra enjaulada contra la soledad, la monotonía de mi vida; y cuando murió mi tío y tuve que marcharme a la ciudad, grande e insufrible, y luchar por mi sustento, allí era adonde solían volar la mayoría de mis pensamientos con el cambio de las estaciones, cuando la ciudad estaba más lóbrega y la carga del trabajo era más pesada. Creo que una siente más las cosas cuando madura; se recapacita más. La juventud es elástica; el dolor entonces es más fuerte y agudo mientras dura, pero no se infesta como sucede luego. Ahora que he conseguido un cierto éxito y una relativa comodidad pensaba que me sentiría en paz y, sin embargo... Los tréboles me lo traen de nuevo a la cabeza, me traen un rostro del vacío que conforma el pasado. Es extraño, pero creo que hasta hoy no me había dado cuenta de lo que significaba. Ahora me resalta vívidamente en la memoria, al igual que le destella en la mente al caminante el recuerdo de un poste indicador inadvertido en una carretera solitaria, avisándole que se ha pasado de largo. Últimamente me da la sensación de que estoy teniendo una especie de veranillo de San Martín de los sentidos. Aquellos vagos sentimientos turbadores que solía tener en mi adolescencia temprana... ¿los conoce?... y que habían sido acallados en los años posteriores, me emocionan ahora al oír una nota de música sensual o los gorgoritos de un bebé. He aprendido de nuevo a sonrojarme —con un tímido rubor—. Es una pena que el corazón y el alma no siempre envejezcan al mismo ritmo que el cuerpo. No creo que haya mucho que contarle; ahora que lo pienso, apenas es una historia. Puedo contar los años hacia atrás como si fueran las cuentas de un rosario marrón, siempre de un tono opaco. Hoy cumplo treinta y ocho años y no me ha besado un hombre jamás.
»Hace ahora veinte años, en esta época del año también, Squire Raymond volvió por la primavera (no se puede ver la casa solariega, está detrás de ese bosque) y trajo consigo una esposa extranjera, una católica romana. Había una vieja capilla en la casa que no se había utilizado desde la Reforma y le prometió a ella que la restauraría, reemplazando las viejas tallas y las estatuas de madera que se habían quemado parcialmente en tiempos anteriores. El ferrocarril ha efectuado grandes cambios y ha destruido mucho, como siempre hace. Allá abajo, donde se ve el poste de telégrafos detrás del haya roja, solía haber una casita de campo, y entre esta y la vicaría un prado. De allí salía un sendero: Lovers Lane. Un anochecer, ya tarde, venía de regreso a casa, cantando, después de haber estado en un partido de croquet, cuando me tropecé con un extraño al doblar el recodo. Me saludó levantándose el sombrero que llevaba calado sobre el rostro y dijo «Perdón, señorita» con un acento dulce, foráneo y una cortesía que me eran ajenos en aquel entonces. Recuerdo que me quedé quieta después de cruzarnos y me llevé conmigo a casa la expresión de sus ojos, y cuando me desperté por la mañana fue lo primero que recordé y cerré los ojos de nuevo para recogerla y grabármela en la mente. El recuerdo me estuvo persiguiendo durante todos los días que siguieron y algo me decía que no hablara de él, aunque en la vicaría se sabía todo lo que sucedía en el lugar. No sé cómo me enteré de que tan solo era un artesano extranjero que habían traído para que rehabilitara las tallas.
»Unos días más tarde fuimos a visitar a Squire Raymond y este nos llevó a la capilla para que viéramos cómo iban las obras. Lo vi en lo alto de un andamio; llevaba puesta una camisa de lino y tenía un montón de herramientas remetidas en el cinturón. Apenas me atrevía a mirarlo, los párpados se me hacían pesados. Me acuerdo del resentimiento que me ardió por dentro cuando mi tío le habló con el mismo tono de voz condescendiente con el que solía hablarle a Bunker, el guarnicionero, y me quedé un rato detrás de ellos para darle los buenos días, pero no llegó a mirar abajo, aunque noté que me había visto. Se alojaba en la casita de la que he hablado, así que le encargué a Goody Thornton algo de costura solo para tener la excusa de ir por allí. Me acuerdo perfectamente, como si fuera ayer, que estaba un día junto a esa ventana y lo vi que iba a la aldea; y recuerdo que salí sigilosamente, corrí por el sendero y levanté la aldaba y entré en la singular cocinilla. A veces me pregunto adónde habrán ido a parar todos aquellos muebles pintorescos. Su habitación estaba a un lado de la casa. Me conozco cada uno de los detalles: las cortinas almidonadas, la colcha de retazos, una labor de croché igualmente maravillosa que representaba a Rut recolectando y una apretada fila de macetas en la ventana. Me acuerdo de cómo me conmoví de forma tan insólita y la tímida curiosidad que sentí de ver sus cosas. Goody decía que era tan exigente como un caballero. Sobre una cómoda había dispuesta una larga hilera de libros; me sentí culpable cuando los abrí y leí el nombre que aparecía en la guarda; tenía una terminación eslava; lo copié más tarde en mi cuaderno. Me acuerdo de la extraña sensación de placer que sentí al leer algunos de los títulos que era capaz de entender. Mi tío era un buen lingüista y me había dado unas nociones de lenguas extranjeras, en aquellos tiempos lo suficiente para ganarme la reputación de dama culta. Había una vieja edición de Shakespeare, otra de Spenser, varios volúmenes de Heine, Der Einzige und sein Eigenthum (1844) de Max Stirner, que después leería yo en el Museo Británico, y algunos de metafísica alemana, así como varios volúmenes de poesía en lengua eslava.
»Había unas pipas largas de formas extrañas y una bolsita bordada con abalorios y letras de seda, un estante con herramientas de tallar y una gorra y un batín de terciopelo. ¿Sabe usted?, cuando estoy sola en la oscuridad puedo ver cada una de sus pertenencias en aquella habitación. Desenrollé encima de su mesa un estuche que guardaba agujas y madejas de hilo y alfileres hechos en el extranjero exquisitamente bordado con coronas de flores feéricas y un corazón traspasado por una flecha y un cestito con cintas diminutas. Me sobrecogieron unos celos irracionales al verlo y me acuerdo perfectamente de haber repetido una y otra vez, como para convencerme a mí misma: «¡Lo ha hecho su madre, lo oyes, fue su madre!». Me alegré de que Goody se quedara conmigo a chismorrear; me gustaba estar allí, me gustaba tocar sus cosas. Aquello era como una página del maravilloso gran mundo exterior. Me acuerdo de que cuando era pequeña llegó hasta aquí un circo, con camellos y elefantes y otros animales salvajes enjaulados, y de cómo estuve soñando con ellos durante noches enteras y de que anhelaba escaparme con el director. Sus pertenencias me provocaron el mismo sentimiento. Sobre su almohada había un crucifijo tallado y el primer rosario que había visto yo en mi vida y a los pies de la cama un viejo violín de madera color rojo-sorgo en una caja tallada. Me hablaban de manera extraña; había un regusto encantado en torno a todo ello que evocaba tierras sureñas y soleadas. Sentía de manera imprecisa que en algún sitio en mi interior, bajo mi piel inglesa, blanca y rosada, acechaba un espíritu moreno que reaccionaba bajo su influencia. Después, a menudo entraba allí sigilosamente hasta que me hube aprendido los títulos de los libros de memoria. A veces, según veía el progreso del tallado, un dolor sordo, que entonces no sabía interpretar, solía corroerme, y en cierta ocasión apoyé la cara contra su batín de terciopelo colgado en la puerta, que olía a tabaco, y me puse a llorar sin saber por qué, y un lazo que llevaba en el escote del vestido se enganchó en un botón y se quedó allí suspendido; lo dejé... acariciaba el deseo temerario de que averiguara que solía ir por allí, y a veces dejaba una flor...
—¡Qué extraño! ¿Y no llegó a hablar nunca con él?
—No, a los ojos de todos él era un obrero y yo la sobrina del vicario.
Trato de imaginármela con el aspecto que habría tenido entonces, pero es difícil verla de otra forma que no sea la mujer ajada y desilusionada de cara amable y apenada y ojos llenos de melancolía; su aspecto es el de una fruta que ha crecido a la sombra y se ha marchitado antes de madurar adecuadamente.
—Squire Raymond vino a vernos un día y estuvo hablando de él, diciendo que era un artista, un increíble tallista de madera y modelador de barro, un genio, pero socialista. En aquellos días se consideraba el Socialismo como hoy el Anarquismo, acaso incluso peor; no era algo que los partidos del gobierno tomaran en cuenta. Ese prado estaba plantado de tréboles como lo está ahora. Mi tío apenas era capaz de reconocer el himno nacional, Goody estaba sorda y no había otras casas en los alrededores; así que, noche tras noche, durante todo aquel glorioso mes de junio, solía yo tocar y él solía responderme con un eco improvisado de lo que yo le hubiera tocado. Era un dúo extraño y secreto del que nadie sabía nada en absoluto. Una noche tocó para mí... ¡ay!, ¿cómo podría explicárselo? Era como la música que yo había oído en sueños o en momentos de locura, cuando el espíritu inquieto actuaba en mí; una música como si todos los corazones del mundo estuvieran siendo traspasados por espadas que gritaban de angustia al ser abatidos. Paseé por el jardín, arriba y abajo, con mi traje blanco; podía verme desde su ventana y con su arco tiró de mi alma tal como se extrae la seda del capullo, la dobló sobre las cuerdas de su violín y la lanzó revoloteando como un suspiro a un mundo de dolor, tan solo para cautivarla de nuevo y arrullarla en sus brazos con una última nota delicada. Mis amigas me solían mirar con curiosidad y los hombres empezaron a hacerme más caso, pues de repente floreció en mí ese tipo de belleza que le llega a cualquier mujer tan solo una vez en la vida. Apenas me atrevía a decirme a mí misma lo que significaba. Sé que durante todo el verano hubo un rasgueo de acordes desconocidos en mi ser más profundo, una maravillosa canción privada en mi corazón, que solo oía yo. Mas el gozo intenso tiene su parte de dolor. Los días eran demasiado cortos y por la noche solía levantarme de la cama sigilosamente y arrodillarme junto a la ventana y lloraba sin saber por qué. Entonces una noche me desperté con una sensación extraña, como si alguien me hubiera posado la mano sobre la frente. Me levanté y fui a la ventana como de costumbre. Algo se estremeció en mí y me percaté de un movimiento a la sombra de la gran haya roja abajo en la carretera y mi corazón empezó a palpitar como el de un polluelo que intenta volar por primera vez, y supe que él estaba allí y comprendí de inmediato la razón por la que solía despertarme con esa sensación de que me vigilaban. Su voz llegó hasta mí subrepticiamente en la brisa nocturna con el olor a trébol; no cantando, sino más bien susurrando una canción, de modo que tan solo él y yo y las blandas mariposas nocturnas y el gran búho blanco que revoloteaba pesadamente al otro lado del camino podíamos oírlo...
Se ha olvidado de mí; es como si la mujer estuviera leyendo en voz alta las páginas de un libro que ha tenido cerrado dentro de sí misma durante tanto tiempo que la historia le resulta nueva.
—Las palabras que pronunciaba eran extranjeras, pero la melodía hablaba con pasión, con calor, acariciante, con un tono de desesperación que me derritió el corazón y me tocó las fibras más secretas de mi ser, hiriéndome de amor. Sentí como si estuviera en trance y que él estuviera cantando un réquiem por mí. Luego cambió de melodía y cantó una cosilla amable con un estribillo que decía sencillamente en aquella extraña lengua: «¡Te quiero!». Intenté repetirla tarareándola a mi vez, pero no me salía ningún sonido de los labios. Sentí como si los dedos del destino me tuvieran agarrada por la garganta, reprimiendo cualquier sonido; hice lo imposible por quitármelos de encima; la sangre me latía en las sienes, luché y forcejeé, pero no salió ningún sonido. Observé con desesperación cómo salía al camino blanco bajo la blanca luz plateada de la luna; al apagarse su voz en un suspiro, levantó la mirada hacia mí. Arranqué una rosa que cabeceaba somnolienta, sus pétalos rosados arrugados como el puño de un niñito, me la llevé a los labios y la lancé con un gemido. Vi cómo la recogía y se la llevaba a los labios y entonces un cúmulo de nubes atravesó veloz por delante de la luna y un chotacabras chilló roncamente; aquellos dedos aún me tenían agarrada la garganta y, aunque sollocé su nombre con todo mi ser, aunque mi existencia entera era una articulación de su nombre, no rompió la calma de la noche ningún sonido salvo el de sus pasos que se iban debilitando y el chillido agudo y doloroso de algún animalillo en las garras de un armiño. Y durante muchos años después de aquello, sí, incluso ahora, me despierto y oigo los pasos que se van haciendo cada vez menos audibles en aquel camino blanco...
Se sucede un gran silencio.
—¿Sí? —pregunto por fin.
—Pues el resto de aquella noche está en blanco; cuando amaneció sabía, antes de que hubiera ido a casa de Goody, que él se había marchado. Había dejado un paquete para mí, una caja tallada como si fuera un libro; le eché un vistazo y luego la escondí. Las horas de aquel día se me hicieron interminables, pero, cuando llegó la noche, me encerré en mi cuarto y la contemplé. Lloré pensando en lo que tuvo que haber trabajado de noche para terminarla y se me hinchó el corazón de orgullo, pues era el trabajo de un artista. La historia, si es que es una historia, está tallada sobre la tapa con una tracería maravillosa: una figura de mujer de rostro intrépido, ojos burlones y boca resoluta, con la palabra “Destino” escrita en el corpiño, apoya la mano sobre el cerrojo de la ventana de una cárcel. Tras los barrotes la cara de un hombre, la de él, mira fijamente al exterior anhelante y desesperanzada... y, ¿sabe?, cuando la vi, me mordí en brazo para mitigar el dolor que me produjo. Por las paredes de la cárcel caen rosas que parecen cobrar vida en la madera, los pétalos sueltos como si el mero aliento pudiera hacerlos estremecer y una flor grande asintiendo sugerente ante la mirada del hombre; y, cuando me fijé bien, me maravillé porque incrustada entre las rosas trepadoras me vi a mí misma, el cabello, la cara, las manos. Es como uno de esos cuadros trampantojos. Tan solo se me evocaba a través de un pétalo rizado, un tallo ensortijado o una hoja ondulada y, sin embargo, no había lugar a dudas, aunque ahora sería difícil ver el parecido; esa era la historia. ¡Ay! ¡Si él lo hubiera sabido! El otro lado es un mar, insinuado por unos cuantos trazos, un mar sin límites y desolado con una balsa y una figura solitaria flotando a la deriva hacia el horizonte. Toda la belleza de mi vida estaba en aquella tapa, mientras que mi vida ha sido como la caja de madera vacía con una fecha inscrita.
Hace rato que el sol se ha puesto y los pájaros se han quedado en silencio. Su voz se corresponde con el crepúsculo.
—He llorado tan a menudo encima de esa caja cuando la soledad de la vida me ha conmovido profundamente que la madera está manchada y lisa.
Mientras habla se ha levantado, un ramillete de tréboles en la mano, y nos volvemos al pueblo.
—El olor de los tréboles y el sonido de su voz siempre han estado asociados en mis sentidos y quizás, quizás, sea mejor así, pues el sueño es siempre mejor que la realidad. Pero será en él en quien piense cuando me esté muriendo —con tristeza indulgente—y la muerte me vendrá con más calma por ello.

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