Vishwapriya L. Iyengar - "La chica de la biblioteca"

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Periodista, dramaturga, poeta y cuentista india. Su trabajo como periodista se centró en analizar y denunciar las condiciones de vida de los pescadores de algunas zonas de la India y también en la explotación del trabajo infantil. Su obra literaria se alimenta de esa información y el resultado es una denuncia de algunas facetas de la sociedad india. También forma parte de sus temas centrales el papel de la mujer en una sociedad patriarcal marcada por el machismo y la opresión religiosa y cultural que la relegan a ser un mero objeto pasivo.
Este cuento, escrito originalmente en inglés, fue publicado por primera vez en la revista Imprint de Bombay en 1985.
La versión es la de Sonya S. Gupta y Francisca Montaraz.

Sujetándose una costura deshilachada del ghagra, corría rápidamente por las estrechas callejuelas que desembocaban en esquinas a cada pocos pasos. Rápido, antes de que los párpados ondulados se bajaran y el ojo se cerrara. "El ojo del basti", pensó Talat fantaseando. Sería más bien una de sus llagas, quizá una joya. ¿Pero, el ojo? ¡Qué absurdo! La biblioteca era el lugar más incoherente del basti. Éste poseía muchos siglos de antigüedad. La tumba de un santo poeta honorable le otorgaba carácter histórico. No, todos preferirían que el ojo estuviera en esa tumba y no en la biblioteca.
Asab Baba retiró la delgada bandeja del horno. Un suave aroma de tortas cocidas se extendió por toda la calle.
Va'al-e-qum, Baba —le saludó Talat.
Asab Baba movió la cabeza con resignación: ni siquiera las tortas harían que Talat se parase un momento a charlar con él. El fuego del horno, y la bandeja caliente, ya negra de tantos años de cocinar en ella, le hicieron sentirse solo. Le hubiera gustado pasar la tarde charlando con alguien.
Zahir y Ali, como muchos otros del basti, llamaban a Talat “la chica de la biblioteca". La veían ir y venir desde los rincones apartados en donde se reunían.
"Rápido, rápido, antes de que cierren la biblioteca, y mi libro se quede dentro..."
-Va'al-e-qum, Baba. Va'al-e-qum, Baji. Va'al-e-qum, hermano. Va'al-e-qum, cabrita. Mañana te van a guisar.
Había un ratoncillo muerto sobre la tapa redonda de hierro de la alcantarilla. Seguramente había sido un escobazo. Talat se rió:
-Va'al-e-qum, bicho.
Aziza Baji no era una bibliotecaria típica, pensaba Talat, era una trabajadora social. Una mujer importante. Lo que más le gustaba de Aziza Baji era que nunca olía a cocina. La biblioteca era como un palacio lleno de libros preciosos. Le gustaba sentarse en aquellas blancas sillas de acero frío y pasar las páginas.
Hubiera querido convertirse en una hormiguita y deambular entre las letras de las palabras.
Karim Baba siempre estaba sentado en su pequeña tienda rodeado de una docena de centenarios relojes enmarcados en sus cajas de madera rosada. Sólo uno de ellos funcionaba, pero era justo el que no tenía la esfera pintada. En el disco de papel blanco marcaban las seis menos cuarto. Le habían temblado las manos al escribir en él: Made in England. Podía vender aquel reloj por doscientas rupias si nadie notaba el papel de la esfera.
-Va'al-e-qum, Baba.
-Va'al-e-qum, Beti -contestó el hombre al saludo de Talat.
Las sienes le latían dentro del gorro almidonado. La chica de la biblioteca corría veloz como un rayo de sol estrechando el libro contra su pecho. Lleno de tristeza, Karim la miró mientras desaparecía por la esquina: había capullos que nunca florecerían en aquel basti, donde casi nunca lucía bastante sol y la tierra se mantenía demasiado fría. Seguramente ella habría llegado ya a la biblioteca. Cerró la puerta y echó el candado. Luego, presionó la fría y mohosa llave de latón contra sus labios, y se la metió en el bolsillo.
Talat tenía dieciséis o diecisiete años, no estaba muy segura. Cuando había sido más pequeña, había ido a la escuela, pero después, un día repentinamente, dejó de ir. Tal vez padre había peleado con madre por el dinero de los gastos, o madre había discutido con los profesores de la escuela por el mismo motivo.
Sólo dos días después de dejar la escuela, Ammi la había llevado al bazar en un rickshaw con la promesa de comprarle cosas maravillosas. Ammi buscaba raso amarillo del color del mediodía. Los vendedores se rieron de aquella mujer fantasma metida en un burqa que hablaba tan intensamente sobre el amarillo. Pero al fin encontraron el color exacto que Ammi quería. Le trajeron también lentejuelas plateadas con forma de estrellas.
"Sol y estrellas", pensó Talat, sintiendo una mezcla de regocijo y desaliento mientras contemplaba sentada el crepúsculo violeta y escuchaba las campanillas de los rickshaws. Durante muchos días, Talat había rezado incansablemente pidiendo una boda en la familia para poder llevar su nuevo ghagra, pero no se presentó tal ocasión.
Ammi pasó sentada toda una noche cosiendo el ghagra-kame-ez para Talat. La lámpara de petróleo se había puesto negra de humo, pero Ammijaan había cosido sin interrupción. Al amanecer empezó a fijar las estrellas, y Talat se durmió contándolas. No importaba que se despertara tarde, porque no habría escuela para ella al día siguiente.
Otro día había escuchado a Ammi y Abba discutiendo violentamente, y se había asustado. Ammi decía que si había dinero para la educación de Tahir, por qué motivo no lo había para la de Talat. Su padre se había reído, y después había empezado a gritar. Ella estaba al otro lado de la puerta, fuera de la casa, mientras escuchaba:
-Cómprale seda, plata, terciopelo; pero, estúpida mujer, no la compares con Tahir.
Incluso ahora cuando se acordaba de la ronca voz de su padre pronunciando aquellas palabras, Talat se ponía a temblar. Sólo cuando el padre se fue de la casa, ella salió de entre las sombras.
Los ojos de Ammijaan estaban rojos y su cara cubierta de lágrimas. Las manos le temblaban al cortar la carne con el largo cuchillo de hierro. "Kheema", pensó Talat, "¿Le pondrá guisantes?". Cuando vio a Talat entrar, Ammi le ordenó:
—Ponte tu nuevo ghagra y vete fuera a jugar.
Talat estaba confusa. Quería preguntar que cuándo estaría listo el kheema, pero calló y obedeció a su madre. Después se quedó parada ante el espejo.
Podía ver a Ammi trabajando en la cocina, y se dio cuenta de que ella también la estaba mirando. Los largos dedos recios de su madre estaban un poco manchados de sangre. Ammi los levantó y se golpeó las mejillas. Madre e hija se observaban a través del espejo. Pero a Talat su madre le dio miedo: sus ojos eran como cuervos atrapados en la jaula de su cara.
Salió a jugar. Sumergida en el alborozo del juego, olvidó después a qué había jugado y dónde había estado. Sólo podía recordar que alguien había sentido celos de su traje de raso amarillo. Muchas de las lentejuelas estaban arrancadas y en su lugar había feas manchas de grasa que habían hecho con las manos.
Cada vez que pensaba en la escuela, le venía a la mente una imagen de su traje manchado de grasa.

La biblioteca estaba enfrente de una tienda de cueros. Se podían ver las pieles alineadas en hileras perfectas que colgaban de las vigas. Pieles oscuras y secas que parecían cabras con el pescuezo y las cuatro patas cosidos. Eran unas buenas bolsas para el agua. Pero la biblioteca tenía una cortina que siempre estaba echada. Era el único lugar en el basti que no tenía que mostrar sus artículos. Una cortina roja como la falda de Anarkali.
Talat corrió la cortina intentando refrenar su excitación.
Salaam al-w-qum Aziza Baji —sonrió, exultante.
Miró tímidamente a Aziza, y luego se dirigió a la estantería. Llenó sus brazos de libros y se sentó en una de las sillas de acero. Había cuadros en la biblioteca a los que le gustaba mucho mirar: aviones, tractores, mujeres trabajando en los campos. Las paredes de su casa estaban desnudas. Tenían muchas manchas, y cuando el viento con su música movía las llamas de la lámpara de Ammi, las manchas se convertían en pinturas. Pero a ella no le gustaban las historias que éstas contaban.
Hoy había leído un cuento sobre una bailarina que quería librarse de la muerte. La bailarina le dijo a la muerte que se metiera en su sombra mientras ella bailaba, entonces cantó al sol pidiéndole que matara a todas las sombras. Pero el sol contestó: "¿Cómo puedo matar a la muerte si no está?" Así que la bailarina le pidió al sol que le trajera la noche y éste así lo hizo. En medio de la noche, la bailarina perdió su sombra y pudo bailar para siempre.
Los lejanos gritos del muecín —"Allah ho Akbar"— le enfriaron la fantasía. El tic-tac del reloj de la biblioteca era como el pinchazo de una aguja de coser sobre su piel. Abba podría regresar pronto del Azan, era el momento de volver a casa. Mañana, Aziza Baji le dejaría un libro sobre un famoso doctor que había ayudado a la gente pobre de China. Aziza Baji le había contado muchas historias sobre este hombre. A Talat le gustaba leer sobre la gente que cambiaba cosas que parecía imposible cambiar.
—Hasta mañana —se despidió—, Khuda hafiz.
Talat corría a través de las calles estrechas que se retorcían cada vez más hasta ir a parar a una oscuridad llamada casa. El libro sobre la bailarina lo llevaba bien oculto entre los pliegues de su kameez. Ardían luces diminutas en la calle cuando la chica de la biblioteca volvía. Ojos de viejos, ojos de jóvenes, ojos de hombres y mujeres: aquellas luces brillaban de envidia, de deseo, de curiosidad; pero ella, apresurándose al oír el nombre de Alá perderse entre los rincones de una fría tarde, los ignoraba.
Después llegó el mes de las fiestas.
Una tarde, Talat estaba sentada en un diván bajo y apoyaba los brazos sobre un cojín de terciopelo azul mientras leía el libro del doctor en China. También el terciopelo olía a curry y, mientras leía, sus dedos acariciaban el tejido suavemente.
Se oyó el crujido de la arena bajo las gruesas botas de piel, y después el sonido de las suelas restregándose contra la esterilla. Ammi se enjugó el sudor del labio superior con un paño de limpiar la cocina. Abba corrió la cortina y entró en la casa. Sobre la puerta había una inscripción en persa. Talat suponía que era una oración a Dios, pues no entendía esta lengua. Abba traía un voluminoso paquete de papel marrón debajo de su abrigo negro. Hoy había ido al Jamma Masjid y parecía que después había estado de compras. Talat le ofreció un vaso de agua endulzada en el que flotaban pétalos de rosa. El padre miraba intensamente a la chica con fingida seriedad. Bebió con ansia el agua y algunas gotas pequeñas se quedaron en los pelos de su barba. Talat le ofreció una toalla, pero él, rechazándola, se sentó en el diván exactamente sobre el lugar donde ella había escondido su libro. Era un lugar seguro, bajo el almohadón, pero aún así Talat sintió miedo.
—Es de Persia —dijo él, apuntando el misterioso paquete con su oscuro dedo de larga uña—. Ábrelo, es un regalo para ti, niña.
Ammi desde la cocina observaba a través del espejo. La abuela, que estaba tejiendo un gorro blanco sobre una de sus rodillas, extendió el cuello para mirar cómo Talat deshacía delicadamente el cordel de yute. Talat introdujo sus manos en el envoltorio de papel y exclamó con regocijo:
—Oh, es un gatito recién nacido
—Es de Persia —repetía el padre; nunca habría dicho Irán.
Talat extrajo un largo vestido de seda negro que se deslizó de sus manos y cayó: un gato negro dormido sobre el grisáceo suelo de cemento. Los dedos secos de la abuela anudaban los hilos blancos. Ammi sazonaba la pierna del cabrito con sal.
Talat recogió la tela negra y exclamó:
—¡Vaya, es el burqa más bonito que he visto nunca!
Lo levantó y lo extendió para verlo bien. El velo de la cara estaba hecho de una malla finamente tejida.
—Mira, el velo es tan delicado como el encaje de Fatehpur Sikri —añadió.
Pasando la sal sobre la carne, la madre sintió que en su piel alguien frotaba trozos de cristales rotos. La anciana se limpió los ojos con una de las flores que estaba tejiendo.
Sólo los ojos del padre brillaban de orgullo y placer. Talat se puso el burqa para él y sonrió. Después, fue a mirarse al espejo. Un águila de madera agarraba la esfera entre sus garras. Talat se rió al contemplarse en él. Ammi sacó su largo cuchillo negro de hierro y empezó a limpiar las partes oxidadas con sal. Veía a su preciosa estrellita, a su sol, volviéndose noche ante el espejo. Cortaba la carne, que todavía no se había reblandecido, con tanta rapidez que, sin querer, se cortó en un dedo.
Talat miraba su propio rostro velado y sintió miedo. También miraba la cara de su madre: en la jaula, los cuervos se habían muerto.
—Tengo negocios que atender —dijo su padre, y salió.
La mujer vieja soltó un grito de exasperación. El gorro que estaba tejiendo se deshizo en una confusión de nudos. Después le dio un fuerte bofetón a Tahir en las mejillas. Dijo que la distraía pidiéndole dulces. La señal de los huesudos dedos de la abuela se quedó marcada en las rollizas mejillas del chico. Tahir echó a correr fuera de la casa llorando desconsoladamente.
Todavía con su burqa persa puesto, Talat cogió su libro de debajo del almohadón y corrió tras Tahir. Perdió su rastro al dar la vuelta a una esquina, y cuando lo volvió a encontrar, estaba con un grupo de chicos. Tenía un palo en las manos que hacía de pistola y con ella apuntaba a un caballo. Bang... bang... boom. Talat le sonrió:
—Juega con tus palos, hermanito, tú que puedes, yo iré a casa a cortar la carne.
Talat corría deprisa antes de que se cerrara el ojo ondulado.
Va'al-e-qum, Baba.
Va'al-e-qum, Baji.
Ahora iría a la biblioteca y cambiaría su libro. Aziza Baji le había prometido un libro realmente extraordinario.
Talat se apresuraba arrastrando su negro vestido persa por las sucias calles. Al recogerse los bordes de la tela, pensó que hoy se pararía a hablar con Asab Baba. Éste se encontraba metiendo una bandeja de panecillos en el horno. Talat sonrió:
—Va'al-e-qum, Baba.
El hombre pensó que sus ojos de viejo le estaban engañando y se quemó los dedos al colocar la bandeja un poco más dentro del horno. La chica de la biblioteca todavía no había venido hoy, pensó mirando a una mujer con burqa que torcía la esquina.
En la pequeña habitación del ático, sobre la panadería, Ali y Zahir jugaban al ajedrez. Entre jugada y jugada echaban un vistazo a la calle a través del ventanuco. Estaba empezando a oscurecer, y la chica de la biblioteca no había pasado aún.
Dentro del velo, Talat se sentía triste. Hoy nadie le había devuelto la sonrisa, ni le había dicho lo bonito que era su burqa persa.
Karim Baba estaba parado a la puerta de su tienda de relojes. Agarró la llave del bolsillo. Había esperado ya mucho tiempo. Quería decirle a Talat que había vendido el reloj redondo con la esfera de papel por ciento setenta y cinco rupias. Le habría gustado darle a ella unas cuantas monedas para un dupatta anaranjado o, sonrió distraidamente, para un libro. Mañana sería demasiado tarde, su señora se habría apropiado ya del dinero. ¿Por qué no había venido la niña a la biblioteca? ¿Había ya empezado a marchitarse aquella flor?
Cuando Talat le sonrió a través del encaje negro, él volvió la espalda. Hoy, ni el loco perro ni el niño alelado la habían perseguido por la calle. Dentro del velo, la oscuridad atrapaba a Talat; le vendaba la boca y los ojos; le sellaba la voz. Sus sonrisas se habían apagado en sus labios. A su mirada, los rostros se volvían ceniza. Ella quería alzar el velo y decir: "Miren: soy yo. Soy la misma, pero con unas ropas persas. ¡Esto es sólo un juego!" Pero aquellas ropas tenían manos que le tapaban la boca.
Rápido, rápido, antes de que la biblioteca cierre y el ojo se apague para siempre. Pero el ojo estaba en la tumba y se había apagado hacía mucho tiempo. Dos esquinas más y llegaría. Ese libro maravilloso, ¿de qué trataba? Ya lo había olvidado. Una esquina más. Por fin pudo oír cómo echaban el cierre ondulado y el clink-clink de las pulseras de cristal de Aziza Baji. ¿Serían azul turquesa?
Talat se apresuró, gritando:
—Por el amor de Dios, esperadme. No cerréis la biblioteca todavía, dadme el libro.
Pero no pudo ver las cortinas rojas: el metal gris de la puerta brillaba triste a la luz de la luna. Al ir a cerrar, Aziza había visto fuera a una mujer con burqa agitando las manos, cayéndose y llorando. Dentro de la biblioteca, la tarde había extendido su denso vacío. Aziza estaba muy cansada. Tenía que tomar un autobús, pues vivía lejos del basti.
Talat lloraba, gritaba dentro de su velo negro. Pero ellos no la oían, no la veían.
Mucho después, el nombre de Alá había convertido la tarde en noche, y Talat caminaba muy sola hacia casa.

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