Rajee Seth - "Más allá del callejón sin salida"

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Novelista, cuentista, poeta, crítica literaria y ensayista india (aunque su lugar de nacimiento actualmente pertenece a Pakistán). Es considerada como el puente de unión entre el clasicismo y el modernismo de la literatura en hindi. Pese a escribir desde muy joven, no fue hasta la década de los 70 del siglo pasado, cuando ya contaba con cuarenta años, que empezó a publicar: "Nunca sentí la necesidad de publicar lo que escribía hasta que descubrí que para un escritor no hay crecimiento posible a no ser que aprenda a descortezar las experiencias creativamente maduras para dejar lugar a otras nuevas". La situación de la mujer en la sociedad india es uno de los temas recurrentes de su obra.
El cuento fue publicado por primera vez en 1979 y fue escrito en hindi.
La versión es la de Sonya S. Gupta y Francisca Montaraz.

Mientras está trabajando, muchas veces le da esa asquerosa sensación de que sobre su espalda se desliza un gusano y la piel se le pone tensa como si estuviera cubierta de llagas purulentas.
Si iba a ser así, ¿para qué se lanzó a esta nueva vida? ¿Había dejado atrás a Surjit para vivir otra vez lo mismo? Para vivir de nuevo este infatigable entregar de sí misma, pedazo a pedazo, a la domesticidad afianzada. Para esperar hasta la puesta del sol. Esperar y ofrecer las sobras de su tiempo al otro.
Y Surjit ni resistió ni se opuso ni reclamó. Simplemente dijo: “Si no quieres vivir aquí, no lo hagas. No moriré por ti".
Sin embargo, su jefe, Misra, le había advertido: "Es un zorro. Luego va a montar un número. Te va a negar el divorcio...".
Pero nunca se presentó tal momento. Por mucho que ella había gritado y acusado a Surjit, éste se mantuvo callado. El día del juicio, el divorcio fue declarado válido unilateralmente. Él no se había presentado, no hubo momentos de ansiedad, ni siquiera se oyó el sonido de sus pasos dirigiéndose en aquella dirección. Y ella se quedó pensando que todo lo que había ocurrido había sido por ella y para ella misma. En todo aquello no tenía nada que ver un hombre llamado Surjit.
Si la relación entre ellos estaba ya tan falta de equilibrio, ¿por qué todo le había resultado tan difícil?
Aunque era consciente de la brutal indiferencia de Surjit, quizá nunca hubiera pedido el divorcio de no ser por la insistencia de Misra: la libertad era esencial, ¡la protección legal, los derechos legítimos! Misra abominaba la idea de tener que soportar la interferencia de Surjit en su futuro.¡Vil criatura! ¡Canalla!
Y ahora, ella se pregunta por qué está aquí, por qué ha optado por esta vida.
La única diferencia es que allí se mataba cocinando y fregando, y aquí lo hacen los criados. Las costumbres de Surjit eran de un tipo y las de Misra son de otro. Aquél hacía ruido al comer, éste ronca mientras duerme. Aquél bebía leche y éste prefiere café. Surjit tomaba whisky barato, y Misra se emborracha con el escocés. El otro llegaba hacia su cuerpo con unos gestos, éste lo reclama con otros.
Por la noche, con las luces apagadas, a pesar de la tangible suavidad de los cómodos colchones de la cama de Misra, ella no logra distinguir entre ésta y la dura cama de la casa de Surjit. En el regazo de la oscuridad, se libra de la trampa esplendorosa de su habitación, consigue despegarse de ella por completo.
A medianoche, cuando Misra se despierta de sus ronquidos e impelido por una urgencia febril vuelca su corpulento bulto sobre ella, deja de ser Misra. Se convierte en lo que él dice que es Surjit: ¡una vil criatura!
Sentado ante ella en el despacho, con traje y corbata, los zapatos brillantes y un puro en la boca, había parecido el compendio del encanto seductor de la élite. Pero en casa se desnudaba de todo eso. Y entonces sólo quedaba el resabio banal de esta verdad pegajosa y desagradable.
Al principio se preguntaba si su atracción hacia él era meramente una respuesta a su sofisticación exterior. Libre ahora de esa apariencia, ¿por qué no podía ver a Misra como antes... sentado ante ella en el despacho? ¿Por qué ahora el mundo no le daba vueltas como lo hacía antes con sólo mirarlo hasta tal punto de que ni le apetecía regresar a casa, a Surjit?
Tal vez una decisión de esa magnitud no habría sido posible si Surjit hubiera resistido tan sólo un poco, o si Misra no la hubiera sobornado diariamente con la opción de una vida más cómoda, y no hubiera enfervorizado su cuerpo con un nuevo calor. Había encontrado varias maneras de convencerla de que vivir de mala gana con Surjit, o en realidad con cualquiera (eso para hacer hincapié en su objetividad escrupulosa), era sólo una promesa a la violencia.
¿Cómo había asumido él que vivía con Surjit de mala gana? Quizá porque Surjit no había peleado ni suplicado por ella. Concediéndole una exoneración fácil y conveniente había seguido su rumbo.
Si no hubiera resultado tan accesible su libertad, tal vez poder conseguir a Misra habría significado algún triunfo. Misra la deseó y la consiguió. Surjit no, y la abandonó. ¿Cuál era, entonces, el sentido de su propio deseo?
Estas preguntas ahora la desconciertan, porque esta conciencia es reciente. A veces, mientras trabaja, le asalta repentinamente la certidumbre de ser una parte diminuta e insignificante de la casa.
De pronto, tiene la sensación de que casi todo allí está encerrado en sus armarios y cajas acerrojadas junto con las memorias de la esposa muerta de Misra. La mayor parte es pasado, es historia, y el cuerpo arrugado de Misra es el testigo de este decaimiento. Y estas memorias sepultadas no tienen nada que ver con ella. Pero eso lo siente ahora, trabajando en la cocina de la casa de Misra, y no lo había sentido cuando apuntaba el dictado en su oficina.
Lo siente aquí porque cada cocina de su vida estará vinculada con la cocina de Surjit. Cuando está en su despacho, Misra no se parece a Surjit; cuando está en casa, es Surjit.
Cuando Misra y Surjit se hacen uno, prefiere a Surjit. Éste no lleva las arrugas de un pasado pegadas en la piel. No importa que tantas veces la mano de él se haya estrellado contra su cara. Le gritaba insultos, la golpeaba, tiraba platos. En paroxismos de obstinación no la dejaba salir de casa, y si ella lloraba, aniquilaba ese instante con la violencia de su autoridad, y le destrozaba el corazón.
Cansada, herida, hecha pedazos llegaba a la oficina, donde Misra daba comienzo a su oficio de auxilio. Le apaciguaba el dolor con té caliente en tazas color rosa de fina porcelana. Y después, cuando extendía tímidamente la mano para coger la pluma, el firme apretón de la mano de Misra sobre la suya aplastaba contra sus dedos las sortijas de plata baratas que en ellos llevaba, haciendo salir de su boca en leve gemido. Le soltaba entonces la mano y le tocaba el pie con el suyo: "Yo entiendo lo que necesitas".
"¿Qué crees que necesito?" No se trataba de una relación en la que ella hubiera podido tener la intrepidez de hacerle esta pregunta. Tan sólo bajaba los ojos y seguía sentada sin hablar.
Misra insistía en que se sentara a su lado. Le aliviaba no tener que encararlo colocándose ante él. De hecho no podía distinguir muy bien qué es lo que temía: ¿enfrentarse a Misra o enfrentarse a sí misma, tal como se veía reflejada en los ojos de éste?
Sentada a su lado ya, él ponía suavemente las manos sobre sus hombros; y ella no protestaba. No podía. Se dejaba llevar por un silencio frustrado en el que yacía una precaución autoprotectora a favor de su preciado empleo.
Sus manos paulatinamente se hacían más insistentes. Y después de un rato su voz se hacía ronca: "¿Por qué no salimos esta tarde?... ¿Puedes?".
Su lucha callada entre el sí y el no la interpretaba él a su favor: "Llama a Surjit ahora. No conviene que lo llames por la noche".
¿Llamar a Surjit? Surjit no era Misra con dos o tres teléfonos en su mesa. Había que mandar que lo localizaran en el taller de la división técnica. Y él vendría a la mesa del superintendente con las manos manchadas y le preguntaría irritado: "¿Para qué me molestas por esas cosas insignificantes? Si no vienes a casa temprano, ¿qué voy a hacer?"
Al principio, ella toleraba su irritación. Luego evitaba llamarlo. Le decía a Misra que no era importante avisarle. Y Misra se descuidó. Pronto, de ese estado de "no ser importante", Surjit pasó a ser totalmente insignificante.
Empezó a regresar a casa a cualquier hora. Surjit ya desde antes se ausentaba día tras día. Luego, no venía noches seguidas. Una vez, al preguntarle a la cuñada, ésta comentó con ironía: "¿No le controlas el bolsillo? ¡Qué inocente eres!"

Misra le había incitado a que le pusiera las cosas en claro, que le dijera a Surjit que ya no quería vivir más con él. Surjit dijo: "Pues si no quieres vivir aquí, no vivas. ¡Vete! ¿Tú crees que moriré sin ti?".
No hubo provocaciones. ¡Ni rabia, ni insultos, ni golpes! Nada. Si hubiera hecho algo, por lo menos, habría ejercido así su derecho. La había liberado tan fácilmente que le pareció que desde el principio había estado fuera, en la calle. Si ésa hubiera sido su casa de verdad, al menos se habría percibido un leve temblor en las paredes cuando ella se había ido.
Por lo tanto, pasar a vivir con Misra no supuso proeza alguna. En la oficina, mientras escribía el dictado, intuía que Surjit la iba a llamar. Pero el sonido del timbre retumbaba tan sólo en su mente; fuera de ésta reinaba el silencio.
Misra la llevó a Bombay poco después. Allí no sólo descortezó de su ser la experiencia de Surjit, sino que también la cubrió con nuevas experiencias. Y ella quedó sumergida como una concha rota, incrustada en la arena, abrumada por las olas en ascenso, pero intacta, inabordada por las aguas en las que yacía. ¡Qué extraño! En Bombay veía, por primera vez, el mar. Y al verlo sintió de inmediato la sofocación de estar soterrada bajo su fuerza inexorable.

Misra la había colocado en un hotel de lujo. La había llevado al cine, a pasear. Le había comprado ropas costosas y lencerías de encaje. Había poseído su cuerpo con una pasión que, aun cuando la ahogaba, le había hecho estremecerse bajo las cansadas arrugas que conformaban la cara de Misra y en las cuales atisbaba un pasado licencioso. Aquello le había llegado a producir una sensación pegajosa, de honda tristeza. Y su angustia, como la de una ola solitaria arrancada del mar, la acompañaba en su corazón hasta muy lejos.
Cuando regresaron, Misra empezó a insistir en que un divorcio era imprescindible. Del mismo modo pensaba ella: era imprescindible. Legalmente también debía estar claro a quién pertenecía. Hicieron enviar una notificación a su marido: Surjit es alcohólico, licencioso, cruel y violento, vive del sueldo de su mujer.
Pero el impasible Surjit, que hacía cara todos los días al caos y la cacofonía de las máquinas, no se vio afectado por esa estruendosa erupción. Rompió la notificación en pedazos, escupió en ella y dijo: "Marchaos a la porra tú y tu jefe".
Misra tiene amistad con el juez Saxena. Un día, obligándola a ponerse un vestido que normalmente ella se negaría a llevar, la presentó al juez añadiendo con un afectado descuido: "¡Amigo! A ver si puedes acelerar un poco el proceso... ya sabes cómo este perro de Surjit me está haciendo la vida imposible".
Pero no existía tal trato entre Misra y Surjit para que éste le pudiera hacer la vida imposible. Aun teniendo motivo para ello, Surjit no lo había hecho. Sólo le había escupido en la cara impúdica y descaradamente. Aunque el divorcio fue fácil de obtener, Misra lo convirtió en un arma. Le tomaba el pelo constantemente: "¡Cuánto he tenido que luchar por conseguirte, querida!".
¡Si sólo ésa fuera la verdad! Si a Surjit le hubiera costado dejarla y a Misra conseguirla, por lo menos ella tendría algún valor. Pero estaba aquí, rota y rendida por la fácil capitulación ante un arreglo desleal. Luchar, resistir y seguir luchando, al menos la hubiera provisto de un sentido a su propia identidad.

Últimamente se ha agudizado el dolor. Desde que dejó su empleo en la oficina y optó por encarar el pasado de Misra, cautivo en los armarios de su casa, ha cesado de pertenecer a su propio presente.
Su deseo por ella que, avivado por las sombras furtivas de hoteles, restaurantes y despachos de la oficina, al principio le consumía en su delirio, ahora se ha convertido en una monótona y anodina repetición de saciedad. Se horroriza ante la idea de que, como su copa de whisky, ella ahora es nada más que una parte de su rutina de la noche.
Y atrapada en la domesticidad de la casa de Misra, de repente tiene esta sensación de que sobre su espalda se desliza un gusano.
¿Y si hubiera seguido haciendo todo esto para Surjit mismo?
¿Y si hiciera todo esto para Misra ahora también?
De repente desea volver a la casa de Surjit, esta tarde misma, y sentarse delante de la estufa de carbón en su cocina, preparar el té en su fuego humeante y esperarle. Apoyando la cabeza sobre las rodillas, miró fijamente a la puerta unos instantes esperando oír ansiosamente el ruido de sus pasos. Que viniera Surjit y...
Se incorporó, espantada por sus propios pensamientos, temerosa de seguir pensando. ¿El regocijo de la reunión? ¿Con Surjit? ¡No! ¡No! Surjit nunca mira hacia atrás. Ni hacia el pasado, ni hacia el futuro. No se le puede amenazar. Es un caminante solitario. Tras la muerte de su padre, él había apagado bruscamente la nube de melancolía asentada en sus ojos, diciéndole:
—Vete algunos días con tu madre. Vuelve cuando te hayas consolado.
—¿Si hubiera sido tu padre?...
—No hables de mi padre —había rugido, dejándola muda y se había marchado del cuarto apretando los dientes de rabia.
Nunca había suscitado en él compasión alguna el hombre que había abandonado a su madre en su juventud y había dejado sobre ella toda la carga de responsabilidades para largarse con unos sadhus adictos al hachís. Su madre había trabajado duro sobre la máquina de coser para hacer de él lo que había llegado a ser ahora y Surjit, llevando esta valía como un vestido que cubre la desnudez del cuerpo, iba solitario en pos de venganza contra el mundo entero. Sus percepciones y sus pensamientos eran claros. Cada relación tenía que encasillarse dentro de un marco u otro. No había nada a medias. Y, ¿entre ellos?
Entre Surjit y ella ahora yace la distancia de un año y medio, y todo lo pasado en este intervalo... ¡Una eternidad! ¡Historia!
La historia de la rendición de su propio ser ante la creciente ola gigantesca que fue Misra. La entrega a su propia vulnerabilidad. El abismo sancionado de un divorcio legal. Y la semilla de Misra que lleva dentro de sí, viva en sus entrañas, presente y real. La frialdad implacable y neutral de Surjit...: no hay camino que la lleve atrás. Tampoco hay sendas que la orienten hacia el futuro. Más allá —hacia adelante— comienza la frontera del cementerio que es su porvenir, ese porvenir decaído como los numerosos pasados muertos, enterrados dentro de Misra. Desde aquí tampoco hay caminos que se adelanten hacia un destino.
Pero hay pies, y vinculada a ellos, la inescapable obligación de seguir caminando. Detrás de ella, caminos cortados; delante, callejones sin salida, laberintos enmarañados, infinitos...
Entonces, ¿con qué esperanzas está sobreviviendo? ¿Las esperanzas? Son como burbujas de jabón, atrayentes, vistosas, tentadoras, pero fugaces. Corriendo tras ellas, en algún momento, ha perdido la propia fuerza de luchar por su verdad interna. Ahora a ambos lados sólo hay callejones sin salida y atrapado entre ellos un presente incierto.

Dejó caer a un lado la camisa de Misra que estaba cosiendo y salió alterada hacia su habitación.
En el calor asfixiante del mediodía, el primer impacto del ambiente fresco, encerrado y oscuro de la habitación le resultó agradable. Cerca de la cama, su mano se extendió hacia el interruptor del aire acondicionado; pero, repentinamente, impulsada por una extraña fuerza, se detuvo, echó a un lado las cortinas imponentes y dejó abiertas las ventanas y las puertas de la habitación.
Una ráfaga de viento y luz abrasadores invadieron la habitación ajena, maldiciendo su orden condicionado, rompiendo sus leyes artificiales.

Sintió un placer enorme al anular la autoridad de aquella habitación, una repentina alegría que, destruyendo instantes dolorosos y opresivos, era capaz de hacerla llorar. En ese instante diminuto lo vio todo con claridad. Más allá de Misra, desligado de Surjit. Singular, libre, propio, confiado instante, que reventaba el pasado exánime y el futuro artificial de ese cuarto.
Si no hubiera permanecido en esta oscuridad densa, tal vez no habría visto la senda más allá que emanaba del centro de ese instante mismo.
Se dio cuenta de que podía escindirse —de la violencia mental de Surjit, de la opresión física de Misra— ella sola, aparte, independiente. Sintió brotar algo nuevo dentro de ella, algo que saltaba como una llama ardiendo. Se calzó sus sandalias y se dirigió hacia la clínica del Doctor Agnihotri, que había visitado una vez con una compañera.
—¡Necesito su ayuda, doctor! —el tono es frío, resuelto, exigente.
El doctor la revisa, saca del cajón un formulario y se lo entrega.
—Esto no hace falta. Nadie compartirá esa obligación —dice con calma, mirando los ojos del doctor.
—¿Quiere usted decir que...?
—Sí, fue una violación.

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