Kjell Askildsen - "Los invisibles"

Posted by La mujer Quijote in ,




El cuento pertenece al volumen "Los perros de Tesalónica" publicado en 1996.
La versión es la de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.




Cuando Bernhard L. volvió al hogar de su infancia con el fin de asistir al sepelio de su padre, Marion le dio un abrazo bastante torpe. Era una tarde calurosa, y ella tenía grandes manchas húmedas en las axilas. Así que has venido, dijo. Él comentó que venía cansado del viaje y que le gustaría cambiarse. Ella le había preparado el cuarto de la buhardilla. La ventana estaba abierta y el sol entraba a raudales. Se desnudó del todo y se tumbó en la cama. Empezó a tocarse, intentando reproducir aquella fantasía que tanto le había excitado en el estrecho compartimiento del tren, pero no lo logró. Entonces oyó a Marion subir la escalera y se vistió. Por la ventana entraban los ruidos de la calle. Marion volvió a bajar la escalera. Él abrió el armario y colgó el traje negro.
Cuando algo más tarde bajó, se encontró a Marion llorando en el salón. Suponía que no le había oído entrar, pero no estaba seguro, porque la mujer se comportó como si la hubiera sorprendido haciendo algo malo. No sabía qué decir. Se acercó a la ventana y se puso a contemplar el pequeño jardín trasero. Tú lo querías, dijo él por fin. Un gato negro se subió de un salto a la valla de madera. Debería haberme portado mejor con él, señaló ella. Pero tú eras la que lo cuidabas, dijo él. El gato saltó de la valla hasta el tejado del viejo cobertizo para bicicletas. Ella dijo: A veces era tan..., pero, claro, tenía dolores... Había momentos en que casi deseaba que... Me arrepiento tanto... Él encendió un cigarrillo. No pensaba que fuera a morir, añadió ella. Él preguntó cómo había sido. Ella tardó en contestar. Él tiró la ceniza del cigarro en una maceta. Estaba sentado en ese sillón, dijo ella. Yo estaba en la cocina. Me dijo que viniera a leerle el periódico. Le contesté que estaba haciendo la comida. Dijo que no tenía hambre. Pues yo sí que tengo, dije. Luego nos quedamos callados y al final volvió a decir: ¿Vienes ya? No contesté. Estaba enfadada con él. Un poco más tarde gritó mi nombre aunque no demasiado alto, pero no entré hasta pasados dos o tres minutos y, para entonces, ya estaba muerto.
Bernhard se imaginó a su padre, pero no sentía nada. Marion se echó a llorar de nuevo. Él buscó un cenicero para apagar el cigarrillo. Fue a la cocina y lo tiró en el fregadero. Luego bebió un vaso con agua. Sonó el timbre. Marion le pidió que fuera a abrir. Era una mujer. Lo miró y dijo: Tú tienes que ser el hermano de Marion. Así es, asintió él. Él la siguió hasta el salón. Marion no estaba allí, él pensó que habría ido a la cocina a secarse las lágrimas. La mujer le tendió la mano, estaba húmeda, pero a él no le importó. Soy Camilla, se presentó. Y yo Bernhard, dijo él, voy a buscar a Marion. Llegó justo en ese momento. Las contempló unos instantes: eran en todos los aspectos tan distintas que no entendía qué podían tener que ver la una con la otra. Camilla estaba de pie, de espaldas, con la ropa muy pegada al cuerpo. Él pensó: ¿No se dará cuenta Marion de que se está aprovechando de ella? Al instante, desechó esa idea. Camilla se volvió hacia él, y preguntó algo. Él contestó. Ella sonrió y bajó la mirada. Es dependienta, pensó él. Marion dijo media frase y se fue a la cocina. Él abrió una ventana. Siéntate, dijo. Ella se sentó. Marion se habrá alegrado de que hayas venido, dijo ella. Él se rió y se sentó frente a ella. Le preguntó si ella había conocido a su padre. Camilla le dio una larga respuesta mientras miraba alternativamente a sus manos y a él: lo había conocido y no lo había conocido. Estaba sentada en el filo de la silla con las rodillas juntas y las manos cruzadas sobre los muslos. Él le ofreció un cigarrillo y le dio fuego. Se preguntó quién de los dos sería el primero en descubrir que no había un cenicero cerca. Al final dijo: Voy a buscar un cenicero. Fue a la cocina. Marion estaba preparando una fuente de sándwiches. Le dio un cenicero minúsculo. ¿No tienes uno un poco más grande?, preguntó él. Qué barbaridad, dijo ella, y le dio uno grande. Él volvió al salón. Preguntó a Camilla cómo se habían conocido Marion y ella. Ella se lo dijo. Marion entró y puso un mantel blanco en la mesa. Deja que te ayude, dijo Camilla, sin levantarse. No, no, contestó Marion. Acabó de poner la mesa y empezaron a comer. Camilla y Marion hablaron de una amiga común que había tenido un hijo que nació con la espina bífida. Eran las siete. Bernhard se dio cuenta de que Camilla no paraba de mirarlo. Él estaba fantaseando con ella. De repente, entró una avispa y se posó sobre uno de los sándwiches. Camilla se levantó y se plantó en medio de la habitación. Dijo que era alérgica a las avispas. Marion cogió un sándwich de queso y lo estampó encima del que tenía la avispa. Bernhard se rió. Marion se acercó a la ventana y tiró los dos sándwiches al jardín trasero. Ya está, dijo. Bernhard se rió de nuevo. Marion y Camilla volvieron a sentarse. Comed, dijo Marion, a Bernhard le dio la impresión de que estaba contenta. Camilla contó que la última vez que la picó una avispa había tenido que ir a urgencias. Come, Bernhard, insistió Marion. Contestó que estaba lleno y se levantó. Fue hasta la entrada y subió la escalera. La puerta de la habitación de Marion estaba cerrada, la abrió y se quedó en el umbral mirando hacia el interior. La cama estaba sin hacer, y de los respaldos de las sillas colgaban prendas. Encima de la cómoda había una foto grande enmarcada: sus padres de pie, sonrientes, sobre la alta escalera de la calle. Cerró la puerta y volvió a bajar.
Al cabo de un rato Camilla dijo que se marchaba. Bernhard volvió a subir al cuarto de la buhardilla. Si se asomaba por la ventana podía ver la escalera de la calle justo debajo de él. Camilla estaba mirando hacia la puerta; apenas podía ver su pelo y un poco de su cuerpo. Marion era la que hablaba, pero era incapaz de captar lo que estaba diciendo. No, no, en absoluto, dijo Camilla. Empezó a bajar los escalones. Él retiró la cabeza. La vio cruzar la calle y desaparecer por el callejón entre la óptica y la panadería. Perra, dijo para sus adentros. Se encontró con su propia mirada en el espejo de la cómoda, la mantuvo unos instantes, bastante rato, los ojos empezaron a sonreír y dijo: Así es. Perra.
Se quitó de mala manera los zapatos y se tumbó en la cama, pero volvió a levantarse enseguida, se acercó a la puerta, se agachó e intentó mirar por el ojo de la cerradura. Lo que podía ver era la parte superior de la escalera y la puerta del que había sido el dormitorio de sus padres. Volvió a tumbarse. Apenas entraba ruido por la ventana, sólo se oía de vez en cuando algún que otro coche pasar. Eran las ocho menos diez. Pensó: Voy a tener que pedir otra almohada. Encendió un cigarrillo. No había cenicero en la habitación. Puso uno de sus zapatos sobre la mesita, con la suela hacia arriba. Supongo que debería bajar y estar con Marion, pensó. He venido por ella. Y de todos modos tengo que pedirle una almohada y un cenicero. Tal vez esté sentada abajo esperándome. Tal vez piense que no puede salir porque estoy aquí. Echó la ceniza del cigarrillo en la suela del zapato. Intentó pensar en algo de lo que poder hablar. Entonces oyó un ruido y a continuación pasos en la escalera. Se apresuró hasta la puerta y miró por el agujero de la cerradura. La vio con toda claridad cuando pasó por delante de su campo de visión, la vio volver la cabeza y mirarlo directamente.
Bajó al poco rato. Andaba silenciosamente, pero sin deslizarse.
Salió al jardín trasero y se sentó en una vieja silla plegable pintada de verde, junto a una mesa redonda de hierro forjado. Al cabo de un rato se fijó en el silencio: nada se movía ni se oía nada. De repente se sintió abandonado, casi encerrado, y se levantó. Se metió entre el estrecho macizo de flores y la fila aún más estrecha de verduras y se acercó a la valla de madera. Se quedó de espaldas contra ella mirando la casa y pensando: No tengo nada que hacer aquí. Justo en ese instante descubrió a Marion; estaba de pie en el salón mirándolo, algo retirada de la ventana. No puede estar segura de que la haya visto, pensó, dejando vagar la mirada. Se puso en cuclillas y se dedicó a arrancar la mala hierba que crecía entre los rábanos, mientras miraba la puerta a hurtadillas. Ella no salía. Entonces cree que no la he visto, pensó. Siguió arrancando mala hierba, y poco a poco fue sintiendo una especie de satisfacción, casi alegría al contemplar ese paisaje limpio y ordenado en miniatura. Dejó de mirar de reojo la puerta, ella podía salir si quería, él estaba ocupado, tenía delante una pequeña huerta.
Había llegado a las lechugas cuando Marion salió en compañía de un hombre que llevaba una botella en la mano. Marion llevaba tres copas. Bernhard enderezó la espalda. Marion le dijo que saludara a Oskar y dejó las copas sobre la mesa redonda. Bernhard saludó con la cabeza a Oskar y fue a lavarse las manos bajo el grifo del jardín. Se sentía atrapado. Marion echó vino en las copas. Bernhard se sacudió el agua de los dedos y se acercó a la mesa. Oskar le tendió la mano. Estoy mojado, dijo Bernhard. No importa, contestó Oskar. Este es conductor, pensó Bernhard. Salud, dijo Marion. Bebieron. Oskar se quitó la chaqueta, un vello negro y rizado le cubría los antebrazos. Oskar y yo nos vamos a casar, dijo Marion. Enhorabuena, dijo Bernhard. Intentó imaginárselos, pero no lo consiguió. Oskar es policía, señaló Marion. Ay, contestó Bernhard. Oskar sonrió. Qué oportuna la muerte de nuestro padre, pensó Bernhard, y dijo mirando a Oskar: Es la primera vez que brindo con un policía. ¿A que es una noche muy hermosa?, preguntó Marion. Tus verduras necesitan agua, dijo Bernhard. Ay, sí, asintió Marion. Dicen que seguirá el buen tiempo, comentó Oskar. Yo las riego, dijo Bernhard. Bebieron. Bernhard fumaba. Oskar habló de un colega al que le habían robado una canoa. Bernhard apuró la copa, y Marion volvió a llenársela. Él se levantó, entró en la casa, subió al piso de arriba y entró en el cuarto de la buhardilla. Permaneció allí de pie dejando transcurrir el tiempo, luego volvió a bajar. Se sentó y tomó un gran trago de vino. Encendió un cigarrillo. Marion y Oskar charlaban. Tengo que acordarme de pedir otra almohada, pensó Bernhard. Luego pensó: No iré al entierro. Lo pensó una y otra vez, varias veces. Marion se levantó. Sólo voy a..., dijo. ¿Crees que puedes darme otra almohada?, preguntó Bernhard. Claro que sí. Ella entró en la casa. Oskar se rascó el brazo. ¿Lleváis mucho tiempo juntos?, preguntó Bernhard. Ocho meses, contestó Oskar. Entonces conociste a mi padre. Sí. ¿Bien? No, bien no. Como sabes, estaba enfermo. Sólo quería ver a Marion. Y a ti, claro. Bernhard se rió. ¿A mí?, se extrañó. Marion volvió a salir, se había puesto una chaqueta sobre los hombros. Bernhard se levantó y se acercó al viejo cobertizo para bicicletas, donde antaño había una regadera. Todavía seguía allí. La llenó bajo el grifo y se fue hasta la hilera de verduras. No podía oír de qué hablaban Marion y Oskar. La tierra que rodeaba los rábanos se puso negra. Pensó: Seguro que es un bruto. Y de repente le volvió con toda nitidez la fantasía del tren, y dentro de esa imagen se metió Camilla para ocupar el lugar de la mujer anónima. Quiso llevarse esa imagen hasta el cuarto de la buhardilla, y fue a dejar la regadera en el cobertizo. Marion dijo: Supongo que deberíamos hablar de lo de mañana, Bernhard. ¿De lo de mañana? Sí, he invitado a algunas personas a casa para después del entierro. Espero que te parezca bien. Sí, contestó Bernhard, supongo que es lo que suele hacerse. Siguió hasta el cobertizo, dejó la regadera, encendió un cigarrillo, volvió a la mesa y se sentó. Manon y Oskar estaban charlando. La copa de vino de Bernhard estaba llena; bebió. Había oscurecido, los rostros ya no eran del todo nítidos, él se sentía casi invisible. Casi libre.
Al poco rato Marion y Oskar entraron en la casa. Bernhard se quedó sentado fumando y bebiendo el vino a pequeños sorbos. Pensó: Qué oscuridad más agradable. De repente sintió una leve presión contra la pierna derecha, se estremeció y emitió un pequeño grito. La copa que tenía en la mano cayó al suelo, y aunque se dio cuenta casi inmediatamente de que era un gato lo que le había rozado la pierna, se sintió humillado por ese repentino susto. Dio una patada y notó y oyó que había acertado. Empujó el sillón hacia atrás y se levantó, permaneció un instante sin moverse, luego arrancó y se puso a dar vueltas por el camino enlosado que había delante de la casa. Se repitió por dentro una y otra vez su nombre como un conjuro, y poco a poco fue tranquilizándose. Se detuvo delante de la ventana abierta del salón y escuchó por si oía voces, pero la habitación estaba en silencio. Se fue hacia la puerta de la valla que daba a la calle, corrió el pasador y salió. Cruzó la calle y se metió en el callejón entre la óptica y la panadería, allí se detuvo y dejó su mirada deslizarse por las viejas casas que se apoyaban unas contra otras. Luego se dio vuelta y regresó por el mismo camino. Perra, dijo para sus adentros. Perra, perra, perra. Atravesó la puerta. Se encendió un cigarrillo. Por una ventana abierta de la casa vecina salía música. Tiró el cigarrillo a medio fumar, lo pisó y pensó: Tengo que acordarme del cenicero. Atravesó el salón y fue a la cocina. Marion estaba planchando una blusa blanca. Temió que ella quisiera que hablaran, de modo que dijo que tenía sueño y que quería irse a dormir. Ella lo miró y sonrió. No te encuentras muy bien, ¿verdad que no?, preguntó. Sí, contestó él, lo que pasa es que estoy cansado. Pidió un cenicero. Ella fue a buscar uno y dijo que había dejado una almohada de más en su cama. Él puso su dedo pulgar en el antebrazo de ella, y ella lo miró casi suplicante, le pareció a él. Luego le dio las buenas noches y se fue.
Al día siguiente, durante el sepelio, se sentó entre Marion y el sobrino de su padre, Gustav. Marion llevaba un pañuelo en la mano, pero no lo utilizó. El pastor hablaba de un padre responsable y de la pena y la pérdida de los familiares, que se atenuarían con el tiempo, pero no desaparecerían del todo, pues así eran los vínculos de la sangre y la ley del amor. Al sonar las últimas notas del último himno, Bernhard abandonó a toda prisa la capilla y salió a la calle. Se encendió un cigarrillo, sólo le quedaban tres en el paquete y pensó: Tengo que acordarme de comprar más. Al cabo de un rato salió Marion acompañada de Oskar y Camilla. Bernhard miró hacia otra parte. Pensó en cómo había tomado a Camilla en el cuarto de la buhardilla la noche anterior; ella se había resistido, pero al final se rindió. Echó a andar por la acera. Marion lo llamó. Él se detuvo y se volvió. Puedes ir en el coche de Camilla, dijo ella. Tengo que comprar tabaco, contestó él.
Tomaré un taxi. Ella lo miró. Como quieras, dijo. Él se rió. ¿Qué pasa?, preguntó ella. Nada, contestó él, y siguió andando. Como quieras, como quieras, se dijo por dentro. Como quieras, como quieras. Se detuvo en un quiosco y compró dos paquetes de cigarrillos, luego paró un taxi. El taxista lo miró por el espejo, y al cabo de unos instantes dijo: ¿De fiesta en mitad de la semana? Sí, contestó Bernhard. ¿Boda? Sí, se casa mi hermana. Entonces habrá una buena juerga, ¿no? Pues sí, una buena juerga. Bernhard se acercó todo lo que pudo a la puerta de su lado del asiento trasero para que los ojos del taxista desaparecieran del espejo. Se quitó la pajarita negra y se la metió en el bolsillo, luego se desabrochó los dos últimos botones de la camisa. Disculpe, si puede pare aquí, señaló. Tengo que comprar tabaco. Iré andando el último trecho. Pagó. El taxista le dijo que se divirtiera. Bernhard se rió. Gracias, contestó.
Los invitados habían llegado. Algunos de ellos se acercaron a Bernhard, se presentaron y le dieron el pésame. Hablaban en voz baja y parecían preocupados. Bernhard se encendió un cigarrillo. Marion le sonrió y luego invitó a todos a que se sentaran. Bernhard se sentó junto a la mesa más pequeña. Charlotte, la hermana de su madre, se sentó junto a él. Quiero estar a tu lado, dijo ella. ¿Ah sí?, preguntó él. Marion y Camilla sirvieron el café. Había un cenicero en la mesa. Él apagó el cigarrillo. Bueno, bueno, dijo Charlotte. Él sostenía la fuente de canapés delante de ella. Ah, salmón ahumado, es mi comida favorita. Entonces toma dos, dijo Bernhard. Camilla se acercó y se sentó justo enfrente de él. ¿Puedo?, preguntó Charlotte. Claro, contestó Bernhard. Entonces lo haré, dijo ella, riéndose disimuladamente. Uno debe tomar lo que le apetece, afirmó Bernhard, colocando la fuente delante de Camilla. La miró y sus miradas se cruzaron. Ella sonrió. Él pensó: Si supieras... Comieron. ¿Sabías, Bernhard, preguntó Charlotte, que ahora soy yo la más vieja de la familia? ¿De veras?, dijo Bernhard. De modo que la próxima vez me tocará a mí. Eso no se sabe, replicó él. Claro que sí, repuso ella. Él no contestó. Charlotte puso una mano en su brazo. No creas que me importa, dijo. Bueno, si tú lo dices, señaló él. Miró a su alrededor. Nadie parecía ya preocupado. Volvió a sostener la fuente delante de Charlotte. Es el cuarto entierro al que acudo en lo que va de año, dijo ella. Incluido el de mis periquitos. Bernhard se rió. ¿Los periquitos? Sí, murieron hace dos meses. Eran un macho y una hembra: ella puso huevos, se comieron a sus hijos y se murieron. ¿Por comerse los huevos?, preguntó él. Supongo que sí, contestó ella. Va contra natura comerse a los propios hijos. Bernhard se rió. Tal vez estuvieran emparentados, señaló. ¿Quiénes?, preguntó Charlotte. Los dos periquitos, contestó él. ¿Por qué?, preguntó ella. No, por nada, respondió él. Le pareció que Camilla estaba mirándolo de modo que desvió la mirada tan rápidamente hacia ella que la mujer no tuvo tiempo de retirar la suya. Él sonrió, y ella le devolvió la sonrisa. La próxima vez le miraré los pechos, pensó. Marion se levantó y dio un golpe con la cucharita en la taza. Dijo que no pretendía pronunciar un discurso, pero que quería agradecerles a todos que hubieran acudido para honrar el recuerdo de su padre. No quería decir nada sobre sus sentimientos en un día como ese porque se echaría a llorar. Pero quería darles las gracias a todos una vez más, y esperaba que disfrutaran de ese sencillo convite. Se sentó, y por unos instantes los invitados permanecieron callados, la mayoría con la cabeza gacha. Y siguieron comiendo. Qué discursito más bonito, dijo Charlotte. ¿No vas a decir algo tú también? ¡No!, contestó él, en una voz tan alta y cortante que tanto Charlotte como Camilla lo miraron. Notó cómo la cara se le estaba poniendo rígida. Aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero. Charlotte le puso una mano en el brazo y él se apresuró a retirarlo. Encendió otro cigarrillo. Dijo su propio nombre para sus adentros varias veces. Camilla estaba sentada muy erguida, mirando fijamente el plato. Bueno, bueno, dijo Charlotte. Bernhard buscó en vano algo que decir. Cogió la fuente y se la acercó a Charlotte. No, gracias, Bernhard, dijo, es suficiente. Lo dijo de un modo tan dulce y tan amable que Bernhard notó que una ola le recorría el cuerpo. Y de repente recordó una frase que le había oído decir cuando era pequeño; se volvió hacia ella y dijo: ¿Te acuerdas...? Había una frase, una especie de retahíla que solías recitar cuando yo era pequeño y tú querías consolarme, empezaba con respira, corazón... ¿Te acuerdas? Charlotte sonrió. Sí, sí, me acuerdo. Respira, corazón, pero no estalles, tienes un amigo, pero no lo sientes. ¿Sabes una cosa? Bastaba..., yo era tan joven en aquella época... Era tanto para consolarme a mí misma como a ti. Era cuando yo vivía con vosotros, tú tenías... vamos a ver, estabas en tercero. ¿Viviste aquí con nosotros?, preguntó Bernhard. Sí, aproximadamente medio año. Pues no me acuerdo de eso, dijo Bernhard. Qué extraño, señaló Charlotte, tendrías unos nueve años. No recuerdo apenas nada, objetó Bernhard. Encendió un cigarrillo. ¿Sabes?, dijo Charlotte, me apetece muchísimo un cigarrillo. No fumo, sólo en raras ocasiones. Le ofreció el paquete y luego le dio fuego. ¿Quieres tú uno?, le preguntó a Camilla. Gracias, contestó ella. Lo miraba mientras él le daba fuego. Él dejó de mirarla. Perra, pensó, espera y verás. Camilla dijo: ¿Cuánto tiempo vas a quedarte? Hasta mañana, contestó él, luego añadió: No lo sé. Y pensó: ¡Ahora!, y le miró los pechos. Acto seguido echó la silla hacia atrás y se levantó. Sin mirar a nadie colocó la silla en su sitio y se marchó. Lo he hecho, pensó, lo he hecho. Subió al cuarto de la buhardilla, se quitó el traje negro y se tumbó en la cama. Allí la tomó por la fuerza.
Bernhard se despertó en mitad de un sueño. El sol entraba oblicuamente por la ventana. Se vistió y abrió la puerta. Todo estaba en silencio. Bajó la escalera. La puerta que daba al jardín trasero estaba cerrada; la abrió con la llave y salió. El aire no se movía, pero sobre la montaña al este había una gran nube. Se sentó junto a la mesa de hierro forjado para vigilarla. La nube no se acercaba. Pensó: Es como si todo estuviera como antes, como si nada hubiera pasado.
Un poco más tarde —seguía sentado contemplando la nube que no se acercaba— oyó pasos detrás de él. Era Marion. Ah, estás aquí, dijo. Esa nube lleva casi media hora en el mismo sitio, dijo él. Estaría bien si lloviera un poco más, dijo ella. No se mueve, dijo él. Marion se metió un dedo en la boca y luego lo levantó al aire. No hay nada de viento, indicó. Permanecieron un rato callados. ¿Te apetece tomar algo?, preguntó Marion. ¿Como qué?, preguntó él. ¿Una copa de vino?, propuso ella. Con mucho gusto, gracias, dijo él. Ella se levantó y entró en la casa. Él se metió un dedo en la boca, y luego lo levantó al aire. Seguro que quiere hablar, pensó. Ella salió con una botella de vino y dos copas altas. Qué copas tan bonitas, comentó él. Me las ha regalado Oskar, señaló ella. No quiero hablar de Oskar, pensó él. Bebieron. Bernhard encendió un cigarrillo. Desapareciste de repente de la mesa, dijo Marion. ¿Pasó algo? No, contestó, nada, sólo que empezó a dolerme muchísimo la cabeza. Muchos recuerdos para ti de la tía Charlotte, dijo Marion. Él se rió y dijo: Ella es ahora la mayor de la familia, y la siguiente que va a morir, va a un entierro tras otro, y sus periquitos se murieron por comerse a sus hijos. Marion sonrió. Es encantadora, dijo, se parece a mamá. Bernhard: Me dijo que estuvo viviendo aquí en casa durante medio año cuando mamá estaba enferma. Sí, claro, contestó Marion, fue el año en que empecé a ir al colegio. Mamá estuvo hospitalizada. ¿Qué le pasaba? No lo sé exactamente, algo de los nervios. Qué raro que no me acuerde, dijo Bernhard. Tal vez no la echabas de menos, dijo Marion. Él no contestó. Bebió. Marion le sirvió más vino. ¿Te duele la cabeza a menudo?, preguntó. No, contestó él. Aunque sí, de vez en cuando. Tiró el cigarrillo y encendió otro. Mira, dijo, la nube sigue sin moverse. Camilla me ha dicho que te vas mañana, señaló Marion. Sí, contestó. Qué pena, dijo ella. Tengo que volver a mi trabajo. Bebió. Es un buen vino, dijo él. Al cabo de un rato la miró de reojo: estaba sentada mirándose las manos en el regazo, moviendo imperceptiblemente la cabeza. Por fin dijo ella, sin levantar la vista: No quieres hablar, ¿verdad que no? Pero si estoy hablando, contestó él. Sabes muy bien a lo que me refiero, dijo ella. Él no contestó. Me sentí tan feliz al verte, dijo ella, pero a lo mejor tú ni te diste cuenta. Él no contestó. No sabía qué decir. Luego dijo: Vine sólo por ti. Pensé... Se levantó. No te vayas, dijo Marion. No me voy, contestó él. ¿Qué pensaste?, preguntó ella. Él no contestó. Al cabo de un rato dijo: No puedo remediar ser como soy. Si por ejemplo mato a alguien, no es por mi culpa, pero no mato a nadie porque no soy así. Todo lo que hago lo hago porque soy como soy, y no es mi culpa ser así. Los demás pueden decir lo que les dé la gana. ¿Lo entiendes? Tomó la copa y bebió. Luego encendió un cigarrillo. Se acercó al macizo de flores y se quedó mirando la tierra seca. Luego miró la nube sobre la montaña, le pareció que había menguado. Se volvió hacia Marion: estaba sentada, inclinada hacia delante, haciendo girar la copa sobre la mesa. Él se sentó. Yo también puedo sentirme desesperada, dijo Marion. Sí, contestó él. Pero ahora estarás más a gusto, ¿no? Ella lo miró. Ahora que ha muerto nuestro padre, quiero decir. ¡Pero Bernhard! Él se rió. De acuerdo, dijo, entonces no hablemos más de ello. Vaya regar las flores.
Más tarde, mientras comían, se levantó un viento que hizo que se movieran las cortinas, y cuando se levantaron de la mesa se oían truenos. Bernhard salió al jardín. Brillaba el sol, pero al norte el cielo al norte estaba oscuro, y percibió truenos en la lejanía. Se sentó junto a la mesa de hierro forjado; tenía la cara vuelta hacia el norte y esperaba a la lluvia. Llegó un nuevo rayo y él pensó en la vieja expresión: como un rayo en cielo raso. Luego pensó: Pero eso es imposible, un rayo en cielo raso es imposible. En ese instante Marion lo llamó por su nombre. Estaba en la puerta abierta. Voy un momento a casa de Camilla, dijo ¿te quedas aquí? Él asintió con la cabeza. Ella le dijo adiós con la mano y se fue. Un par de minutos después él se levantó y entró. La llamó por su nombre. Luego subió la escalera y entró en la habitación de Marion. La cama estaba hecha, y de los respaldos de las sillas no colgaba ninguna prenda. Se acercó a la cómoda y se quedó contemplando la foto de sus padres. Pensó: Me parezco más a él que a mi madre. Permaneció unos instantes más delante de la foto, sintiendo algo por dentro que pensaba que iría creciendo, pero no fue así. Luego abrió el primer cajón de la cómoda, echó un vistazo y volvió a cerrarlo. Lo hizo sin más. Y luego hizo lo mismo con el segundo cajón empezando por arriba y con el segundo desde abajo. El cajón de abajo del todo estaba cerrado. No tenía llave. Sacó el segundo cajón empezando por abajo y lo dejó en el suelo. Miró por el hueco y vio una cartera, un montón de cartas atadas con una goma, dos cajitas, una agenda y una funda de gafas. Y un poco apartado de todo lo demás, un diario. Metió la mano y sacó el montón de cartas; todas iban dirigidas a su padre, volvió a colocarlas donde estaban. Miró hacia la puerta abierta y se quedó escuchando, luego cogió la cartera y la abrió. Había siete billetes de mil coronas. Volvió a dejar la cartera exactamente en el lugar de donde la había tomado. Levantó el diario; debajo había una revista porno. Abrió el diario. Era de Marion. Volvió a dejarlo donde estaba y cogió el cajón del suelo. Permaneció un rato con él en las manos, estaba lleno de ropa interior, luego volvió a dejarlo en el suelo. Cogió el diario, lo hojeó hacia atrás, hasta lo último que ella había escrito. Miércoles, 17 de agosto. Ha llegado Bernhard, no lo esperaba. Me da mucha pena, aunque no sé muy bien si hay motivos para ello. Preguntó tanto a Oskar como a Camilla si conocían bien a papá. Camilla dice que hay algo siniestro en él, por ejemplo, en la manera de reírse, pero Oskar dice que le parece una persona completamente normal. Supongo que quiere consolarme.
Bernhard cerró el diario y lo colocó de manera que tapara la revista porno. Luego empujó el cajón hasta encajarlo bien y salió rápidamente de la habitación. Se detuvo en la entrada y encendió un cigarrillo. Abrió la puerta de la calle y salió a la escalera exterior. Como una persona completamente normal, pensó. Luego pensó: No me ven, nadie me ve. Al cabo de un rato unos jóvenes llegaron andando por la calle; él tiró el cigarrillo, atravesó la casa y salió al jardín, donde se sentó junto a la mesa de hierro forjado. Seguro que se trae a Camilla, pensó, así no tendrá que estar conmigo a solas.
Ella no llegó hasta que el sol se hubo puesto y él ya había arrancado casi toda la mala hierba de la huerta. El trabajo de jardinería lo había calmado, los pensamientos lo habían desviado hacia caminos pacíficos más allá del aquí y el ahora, y cuando la oyó llegar, levantó la cabeza y sonrió. Qué bonito lo estás dejando, dijo ella en una voz baja y cálida. Él sintió una ola por dentro. Sí, contestó. Ella permaneció en el mismo lugar, sin decir nada más. La ola rodaba en su interior. Era incapaz de levantar la vista. Acabo enseguida, dijo. Vale, contestó ella, y se fue.
Ella volvió a salir mientras él estaba lavándose las manos bajo el grifo. Llevaba una botella de vino y dos copas altas. Estuvieron sentados durante el crepúsculo bebiendo vino a pequeños sorbos y diciendo pequeñas palabras sobre pequeñas cosas. La oscuridad llegaba. Por fin no ha llovido, dijo Bernhard. No importa, repuso Marion. Tú has regado. Sí, dijo él. La miró, las facciones de su cara estaban casi borradas. Ella dijo: Empieza a refrescar. Creo que me voy a meter. ¿Tú te quedas? Él asintió con la cabeza. Un rato más, contestó.

This entry was posted on 19 enero 2014 at 17:53 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario