Erskine Caldwell - "Una mujer en casa"

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Este cuento apareció publicado por primera vez en "We are the living", una colección de cuentos de 1933. Posteriormente ha sido incluido en multitud de antologías del autor.
La versión en inglés puede leerse aquí.
La versión es la de Rebeca Bouvier.


A Max Clough todo le había estado yendo bien hasta que Elam se fue a pasar el fin de semana fuera. Max ya había entrado la leña para todo el invierno, había protegido la casa contra el hielo con serrín y tenía buenas provisiones de vino de calabaza en el sótano. Se había preparado para un descanso de tres meses y pensaba que Elam había hecho lo mismo. Ambos sabían que el invierno estaba llegando, ya que el suelo estaba helado todas las mañanas y el sol empezaba a ponerse por el valle a las dos.
Pero Elam tuvo que irse a pasar el fin de semana fuera. Se fue sin decirle nada a Max y salió el domingo temprano, antes de que hubiera suficiente luz para que Max lo pudiera ver marcharse.
Tan sólo unos días antes Max había cruzado la carretera y había estado hablando con él durante una hora o más, pero Elam no le había comentado nada. Ni tan siquiera había dicho que estuviera pensando en hacer un viaje corto. Habían estado hablando de lo caro que estaba todo, y de lo que había mejorado el servicio de correo desde que Cliff Stone se había hecho cargo de la ruta del valle y de la posibilidad de que se fuera a construir una nueva carretera estatal que cruzara el pueblo. Pero Elam no había dicho nada de irse a pasar el fin de semana fuera. Esa fue la razón por la que Max se enfadó el sábado por la mañana cuando cruzó la carretera para ir a ver a Elam un momento y se encontró que la casa estaba cerrada y los estores bajados.
—Cuando un hombre llega a los treinta y seis años —dijo Max mirando con severidad la casa cerrada—, debería tener suficiente sentido común como para quedarse en casa en lugar de irse a pasar el fin de semana a Lewiston y gastar el dinero en alojamiento y qué se yo. Elam quizás tenga algo de sentido común para cosas menos importantes, pero no lo tiene cuando se trata de tirar el dinero en Lewiston. Nadie excepto un idiota iría a Lewiston y le daría cinco dólares a una mujer por su cama.
Volvió a cruzar la carretera y subió la pendiente que llevaba a su casa mientras miraba valle abajo, como si esperase ver a Elam llegar a casa. Pero sabía que Elam no llegaría hasta el domingo por la tarde. Ya se había ido otras veces y siempre había estado fuera dos días enteros. Sabía que Elam no regresaría hasta la tarde siguiente.
La granja de Max estaba en la ladera este del valle y la de Elam Stairs en la ladera oeste. Entre ambas propiedades pasaba la carretera de Yorkfield. La única ventaja que Elam poseía, y eso lo admitía Max, era que durante el invierno le daba más el sol. En la casa de Max el sol se ponía a las dos en pleno invierno, mientras que Elam tenía una hora más. Pero a Max le gustaba su granja porque sabía que en su ladera este los guisantes se cultivaban mejor. Sus tierras se regaban mejor durante todo el año. En pleno verano los campos de Elam se secaban.
El resto de la tarde y hasta bien entrada la noche Max no pudo sacarse de la cabeza el viaje de Elam. No le envidiaba que pasara el fin de semana en Lewiston porque sabía exactamente cuánto le costaría, pero no le gustaba que Elam se escabullera así tres o cuatro veces al año. Trastornaba su tan bien planificada vida. No podía hacer nada cuando Elam se ausentaba. Se había acostumbrado a ver a Elam en su granja a casi cualquier hora del día, cada vez que miraba hacia la ladera oeste. Y cuando Elam no estaba, Max no sabía cómo seguir con su trabajo. Además, cuando Elam estaba fuera, siempre había la posibilidad de que no volviera a casa solo. Sabía que nunca superaría que Elam volviera a casa con alguien.
Habían hablado sobre este asunto muchas veces. Cada vez que Elam iba a Lewiston, volvía a casa hablando de las mujeres que había visto por las calles y en las casas de huéspedes. Esa era una de las razones por las que a Max no gustaba que Elam se fuera. Tarde o temprano sabía que Elam se traería una mujer a casa.
—Las mujeres no son apropiadas para nuestro tipo de vida, Elam —le dijo Max una vez—. Tú en tu ladera oeste, yo en mi ladera este, vivimos como se ha de vivir. En cuanto un hombre se trae una mujer a su casa, esta se convierte en un espacio demasiado pequeño para vivir, aunque tenga ocho o doce habitaciones. Ya sea una esposa o una asistenta, no hay diferencia. Se trata de una mujer y cuando conviven ambos sexos bajo un mismo techo siempre surgen problemas. Yo quiero quedarme tal como estoy. Quiero vivir en paz y quiero morir de la misma manera.
—De alguna manera no puedo estar de acuerdo contigo, Max —le dijo Elam moviendo negativamente la cabeza—. Tienes mucho sentido común, un gran sentido común, Max. Pero Dios se vio obligado a crear a la mujer. ¿Sabías que antes de que existieran ellas los hombres se aplicaron en destruir el mundo a menos que les proporcionaran mujeres?
—¿Por qué? —preguntó Max.
—¿Por qué? —respondió Elam—. Porque los hombres ya no aguantaban más, he aquí por qué. Necesitaban criadas. Y si no podían tener criadas, entonces simplemente esposas. La diferencia entre ambas es enorme, pero en el fondo las dos son mujeres y eso era lo que el hombre necesitaba. De otro modo nos toca hacer todo a nosotros los hombres, coser, cocinar...
—Pues siempre me ha ido bastante bien haciéndome yo mis cosas... —dijo Max—. Ninguna mujer me ha hecho ninguna labor. No quiero a ninguna en mi casa que me cause problemas.
—Bien —dijo Elam—, quizás causen problemas. Estoy dispuesto a admitirlo. Pero, en general, sus puntos fuertes compensan los débiles. Dios se vio obligado a crearlas y no voy a dejar de utilizar nada que me haya sido dado. No tiene sentido desaprovecharlas o que otro hombre me quite mi parte. Yo quiero disfrutar de todo lo que me toca.
Max no se dejó convencer entonces y seguía convencido ahora de que un hombre podía vivir solo en su casa felizmente y en paz. Elam nunca consiguió que Max admitiera que las mujeres son una parte necesaria de la vida. Max estaba firmemente determinado a vivir su vida alejado de ellas.
Ahora que Elam se había ido a hacer otro de sus viajes trimestrales a Lewiston, Max temió de nuevo que trajera a casa a una criada. Todas las veces anteriores, durante todo el tiempo que Elam había pasado fuera, Max había estado nervioso y no había podido calmarse hasta que había ido a cerciorarse de que Elam no había traído a una criada. Ni siquiera se fiaba de la palabra de Elam. Primero le preguntaba si había vuelto a casa solo y luego iba de habitación en habitación, mirando tras las puertas y dentro de los armarios, hasta que quedaba satisfecho tras haberse asegurado que no había una mujer en la casa. Entonces se sentía mejor y podía regresar a su casa tranquilo.
Pero Elam había vuelto a irse fuera durante el fin de semana y Max no podía estarse quieto. No podía comer y no podía dormir. Se sentó junto a la ventana y miró la ladera oeste. Abrió la ventana varias pulgadas para poder oír el sonido de un automóvil en el valle. Se quedó junto a la ventana todo el sábado, toda la noche de sábado y el domingo.
A última hora de la tarde de domingo Max sabía que había llegado la hora en que Elam regresara y entonces oyó su automóvil subiendo por el valle. Sabía que era el coche de Elam y sabía que no podía quedarse sentado un minuto más. Saltó, cogió su sombrero y su abrigo y se fue a la puerta.
La carretera no se veía desde la casa de Max y había un bosquecillo de abedules que no le dejaba ver el automóvil. Sin embargo oyó como Elam subía por su camino y esperó y escuchó hasta que el sonido del motor cesó abruptamente en el granero.
Hubo algo en lo abrupto del sonido que hizo que Max se detuviera en el umbral. El motor se apagó en cuanto el automóvil entró en el granero, y entonces se hizo un silencio total en el valle. Ni siquiera se oyó el sonido sordo de Elam cerrando las puertas del granero. Max pensó que quizás Elam había tenido tanta prisa por entrar en su casa que no se había detenido a cerrar las puertas del granero. No se le ocurrió ninguna razón que explicase ese detalle. A un hombre que tuviera tanta prisa por entrar en su casa seguro que le había surgido algo importante. Max pensó sobre esto, pero no se le ocurrió ninguna razón por la cual un hombre pudiera dejara de cerrar las puertas de su granero.
Se sentó en el umbral de la puerta y esperó. Giró la cabeza de lado a lado, intentando que cada oído pudiera detectar algún sonido en el valle. No creía que Elam hubiera perdido el juicio, pero no se le ocurría ninguna buena razón que explicara por qué Elam no había cerrado las puertas del granero. Un hombre que aparcaba su automóvil en el granero y luego dejaba las puertas abiertas era verdaderamente estúpido, y a Elam no se le conocía que hiciera nada estúpido. Elam era incapaz de dejar las puertas del granero abiertas ahora que iba a anochecer.
El sol brillaba débil y gris sobre el valle. Por el noroeste se habían formado varias nubes grises y al poco rato el sol dejó de brillar. Ya habían pasado las tres y en la ladera oeste el sol ya se había puesto. Max se había acostumbrado a las puestas de las dos de la tarde de la ladera este, pero no estaba preparado para la ausencia de sol en la ladera oeste antes de las tres.
Durante todo el tiempo que pasó sentado en el umbral Max esperó a que Elam viniera a verlo y le explicara el viaje a Lewiston. Él siempre lo había hecho. Cada vez que Elam se iba a pasar el fin de semana a Lewiston, había vuelto a casa el domingo por la tarde, había cerrado de un golpe las puertas del granero, y luego había bajado por el camino y subido la cuesta y había explicado a Max lo que había visto y lo que había hecho en Lewiston. Hacía rato que debería haber venido y ni siquiera había cerrado las puertas del granero. Max no se podía estar quieto ni podía esperar más tiempo a Elam. Se levantó y descendió la ladera en dirección a la carretera.
Cuando llegó a la carretera se detuvo un momento y miró hacia la granja de Elam. Las puertas del granero estaban abiertas de par en par y el automóvil estaba expuesto a las inclemencias del tiempo. No se veía a nadie por la casa, pero los estores estaban levantados y la puerta de la entrada abierta. Algo no va bien, pensó Max. Algo le ha pasado a Elam en este viaje a Lewiston.
Max se quedó junto al buzón mirando hacia la casa. Estaba a tan sólo unos pocos cientos de yardas y podía verlo todo tan nítidamente como si hubiera estado en el umbral de la puerta. La pintura blanca era más blanca que nunca en la penumbra gris del valle, y el verde de las molduras era más brillante que la hierba en pleno verano. Max se quedó allá, de pie, mirando la casa, esperando.
Había estado mirando la casa durante unos diez minutos sin notar una sola señal de Elam, cuando de repente este apareció en una de las ventanas. Con un simple movimiento abrió la ventana y sacó la cabeza. De inmediato se abrió otra ventana en la esquina opuesta y una mujer sacó la cabeza. Se miraron durante un instante y luego ambos metieron la cabeza y cerraron las ventanas tan rápidamente que Max pensó que seguro que habían roto el cristal. Durante unos segundos no pudo creer lo que acababa de ver con sus propios ojos. No podía creer que había visto a una mujer en la casa de Elam. Pero poco a poco comprendió que había visto a una joven con un cuerpo grande y cabello rubio. Entonces dio un paso atrás, salió de las tierras de Elam y entró en la carretera.
Después de lo que había visto, Max no sabía si quedarse mirando la casa o si dar la vuelta y regresar a la suya. Sabía que nunca más iba a poner un pie en las tierras de Elam. Ya se había decidido a no tener nunca nada más que ver con Elam Stairs. Ni siquiera quería volver a dirigirle la palabra. No podía perdonarle a Elam que hubiera traído una mujer de Lewiston a casa.
Mientras estaba en la carretera tratando de pensar en lo que iba a hacer, la mujer que había visto en la ventana dobló la esquina de la casa. Max se quedó mirándola incrédulo. Al cabo de un instante llegó Elam corriendo. Corría más rápido de lo que Max jamás había pensado que nadie pudiera correr. Iba a alcanzar a la joven rubia en dos zancadas y si no hubieran doblado la otra esquina de la casa Max habría visto cómo la agarraba. Elam no llevaba su abrigo y el vestido de la mujer estaba abierto por detrás hasta la cintura. La mujer estaba riendo, pero Elam no.
Max esperó otros cinco minutos. Quería estar allí por si volvían a correr alrededor de la casa. Entonces se volvió y subió lentamente la ladera este del valle. La visión de la mujer en la casa de Elam le provocó deseos de ir allá y sacarla fuera del valle. Pero sabía que nunca podría hacerlo. Elam no le dejaría que la sacara de allí. Elam la protegería y lo enviaría de vuelta a su casa.
Cuando Max llegó a su casa ya había decidido lo que iba a hacer. El fin de semana siguiente haría un viaje. Iría a Lewiston el sábado por la mañana y se quedaría allá hasta el domingo por la tarde. Y cuando estuviera allá haría las mismas cosas que Elam había hecho.
—Elam Stairs no es el único hombre del valle que puede traerse una mujer a casa —dijo al sentarse junto a la ventana y mirar hacia la ladera oeste donde el sol ya se había puesto. Abrió la ventana unas pulgadas para poder oír cualquier sonido audible en el valle—. Y también contrataré a una asistenta en Lewiston y la traeré aquí. Elam Stairs tiene una hora más de sol porque su granja está en la 1adera oeste y piensa que puede tener más ventajas con una criada. Pero no. Le demostraré que yo puedo ir a Lewiston y quizás conseguir una criada más bonita que la que tiene él.
Max empujó la silla más cerca de la ventana.
—Yo también iré detrás de la mía cuando la traiga aquí —dijo—. Y quizás sea un buen plan esperar a que esté ya medio desnuda para empezar a correr tras ella, en lugar de hacer como Elam que ha empezado a perseguirla cuando ella apenas se había bajado la cremallera. Cuando Elam Stairs mire por la ventana un buen día, verá que soy más listo que él y me verá correr detrás de mi criada desnuda. Él la ha perseguido una vez alrededor de la casa. Yo iré detrás de ella tres veces, quizás dejando un poco de tiempo para demostrarle a Elam de lo que soy capaz.
Max hizo una pausa para mirar al valle. Mientras miraba la casa de Elam empezó a lavarse las manos.
—Supongo que la idea de Elam no estaba tan mal. Supongo que no hay mucho de qué pelearse con una mujer joven de Lewiston en casa si no hay que pagarle cinco dólares y diez céntimos por su cama durante el fin de semana.

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