Edwidge Danticat - "Nueva York. Mujeres del día"

Posted by La mujer Quijote in ,




Este cuento se encuentra en el volumen "¿Krik? ¡Krak!".
La versión es la de Ramón González Férriz.




Hoy, caminando calle abajo, veo a mi madre. Pasea con andar alegre, abriéndose camino hacia la señal de NO CRUZAR, por entre los taxis amarillos que giran cuarenta y cinco grados en la esquina de Madison con la calle Cincuenta y Siete.
Nunca la he visto en un barrio de este tipo, curioseando en Chanel y Tiffany's, y mirando absorta las joyas que brillan en el escaparate de Bulgari. Mi madre nunca compra fuera de Brooklyn. Nunca ha visto la agencia de publicidad en la que yo trabajo. Le da miedo coger el metro y encontrarse con esos jóvenes militantes negros que discursean por la calle e insultan a las mujeres negras que se alisan el pelo.
Aun así, aquí está mi madre, que se quedó en casa en albornoz, con páginas de periódico enrolladas como rulos en el pelo cuando yo me marché esta mañana. Mi madre, que me acusa de múltiples ofensas mientras salgo de casa con prisas.

¿No piensas levantarte y ceder a una señora anciana como yo tu asiento en el metro? Tal como están las cosas, seguro que no le cedes el asiento ni a una mujer embarazada.

Mi madre, que casi siempre tiene razón en eso. A veces me levanto y cedo mi asiento. Otras veces, no. Depende de cuán embarazada esté la mujer, y de si está o no con su novio o marido, y de si él está sentado o no.
Mientras mi madre está parada enfrente de Carnegie Hall, un taxista le grita a otro:
—¿Dónde crees que estás? ¿En una pista de baile?
Mi madre espera pacientemente a que acabe esa discusión para cruzar la calle.

En Haití, cuando te atropella un coche, el conductor baja y te patea por haberle manchado de sangre el parachoques.

Mi madre, que ríe al decir esto y muestra un gran hueco en la boca donde había las tres muelas que le quitó el dentista la semana pasada. Mi madre, que a los cincuenta y nueve dice que las dentaduras postizas están bien.

Puedes quitártelas cuando te molestan. Me gustan. Me gustan de verdad.

Pero ¿debes notar una especie de vacío cuando papá te besa, no?

Oh, no. Ya no me besa de esa forma.

Mi madre, que mira el sorteo de la lotería cada noche en el canal 11, aunque nunca en su vida ha comprado un número.

Con una tercera parte de ese dinero me bastaría. Acabaríamos de pagar la hipoteca y tu padre podría dejar de conducir ese taxi por todo Brooklyn.

Sigo a mi madre como hipnotizada por las muchas posibilidades que su paseo ofrece. A pesar de llevar un vestido de flores, se pierde con facilidad en un mar de vestidos grises o a rayas, de tacones altos y elegantes minifaldas, de zapatillas Reebok corriendo de edificio a edificio.
Mi madre, que no saldrá a comer con nadie.

Si quieren comer conmigo, que vengan a mi casa, aunque no les dé más que agua hervida.

Mi madre, que habla sola mientras despluma los pollos.

Grasa, ya sabes, y colesterol. La grasa y el colesterol mataron a tu tía Hermine.

Mi madre, que hace una mermelada con piel de uvas secas en la que pone trozos de corteza de canela que a mí siempre me parecen cucarachas. Mi madre, a la que siempre compro en su aniversario cosas para la casa. Una buena olla para cocer el arroz, una licuadora.
Sigo las orquídeas rojas de su vestido y el gran bolso de piel falsa que lleva colgado del hombro. Cuando me doy cuenta del vertiginoso ritmo de mi persecución, me apoyo en un muro para descansar. Mi madre sigue andando, como si fuera la propietaria de la acera sobre la que pisa.
Mientras se encamina hacia el Hotel Plaza, la bicicleta de un mensajero le pasa tan cerca que quiero saltar y salvarla, pero ella se para en seco, y la bicicleta la esquiva y continúa su marcha.
Mi madre se para en un puesto de hot-dogs y pide algo. El vendedor le da una lata de refresco y ella la mete en el bolso. Se para ante otro puesto, de vestidos de playa a siete dólares. Puedo ver que está mirando uno de estampados africanos, mientras intenta recordar mi talla. Por favor, mamá, pienso, no lo compres. Sería otra de tantas cosas que enterraría en el garaje o daría a beneficencia.

¿Por qué tenemos que darlo a beneficencia, cuando hay tanta gente en Haití que necesita ropa? Lo guardaremos para nuestros parientes de allí.

Durante veinte años hemos estado guardando todo tipo de cosas para los parientes de Haití. Y yo necesito un espacio en el garaje para una bicicleta estática.

Eres tan guapa que podrías ser azafata. Sólo a los perros les gustan los huesos.

Se para en otro puesto de hot-dogs y se compra un frankfurt, que va comiendo mientras camina. No sabía que mi madre comiera frankfurts. Tal como tiene la presión, no debería comer nada que contenga sodio. Debe tener cuidado con su corazón, esta mujer del día.

No puedo tragarme la sal. Pesa más que cien bolsas de vergüenza.

Cada vez camina más lentamente, y ahora estoy demasiado cerca. Si se girara me vería. Dejo que se adentre en el parque antes de empezar a seguirla de nuevo.
Mi madre se dirige hacia el parterre de arena del centro del parque. Allí, una mujer está esperando con un niño. Lleva unas mallas y unos pantalones cortos de ciclista, y sostiene unas pequeñas pesas en las manos. Se despide del niño besándole y se lo deja a mi madre. Después se marcha precipitadamente, corriendo por el camino de cemento del parque.
El niño que se ha quedado con mi madre tiene el pelo rubio y crespo. Su mano se desliza familiarmente en la de ella, como si la conociera de hace tiempo. Cuando levanta la cabeza para mirarla, es como si mirara al cielo.
Mi madre le da al niño el refresco que ha comprado en el puesto de la esquina. La cara del chico se ilumina cuando ve que mamá pone en él una pajita. Parece ser una conspiración entre los dos.
Mi madre y el niño se sientan y miran a los otros niños jugar en el parterre de arena. Él saca un cómic de su mochila, en la que está dibujado el Big Bird. Mi madre mira de reojo el tebeo. Ella, que aprendió a leer sola con los libros que sus hermanos llevaban a casa de la escuela, cuando era una niña pequeña en Haití.
Mi madre, que ha perdido a seis de sus siete hermanas en Ville Rose y que nunca ha tenido suficiente valor para volver allí a sus funerales.

Tendré muchas tumbas que besar cuando vuelva. Muchas tumbas que besar.

Cuando el niño se termina el refresco, mi madre tira la lata. Yo espero y miro desde un rincón, hasta que vuelve la mujer de las mallas y los pantalones cortos de ciclista, sudada y resollando, una hora más tarde. Mi madre le devuelve al niño y se adentra paseando en el parque.
Doy media vuelta y empiezo a andar para salir de allí antes de que mi madre me vea. Hace tiempo que mi hora libre para comer ha terminado y tengo que volver rápidamente al trabajo. Camino a través de una multitud de corredores y me dirijo a un autobús de Sweden Tours. Me quedo detrás del autobús y miro a mi madre en el parque. Está en un corro, hablando con otras mujeres que sacan a pasear, por la tarde, a los hijos de otra gente. Parece como si estuvieran en una reunión de la Asociación de Padres del Tercer Mundo.
Rápidamente me meto en un taxi para ir a la oficina. ¿Me hubiera saludado mamá si me hubiera visto ella a mí antes que yo a ella?
Mientras el taxi acelera para salir del parque, se me ocurre que tal vez un día siga a una mujer calle abajo por error, confundiéndola con mamá, cuando en realidad es la madre de alguna otra persona.

Las mujeres del día aparecen cuando nadie lo espera.

Esta noche, en el metro, me levantaré y le cederé mi asiento a una mujer embarazada o de la edad de mamá. Mi madre, que se llena la boca de alfileres e hincha las mejillas como si fuera Dizzy Gillespie mientras cose otra muñeca de trapo a la que pondrá mi nombre, Suzette.

Siempre me quedarán estas pequeñas Suzzetes en caso de que tú no tengas hijos, lo que cada vez parece más probable.

Mi madre, que me tuvo cuando tenía treinta y tres años —l'áge du Christ—, a la edad en que Cristo murió en la cruz.

Es un bendición, créeme, aunque los médicos americanos digan que corres el riesgo de tener un niño retrasado.

Mi madre, que me cose cuellos de encaje en las camisetas del equipo de softball de la empresa cuando me hace la colada.

¿Qué pasa? ¿Es que no puedes parecer una señora cuando juegas a softball.

Mi madre, que nunca asistió a ninguna reunión de la Asociación de Padres cuando yo iba a la escuela.

De todos modos, te ha ido bien. ¿Qué iban a decirme? No quiero que tengas que avergonzarte de las mujeres del día. La vergüenza pesa más que cien bolsas de sal.

This entry was posted on 26 diciembre 2013 at 21:35 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario