Suzan Samanci - "Ante la muerte"

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Este cuento pertenece al volumen "Hêlîn olía a resina", hasta donde yo sé, el único traducido al español.
La versión es la de Mikel Arizaleta.







Tú eres señor de tu lengua, la llave de tus
cadenas esta en tu propia mano.
F. Mistral

La niebla se iba volviendo más espesa, olor a polvo, a chamusquina... tiros sin interrupción...
Noté cómo la bala se introdujo en mi cuerpo. Con la humedad tibia mi pie se volvió más pesado, mi brazo comenzó a escocer y este suave dolor se extendió a oleadas e impulsos por todo mi cuerpo. Momento feliz de sudor caliente al sentir entre temblores la fría bala. Mi corazón sigue latiendo regularmente. ¡Qué agradable es el olor a tierra húmeda y a yemas de flores! Me asedian innumerables pensamientos...
Panales de miel en el huerto de albaricoques de mi abuelo... En los días caniculares susurran las abejas, se lanzan sobre los racimos de uva y albaricoques reventados. En mis oídos zumban las abejas, mi cabeza hormiguea, siento susurros en los oídos.
«¡Ni boda ni pamplinas!», había dicho mi madre. «Empieza a trabajar en serio, estudia y trabaja para aprobar tus estudios. Tú misma ves que el sudor de tu padre no llega para llenar las siete bocas».
Sin levantar la cabeza del periódico dijo mi padre con una ligera mueca de enfado: «Mujer, déjale ir».
La madre se había quejado amargamente: «¡Muchacho, no se puede ir a una boda en jeans y con un jersey tan gastado! ¡Me gustaría un buen traje con corbata! Una vez más no te has limpiado las babuchas. ¡Sí, yo tengo la culpa por haberos mimado en exceso! ¿Has conseguido tu crédito? No nos queda ya gas y tus hermanas corretean descalzas. ¡Ahora te devolvemos todo el dinero!».
El padre se fue al mercado lanzando improperios. Limpió las verduras y el pescado que trajo consigo. En la parrilla asó las anchoas. Desde el cuarto de baño llegaban los sollozos de mi hermana, que con los ojos rojos, irritados por las lágrimas, confesó: «He suspendido en matemáticas». La madre expresó su desagrado con un sonido, el padre dijo: «El gran hermano es aquí el matemático». La madre me sirvió pescado asado y sopa de fideos: «Procura regresar pronto. Conoces mi sueño. Tampoco esto es un buen ejemplo para tu hermana: ella no debe perder el tiempo cuchicheando por ahí sentada con sus amigas hasta entrada la noche, así no se puede...».
Se alza el telón, miro a la calle por última vez. El seco follaje multicolor se agita impulsado por el viento. En la peluquería, iluminada por una luz azul, alguien se deja afeitar. Está lloviznando y la tierra huele fresca. Las muchachas contentas reprimen sus risas. Suenan canciones de moda. La escuela ha terminado. Las chicas del instituto, con peinados de tocador, cuchichean sobre sus novios. En la parada del bus está la profesora de geografía y mira furtivamente en su entorno con sus ojos mate parduzco. Sonríe con la regla en la mano y con las uñas de los dedos largas y lacadas en rojo. Mueve la regla por el mapa. «Repite otra vez, pero no Elazig», le requiere ella entre risas. «¡No, tampoco es Elaziz!». El profesor de inglés se muerde la punta de su bigote y sonríe burlonamente: «¡Y qué bobada ha dicho mi padre con el estatus de funcionario! ¡Tranquilos, chavales, guardad silencio! Y como siempre, el kurdo juega y el gitano baila...».
El último día de clase doy un traspiés al recibir el certificado de matrícula. Todos ríen, los profesores cuchichean: «jamás he visto un rubio en el Este. Allí todos son siempre morenos. Y a pesar de todo, él habla perfectamente, la gente del Este es realmente vaga. ¡Deben vivir todavía en cuevas!».
¿Han encontrado el campamento? Llegan volando helicópteros con escaleras de cuerda. Yo aún puedo reconocer las cumbres nevadas de los montes. No veo nada. Me parece ir subiendo y caer de pronto en el fondo de un pozo. ¡Si pudiera quitar la espoleta a la granada de mano!
«¡Venga, venga!» berrea Osman, el dandy, Zeynep consigue fantásticas primas. Sus cabellos volátiles brillan con el sol, sus mejillas son de un rojo subido. «¡Oh, tío! ¡Las mujeres os han vencido!». Yo la esperaba nervioso en la estación de autobuses. «Qué ardiente es vuestra Diyarbakir», dijo ella con una sonrisa cordial. Zeynep muestra de modo magistral que la miseria no es nuestro sino. Vendedores de sorbetes que sonríen al objetivo, niños que fuman colillas en el muro y chapotean en pelota en las sucias crecidas del Tigris, el viejo que vigila los melones, las madres que, rendidas al destino, se sientan delante de las puertas y zurcen ropas, jóvenes prometidas que se apoyan en los marcos de las ventanas, recién pintados de azul, con sonrisa tímida...
Tenemos que saber cómo realmente es nuestra vida, tenemos que ser de acero. O, como dice Nuri: «Todos los días muerte, todos los días sufrimiento». Dos golpes cortos y uno largo, y su puerta se abre noche tras noche. El té burbujea continuamente en la garrafa de aluminio, freímos huevos en la sartén. Leemos contentos los libros robados. Nos complementamos mutuamente y tenemos entre nosotros una total confianza. Escribimos poesías y cultivamos flores con nuestro
amor.
La madre no abre, está llorando tras la puerta cerrada con llave: «Nuestra herida sangrante eres tú». «¿Por qué estás siempre tan distante de nosotros, qué te pasa?». Mi hermana adulta grita: «¡Fuera!». Mi madre se desvanece.
Enmudecen las pistolas. ¿Podrán los amigos romper el cerco? Luganos y búhos vuelan por el entorno. ¿Fui yo quien, siendo niño, les disparó con la honda y los tostó al fuego? Ah, no puedo girarme. ¡Si al menos pudiera quitar la espoleta a la granada! Pero mis dedos ya no son capaces de agarrar. ¡Parece como si mis pies y brazos ya no me pertenecieran!
Risa estruendosa. «Mozo, ¿ahora sonríes tú? Tú mantienes la conexión con el sudeste. ¡No intentes involucrarnos! Aquí no existe ninguna ley fundamental ni nada de lo que tú te imaginas. ¡Observad al revolucionario! ¡Golpéale, golpéale! ¡Zas, zas!». Mis plantas de los pies sangran, ésos ya no son mis pies.
La madre se seca los ojos con el delantal al servirme los içliköfte. El padre me observa por encima de su periódico. Mi hermana llora mientras plancha mi camisa, y mi hermana mayor me mete en el bolsillo un par de monedas.
Las mujeres en Anatolia central sonríen, se montan con su pesados cuerpos sobre los burros y cabalgan a sus huertos. «¿De dónde vienes?», preguntan ellas. «¡Si son kurdos...! joven, ¿tenéis rabo? ¡Eres realmente guapa, tú, hija de perra!».
El tamborilero Arif, a pesar de ser tan niño, toca el tambor. En cuanto está preparada la comida, salto de la cama contento. Luego aguardo al disparo del cañón del castillo. Voy con mi abuelo a la mezquita para la oración teravih. Tras contemplar las manos de mi abuelo, que se pone de rodillas, todos cuchichean. Un hombre con bigote en forma de almendra sonríe sardónicamente y pregunta: «¿Sois chafiítas?». Nosotros nunca jamás hemos vuelto a la mezquita. «Cuando muera, no me traigáis aquí», dice mi abuelo llorando en silencio.
Resplandecen los carámbanos afilados como cuchillos; nosotros nos deslizamos sobre superficies de hielo, lisas como espejos. Un ataúd en el pequeño bus azul, las mujeres se golpean y lamentan: «¡Oh, Fitnat mío, Fitnat mío!». Ascendemos a la azotea, desde la caldera negra del patio suben vapores, están lavando al muerto que yace en el banco de madera. Su cabello está suelto, su nariz es larga, le visten la mortaja. Las mujeres braman: «¡Pecado, esto es pecado, vosotros que hacéis pira en la escuela!».
La tía Emi, con dientes de oro, nos invita desde la planta baja a su piso. Asa castañas y patatas en el horno para su primo. Nos regala pasas y dice: «¡Venid siempre que queráis, pequeños!». Hombres con sus gorritas de oración en las cabezas y mujeres con velo lanzan piedras contra su ventana y gritan: «¡Viuda ramera! ¡Viuda ramera!». Así, con el rostro pintado de azul y con los pelos sueltos, corre Emeti por la nieve y descalza ríe y muestra sus partes pudendas a todo aquél que se acerca. Cada noche se ve a hombres con barba tipo almendra delante de su puerta. En el riachuelo Sarhoslar se encuentra su cadáver. «Su cabeza ha sido destrozada con una piedra», diagnostica el médico. El fustán mojado se pega a su cuerpo, en la muñeca viste aros de cobre. Quisiera ver su rostro escondido tras un periódico tembloroso. Su hija viene desde Alemania y vacía el piso, todo huele a moho...
Las olas acosan con terquedad a las rocas. Los barcos navegan en la niebla. En las redes mueren los peces. Lanzamos piedras al mar y encendemos el fuego. Nuri, frotándose las manos junto a la llama, sentencia: «El paraíso es la educación
del espíritu humano, la luz en su espíritu. El infierno en cambio es la ignorancia de una persona, su transformación en bestia».
¿Está amaneciendo o anocheciendo? ¿Por dónde sale el sol? ¿Estará muy sujeta esta espoleta? ¡Si me esforzara un poco! ¿Qué es lo que cruje aquí, junto a mí? ¿Dios mío, de dónde llega esta tortuga? En otros tiempos hubiera sido aplastada en verano por el tractor en el campo....
Llegan al pueblo tropas del orden. Rompen las puertas con las culatas de los fusiles, juntan a los vecinos en la plaza del pueblo, exigen que los hombres se desnuden, obligan a las mujeres a subirse a las espaldas de los hombres y en esta postura den vueltas por la plaza. Nosotros nadamos en el lago, yo estoy a punto de ahogarme y mi tío me salva. A los cangrejos les sacamos las tripas, docenas de ellos escapan y yo los aplasto. En los huertos comemos melones y sandías, trepamos a los árboles y correteamos por las rastrojeras. Una vaca está pariendo y tengo miedo. El padre hace fuego en la estufa y la madre pare a mi pequeña hermana. La comadrona dice avergonzada: «¡Es una niña, una pena, sólo niña!».
Ah, qué sed tengo. ¿Llueve? ¿O me queman los ojos? ¿Los amigos habrán roto el cerco? ¿Qué era lo que había junto a mí, un cangrejo o una tortuga? Un helicóptero está bajando. Vaya, por fin se ha soltado la espoleta: cinco, cuatro, tres, dos, uno...

This entry was posted on 16 octubre 2013 at 20:51 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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