Friedrich Schiller - "El delincuente por culpa del honor perdido"

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Poeta, dramaturgo y filósofo alemán. Aunque también escribió narrativa, ésta era considerada por él mismo como algo menor, un simple medio de ganar el dinero que le diera la libertad para dedicarse a la poesía y el teatro. Se le considera, junto a Goethe, el autor central del movimiento conocido como Clasicismo de Weimar, aunque algunos estudiosos le nieguen el estatus de movimiento. En su calificación de prerromántico sí que no suele haber discrepancias.
Este cuento fue publicado originalmente en la revista Thalia (revista cultural creada por el propio Schiller en 1784) en 1787 con el título de "El delincuente por culpa de la infamia". En 1792 se publicó una edición de la prosa breve de Schiller en la que el cuento ya aparece con el título actual.
La versión es la de Isabel Hernández.

La medicina y la dietética, si los médicos han de ser sinceros, han hecho sus mejores descubrimientos y fijado sus preceptos más sagrados en los lechos de enfermos y moribundos. Disecciones de cadáveres, hospitales y manicomios han alumbrado las luces más claras de la fisiología. La psicología, la moral y el poder legislativo, deberían seguir con razón este ejemplo, y aprender de manera similar en las cárceles, los tribunales y las actas criminales (en las actas de las autopsias de la perversidad).
En toda la historia de la humanidad no hay un capítulo más instructivo para el corazón y la mente que los anales de sus errores. En cada uno de los grandes delitos ha habido siempre una fuerza relativamente intensa en movimiento. Si el misterioso juego de las fuerzas del deseo se oculta tras la luz opaca de los afectos corrientes, resulta tanto más superior, más colosal, más fuerte, en un estado de violenta pasión; el más sutil investigador del hombre, que sabe hasta qué punto se puede contar en realidad con la mecánica de la libertad humana y hasta qué punto está permitido concluir un juicio de manera analógica, tendrá que traspasar algunas experiencias de este campo a su psicología y reelaborarlas para la vida corriente.
Es algo tan simple y, por otro lado, tan complicado, el corazón humano... Una y precisamente la misma volubilidad o el mismo deseo pueden manifestarse en miles de formas y direcciones, pueden dar lugar a miles de fenómenos contradictorios, pueden aparecer entremezclados con otra forma en mil caracteres, y miles de caracteres y hechos desiguales pueden, a su vez, haber surgido de una sola inclinación, aun cuando al hombre, del que se hablará aquí, se le presuponga nada menos que un parentesco tal. Si, al igual que para los demás reinos de la naturaleza, surgiera también para el género humano un Linneo que clasificara los impulsos e inclinaciones, cuánto nos asombraríamos si a alguien, cuyos vicios han de sofocarse ahora en una estrecha esfera burguesa y en el estrecho marco de las leyes, se le colocara en el mismo orden que al monstruo de Borgia, incluso si tal vez se le colocara en ese mismo orden con más razón de la que tuvo el caballero para incluir al cisne delicado y al venenoso en una misma categoría.
Observándolo desde esta perspectiva es posible hacer alguna objeción contra el manejo habitual de la Historia y aquí, supongo yo, radica la dificultad de por qué el estudio de ésta sigue siendo aún tan infructuoso para la vida burguesa. Entre las violentas emociones del hombre que actúa y el ánimo tranquilo del lector al que se le presenta la acción, reina un contraste tan enojoso, hay un espacio tan amplio, que a este último le resulta difícil, incluso imposible, suponer siquiera una relación. Queda un hueco entre el sujeto histórico y el lector que recorta toda posibilidad de comparación o de aplicación, y, en lugar de aquel susto saludable que indica si uno tiene una robusta salud, despierta un gesto de sorpresa. Consideramos al infeliz, que justo en la hora en que cometió el delito, al igual que en la hora en que pena por él, era un hombre como nosotros, como si fuera una criatura de una especie extraña, cuya sangre corre de forma distinta a la nuestra, cuya voluntad obedece a otras reglas que la nuestra; lo que le acontece nos conmueve poco, pues la compasión se basa tan sólo en el oscuro conocimiento de un peligro similar, y estamos muy lejos de soñar siquiera con una parecido tal. La enseñanza que aporta se pierde con estas alusiones, y la Historia, en lugar de ser una escuela de formación, ha de contentarse con el mísero mérito de nuestra curiosidad. Si ha de llegar a tener para nosotros algo más de valor y aumentar así su vasto radio de acción, tendrá necesariamente que elegir entre estos dos métodos: o bien el lector ha de acalorarse tanto como el protagonista, o el protagonista sentirse tan impasible como el lector.
Sé que de entre los mejores historiadores de tiempos recientes y de la Antigüedad, algunos han optado por el primer método y seducido el corazón de su lector con un discurso arrebatador. Pero este método es una usurpación del método del escritor y ofende la libertad republicana del público lector al que compete juzgar por sí mismo; al mismo tiempo, es una vulneración de la justicia marginal, pues ese método pertenece única y exclusivamente al orador y al poeta. Al historiador sólo le resta la última posibilidad. El protagonista tiene que enfriarse, igual que el lector, lo que aquí es tanto como decir que tenemos que conocerlo antes de que actúe, tenemos que verle no sólo perpetrar la acción, sino también desearla. En sus pensamientos hay para nosotros infinitamente más que en sus hechos, y aún mucho más en las fuentes de esos pensamientos, que en las consecuencias de aquellos hechos. Se ha analizado la tierra del Vesuvio para explicar el origen de su incendio, ¿por qué se le va a prestar menos atención a una manifestación moral que a una física? ¿Por qué no se atiende en igual grado a la naturaleza y al lugar de las cosas que rodean a un individuo, hasta que toda la mecha prende en su fuego interior? Al soñador que adora lo maravilloso le atrae precisamente lo extraño y lo fabuloso de tal manifestación; el amigo de la verdad busca una madre para esos hijos perdidos. La busca en la estructura invariable del alma humana y en las condiciones variables que la determinan por fuera, y en ambas seguro que la encuentra. Entonces ya no le sorprende ver que en el mismo bancal en el que normalmente florecen plantas medicinales, crece también la venenosa cicuta, encontrar sabiduría y necedad, vicio y virtud en una misma cuna.
¡Cuántas jóvenes de exquisita educación habrían salvado su inocencia de haber aprendido antes a no juzgar con tan poca consideración a sus hermanas venidas a menos en los burdeles! ¡Cuántas familias, arruinadas por un miserable delirio de honor político, estarían aún en lo mejor si le hubiera preguntado por la historia de su vida a un preso que, para pagar por sus derroches, limpia las calles! Aunque yo no incluya en esta enumeración ninguna de las ventajas que la psicología saca de esta forma que la Historia tiene de tratar los casos, ésta no renuncia a sus prioridades sólo por el hecho de erradicar el espantoso escarnio y la orgullosa seguridad con la que, por lo general, la virtud que se mantiene ímproba mira a la que ha caído, ni tampoco por difundir el dulce espíritu de la tolerancia sin el que ningún fugitivo puede regresar, ninguna conciliación de la ley con su infractor puede tener lugar, ningún miembro infectado de la sociedad puede salvarse de la quema final.
¿Que el delincuente del que voy a hablar ahora podría haber tenido también derecho a apelar a ese espíritu de tolerancia? ¿O más bien estaba en realidad perdido sin remedio para el cuerpo del Estado? No quiero anticiparme a lo que diga el lector. Nuestra benevolencia ya no le sirve, pues murió a manos del verdugo, pero la disección de su delito tal vez ilustre a la humanidad y, posiblemente, también a la justicia.
Christian Wolf era el hijo de un tabernero de una pequeña ciudad de la región de*** (cuyo nombre, por los motivos que se explicarán a continuación, he tenido que silenciar) y ayudó a su madre, pues el padre había fallecido, a llevar la taberna hasta que tuvo veinte años. La taberna iba mal, y Wolff tenía horas en las que no hacía nada. Ya en la escuela era conocido como un chico muy díscolo. Las chicas mayores se quejaban de lo descarado que era, y los chicos de la ciudad veneraban su ingeniosa cabeza. La naturaleza había descuidado su cuerpo. Una figura pequeña e insignificante, un cabello rizado de una negrura desagradable, una nariz chata y un labio superior muy gordo que, además de eso, había cambiado de dirección por culpa de la coz de un caballo, daban a su aspecto una repugnancia que espantaba a todas las mujeres y ofrecía rico alimento a las bromas de sus camaradas. El desprecio a su físico hirió muy pronto su alma y, finalmente, acabó por encender en su corazón un pernicioso despecho, que no se apagó ya jamás.
Quería conseguir con amenazas lo que le había sido negado, y así, porque resultaba desagradable, se propuso agradar. Era sensual y se indujo a sí mismo a amar. La muchacha que escogió lo maltrataba, y él tenía motivos para temer que sus rivales fueran más afortunados; pero la chica era pobre. Un corazón cerrado a los juramentos tal vez se abriría a los regalos, pero a él mismo lo apremiaba la necesidad, y el vanidoso intento de imponerse a las apariencias acabó por completo con lo poco que había adquirido con su mala economía. Demasiado cómodo y demasiado ignorante para ayudar a su arruinada hacienda con la especulación, demasiado orgulloso, demasiado débil incluso para cambiar el señor que hasta entonces había sido por un campesino y renunciar con ello a su adorada libertad, sólo vio ante sí una salida —a la que miles antes y después de él han recurrido con mejor suerte—, la salida de robar honradamente. Su ciudad natal lindaba con un bosque del soberano: se convirtió en cazador furtivo, y el importe de sus robos siempre acababa fielmente en las manos de su amada.
Entre los pretendientes de Hannchen estaba Robert, el montero del forestal. Muy pronto, éste se dio cuenta de la ventaja que la generosidad de su rival había ganado sobre él, y con envidia investigó las fuentes de esa transformación. Se dejó ver con mayor frecuencia en El Sol —ése era el nombre de la taberna—; su ojo acechante, agudizado por los celos y la envidia, le descubrió pronto de dónde manaba aquel dinero. No hacía mucho que se había renovado un estricto edicto contra los cazadores furtivos, el cual condenaba a prisión a todo aquel que lo transgrediera. Robert fue infatigable espiando los caminos secretos de su enemigo, y al final consiguió también pillar a aquel insensato en plena faena. Wolf fue reducido y sólo sacrificando toda su fortuna consiguió con esfuerzo conmutar el castigo impuesto por una multa en metálico.
Robert salió triunfante. Su contrincante estaba vencido y perdido el cariño que profesaba Hannchen al mendigo. Wolf conocía a su enemigo, y este enemigo era el feliz dueño de su Johanne. Un opresivo sentimiento de necesidad se unió a su orgullo herido: la penuria y los celos arremeten a un tiempo contra su sensibilidad, el hambre lo empuja al ancho mundo, la venganza y la pasión lo retienen. Se convierte en cazador furtivo por segunda vez, pero la atención redoblada de Robert lo sorprende también por vez segunda. Ahora sufre todo el rigor de la ley, pues ya no tiene nada más que dar y en pocas semanas es trasladado a la prisión de la Residenciara.
Superó el año de castigo, su pasión aumentó con la distancia y su obstinación aumentó bajo el peso de la desgracia. Apenas adquirida la libertad, se apresura a llegar a su pueblo natal para presentarse ante su Johanne. Aparece: huyen de él. La apremiante necesidad al final ha doblegado su arrogancia y superado su debilidad; se presenta ante el rico del lugar y está dispuesto a trabajar a sueldo. El campesino se encoge de hombros ante aquel débil afeminado; la robusta constitución del otro solicitante lo aventaja a los ojos de aquel patrón insensible. Se atreve a un último intento. Hay aún un cargo vacío, un último puesto ínfimo, pero de nombre honrado: se ofrece como porquerizo, pero el campesino no quiere confiar sus cerdos a un tunante. Burlado en todos sus proyectos, rechazado en todos los sitios, se convierte en furtivo por tercera vez, y por vez tercera lo alcanza la desgracia de caer en manos de su vigilante amigo.
La doble recaída había agravado su culpa. Los jueces consultaron los libros de leyes, pero no había ningún caso de las características del del acusado. La orden contra los cazadores furtivos exigía un desagravio ejemplar, y Wolf fue condenado a trabajar durante tres años en la fortaleza con la señal de la horca marcada a fuego en su espalda. También transcurrió todo ese tiempo y salió de la fortaleza, pero completamente diferente a como había llegado. Aquí comienza una nueva época en su vida; oigámoslo a él mismo tal como reconoció después ante su asistente religioso y ante el tribunal:
—Entré en la fortaleza —dijo-- corno un hombre extraviado y la abandoné como un bribón. En el mundo había tenido algo que me era querido y mi orgullo se arrebujaba bajo la vergüenza. Cuando me llevaron a la fortaleza me encerraron junto con veintitrés presos, entre ellos dos asesinos, y el resto eran todos famosos ladrones y vagabundos. Se mofaban de mí cuando hablaba de Dios y me acosaban para que dijera ignominiosas calumnias contra el Redentor. Me cantaban canciones de prostitutas que yo, un muchacho licencioso, no era capaz de escuchar sin asco y horror, pero lo que veía practicar allí aumentaba aún más mi pudor. No pasaba un día sin que se repitieran estas vergonzosas escenas, donde no se tramara algún golpe perverso. Al principio yo huía de esta gentuza, y huía de sus conversaciones en tanto me era posible, pero necesitaba a alguna criatura a mi lado y la barbarie de mis guardianes había acabado también con mi perro. El trabajo era duro y tiránico, mi cuerpo enfermizo, necesitaba apoyo, y, si he de decirlo con franqueza, necesitaba compasión, y ésta tuve que comprarla con lo último que me quedaba de conciencia. Así que, al final, me acostumbré a lo más repugnante y, en el último cuarto de año, había conseguido superar a mis maestros.
»A partir de entonces tan sólo anhelé el día de mi libertad, igual que anhelaba la venganza. La humanidad entera me había ofendido, pues todos eran mejores y más felices que yo. Me veía como el mártir del derecho natural y como una víctima de las leyes. Castañeteando los dientes arrastraba las cadenas cuando el sol salía tras la montaña de mi fortaleza: un panorama tan amplio es un doble infierno para un prisionero. La libre corriente de aire que silbaba a través de los respiraderos de mi torre y la golondrina que se instalaba en el barrote de hierro de mi reja parecían burlarse de mí con su libertad y hacían que la prisión me resultara mucho más terrible. Por aquel entonces juré un odio implacable y ferviente a todo lo que se pareciera a un hombre, y lo que juré, lo he cumplido fielmente.
»Mi primer pensamiento al verme libre fue para mi pueblo natal. Cuanto menos esperaba encontrar allí mi futuro sustento, tanto más se prometía mi sed de venganza. Mi corazón comenzó a latir con más furia cuando, desde lejos, vi alzarse la torre de la iglesia por encima del bosque. No era ya aquella alegría cordial que había sentido la primera vez que volví. El recuerdo de todas las desgracias, de todas las persecuciones que había sufrido allí antaño, despertó de repente de un terrible letargo, todas las heridas volvieron a sangrar, las cicatrices a abrirse. Aceleré el paso, pues de entrada me reconfortaba la idea de dar un buen susto a mis enemigos cuando me vieran de repente, y ahora tenía tanta sed de nuevas humillaciones como antaño había temblado ante ellas.
»Las campanas tocaban a vísperas cuando me encontré en medio del mercado. Aquello bullía de gente que se dirigía a la iglesia. Me reconocieron rápidamente, todo el que tropezaba conmigo retrocedía asustado. Desde siempre me habían agradado mucho los niños pequeños, y ahora también aquel sentimiento me venció involuntariamente, de modo que ofrecí una moneda a un chico que andaba brincando a mi lado. El chico me miró fijamente durante un momento y me tiró la moneda a la cara. Si mi sangre no hubiera estado tan alterada, habría recordado que la barba que llevaba aún de la fortaleza deformaba los rasgos de mi cara hasta un extremo monstruoso; pero mi malvado corazón había contagiado a mi razón. Unas lágrimas como no las había llorado jamás corrieron por mis mejillas.
»El chico no sabe quién soy ni de dónde vengo —me dije a mí mismo en voz alta—, y, sin embargo, me evita como a un animal ignominioso. ¿Es que llevo una marca en la frente o es que he dejado de parecerme a un hombre, porque siento que ya no puedo amar a ninguno? El desprecio de aquel chico me dolió más amargamente que tres años de galeras, pues yo le había hecho bien, y no podía culparle de ningún odio personal.
»Me senté en un almacén frente a la iglesia: qué quería en realidad, no lo sé; pero sí sé que me levanté enojado cuando de todos los conocidos que pasaron por delante de mí ninguno se dignó saludarme, ni siquiera uno. Indignado abandoné mi posición para buscar un albergue; cuando giraba por la esquina de una calle, me di de bruces con mi Johanne.
»—¡Del Sol! —dijo en voz alta al tiempo que hacía un movimiento para abrazarme—. Ya estás aquí, querido Del Sol, ¡gracias a Dios que has vuelto!
»Sus ropas delataban hambre y miseria, su rostro una vergonzosa enfermedad, su mirada pregonaba la vil criatura a la que había sido denigrada. Rápidamente me imaginé lo que debía haber ocurrido: algunos dragones reales que acababa de encontrarme me hacían suponer que en la ciudad había una guarnición.
»—¡Puta de soldados! —exclamé y, riendo, le volví la espalda. Me sentó bien que hubiera aún una criatura por debajo de mí en la jerarquía de las cosas de la vida. Nunca la había amado.
»Mi madre había muerto. Con mi pequeña casa se había pagado a los acreedores. No tenía ni nada ni a nadie. Todo el mundo huía de mí como de un apestado, pero al final había aprendido a no avergonzarme. Antes me había retirado de la vista de la gente porque el desprecio me resultaba insoportable. Ahora sentía dentro de mí la necesidad y me regocijaba espantarlos. Me sentía bien porque ya no tenía nada que perder, y tampoco nada que proteger. Ya no necesitaba ninguna cualidad buena porque nadie sospechaba en mí ninguna. Me hacían pagar por vilezas que no había cometido aún; todavía tenía muchas ofensas a la humanidad a mi favor, porque había pagado por ellas de antemano. Mi infamia era el capital que había dejado en depósito y de sus réditos podía darme la gran vida aún por mucho tiempo.
»Tenía todo el mundo ante mí: en una provincia extraña tal vez hubiera pasado por un hombre honorable, pero había perdido el valor de parecerlo siquiera. La desesperación y la vergüenza habían acabado por imponerme aquella forma de pensar. Era el último subterfugio que me quedaba para aprender a renunciar a mi honor, porque ya no podía pretenderlo. Si mi vanidad y mi orgullo hubieran visto aquella infamia, habría tenido que suicidarme.
»Lo que en realidad había decidido para el futuro, no lo sabía aún ni yo mismo. Quería hacer el mal, eso lo recuerdo vagamente. Quería merecerme mi destino. Las leyes, pensaba, eran beneficiosas para el mundo, así que me propuse transgredirlas; antes había pecado por necesidad e imprudencia, ahora lo hacía por propia elección, para mi propio deleite.
»Lo primero que hice fue continuar con la caza furtiva. La caza se había ido convirtiendo para mí poco a poco en una pasión, y además tenía que vivir. Pero aquello no fue lo único; sentía el gusanillo de burlarme del edicto real y perjudicar a mi señor con todas mis fuerzas. Ser atrapado ya no me preocupaba, pues ahora tenía preparada una bala para el que me descubriera, y yo sabía que mi disparo no iba a fallar su blanco. Acabé con todas las piezas con que me topé, sólo unas pocas las convertía en dinero en la frontera, la mayoría las dejaba pudrirse. Vivía miserablemente, sólo para cubrir los gastos en plomo y pólvora. Los estragos que hacía en la caza mayor se hicieron públicos, pero las sospechas no recaían sobre mí. Mi apariencia las borraba. Mi nombre estaba olvidado.
»Llevé aquel tipo de vida varios meses. Una mañana acababa de recorrer el bosque como era mi costumbre siguiendo el rastro de un ciervo. En vano me había fatigado durante dos horas y ya comenzaba a dar por perdida mi presa, cuando de repente la descubrí al alcance de un tiro. Me dispongo a apuntar y a apretar el gatillo, pero, de repente, me asusta la visión de un sombrero en la tierra, a pocos pasos de mí. Inspecciono un poco más y reconozco al montero Robert, que, tras el ancho tronco de un roble, está apuntando justo a la misma pieza que yo me había determinado a disparar. Un frío mortal recorre todos mis huesos ante esa visión. Justo aquél era el hombre al que yo odiaba con mayor rencor de entre todos los seres vivos, y aquel hombre estaba al alcance del poder de mi bala. En ese momento me pareció como si todo el mundo estuviera contenido en el disparo de mi escopeta, y el odio de toda mi vida se acumulara en la punta del único dedo con el que podía hacer aquel movimiento mortal. Una terrible mano invisible se movía sobre mí, la manecilla del reloj de mi destino señalaba inexorablemente aquel negro minuto. El brazo me temblaba, porque permitía a la escopeta la terrible elección; mis dientes castañeteaban como en un acceso de fiebre, y el aliento se encerraba sofocante en mis pulmones. Inseguro, durante todo un minuto el recorrido de mi escopeta se quedó oscilando justo entre el hombre y el ciervo, un minuto, y luego otro, y otro más. La venganza y la conciencia discutían de manera obstinada y dudosa, pero la venganza ganó y el montero yacía muerto en el suelo.
»El arma cayó al suelo después de disparar... "Asesino...", balbuceé despacio; el bosque estaba tranquilo como un cementerio, escuché con claridad que yo decía "asesino". Al acercarme a él de puntillas, el hombre murió. Durante un buen rato me quedé sin decir palabra delante del muerto; una sonora risa acabó por despejarme.
»—¡Ahora tendrás la boca callada, mi buen amigo! —dije, y le di una patada con arrojo volviendo hacia arriba el rostro del fallecido. Tenía los ojos muy abiertos. Me puse serio y, de repente, volví a callarme. Comencé a sentirme raro.
»Hasta ese momento había delinquido a cuenta de mi deshonra, ahora había sucedido algo por lo que yo aún no había pagado. Una hora antes, creía yo, ningún hombre me habría convencido de que había en el mundo algo peor que yo; ahora empezaba a sospechar que hacía una hora yo era aún envidiable.
»No recordé los castigos divinos, aunque sí recordé confusamente no sé qué de una espada y una horca, y la ejecución de una infanticida que vi cuando aún iba a la escuela. No obstante, en la idea de que a partir de ese momento mi vida estaba perdida, había algo singularmente espantoso. No me acuerdo de más. Justo después deseé que Robert siguiera vivo. Me esforzaba por recordar nítidamente todo lo malo que el muerto me había hecho en vida, pero ¡qué curioso!, mi memoria estaba como muerta. No era capaz de sacar nada de todo aquello que un cuarto de hora antes me había llevado a la locura. No entendía en absoluto cómo había llegado a aquel asesinato.
»Todavía estaba delante del cadáver. El chasquido de algunos látigos y el traqueteo de algunos coches de carga que atravesaban el bosque me hicieron volver en mí. No estaban a más de un cuarto de milla del camino militar en el que había ocurrido aquello. Tenía que pensar en mi seguridad.
»Automáticamente me perdí en el interior del bosque. Por el camino recordé que el difunto antes tenía un reloj de bolsillo. Yo necesitaba dinero para alcanzar la frontera y, sin embargo, me faltaba valor para volver al sitio en el que yacía el muerto. Entonces me sobresaltó un pensamiento sobre el diablo y algo así como la omnipresencia de Dios. Junté todo mi arrojo; decidido a luchar con todas las fuerzas del infierno regresé al sitio. Encontré lo que había esperado, y en una bolsa verde algo más de un tálero en dinero. Justo cuando iba a guardarme ambas cosas, me detuve de repente y pensé. No fue un arrebato de pudor, tampoco fue miedo a aumentar aún más mi delito con un saqueo; despecho, creo yo, fue lo me hizo tirar otra vez el reloj y guardarme sólo la mitad del dinero. Quería que me tuvieran por enemigo personal del muerto, pero no por su ladrón.
»Entonces huí bosque adentro. Sabía que el bosque se extendía cuatro millas alemanas hacia el norte y allí lindaba con los límites de la región. Corrí sin aliento hasta bien entrado el mediodía. La precipitación de la huida había distraído mis temores, pero regresaron de forma mucho más terrible a medida que las fuerzas se me iban agotando más y más. Miles de espantosas figuras pasaban a mi lado y traspasaban mi pecho como afilados cuchillos. Me quedaba ahora la terrible elección entre una vida cargada de incesante temor a la muerte y un brutal suicidio, y tenía que elegir. No tenía coraje para dejar este mundo suicidándome y me horrorizaba la perspectiva de quedarme en él. Aprisionado entre los seguros tormentos de la vida y los inciertos temores de la eternidad, igual de capaz de vivir que de morir agoté la sexta hora de mi huida, una hora completamente oprimida por tormentos de los que todavía no es capaz de hablar ningún hombre vivo, y de los que la caridad divina me va a dispensar en el patíbulo.
»Ensimismado y despacio, con el sombrero muy caído hacia delante sin saberlo, como si quisiera volverme irreconocible a los ojos de la naturaleza muerta, había seguido sin darme cuenta un estrecho sendero a través de la más oscura espesura, cuando de repente una bronca voz de mando gritó: "¡Alto!" delante de mí. La voz estaba muy cerca, mi distracción y el sombrero caído me habían impedido ver por dónde iba. Abrí los ojos y vi venir hacia mí a un hombre de aspecto montaraz que llevaba una gran maza llena de nudos. Su figura se parecía a la de un gigante —al menos mi perplejidad inicial me llevó a creerlo así— y el color de su piel era de un negro amarillento de mulato, por lo que el blanco de un ojo bizco sobresalía hasta el espanto. En lugar de un cinto llevaba enrollada en dos vueltas alrededor de una chaqueta de lana verde una gruesa cuerda, en la que guardaba un ancho cuchillo de monte al lado de una pistola. El grito se repitió y un fuerte brazo me sujetó. El grito de un hombre me había asustado, pero la visión de un malvado me daba coraje. En la situación en la que me encontraba ahora, tenía motivos para temblar ante cualquier hombre honrado, pero en absoluto ante un bribón.
»—¿Quién va? —dijo la aparición.
»—Tu igual —fue mi respuesta—, si es que de verdad eres lo que pareces.
»—El camino no va por ahí. ¿Qué andas buscando por aquí?
»—¿Y a ti qué te importa? —repuse altivo. El hombre me miró dos veces de los pies a la cabeza. Parecía como si quisiera medir mi cuerpo con el suyo y si mi respuesta se ajustaba a mi físico.
»—Hablas brutalmente, igual que un mendigo —dijo por fin.
»—Es posible. Ayer aún lo era.
»El hombre se rió.
»—Podría jurarse —exclamó— que ahora tampoco quisieras pasar por algo mejor.
»—Por algo peor entonces... —decidí añadir.
»—Mi buen amigo, ¿qué es lo que te hace correr de esa manera? ¿Qué tiempo tienes que perder?
»Reflexioné un momento. No sé cómo me salieron estas palabras.
»—La vida es breve —dije lentamente— y el infierno está ahí para siempre.
»Me miró boquiabierto.
»—Que me condenen —dijo finalmente— si no has desfilado ante la horca.
»—Eso puede que esté aún por llegar. Así que ¡hasta la vista, compañero!
»—¡Más que compañero...! —exclamó mientras sacaba de su chaqueta de caza una botella de estaño, se echaba un buen trago y me la ofrecía.
»La huida y el miedo habían devorado mis fuerzas y en todo aquel horrible día no me había metido nada en la boca. Ya temía desmayarme en aquella zona del bosque, donde en tres millas a la redonda no podía esperarme ningún refrigerio. Juzguen ustedes con cuánta alegría acepté la fuente de salud que me ofrecían. Con aquella bebida reconfortante llegaron nuevas fuerzas a mis huesos, y un nuevo valor a mi corazón, y esperanza y amor a la vida. Empecé a creer que a lo mejor no era tan miserable, tanto pudo la grata bebida. Sí, lo reconozco, mi estado volvía a limitar otra vez con el de la felicidad, pues finalmente, después de miles de esperanzas fracasadas, había encontrado a una criatura que se me semejaba. En el estado en que me había sumido habría bebido colegialmente hasta con el mismísimo espíritu infernal sólo para tener un compañero.
»El hombre se había tumbado en la hierba, yo hice lo mismo.
»—Tu trago me ha sentado bien —dije—. Tenemos que conocernos más.
»Hizo fuego para prender su pipa.
»—¿Hace mucho que te dedicas a esto?
»Me miró fijamente.
»—¿Qué quieres decir con eso?
»—¿Han sido muy sangrientos? —saqué el cuchillo de su cinto.
»—¿Quién eres tú? —dijo con espanto apartando la pipa de sí.
»—Un asesino como tú... pero sólo un principiante.
»El hombre me miró inflexible.
»—No eres de aquí —dijo por fin.
»—A tres millas de aquí. El Del Sol de*** por si has oído hablar de mí.
»El hombre se levantó de un salto como un poseso.
»—¿Wolf? ¿El cazador furtivo? —gritó precipitadamente.
»—El mismo.
»—¡Bienvenido camarada! ¡Bienvenido! —exclamó al tiempo que me apretaba la mano con fuerza—. Qué bien tenerte por fin aquí, Del Sol. Hace ya tiempo que pienso en hacerme contigo día y noche. Te conozco muy bien. Lo sé todo. Hace mucho que contaba contigo.
»—¿Que contabas conmigo? ¿Para qué?
»—Toda la comarca habla de ti. Tienes enemigos, un funcionario te ha castigado, Wolf. Te han denigrado, te han tratado de una manera atroz —el hombre se iba acalorando—. Sólo porque has matado un par de jabalíes de los que el príncipe alimenta en nuestros prados y campos te han tenido tres años enteros en la cárcel y en la fortaleza, te han robado tu casa y tu taberna, y te han convertido en un mendigo. Hermano, ¿es que hemos llegado ya al extremo de que el hombre no vale más que una liebre? ¿Es que un súbdito del príncipe ha de servir de rehén del príncipe a cambio de un cerdo salvaje? ¿Es que no somos mejores que el ganado del campo? ¿Y un tipo como tú ha podido aguantar eso?
»—¿Es que acaso podía hacer otra cosa?
»—Eso ya lo veremos. Pero, dime, ¿de dónde vienes ahora, y qué estás planeando?
»Le conté toda mi historia. El hombre, sin esperar a que terminara, se levantó de un brinco con alegre impaciencia y me arrastró consigo.
»—Ven, hermano Del Sol —dijo—, ahora ya estás a punto, ahora te tengo justo donde te necesito. Voy a conquistar laureles contigo. Sígueme.
»—¿Adónde me llevas? »—No preguntes más. ¡Sígueme! —y me arrastró con fuerza tras de sí.
»Habíamos andado un escaso cuarto de milla. El bosque se fue haciendo cada vez más escarpado, inaccesible y salvaje, ninguno de los dos dijo una palabra hasta que finalmente un silbido de mi guía me despertó de mis pensamientos. Abrí los ojos, estábamos ante el brusco corte de una roca que descendía ocultando a la vista una profunda hendidura. Un segundo silbido respondió desde lo más profundo de la roca y, despacio, desde las profundidades, apareció como por sí sola una escalera. Mi guía bajó primero; a mí me dijo que esperara hasta que él regresara.
»—Primero tengo que ponerle el collar al perro —añadió—, eres aquí un extraño y la bestia podría destrozarte —y diciendo eso se fue.
»Ahora estaba solo ante el precipicio y sabía muy bien que estaba solo. La falta de precaución de mi guía no se me había pasado por alto. Sólo me habría costado un mínimo de valor y de decisión tirar de la escalera, así estaría libre y mi huida garantizada. Confieso que esto lo vi con claridad. Miré hacia aquella garganta que iba ahora a acogerme: me recordó vagamente a los abismos del infierno, de los cuales ya no hay posibilidad alguna de escapar. Comencé a temblar ante el camino por el que iba a andar ahora, tan sólo una rápida huida podía salvarme. Me decido a huir, estoy ya extendiendo el brazo hacia la escalera cuando algo así como un eco de sonrisas burlonas resuena desde el infierno: "¿Qué tiene que perder un asesino?", y mi brazo retrocede paralizado. Mi cuenta estaba saldada, la hora del arrepentimiento había pasado, el asesinato cometido estaba a mis espaldas tan alto como una roca, y me impedía el retorno para siempre. En ésas volvió a aparecer mi guía y me anunció que ya podía bajar. Ahora ya no había elección. Bajé los peldaños.
»No habíamos dado muchos pasos desde la pared de la roca cuando el suelo se ensanchó y se hicieron visibles algunas cabañas. En medio de ellas se abría una pradera circular en la que descansaban en torno a un fuego de carbón unas dieciocho o veinte personas.
»—¡Aquí, camaradas! —dijo mi guía poniéndome en medio del círculo—. ¡Nuestro Del Sol! ¡Dadle la bienvenida!
»—¡Del Sol! —gritaron todos a un tiempo, y todos se pusieron en pie y se apretujaron en torno a mí, hombres y mujeres. »¿He de confesarlo? La alegría fue sincera y cordial; la confianza, incluso el respeto, se manifestaban en cada rostro, éste me daba la mano, aquél me tiraba de la ropa con confianza, la escena parecía el reencuentro con un viejo conocido al que uno aprecia. Mi llegada había interrumpido el festín que iba a dar comienzo en aquel momento. Lo continuaron al instante y me instaron a echar un trago de bienvenida. La comida estaba compuesta por caza de todo tipo, y la botella de vino pasaba infatigable de vecino en vecino. Toda la banda parecía insuflada de un espíritu de vida placentera y de unidad, y todos competían por demostrar desenfrenadamente su alegría por mi llegada.
»Me habían sentado entre dos mujeres, en el sitio de honor de la mesa. Yo me esperaba lo peor de aquella especie, pero cuán grande fue mi asombro al descubrir entre aquella ignominiosa cuadrilla las figuras femeninas más hermosas que había visto en mi vida. Margarete, la mayor y más bella de las dos, se hacía llamar solterona, y apenas debía tener veinticinco años. Hablaba con mucho descaro y sus gestos decían aún mucho más. Marie, la más joven, estaba casada, pero se había escapado de un marido que la maltrataba. Era de constitución más delicada, pero parecía pálida y delgada, y llamaba menos la atención que su fogosa vecina. Ambas mujeres se esforzaban por encender mi deseo, mi estupidez prefería a la bella Margarete con sus descaradas bromas, pero la mujer en su conjunto me resultaba repugnante, y mi corazón encerró en él para siempre a la tímida Marie.
»—Hermano Del Sol —empezó a decir entonces el hombre que me había llevado hasta allí—, ya ves cómo vivimos aquí todos juntos, y todos los días son igual a éste. ¿No es cierto, camaradas?
»Un alegre sí salió de todas las gargantas a modo de respuesta. »Me ardía la cabeza, tenía el cerebro embotado, mi sangre hervía de vino y placer. El mundo me había expulsado Como a un apestado, aquí hallaba una acogida fraternal, buena vida y honor. Eligiera lo que eligiera, la muerte me esperaba; pero aquí, al menos, podía vender mi vida a un alto precio. La buena vida era mi más ferviente deseo, el otro sexo sólo me había mostrado desprecio hasta ese momento, aquí me esperaban favores y placeres sin límite. Me costó poco tornar una decisión.
»—Me quedo con vosotros, camaradas —dije con decisión en voz alta colocándome en medio de la banda—, me quedo con vosotros —volví a decir—, si me entregáis a mi linda vecina.
»Todos estuvieron de acuerdo en acceder a mis deseos, y así me convertí en propietario declarado de una prostituta y en cabeza de una banda de ladrones.
Paso por alto todo el capítulo siguiente de la historia, pues relatar sólo cosas desagradables no tiene nada de instructivo para el lector. Un infeliz capaz de descender a tales abismos tenía que acabar por permitirse todo aquello que irrita a la humanidad; pero jamás cometió un segundo asesinato, tal como él mismo testimonió en el tormento.
La fama de aquel hombre se extendió en poco tiempo por toda la comarca. Los caminos se volvieron inseguros, los robos nocturnos intranquilizaron a los ciudadanos, el nombre de Del Sol se convirtió en el horror del pueblo, la justicia lo buscaba y se fijó una recompensa por su cabeza. Él era feliz de poder frustrar cualquier golpe contra su libertad y lo suficientemente astuto para utilizar para su propia seguridad la superstición de los campesinos ávidos de milagros. Sus compinches habían de difundir que había hecho un pacto con el diablo y que sabía hacer hechizos. El distrito en el que actuaba no pertenecía por aquel entonces a la Alemania ilustrada, de manera que la gente se creyó los chismes y su persona fue puesta a salvo. Nadie mostraba deseo alguno de unirse a aquel tipo tan peligroso que estaba al servicio del diablo.
Ya hacía un año que practicaba tan triste oficio cuando comenzó a resultarle insoportable. La cuadrilla a cuya cabeza se había colocado no cumplía sus espléndidas expectativas. Una seductora apariencia lo había cegado entonces en el delirio del vino, ahora percibía con horror cuán repugnantemente lo habían embaucado. El hambre y las penas aparecían en lugar de la abundancia con la que lo habían arrullado; muy a menudo tuvo que arriesgar la vida por una comida que apenas alcanzaba a salvarlo de morir de hambre. La silueta de aquella concordia fraternal desapareció; envidia y recelo, dos despreciables arpías, bramaban en el corazón de la depravada banda. La justicia había prometido una recompensa a quien lo entregara vivo, y si era uno de sus compinches, además un solemne perdón, ¡poderosa tentación para los desechos de la tierra! El infeliz conocía su peligro. La honradez de quienes traicionaban a los hombres y a Dios era una mala garantía para su vida. A partir de ese momento su sueño se acabó, el eterno miedo a la muerte devoró su calma, el horrible fantasma de la desconfianza corría tras él allá donde huyera, lo acosaba sin descanso cuando estaba despierto, se acostaba a su lado cuando iba a dormir, y lo atormentaba en terroríficos sueños. Al mismo tiempo su acallada conciencia volvió a recobrar la lengua, y la víbora dormida del arrepentimiento vigilaba la enorme tormenta que se abatía en su pecho. Todo su odio se apartó entonces de los hombres y volvió su temible filo contra sí mismo. Perdonó entonces a toda la naturaleza y no encontró a nadie a quien maldecir más que a sí mismo.
El delito había concluido su instrucción en aquel infeliz; su entendimiento, bueno por naturaleza, logró vencer al final sobre el triste engaño. Ahora sentía cuán bajo había caído, y una profunda melancolía ocupó el lugar de la rabiosa desesperación. Llorando deseó que volviera el pasado, ahora sabía con seguridad que lo repetiría de manera completamente diferente. Comenzó a esperar que pudiera volverse aún honrado, porque sentía en su interior que podía hacerlo. En la cima más alta de su destrucción estaba más cerca del bien de lo que tal vez lo había estado antes de su primer paso en falso.
Justo por aquel tiempo comenzó la Guerra de los Siete Años y aumentaron los alistamientos. El infeliz se hizo ilusiones con aquella situación y escribió una carta a su señor, de la que reproduzco aquí algunos fragmentos:

Si vuestra gracia real no siente asco de descender a mi nivel, si los delincuentes como yo no se hallan al margen de vuestra compasión, concededme el honor de oírme, serenísimo señor. Soy asesino y ladrón, la ley me condena a muerte, la justicia me busca, y yo me ofrezco a entregarme voluntariamente. Pero al mismo tiempo llevo ante vuestro trono un ruego poco común. Desprecio mi vida y no temo la muerte, pero me horroriza morir sin haber vivido. Quisiera vivir para poder enmendar una parte de lo pasado; quisiera vivir para reconciliarme con el Estado al que he ofendido. Mi ejecución será un ejemplo para el mundo, pero no sustituirá mis hechos. Odio el delito y anhelo fervientemente la justicia y la virtud. He demostrado tener capacidades para resultarle odioso a mi patria; espero que aún me resten algunas para serle de provecho.
Sé que pido algo inaudito. Mi vida está acabada, no me corresponde negociar con la justicia. Pero no me presento ante vos atado y encadenado (aún soy libre) y mi miedo tiene muy poco que ver con mi ruego.
Es piedad lo que os pido. Derecho a justicia, si es que acaso tengo alguno, no me atrevo ni a hacerlo valer. Pero sí que puedo recordar algo a mis jueces: «El cómputo de mis delitos comienza con la sentencia que me robó para siempre el honor.» Si entonces la justicia no me hubiera fallado hasta ese extremo, tal vez ahora no necesitaría de piedad ninguna.
Administrad piedad en vez de justicia, mi príncipe. Si está en vuestro real poder hacer la ley flexible para mí, regaladme la vida. A partir de este momento estará dedicada a vuestro servicio. Si es posible, hacedme saber vuestra amabilísima voluntad a través de hojas públicas y yo me presentaré en la capital a vuestra real palabra. Si decidís otra cosa para mí, que la justicia haga lo suyo, yo haré lo mío.

Ese escrito de súplica quedó sin respuesta, igual que un segundo y un tercero, en el que el suplicante pedía un puesto como soldado de caballería al servicio del príncipe. Su esperanza de perdón se apagó por completo, así que tomó la decisión de huir del país y morir como un buen soldado al servicio del rey de Prusia.
Consiguió escaparse de su banda sin dificultad, y emprendió aquel viaje. El camino lo llevó a través de una pequeña ciudad, en la que se dispuso a pasar la noche. Hacía poco que se habían promulgado nuevas órdenes más restrictivas para inspeccionar a los viajantes, porque el señor, un príncipe imperial, había tomado partido en la guerra. Una de aquellas órdenes la tenía también el guarda de la torre de la ciudad, que se hallaba sentado en un banco delante de la portezuela, cuando el Del Sol llegó a caballo. El porte de aquel hombre tenía algo ridículo, pero a la vez terrible e indómito. El delgado jamelgo que montaba y la jocosa elección de sus ropas, en la que probablemente se había aconsejado menos de su gusto que de la cronología de sus robos, creaba un contraste lo suficientemente extraño con un rostro por el que se extendían tantas furiosas pasiones, igual que cadáveres mutilados en un campo de batalla. El guarda se quedó perplejo al ver a aquel extraño viajero. Había criado canas al lado de la barrera y desempeñar aquel cargo durante cuarenta años lo había convertido en un fisonomista infalible ante cualquier vagabundo. La mirada de halcón de aquel rastreador tampoco engañó aquí a su dueño. Cerró de inmediato la puerta de la ciudad y pidió al jinete el salvoconducto mientras le sujetaba las riendas. Wolf estaba preparado para casos así y, ciertamente, llevaba consigo un salvoconducto que había conseguido no hacía mucho de un comerciante al que había saqueado. Pero aquel único documento no fue suficiente para derribar una vigilancia de cuarenta años y mover al oráculo de la barrera a una retractación. El guarda creía a sus ojos más que a aquel papel y Wolf se vio obligado a seguirlo hasta el consistorio.
El superior del lugar revisó el salvoconducto y lo dio por bueno. Adoraba por encima de todo las novedades y le encantaba en especial hablar de las noticias diarias mientras se tomaba un trago. El salvoconducto le decía que su propietario procedía justo de los territorios enemigos, donde estaba el escenario de la guerra. Esperaba sacar al extraño alguna primicia y envió de vuelta con el salvoconducto a un secretario para invitarlo a una botella de vino.
Entretanto el Del Sol se detiene delante del consistorio; el ridículo espectáculo ha congregado en torno a él al populacho de la ciudad. Se susurran unos a otros al oído, señalan alternativamente al rocín y al jinete, la petulancia del populacho aumenta finalmente hasta convertirse en un escandaloso tumulto. Desgraciadamente, el caballo al que todos señalan ahora con el dedo era robado; el Del Sol se imaginó que el caballo aparecía descrito en las órdenes requisitorias y lo habían reconocido. La inesperada amabilidad del superior completó sus sospechas. Ahora da por hecho que se ha descubierto la falsedad de su salvoconducto y que esa invitación tan sólo es el lazo para atraparlo vivo y sin ofrecer resistencia. La mala conciencia lo convierte en un tonto, pica espuelas al caballo y se larga de allí a galope sin dar una respuesta.
Esa huida repentina desata la rebelión. «Un ladrón», gritan a coro, y todos se precipitan tras él. Para el jinete es cuestión de vida o muerte, lleva ventaja, sus perseguidores corren jadeantes y sin aliento, está próximo a su salvación.., pero una pesada mano se posa invisible sobre él, la hora de su destino ha llegado, la implacable venganza detiene a su deudor. La calle a la que se había confiado no tiene salida, tiene que volverse hacia sus perseguidores.
El ruido del suceso había alborotado entretanto a toda la ciudad, se amontonan unos con otros, todas las calles están cortadas, un ejército de enemigos marcha contra él. Saca una pistola, el pueblo retrocede, quiere abrirse un camino a la fuerza por entre el tumulto.
—Este disparo —grita— es para aquel que ose detenerme.
El miedo le concede una pausa general; por fin un valiente mozo de cerrajero le cae por detrás sobre el brazo, le agarra el dedo con el que aquel loco está a punto de disparar y se lo aprieta sujetándolo por la muñeca. La pistola cae, el hombre indefenso es apeado del caballo y arrastrado de manera triunfal de vuelta al consistorio.
—¿Quién es usted? —pregunta el juez en un tono bastante brutal.
—Un hombre que está decidido a no responder a ninguna pregunta hasta que se le trate con más amabilidad.
—¿Quién es usted?
—Cualquiera por el que quisiera hacerme pasar. He atravesado toda Alemania y en ningún lugar he encontrado a tantos desvergonzados como aquí.
—Su rápida huida le hace muy sospechoso. ¿Por qué huyó usted?
—Porque estaba cansado de ser el hazmerreír de su populacho.
—Amenazó usted con abrir fuego.
—Mi pistola no estaba cargada. Inspeccionaron la pistola. Había una bala dentro.
—¿Por qué lleva consigo armas escondidas?
—Porque llevo conmigo cosas de valor y porque me han advertido de un tal Del Sol que anda robando por estos lugares.
—Sus respuestas dan muy buena muestra de su impertinencia, pero no de su buena causa. Le doy tiempo hasta mañana para que me diga la verdad.
—Mantendré lo que he dicho.
—Que lo lleven a la torre.
—¿A la torre? Señor juez, espero que haya aún justicia en esta tierra. Exigiré una reparación.
A la mañana siguiente, el juez pensó que el extranjero a lo mejor sí era inocente, que aquel tono militar no se impondría sobre su terquedad, que tal vez sería mejor tratarlo con respeto y con mesura. Congregó a los miembros del jurado del lugar y mandó conducir hasta allí al preso.
—Disculpe esta primera indignación, mi señor, si ayer le traté con algo de dureza.
—Con mucho gusto, si lo considera así.
—Nuestras leyes son estrictas y su caso ha armado mucho barullo. No puedo dejarle libre sin infringir mis obligaciones. Las apariencias apuntan en su contra. Desearía que me dijera algo con que poder contradecirlas.
—¿Y si no supiera qué?
—Entonces tengo que informar al gobierno del suceso y mientras tanto se quedará a buen recaudo.
—¿Y luego?
—Luego corre usted peligro de ser azotado como un vagabundo que ha cruzado la frontera o, si se es indulgente, de que lo lleven a los reclutadores.
Guardó silencio unos minutos y pareció sostener una dura batalla; luego volvió rápidamente hacia el juez.
—¿Puedo estar un cuarto de hora a solas con usted?
Los miembros del jurado se miraron disimuladamente, pero se alejaron a un gesto categórico de su señor.
—Y bien, ¿qué desea?
—Su comportamiento de ayer, señor juez, no me hubiera llevado jamás a una confesión, pues desprecio la ley. La modestia con la que me trata usted hoy me ha dado confianza y respeto. Creo que es usted un hombre noble.
—¿Qué es lo que tiene que decirme?
—Veo que es un hombre noble. Hace tiempo que deseo estar junto a un hombre como usted. Permítame su mano derecha.
—¿Adónde quiere llegar?
—Esta cabeza es cana y respetable. Hace ya tiempo que está usted en el mundo, seguro que ha sufrido mucho, ¿no es cierto? ¿Y que estos sufrimientos le han hecho más humano?
—¿Qué es esto? Me asusta usted.
—¿No lo adivina? Escriba a su príncipe cómo me encontró y que yo mismo, por libre elección, he sido mi delator; que Dios sea benévolo con él como lo será ahora conmigo; ruegue por mí, anciano, y derrame luego una lágrima sobre su informe: soy el tabernero Del Sol.

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