Mary Robison - "Tengo veintiuno"

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Este cuento fue publicado en febrero de 1983 en The New Yorker y luego, en 2002, recogido en el volumen "Dime: 30 cuentos".
La versión es la de Javier Montes.



Oí un timbre y me di cuenta de que había seguido escribiendo mi respuesta a la Pregunta Uno («¿Qué efecto tuvo el descubrimiento del arco ojival en la arquitectura de las catedrales del siglo XX?») en el sentido de las agujas del reloj por los márgenes izquierdo, superior y derecho de la primera página del cuadernillo de examen. Se me había olvidado pasar a la página dos o a la Pregunta Dos. Seguramente el timbre venía de mi interior por haberme pasado con las pastillas para adelgazar o con el té verde durante toda la noche, o por haber leído tanto.
Estaba yendo solo a por el aprobado en todas las asignaturas excepto en ésta: «La transición del románico al gótico». Tenía que darle un buen empujón a esta asignatura, y podía hacerlo porque me lo sabía todo. Solo necesitaba tiempo y espacio para contarlo. Mis apuntes eran 253 notas a lápiz a partir de las diapositivas que habíamos estado viendo, de las fotografías en los manuales de la biblioteca de Bellas Artes y de nuestro propio libro de texto. Tenía sesenta y siete páginas de apuntes de clase que había pasado a limpio para que estuvieran más claros. Había recogido en mis apuntes todo lo que el profesor Williamson había dicho en clase, hasta sus carraspeos y sus comentarios sobre el tiempo. Llegué a un punto en que, cuando se ponía a divagar, yo pensaba: «Vale, vale, corta los anuncios y vuelve al programa».
Un tío, le hubiera querido arrancar la piel a tiras, ya había terminado el examen. De hecho, ya se lo estaba entregando al ayudante del profesor. ¿Cómo podía haber terminado, aunque fuese contestando por encima las tres preguntas? Era un fracasado, un superficial, pensé. Una persona que no sabía una mierda sobre los detalles.
De vez en cuando, en realidad a cada rato, tenía que parar y sacar punta a mi lápiz con un sacapuntas que me había traído. Prefería usar lápiz porque no goteaba ni se secaba. Pero éste tenía una mina del número dos y resultaba demasiado blando y lo estaba gastando a toda velocidad. La goma era ya un grumo negruzco. ¿Por qué no me habría traído un maldito estuche lleno de lápices?
El ayudante del profesor era Clark, Clark Algo o Algo Clark, no me acordaba. Tenía un aspecto desaliñado y fofo, pero feliz. Una vez me había invitado a tomar una Coca-Cola, pero me lo había quitado de encima. A lo mejor había sido una tontería, porque quizá era él el que iba a corregir mis exámenes. Decidí ignorar la Pregunta Dos y fingir que no la había visto. Me abalancé sobre la Pregunta Tres, sobre la ornamentación de las iglesias, vidrieras, frisos, flora, fauna, bestiarios e iconografía en general. Estaba citando a Honorio de Autun cuando sonó el timbre del final de la clase.
Levanté la mirada. La mayoría de la gente ya se había ido.
—¡Venga, todo el mundo! —dijo Clark—. Por favor. Ya vale. ¿Señorita Bittle? Señor Kenner, por favor. ¿Señorita Powers?
—Vete por ahí, Clark —dije en voz alta. Pero le lancé mi cuadernillo de examen y me fui de Meverett a toda prisa, sintiéndome de pronto agotada y apática, con la piel fría y como de caucho.
Me costó llegar en bici hasta casa. Me subí a las aceras. Me daba miedo seguir por la calzada y confundir el zumbido en mis oídos con las bocinas de los coches.
Todavía oía aquel timbre.
El último semestre había tenido una idea para decorar mi apartamento, la típica imagen monástica, pocas cosas, aire estricto. Había desnudado la habitación y dejado un catre, un escritorio, una sola foto en las paredes. Estaban pintadas de color avena, y quedaba bien. Pero lo que no quedaba tan bien era que algún inquilino anterior había embadurnado de naranja, increíble, las molduras y los marcos de las ventanas. Así que mi casa se había acabado pareciendo más al cubil de un vagabundo que a la celda de un estudioso.
La única foto de la casa no era una Virgen María o un detalle del rey de Judea sosteniendo una de las ramas del Árbol de Jesé en la catedral de Amiens. En lugar de eso tenía una gran foto de Rudy y Leslie, mis padres. Abajo decía: «Costa Dorada, el primer día que hizo bueno». La foto había sido tomada en North Lake Shore Drive hacia 1964, cuando yo tenía tres años. Leslie, mi madre, se abrazaba a Rudy, y los dos compartían su cazadora de cuero. Con tanto ojo brillante parecían un anuncio de anillos de compromiso. Conservaba la foto porque, extrañamente, perder de vista la idea de mis padres habría sido todavía peor que haberlos perdido de verdad. Por lo menos en la foto parecían familiares.
Habían sido artistas anónimos. Rudy se había hecho contratista para ganarse la vida; Leslie era fisioterapeuta. Así que todas sus inquietudes artísticas las proyectaron sobre mí. Se tomaban muy a pecho mis trabajos de clase. Uno de los trabajos que «hice» en séptimo era lo bastante bueno, lo juro, como para enviarlo a una exposición universal. Era una especie de diorama tridimensional de la bahía de San Francisco con los dos puentes —Oakland y Golden Gate— que se encendían y brillaban en la oscuridad. Tuvimos que pedir prestada la furgoneta de un vecino para llevar la cosa hasta el Instituto Dreiser. Medía tanto como una planchadora industrial.
Metí la bici en casa y la apoyé contra la pared, bajo la foto. Puse una tetera sobre el diminuto hornillo de la cocina de mi apartamento y anduve de un lado a otro de la habitación mientras esperaba a que hirviese el agua. El silbido del vapor que escapaba por la válvula estaba solo un cuarto de tono por debajo del zumbido en mi cabeza.
Mis padres habían muerto dos años y medio antes.
Solía ir a menudo al sitio del accidente. Un sauce llorón en la ruta 987. La última vez que fui, el árbol aún se estaba recuperando. Las tierras de labor lucían blanquecinas y polvorientas bajo un sol que no calentaba, y la tierra aún mostraba los estragos del invierno. Me quedé sentada allí, en mi Vega diminuto, sobre el terraplén derruido. El gran árbol y la tierra alrededor, lisa como una plancha en millas y millas a la redonda, ya no parecían tan apropiados como pensé en su momento. Ya no era un lugar tan poético como para que acabaran en él dos vidas plenas.
Me bebí un té y me lamenté por el examen. ¡Dejar una pregunta entera sin contestar! ¿Cómo podía esperar algo más que un aprobado?
Justo antes del primer sorbo de té, el zumbido se apagó en mi cabeza, como si alguien hubiera apretado un botón diciendo: «Ya ha tenido bastante».
Decidí que era hora de intentar dormir, pero antes usé un bolígrafo para tatuarme una P en el dorso de la mano. Lo hice para recordar que al despertarme tenía que comer algo de proteínas, gambas o huevos o algo verde.
Para quedarme dormida en el catre intenté recordar mi respuesta a la Pregunta Uno. Cada una de las putas palabras.

This entry was posted on 11 junio 2013 at 21:03 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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