Kjell Askildsen - "La capelina"

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Este cuento se encuentra recogido en los "Cuentos reunidos".
La versión es la de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

Estaban los dos leyendo, llevaban mucho tiempo sin decirse nada y ella de repente dijo:
—Cuando lleguemos a Yugoslavia me compraré una de esas capelinas que no me compré el año pasado.
—¿Por qué página vas? —preguntó él.
—Por la treinta y tres. ¿Por qué?
—No, por nada.
Ella no dijo nada más y siguió leyendo. Por razones que desconocía, él se acordó de repente de un diálogo que había escuchado la noche anterior a través de la ventana abierta. Primero una voz de hombre desde la calle: «No me da la gana seguir intentando ligar contigo». Luego una voz de mujer desde una ventana (pensó él): «¿Por qué no?». «Porque nunca consigo nada». Solo eso, ni una palabra más.
Ella leía. Él tenía el libro abierto, pero no leía; la estaba mirando. ¿Qué es lo que le ha hecho acordarse de una capelina?, pensó.
Al cabo de un rato, ella dejó el libro.
—Voy a hacerme un huevo frito —dijo—. ¿Quieres uno?
—No, gracias. —A él no le gustaban los huevos fritos.
Ella fue a la cocina, y él aprovechó para coger el libro y abrirlo en la página treinta y tres. No encontró nada que razonablemente pudiera dar lugar a asociaciones con una capelina. Ni con Yugoslavia. No soy capaz de entenderla, pensó, creía que la conocía, pero cada vez me cuesta más entenderla. Decidió leer las páginas anteriores a la treinta y tres, tal vez la clave estuviera ahí, pero en ese momento ella volvió por un cigarrillo, y él dejó rápidamente el libro. Se sentía como un mirón y pensó que ella lo había visto hojear el libro, por eso dijo:
—¿Es emocionante?
—¿Emocionante? Interesante.
—¿De qué trata?
—De alguien que quiere algo diferente... no sé cómo explicarlo... de una mujer que cree que está bien y a gusto, pero que, sin embargo, añora otra cosa. Y no sabe muy bien por qué, pero lo cierto es que lo sabe. Bueno, los problemas que suele tener la gente.
—¿La gente?
—¿Sí?
—Yo no.
—Tú no.
—¿Yo no soy la gente?
—¿Qué quieres decir con eso? ¡Ay, el huevo frito!
Iba camino de la cocina, de repente se volvió y cogió el libro. Él no siguió leyendo. ¿Qué ha querido decir con tú no?, pensó. Intentó interpretar la manera en la que lo dijo, pero no lo consiguió. Voy a leer ese libro, pensó. Ella volvió, se había comido el huevo frito en la cocina; a él se le antojó como algo raro, solía llevarse la cena al salón.
Se lo preguntó:
—¿Por qué has cenado en la cocina?
—¿Cómo?
—Has cenado en la cocina —dijo él.
—Sí, ¿y qué?
—Sueles cenar aquí.
—¿Ah, sí? Pues no, ceno a menudo en la cocina. ¿Qué te pasa? Sabes que ceno muchas veces en la cocina.
Él no contestó. Se quedó pensando, pero no entendía que ella pudiera tener razón. Sabes que ceno muchas veces en la cocina. Eso no era verdad.
—Creo que voy a acostarme —dijo ella.
Él la miró, sin responder. Ella lo miró, y dijo, muy tranquila, casi sin mostrar ninguna emoción:
—Creo que voy a volverme loca.
—¿Qué?
—Digo que creo que voy a volverme loca.
—Tal vez.
Ella lo miró, su mirada se endureció, pero solo por un instante.
—Tal vez —dijo ella.
Él la miró, su mirada era fría y lo sabía, aunque notaba por dentro una especie de acaloramiento e intranquilidad.
—Tal vez —repitió él—. ¿Y en qué consiste esa locura? Vio cómo se levantaban sus hombros. Luego volvieron a bajar.
—Buenas noches —dijo ella. Se quedó inmóvil un instante, y se marchó.
Él tenía la sensación de que ella le estaba haciendo trampas, de que se retiraba con una especie de victoria. Se sentía un perdedor y se enfureció.
¡Maldita mujer!, pensó ¡Qué se habrá creído! ¡Querer hacerse la interesante inventándose de repente una locura!
Se fue tranquilizando poco a poco, pero no del todo. Fue a la cocina y cogió una cerveza de la nevera. Eran las diez menos cuarto. Volvió al salón, se sentó, se levantó, se puso a pasear por la alfombra verde, parándose de vez en cuando a beber un trago de cerveza, mientras se le ocurrían pensamientos contradictorios. ¡Como si tuviera algo de qué quejarse!, pensó.
Ella quiere algo diferente. De una mujer que cree que está bien y a gusto, pero que, sin embargo, añora otra cosa. Bueno, los problemas que suele tener la gente.
El mundo de sus asociaciones se había convertido de repente en algo distinto. Algo inocente y sin importancia en algo complicado, algo serio. Creo que vaya volverme loca. De una manera u otra lo habrá dicho en serio, pero ¿de qué manera? Fue por otra botella de cerveza, descartó la posibilidad de que tal vez ella se hubiera enterado de algo sobre Anne, por ejemplo, o sobre Lucy. Sería demasiado improbable, ella no conocía a nadie de esos círculos, y él había tomado toda clase de precauciones.
No lo entendía, se acabó la botella y apagó las luces.
Ella estaba en la cama, leyendo. Apenas levantó la mirada antes de volver a concentrarse en el libro. Él hizo como si nada. Pensó: Hace como si nada, bueno, me da igual, por mí puede hacer lo que quiera.
Se acostó, apagó la lámpara de la mesa de noche, le dio la espalda y le deseó buenas noches.
—Buenas noches— contestó ella.
Él no conseguía conciliar el sueño. Al cabo de un rato se dio cuenta de que ella no pasaba las páginas del libro. Se quedó escuchando para estar completamente seguro. En efecto, no pasaba las páginas. Pensó que se había dormido y se estiró para apagar la lámpara del otro lado, pero ella tenía los ojos abiertos y se encontró con su mirada por encima del libro. Lo miró muy tranquila, sin embargo había algo en su mirada que lo hizo sentirse inquieto, algo a la vez distante y escrutador.
—¿Te molesta que lea? —preguntó ella—. ¿Quieres que apague la luz?
—No, no —contestó él—. Solo pensaba que... No estás leyendo.
—Claro que estoy leyendo. ¿No lo ves?
Él le arrancó el libro de la mano y miró el número de la página. Treinta y ocho. Le devolvió el libro, sin decir nada.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó ella.
—Has leído cinco páginas desde que te levantaste a freír un huevo — dijo él.
—Entremedias pienso.
—¡Ya lo veo, ya!
—Me recuerdas a mi padre —dijo ella.
Él tardó bastante en responder, luego dijo:
—Creía que él te gustaba.
—¿Eso creías? Pues lo quería.
¡Qué cosa tan rara! ¡Qué coño quería decir con eso!
—¡Ja, ja! —se rió él y le dio la espalda.
—Mi padre jugaba siempre a ser Dios —dijo ella—. No sé si entiendes lo que quiero decir.
—¡No! —dijo él—o ¡Ni tampoco me interesa! ¡Y ahora me gustaría dormir!
—Sí, claro. Que duermas bien.
Una terrible ira se apoderó de él, de repente se levantó, arrancó el edredón, la almohada y la sábana, cerró la puerta tras sí con un gran estallido y se fue al salón. Tiró las cosas en el sofá, encendió la luz del techo y fue a pasos de gigante a la cocina por otra botella de cerveza. Me recuerdas a mi padre.
Siempre jugaba a ser Dios.
Un rato después fue por otra botella y pensó: Mañana no iré a la oficina, para que vea la que ha liado.
Por fin se durmió.
Se despertó con sol en la cara. Durante uno o dos segundos estuvo desorientado, luego se acordó de todo.
Se levantó y entró sin hacer ruido en el dormitorio por su ropa; ella no se despertó. Se preparó un sencillo desayuno, luego se metió en el coche y condujo hacia el centro. La empresa de electricidad en la que trabajaba disponía de plazas de aparcamiento para los niveles superiores del personal administrativo en un solar de derribo a solo un par de minutos de la oficina, lo que había contribuido a convertirla en un atractivo lugar de trabajo.
Tuvo una mañana muy ajetreada y no pensó mucho en lo que había pasado, pero ya de camino a casa le volvió todo con tanta fuerza que por un instante barajó la posibilidad de castigarla con cenar fuera. Pero, aunque opinaba que ella se lo merecía, pensó que eso no sería más que un aplazamiento que a ella le daba ventaja. Y no quería concederle ese placer.
Abrió la puerta de casa, y lo que se encontró se parecía sorprendentemente a lo que solía encontrarse. Ella se mostró amable, y la comida estaba preparada, chuletas de cerdo con col estofada. Primero se sintió aliviado, luego indignado. Primero participó en la pequeña conversación sobre temas cotidianos, luego se calló.
—¿Pasa algo? —preguntó ella, pero no preocupada, simplemente como si hubiera dicho: «¿Quieres más patatas?».
Él decidió no contestar. Luego dijo:
—¿Qué iba a pasar?
—Solo lo pregunto.
Y no dijeron nada más. Después de comer fue a echarse la siesta, como hacía siempre. ¿Qué pasa?, pensó. La sigo queriendo, ¿no?
No se durmió, pero permaneció acostado más tiempo de lo normal. No sabía para qué se iba a levantar.
Ella solía entrar a despertarlo a la media hora, para que la siesta no le estropeara el sueño nocturno. Ese día no entró.
Cuando hubo transcurrido una hora se levantó. Ella no estaba en el salón. Había una nota sobre la mesa baja: «Voy a dar un paseo, Eva».
Conque esas tenemos, pensó, se ha ido a dar un paseo así, sin más.
Estaba acostumbrado a que le sirvieran café después de la siesta. Fue a la cocina y puso la cafetera.
De repente se acordó del libro. Quería leer lo que ella había leído. Se puso a buscarlo. Primero en el salón, luego en el dormitorio, y al final en la cocina. No lo encontró. Miró en los cajones, detrás de los libros de la estantería, en los armarios de la cocina, pero sin resultado.
Se tomó dos tazas de café. Ella no llegaba.
Dio vuelta la nota de la mesa del salón y escribió: «Voy a dar un paseo, Harry».
Fue a dar un paseo. Se encaminó hacia el parque, pero cambió de idea, porque no era improbable que Eva estuviera allí: podría pensar que la estaba buscando.
Se metió por un callejón y fue en dirección norte. Luego anduvo al tuntún pensando en él mismo, hasta que cayó en la cuenta de que debería haberse quedado en casa; habría estado mucho mejor sentado impertérrito en el sofá cuando ella volviera.
Se apresuró a llegar a su casa.
Ella estaba sentada en el sofá, impertérrita. Levantó la vista del libro y sonrió. Luego siguió leyendo. Pero era otro libro, él vio enseguida que era mucho más gordo que el que estaba leyendo la noche anterior.
Sopesó la victoria contra la derrota y pensó que lograría dominar la situación. Abrió el grifo del agua fría y la dejó correr mientras se estudiaba la cara y pensaba: No tiene motivos para quejarse, ¡de qué coño puede quejarse!
Cerró el grifo y fue a toda prisa al salón. Dijo:
—¡Si tienes tantos motivos de queja, puedes marcharte!
Ella lo miró, primero interrogante, luego con esa mirada dura que había visto en ella la noche anterior.
—¿Marcharme? —preguntó—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Si no estás bien aquí, puedes marcharte, ¿no te parece?
—¿Ah, sí? ¿Puedo? ¿Adónde?
—Adonde sea.
Ella dejó el libro abierto boca abajo, como él había aprendido que no se deben dejar los libros. Luego dijo:
—¿Por qué no te sientas?
—Gracias. Estoy bien de pie.
—Por favor, siéntate Harry.
Él se sentó, se miró las manos y empezó a rascarse la uña del pulgar izquierdo.
—Tenemos que hablar —dijo ella. Él no contestó.
—¿No podemos hablar? —dijo ella.
—Habla.
—Hablar los dos, Harry.
Él seguía rascándose la uña del pulgar.
—Me siento muy aislada, Harry. Sé lo que acordamos, pero entonces... entonces no sabía lo que era estar en casa todo el día. No me malinterpretes, no tengo nada en contra de lo que hago, pero no es suficiente... estoy en casa todo el día, y me siento..., así que esta mañana he solicitado un trabajo y me han aceptado, he dicho que sí, aunque puedo no tomarlo, pero he dicho que puedo empezar el día uno.
Se hizo una larga pausa, luego él dijo:
—¿Ah, sí?
—Creo que tengo que aceptar ese trabajo, Harry.
—¿Ah, sí? En ese caso no tengo nada que decir al respecto, ¿no?
—No entiendes nada. Tú también te alegrarás.
—Ahora resulta que no sé lo que me conviene, ¿es eso lo que quieres decir?
—No sabes cómo me siento.
—Crees que vas a volverte loca.
Ella dijo, con una voz que ya no era insistente, sino con un timbre duro y frío que le hizo sentirse perplejo:
—¡Ni se te ocurra no tomarme en serio! ¡Ni se te ocurra! Él comprendió que se había pasado de la raya, aunque era incapaz de reconocerlo abiertamente. De modo que no dijo nada. Pero de repente se sintió muy inseguro e intranquilo.
Se hizo un largo silencio. Él la miró de pasada; lo último que ella había dicho aún estaba grabado en su rostro: era una expresión agresiva y cerrada a la vez.
—¿Qué tipo de trabajo es? —preguntó por fin.
—En los Grandes Almacenes. —Su voz era fría e irreconciliable—. En la sección de utensilios de cocina.
Al fin y al cabo los clientes son sobre todo mujeres, pensó él.
—Esto me toma de sorpresa —dijo él—. Habíamos llegado a un acuerdo.
—Ya lo sé. Pero eso fue entonces. Además, dijiste que mis ingresos se los comerían los impuestos.
—Y a ti te parecía maravilloso ser ama de casa.
—Sí, lo creía. Los dos nos equivocamos.
—Eso no nos hará más ricos, si es lo que crees.
—Al menos no seremos más pobres.
Ella hablaba como si ya se hubiera informado, y él no insistió. Ella hablaba de otro modo; ese tono medio interrogante detrás de sus palabras, al que él estaba acostumbrado y que tanto le gustaba, había desaparecido.
De pronto supo que había perdido. No podría impedirle que hiciera lo que quisiera. Él podía elegir entre ser contravenido o ser complaciente de tal modo que no tuviera sensación de derrota.
Reflexionó, luego se levantó y dijo:
—¿Quieres una cerveza?
—¿Ahora? No, gracias.
Él volvió de la cocina, dejó la botella y el vaso sobre la mesa del salón, y se quedó de pie.
—Sé que esto es importante para ti, y sabes que siempre he querido tu bien, aunque a lo mejor no siempre he sabido lo que realmente te convenía.
Ella lo interrumpió:
—¿Y yo qué?
Él no sabía a qué se refería, pero esa manera tan impaciente en la que lo dijo lo ofendió. ¡Estaba a punto de cumplir lo que ella tanto deseaba, y lo interrumpía de esa manera!
Alzó los hombros, luego echó cerveza en el vaso; todavía seguía de pie.
—Perdona —dijo ella—. Te he interrumpido.
Él bebió.
—Da lo mismo —dijo por fin—. Lo que quería decir era que creo que
debes tomar ese trabajo, aunque vas a hacerlo diga yo lo que diga.
Su mirada se encontró con la de ella, era una mirada extraña, se sentía incapaz de interpretarla. Miró hacia otro lado y bebió. Luego esperó, pero ella no dijo nada. Siguió esperando, bebió otro trago, vació el vaso y volvió a llenarlo.
Por fin ella dijo, mirándose el regazo, con una voz que tampoco supo interpretar; sonaba extrañamente hueca, como si las palabras llegaran desde muy lejos, o casi desde ninguna parte:
—Sabes que no lo habría hecho si no te hubiera parecido bien.

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