Anna Maria Ortese - "Un par de gafas"

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Cuentista, novelista, poeta y periodista italiana. Es considerada, con Natalia Ginzburg y con Elsa Morante (Ortese fue una admiradora de "La Historia" de Morante), una de las más grandes autoras italianas del siglo XX.
Su obra ha sido enmarcada por algunos en el neorrealismo (este cuento es claramente neorrealista), por otros en un neorrealismo un tanto particular y exclusivo (una especie de verismo un poco caótico y extravagante que mezclaba la lógica de lo creíble con los fantasmas) aunque para la mayoría fue una autora inclasificable.
Este cuento pertenece a "El mar no baña Nápoles" de 1953, un volumen que es presentado a veces como una novela, a veces como una colección de cuentos, pero que no encaja exactamente con eso ya que en realidad es un conjunto de cuentos, crónicas y estampas de la Italia de posguerra.
La versión es la de María Esther Benítez.

Hace sol..., ¡hace sol! —canturreó, casi en el umbral del bajo, la voz de don Peppino Quaglia.
—¡Estará de Dios! —contestó desde el interior, humilde y vagamente alegre, la voz de su mujer, Rosa, que gemía en la cama con sus dolores artríticos, complicados con una enfermedad del corazón; y agregó, dirigiéndose a su cuñada, que se encontraba en el retrete: —¿Sabe lo que voy a hacer, Nunziata? Dentro de un rato me levanto y saco la ropa del agua.
—Haga lo que le parezca, pero para mí es una verdadera locura —dijo desde su cuchitril la voz seca y triste de Nunziata—. Con los dolores que tiene, ¡un día más de cama no le vendría mal!
Un silencio.
—Tenemos que poner más veneno, esta mañana me encontré una cucaracha en la manga.
Desde la camita que había al fondo del cuarto, una verdadera cueva, con una bóveda baja de la que colgaban telas de araña, se alzó, frágil y tranquila, la voz de Eugenia:
—Mamá, hoy me pondré gafas.
Había una especie de júbilo secreto en la voz modesta de la niña, la tercera de don Peppino (las dos mayores, Carmela y Luisella, vivían con las monjas y pronto tomarían el velo, tan persuadidas estaban de que esta vida es un castigo; y los dos pequeños, Pasqualino y Teresella, roncaban aún, cabeza abajo, en la cama de la madre).
—Sí, ¡y rómpelas en seguida, por favor! —insistió, detrás de la puerta del cuartito, la voz perpetuamente irritada de la tía.
Ésta les hacía pagar a todos los disgustos de su vida, y el primero entre ellos el de no haberse casado y tener que estar sujeta, como contaba, a la caridad de su cuñada, aunque no dejase de añadir que ofrecía a Dios esta humillación. Pero tenía algún dinero suyo y no era mala, hasta el punto de que se había ofrecido a pagar las gafas de Eugenia, cuando en casa se habían dado cuenta de que la niña no veía.
—¡Con lo que cuestan! ¡Ocho mil liras contantes y sonantes! —agregó.
Después se oyó correr el agua en la palangana. Se estaba lavando la cara, restregándose los ojos llenos de jabón, y Eugenia renunció a responderle.
Por lo demás, estaba muy, muy contenta.
Había ido una semana antes, con su tía, a una óptica de Via Roma. Allí, en aquella tienda elegante, llena de mesas brillantes y con un reflejo verde, maravilloso, que caía desde una cortina, el médico le había medido la vista, haciéndole leer varías veces, a través de ciertas lentes que después cambiaba, columnas enteras de letras del alfabeto, impresas en un cartel, unas grandes como cajas y otras pequeñísimas como alfileres.
—Esta pobre cría está casi ciega —le había dicho luego, con una especie de conmiseración, a la tía—. No deberá quitarse nunca las gafas.
Y en seguida, mientras Eugenia, sentada en un taburete y toda temblorosa, esperaba, le había aplicado a los ojos otro par de gafas con montura de metal blanco y le había dicho:
—Y, ahora, mira a la calle.
Eugenia se había puesto en pie, con las piernas temblando de emoción, y no había podido reprimir un gritito de gozo. Por la acera pasaban, nitidísimas, apenas algo más pequeñas de lo normal, muchas personas bien vestidas: señoras con trajes de seda y rostros empolvados, jovenzuelos de pelo largo y jerseys de colores, vejetes de barba blanca con la mano rosa apoyada en un bastón de pomo de plata; y, en medio de la calle, había unos preciosos automóviles que parecían de juguete, con la carrocería pintada de rojo o de verde petróleo, muy resplandeciente; trolebuses grandes como casas, verdes, con los cristales bajados, y tras los cristales mucha gente elegantemente vestida; al otro lado de la calle, en la acera de enfrente, había tiendas muy bonitas, con escaparates como espejos, llenos de cosas finas, que al verlas le daban casi escalofríos; algunos dependientes con batas negras los abrillantaban desde el exterior. Había un café con mesitas rojas y amarillas y muchachas sentadas afuera, con las piernas cruzadas y cabellos de oro. Reían y bebían vasos grandes, de colores. Encima del café, balcones abiertos, porque ya era primavera, con cortinas bordadas que se movían, y, detrás de las cortinas, piezas de pintura azul y dorada, y pesadas arañas de oro y cristal, como cestos de fruta artificial, que centelleaban. Una maravilla. Arrobada ante tanto esplendor, no había seguido el diálogo entre el médico y la tía. La tía, con el vestido marrón de ir a misa, y manteniéndose alejada del mostrador de cristal, con una timidez poco natural en ella, abordaba ahora la cuestión del precio:
—Doctor, se lo ruego, que no cuesten mucho... Somos pobres... —y cuando oyó decir «ocho mil liras», por poco se desmaya.
—¡Dos cristales! ¡Pero, qué dice! ¡Jesús, María y José!
—¡Lo que hace la ignorancia! ... —contestaba el médico, dejando las otras gafas tras haberlas limpiado con el guante—. No se calcula nada. ¡Póngale dos cristales, a la pobre criatura, y ya me dirá luego si ve mejor! Tiene nueve dioptrías en un lado y diez en el otro, si lo quiere saber... Está casi ciega.
Mientras el médico escribía el nombre y apellido de la niña: «Eugenia Quaglia, calleja de la Cupa en Santa María in Portico», Nunziata se había acercado a Eugenia, que en el umbral de la tienda, sosteniéndose las gafas con las manecitas sucias, no se cansaba de mirar:
—¡Mira, mira, guapita! ¿Ves cuánto nos cuesta arreglarte esto? ¡Ocho mil liras! ¿Has oído? ¡Ocho mil liras contantes y sonantes!
Casi se ahogaba. Eugenia se había puesto muy colorada, no tanto por el reproche como porque la señorita de la caja la miraba, mientras la tía le hacía aquellas observaciones que denunciaban la miseria de la familia. Se quitó las gafas.
—Pero, ¿cómo puede ser tan miope, tan joven? —preguntó la señorita a Nunziata, mientras firmaba el recibo del anticipo—. ¡Y también está muy flaca!
—Querida señorita, en nuestra casa todos tenemos buenos ojos, ésta es una desgracia que nos ha caído encima... junto con las demás. A perro flaco todo son pulgas...
—Vuelvan dentro de ocho días —había dicho el médico—, las tendrán listas.

Al salir, Eugenia había tropezado en un peldaño.
—Se lo agradezco, tía Nunzia —había dicho al cabo de un rato—; soy muy descarada con usted, le contesto, y usted es tan buena que me compra las gafas...
La voz le temblaba.
—Hija mía, más vale no ver el mundo que verlo —le había contestado con repentina melancolía Nunziata.
Tampoco esta vez Eugenia le respondió. Tía Nunzia era a menudo muy rara, lloraba y chillaba por nada, decía muchas palabrotas y, por otra parte, iba a misa con compunción, era una buena cristiana y cuando se trataba de socorrer a un desdichado se ofrecía siempre, llena de buen corazón. No había que hacerle caso.
Desde aquel día, Eugenia había vivido en una especie de arrobamiento, en espera de aquellas benditas gafas que le permitirían ver a todas las personas y las cosas en sus menores detalles. Hasta entonces había estado envuelta en una niebla; la habitación donde vivía, el patio siempre lleno de ropa tendida, la calleja desbordante de colores y gritos, todo estaba cubierto para ella por un sutil velo; sólo conocía bien el rostro de sus familiares, especialmente el de la madre y los hermanos, porque a menudo dormían juntos y a veces se despertaba de noche y los miraba a la luz de la lámpara de aceite. Su madre dormía con la boca abierta, se veían sus dientes rotos y amarillos; sus hermanos, Pasqualino y Teresella, estaban siempre sucios y cubiertos de forúnculos, con la nariz llena de mocos; cuando dormían hacían un ruido extraño, como si tuvieran animales dentro. Eugenia, a veces, se sorprendía mirándolos fijamente, aunque sin comprender lo que estaba pensando. Sentía confusamente que fuera de aquel cuarto, siempre lleno de ropas mojadas, con las sillas rotas y un retrete apestoso, había luz, sonidos, cosas bellas; y en el momento en que se había puesto las gafas tuvo una verdadera revelación: el mundo, afuera, era bello, muy bello.

—Mis respetos, marquesa...
Era la voz de su padre. Su espalda, cubierta por una camisa desgarrada, que hasta ese momento había estado encuadrada por la puerta del bajo, no se vio ya. La voz de la marquesa, una voz plácida e indiferente, decía ahora:
—Tendría que hacerme un favor, don Peppino...
—A su disposición... Usted manda...
Eugenia se escurrió de la cama, sin hacer ruido, se puso el vestido y acudió a la puerta, aún descalza. El sol, que a primeras horas de la mañana, por una abertura en la manzana de casas, entraba en el feo patio, salió a su encuentro, tan puro y maravilloso, iluminó su rostro de niña vieja, el pelo de estopa, todo enmarañado, las manecitas bastas, leñosas, con uñas largas y sucias. ¡Oh, si en aquel momento hubiera tenido las gafas! La marquesa estaba allí, con su traje de seda negra, con plastrón de encaje blanco, con aquel aspecto suyo majestuoso y benigno que fascinaba a Eugenia, con sus manos blancas y llenas de joyas; pero la cara no se veía bien, era una mancha blanquecina, oval. Allá arriba temblaban unas plumas violetas.
—Oiga, tendría que hacerme el colchón del niño... ¿Puede subir hacia las diez y media?
—Con mil amores, pero no estaré libre hasta la tarde, señora marquesa...
—No, don Peppino, tiene que ser por la mañana. Por la tarde vendrá gente. Se sube a la azotea y trabaja allí. No se haga de rogar... hágame este favor... Ahora están tocando a misa. Cuando sean las diez y media, me llama...
Y sin esperar respuesta se alejó, esquivando hábilmente un hilillo de agua amarilla que se escurría desde un balcón y había hecho un charco en el suelo.
—Papá —dijo Eugenia, siguiendo a su padre que volvía a entrar en el bajo—, ¡qué buena es la marquesa! Lo trata como a un caballero. ¡Dios se lo pagará!
—Una buena cristiana, eso es lo que es —contestó, con un significado muy distinto del que se podía entender, don Peppino.
Con la excusa de que era propietaria de la casa, la marquesa D’Avanzo se hacía servir continuamente por la gente del patio; a don Peppino, por los colchones, le daba una miseria; Rosa, además, estaba siempre a su disposición para las sábanas blancas, aunque estuviera reventada tenía que levantarse para servir a la marquesa; es cierto que ella había hecho enclaustrar a sus hijas, salvando así dos almas de los peligros de este mundo, que son muchos para los pobres, pero por aquella planta baja, donde todos habían enfermado, se embolsaba tres mil liras, ni una menos.
—Voluntad sí que hay, lo que falta es dinero —le gustaba repetir con cierta flema—. Hoy, querido don Peppino, los señores son ustedes, que no tienen preocupaciones... Den gracias..., den gracias a la divina Providencia, que los ha puesto en esta situación..., que los ha querido salvar.
Doña Rosa sentía una especie de adoración por la marquesa, por sus sentimientos religiosos; cuando se veían, hablaban siempre de la otra vida. La marquesa no creía mucho en ella, pero no lo decía, y exhortaba a aquella madre de familia a tener paciencia y a esperar.
Desde la cama, doña Rosa preguntó, algo preocupada:
—¿Le has hablado?
—Quiere hacer el colchón de su sobrino —dijo don Peppino, fastidiado. Sacó afuera las trébedes con el hornillo para calentar un poco de café, regalo de las monjas, y volvió a entrar a coger agua en un cacillo—. No se lo hago por menos de quinientas —dijo.
—Es un precio justo.
—Y, entonces, ¿quién va a retirar las gafas de Eugenia? —preguntó tía Nunzia saliendo del cuchitril.
Llevaba, sobre la camisa, una falda rota, y chancletas en los pies. Por la camisa asomaban los hombros puntiagudos, grises como piedras. Se estaba secando la cara con una toalla.
—Lo que es yo, no puedo ir, y Rosa está enferma...
Sin que nadie lo viera, los grandes ojos casi ciegos de Eugenia se llenaron de lágrimas. Vaya, quizás pasaría otro día sin tener sus gafas. Se acercó a la cama de su madre, abandonó los brazos y la frente sobre la colcha, en una actitud lastimera. Una mano de doña Rosa se alargó para acariciarla.
—Voy yo, Nunzia, no se sulfure... Creo que me sentará bien salir...
—Mamá...
Eugenia le besaba la mano.

A las ocho reinaba una gran animación en el patio. Rosa había salido en ese momento por el portalón, alta figura desvaída, con el abrigo negro, sin hombreras, lleno de manchas y tan corto que dejaba al descubierto las piernas, semejantes a palillos, con la bolsa de la compra bajo el brazo, porque al regreso de la óptica compraría el pan. Don Peppino, con una larga escoba en la mano, estaba quitando el agua del centro del patio, trabajo inútil porque del lavadero salía continuamente, como de una vena abierta. Allí dentro estaban las ropas de dos familias: las hermanas Greborio, del primer piso, y la mujer del señor Amodio, que había tenido un niño dos días antes. Justamente la criada de las Greborio, Lina Tarallo, estaba sacudiendo las alfombras en un balconcillo, con un estruendo terrible. El polvo bajaba poco a poco, mezclado con verdaderas inmundicias, sobre aquella pobre gente, pero nadie se preocupaba. Se oían chillidos agudísimos y lloros: era tía Nunzia, que desde el bajo ponía a todos los santos por testigos para afirmar que había sido una desgraciada, y la causa de todo esto era Pasqualino que lloraba y aullaba como un condenado porque quería irse con su mamá.
—¡Miren a este mamarracho! —gritaba tía Nunzia— ¡Virgencita mía, concededme esta gracia, hacedme morir, pero en seguida, si así lo queréis, porque en esta vida sólo están bien los ladrones y las malas mujeres!
Teresella, más pequeña que su hermano, porque había nacido el año que el rey se fue, sonreía sentada en el umbral de la casa y, de vez en cuando, lamía un cacho de pan que había encontrado debajo de una silla.
Sentada en el peldaño de otro bajo, el de Mariuccia la portera, Eugenia miraba un trozo de revista infantil que había caído desde el tercer piso, con muchas figuritas coloreadas. Metía la nariz encima, porque si no, no leía las palabras. Se veía un riachuelo azul, en medio de un prado interminable, y una barca roja que navegaba..., navegaba.., a saber a dónde. Estaba escrito en italiano y por eso ella no entendía demasiado, pero de tanto en tanto, sin ningún motivo, se reía.
—De modo que hoy te pones las gafas... —dijo Mariuccia, asomándose a sus espaldas.
Todos, en el patio, lo sabían, porque Eugenia no había podido resistir a la tentación de contarlo, y también porque la tía Nunzia había creído necesario dejar bien claro que, en aquella familia, ella gastaba su dinero.., y que, en resumidas cuentas...
—¿Te las ha pagado la tía, eh? —añadió Mariuccia, sonriendo bonachonamente. Era una mujer bajita, casi enana, con una cara de hombre, llena de bigotes. En aquel momento se estaba peinando el largo pelo negro, que le llegaba hasta las rodillas; una de las pocas cosas que atestiguaban que también era una mujer. Se peinaba lentamente, sonriendo con sus ojillos de ratón, astutos y bondadosos.
—Mamá ha ido a recogerlas a Via Roma —dijo Eugenia con una mirada de gratitud—. Pagamos por ellas ocho mil liras, ¿sabe? Contantes y sonantes... La tía es... —y estaba añadiendo «muy, muy buena», cuando tía Nunzia, asomándose al bajo, llamó enfurecida:
—¡Eugenia!
—Aquí estoy, tía —y corrió como un perro.
Detrás de la tía, Pasqualino, muy colorado y asustado, con una mueca terrible, entre el desdén y la sorpresa, esperaba.
—Ve a comprarme dos caramelos de tres liras, al estanco de don Vincenzo. ¡Y vuelve pronto!
—Sí, tía.
Cogió el dinero en el puño, sin preocuparse más de la revista, y salió ligera del patio.
Por un verdadero milagro esquivó un carro de verduras, alto como una torre y tirado por dos caballos, que se le echaba encima a la salida del portalón. El carretero, con el látigo desenvainado, parecía cantar, y de su boca salían estas palabras: «buena... fresca...», arrastradas y llenas de dulzura, como un canto de amor. Cuando el carro quedó a sus espaldas, ella, alzando hacia lo alto sus ojos saltones, descubrió el resplandor cálido, azul, que era el cielo, y sintió, aunque sin verla claramente, la gran fiesta que había a su alrededor. Carretas de mano, una tras otra; grandes camiones con americanos vestidos de amarillo que asomaban por las ventanillas, bicicletas que parecían rodar. En lo alto, los balcones estaban atestados de cajas de flores, y de las rejas colgaban, como gualdrapas de caballo, como banderas, mantas acolchadas amarillas y rojas, trapitos celestes de niños, sábanas, almohadas y colchones expuestos al aire, y se desataban las cuerdas de los cestos que descendían hasta el suelo de la calleja para retirar la verdura o el pescado que ofrecían los vendedores ambulantes. Aunque el sol no llegaba sino a los balcones más altos (la calle era como una raja en la masa desordenada de las casas) y el resto era sólo sombra e inmundicia, se presentía tras todo ello la enorme fiesta de la primavera. Pese a ser tan pequeña y pálida, ligada como un ratón al fango de su patio, Eugenia empezaba a respirar con cierta prisa, como si aquel aire, aquella fiesta y todo aquel azul que estaban colgados sobre el barrio de los pobres fuera también algo suyo. Mientras entraba en el estanco, la rozó el cesto amarillo de la criada de Amodio, Rosaria Buonincontri. Era gorda, vestida de negro, con piernas blancas y un rostro rubicundo, pacífico.
—Dile a tu mamá que si puede subir un momento arriba, que la señora Amodio tiene que hacerle un encargo.
Eugenia la reconoció por la voz.
—Ahora no está. Ha ido a Via Roma a recoger mis gafas.
—Yo también tendría que ponérmelas, pero mi novio no quiere.
Eugenia no comprendió el sentido de aquella prohibición. Respondió sólo, ingenuamente:
—Cuestan bastante, hay que cuidarlas mucho.
Entraron juntas en el tabuco de don Vincenzo. Había gente. A Eugenia la empujaban siempre hacia atrás.
—Adelántate... realmente estás ciega —observó, con sonrisa bonachona, la criada de Amodio.
—Pero ahora tía Nunzia le ha comprado las gafas —intervino, guiñando el ojo, con pinta de burlona inteligencia, don Vincenzo, que la había oído. También él llevaba gafas.
—A tu edad —dijo, tendiéndole los caramelos —yo veía como un gato, enhebraba agujas de noche, mi abuela siempre me quería a su lado... Pero ahora estoy viejo.
Eugenia asintió vagamente.
—Ninguna de mis compañeras tiene lentes —dijo. Después, volviéndose a la Buonincontri, pero hablando también para don Vincenzo—: Yo sola... Nueve dioptrías en un lado y diez en el otro... ¡Estoy casi ciega! —subrayó dulcemente.
—Ya ves qué suerte tienes... —dijo don Vincenzo, riendo; y a Rosaria—: ¿Cuánta sal?
—¡Pobre criatura! —comentó la criada de Amodio, mientras Eugenia salía, muy contenta—. La humedad es lo que la ha arruinado. En esa casa los mata. Ahora doña Rosa tiene dolores en los huesos. Deme un kilo de sal gorda, y un paquete de la fina...
—Está usted servida.
—¡Qué mañana hace hoy! ¿Eh, don Vincenzo? Parece ya de verano.

Caminando más despacio que cuando había venido, Eugenia empezó a desenvolver, sin darse mucha cuenta, uno de los dos caramelos, y después se lo metió en la boca. Sabía a limón.
«Le digo a tía Nunzia que lo he perdido por el camino», se propuso en su fuero interno. Estaba contenta, no le importaba que la tía, tan buena, se enfadara. Sintió que le cogían una mano y reconoció a Luigino.
—¡Estás ciega! —dijo riendo el chaval—. ¿Y las gafas?
—Mamá ha ido a buscarlas a Via Roma.
—Yo no he ido a la escuela, hace muy buen día... ¿Por qué no vamos a dar una vuelta?
—¡Estás loco! Hoy tengo que portarme bien...
Luigino la miraba y se reía, con su boca como una alcancía, ancha hasta las orejas, despreciativo.
—Toda despeinada...
Instintivamente, Eugenia se llevó una mano al pelo.
—Yo no veo muy bien y mamá no tiene tiempo —contestó humildemente.
—¿Cómo son esas gafas? ¿Con montura dorada? —se informó Luigino.
—¡Toda dorada! —contestó Eugenia, mintiendo—. ¡Brillantes, muy brillantes!
—Las viejas llevan gafas —dijo Luigino.
—Y también las señoras, las he visto en Via Roma.
—Esas son negras, para la playa —insistió Luigino.
—Lo dices porque tienes envidia. Cuestan ocho mil liras...
—Cuando las tengas, enséñamelas —dijo Luigino—. Quiero asegurarme de que la montura es dorada..., eres tan mentirosa... —y se marchó a sus cosas, silbando.
Al entrar por el portalón, Eugenia se preguntaba ahora con ansia si sus gafas tendrían o no montura dorada. En caso negativo, ¿qué podía decirle a Luigino para convencerio de que eran algo de valor? Pero, ¡qué bonito día! Quizás mamá estaba a punto de volver con las gafas metidas en un paquete... Dentro de poco las tendría en la cara... tendría... Unas furiosas bofetadas llovieron sobre su cabeza. Un verdadero desastre. Le parecía que se derrumbaba. Se protegía inútilmente con las manos. Era tía Nunzia, naturalmente, enfurecida por la tardanza, y detrás de tía Nunzia, Pasqualino, como un loco, porque no creía ya en la historia de los caramelos.
—¡Me comen la sangre! ... ¡Ten! ... ¡Ciega asquerosa! Y yo que he dado mi vida por estos ingratos... ¡Acabarás mal, a la fuerza! ¡Ocho mil liras contantes y sonantes! ¡Estos maquetrefes me chupan la sangre de las venas!
Dejó caer las manos, sólo para estallar en un desesperado llanto.
—¡Virgen de los Dolores, Jesús mío, por las llagas de vuestro costado, hacedme morir!
También Eugenia lloraba, a todo llorar.
—¡Ay, tía, perdóneme! ... ¡Ay, tía!
—Uh..., uh..., uh... —hacía Pasqualino, con la boca abierta.
—Pobre criatura... —dijo doña Mariuccia acercándose a Eugenia, que no sabía dónde esconder la cara, toda listada de rojo y de lágrimas, ante el disgusto de su tía—; no lo ha hecho adrede, Nunzia..., tranquilícese... —y a Eugenia: ¿Dónde tienes los caramelos?
Eugenia contestó bajito, perdidamente, ofreciendo la otra manecita sucia: Uno me lo comí. Tenía hambre.
Antes de que la tía se moviese de nuevo, para echarse encima de la niña, se oyó la voz de la marquesa, desde el tercer piso, donde había sol, que llamaba despacio, plácidamente, suavemente:
—¡Nunziata!
Tía Nunzia alzó hacia arriba el rostro amargado, como el de la Virgen de los Siete Dolores, que estaba en la cabecera de su cama.
—Hoy es primer viernes de mes. Ofrézcaselo a Dios.
—Marquesa, ¡qué buena es! Estas criaturas me hacen cometer tantos pecados, estoy perdiendo mi alma, yo... —Y hundía el rostro entre las manos como garras, manos de trabajador, con la piel marrón, escamosa.
—¿No está su hermano?
—Pobre tía, hasta te paga las gafas, y se lo agradeces así... —decía entre tanto Mariuccia a Eugenia, que temblaba.
—Sí, señora, aquí estoy... —contestó don Peppino, que hasta ese momento había estado semiescondido tras la puerta del bajo, agitando un cartón ante el hornillo donde hervían las alubias de la comida.
—¿Puede subir?
—Mi mujer ha ido a recoger las gafas de Eugenia... yo me estoy ocupando de las alubias... Tendrá que esperar, si no le importa...
—Entonces mándeme a la criatura. Tengo un vestido para Nunziata. Quiero dárselo...
—Dios se lo pague... muchísimas gracias -contestó don Peppino con un suspiro de alivio, porque eso era lo único que ahora podía calmar a su hermana.
Pero, mirando a Nunziata, advirtió que ésta no se había alegrado nada. Continuaba llorando desesperada, y aquel llanto había asombrado tanto a Pasqualino que el niño calló como por encanto, y ahora se lamía los mocos que le bajaban de la nariz, con una pequeña y dulce sonrisa.
—¿Has oído? Sube a donde la marquesa, tiene que darte un vestido... —dijo don Peppino a su hija.
Eugenia estaba mirando algo en el vacío, con los ojos que no veían: eran inmóviles, inmóviles, y muy grandes. Se estremeció y se puso en pie al instante, obediente.
—Dile: «Dios se lo pague», y no pases de la puerta.
—Sí, papá.
—Tiene que creerme, Mariuccia —dijo tía Nunzia, cuando Eugenia se alejó—, yo quiero mucho a esa criatura, y después me arrepiento, bien lo sabe Dios, de haberla maltratado. Pero se me sube la sangre a la cabeza, debe creerme, cuando tengo que pelear con los niños. La juventud se ha ido, ya lo ve... —y se tocaba las mejillas hundidas—. A veces, me siento como una loca...
—Por otra parte, también ellos tienen que desfogarse —contestó doña Mariuccia—, son almas inocentes. Ya tendrán tiempo de llorar. Yo, cuando los veo, y pienso que tendrán que ser igual que nosotros —fue a coger una escoba y barrió una hoja de col del umbral—, me pregunto qué hace Dios.

—¡Se lo ha quitado completamente nuevo! —dijo Eugenia, metiendo la nariz en el vestido verde extendido sobre un sofá en la cocina, mientras la marquesa estaba buscando un periódico viejo para envolverlo.
La D’Avanzo pensó que la niña no veía nada, porque si no habría advertido que el vestido era viejísimo y estaba lleno de remiendos (era de su hermana difunta), pero se abstuvo de hacer comentarios. Sólo tras un momento, mientras se adelantaba con el periódico, preguntó:
—¿Y las gafas que te ha comprado tu tía? ¿Son nuevas?
—Con montura dorada. Cuestan ocho mil liras -contestó de un tirón Eugenia, conmoviéndose una vez más ante la idea del privilegio que se le concedía—, porque estoy casi ciega —agregó sencillamente.
—En mi opinión —dijo la marquesa, envolviendo con suavidad el vestido en el periódico, y abriendo después otra vez el paquete porque sobresalía una manga—, tu tía podía habérselas ahorrado. He visto unas gafas estupendas, en una tienda de la Ascensione, por sólo dos mil liras.
Eugenia se puso colorada. Comprendió que la marquesa estaba descontenta. «Cada uno en su sitio... todos debemos limitarnos... », le había oído decir muchas veces, hablando con doña Rosa, que le llevaba la ropa lavada, y se entretenía un rato lamentándose de su penuria.
—Quizás no fueran buenas.., yo tengo nueve dioptrías...—replicó tímidamente.
La marquesa enarcó una ceja, pero Eugenia, por fortuna, no la vio.
—Eran buenas, te lo aseguro... —se obstinó con voz ligeramente más dura la D’Avanzo. Después se arrepintió—. Hija mía —dijo más dulcemente—, hablo así porque conozco los problemas de tu casa. Con seis mil liras de diferencia, comprabais el pan de diez días, comprabais... A ti, ¿de qué te sirve ver bien? ¡Para lo que hay a tu alrededor! ... —Un silencio—. Leer, ¿leías?
—No, señora.
—Pues alguna vez te vi con la nariz metida en un libro. También mentirosa, hija mía..., eso está muy mal...
Eugenia no contestó. Experimentaba una verdadera desesperación, clavaba los ojos casi blancos en el vestido.
—¿Es de seda? —preguntó estúpidamente.
La marquesa la miraba, reflexionando.
—No te lo mereces, pero quiero hacerte un regalito —dijo de pronto, y se dirigió a un armario de madera blanca.
En ese momento el timbre del teléfono, que estaba en el pasillo, empezó a sonar, y en vez de abrir el armario la D’Avanzo salió para contestar al aparato. Eugenia, abrumada por aquellas palabras, ni siquiera había oído la consoladora alusión de la vieja, y en cuanto estuvo sola se puso a mirar a su alrededor todo lo que le consentían sus pobres ojos. ¡Cuántas cosas bonitas, finas! ¡Como en la tienda de Via Roma! Y allí, justo delante de ella, un balcón abierto, con muchas macetas de flores.
Salió al balcón. ¡Cuánto aire, cuánto azul! Las casas, como cubiertas por un velo celeste, y allá abajo la calleja, con muchas hormigas que iban y venían... ¿Qué hacían? ¿A dónde iban? Salían y entraban en los agujeros, llevando grandes briznas de pan, eso hacían, habían hecho ayer, harían mañana, siempre... siempre. Tantos agujeros como hormigas. Y en torno, casi invisible entre la gran luz, el mundo hecho por Dios, con el viento, el sol, y allá abajo el mar limpio, grande... Estaba allí, con la barbilla clavada en los hierros, repentinamente pensativa, con una expresión de dolor que la afeaba, de extravío. Sonó la voz de la marquesa, plácida, pía. Llevaba en la mano, en su lisa mano de marfil, un librito encuadernado en cartón negro, con letras doradas.
—Son pensamientos de santos, hija mía. La juventud, hoy, no lee nada, y por eso el mundo ha equivocado el camino. Ten, te lo regalo. Pero tienes que prometerme que leerás un poco cada noche, ahora que te han hecho las gafas.
—Sí, señora —dijo Eugenia apresuradamente, enrojeciendo de nuevo porque la marquesa la había encontrado en el balcón; y cogió el librito que le daba. La D’Avaazo la miró complacida.
—¡Dios te ha querido preservar, hija mía! —dijo, yendo a coger el paquete con el vestido y metiéndoselo entre las manos—. No eres guapa, al contrario, y pareces ya una vieja. Dios te ha querido preferir, pues así no tendrás ocasiones de pecado. ¡Te quiere santa, como a tus hermanas!
Sin que estas palabras la hiriesen realmente, porque hacía tiempo que estaba preparada ya como inconscientemente a una vida carente de alegrías, Eugenia experimentó de todos modos cierta turbación. Y le pareció, aunque sólo un instante, que el sol ya no brillaba como antes, e incluso la idea de las gafas dejó de alegrarla. Miraba vagamente, con sus ojos casi apagados, un punto del mar, donde se extendía como una lagartija, de un color verde apagado, la tierra de Posillipo.
—Dile a papá —proseguía entre tanto la marquesa—, que hoy no puede hacerse lo del colchón del niño. Me ha telefoneado mi prima, estaré en Posillipo todo el día.
—Yo también, una vez, estuve allí... —comenzaba Eugenia, reanimándose ante aquel nombre y mirando fascinada, hacia aquella parte.
—¿Sí? ¿De verdad? —La D’Avanzo se mostraba indiferente, para ella aquel nombre no significaba nada. Con toda la majestad de su persona, acompañó a la niña, que aún se volvía hacia aquel punto luminoso, hasta la puerta, que cerró despacio a sus espaldas.
Mientras bajaba el último peldaño y salía al patio, aquella sombra que había nublado su frente por unos momentos desapareció, y su boca se abrió en una risa de gozo, porque Eugenia había visto llegar a su madre. No era difícil reconocer su gastada y familiar figura. Tiró el vestido sobre una silla y corrió a su encuentro.
—Mamá! ¡Las gafas!
—¡Despacio, hija mía! ¡Casi me tiras al suelo!
De inmediato se formó a su alrededor una pequeña aglomeración. Doña Mariuccia, don Peppino, una de las Greborio, que se había detenido a descansar en una silla antes de empezar a subir las escaleras, la criada de Amodio que entraba en ese momento y, es inútil decirlo, Pasqualino y Teresella, que querían ver también y chillaban alargando las manos. Nunziata, por su parte, estaba observando el vestido que había sacado del periódico, con cara de desilusión.
—Mire, Mariuccia, parece bastante viejo... ¡esté todo gastado bajo los brazos! —dijo, acercándose al grupo.
Pero, ¿quién le hacía caso? En aquel momento doña Rosa sacaba del cuello del vestido el estuche de las gafas y lo abría con infinito cuidado. Una especie de insecto brillantísimo, con dos ojos muy, muy grandes y dos antenas curvadas, centelleó en un mortecino rayo de sol, en la mano larga y roja de doña Rosa, entre aquella pobre gente admirada.
—¡Ocho mil liras.., una cosa así! —dijo doña Rosa, mirando religiosamente, aunque con una especie de reproche, las gafas.
Después, en silencio, las colocó en la cara de Eugenia, que tendía las manos, extática, y le acomodó con cuidado aquellas dos antenas detrás de las orejas.
—¿Qué tal ves? —preguntó, angustiada.
Eugenia, sosteniéndolas con las manos, como con miedo de que se las quitaran, con los ojos medio cerrados y la boca semiabierta en una sonrisa arrobada, retrocedió dos pasos, de modo que fue a tropezar con una silla.
—¡Enhorabuena! —dijo la criada de Amodio.
—¡Enhorabuena! —dijo la Greborio.
—Parece una maestra, ¿verdad? —observó complacido don Peppino.
—¡Ni siquiera da las gracias! —dijo tía Nunzia, mirando amargada el vestido—. ¡Y, encima, enhorabuenas!
—Tiene miedo, ¡pobre hija mía! —murmuró doña Rosa, echando a andar hacia la puerta del bajo para dejar las cosas—. ¡Se ha puesto las gafas por primera vez! —dijo, alzando la cabeza al balcón del primer piso, donde se había asomado la otra hermana Greborio.
—Lo veo todo pequeño, muy pequeño —dijo con una voz extraña, como si saliera de debajo de una silla, Eugenia—. Negro, muy negro.
—Claro, las lentes son dobles. Pero, ¿ves bien? —preguntó don Peppino—. Eso es lo importante. Se ha puesto las gafas por primera vez —dijo también él, dirigiéndose al señor Amodio, que pasaba con un periódico abierto en la mano.
—Le advierto —dijo el señor Amodio a Mariuccia, tras haber mirado por un momento, como si sólo fuera un gato, a Eugenia— que la escalera no ha sido barrida... ¡He encontrado espinas de pescado delante de la puerta! —Y se alejó inclinado, casi encerrado en su periódico, donde venía la noticia de un proyecto de ley sobre pensiones, que le interesaba mucho.

Eugenia, sin dejar de sujetarse las gafas con las manos, fue hasta el portalón, para mirar afuera, a la calleja de la Cupa. Las piernas le temblaban, la cabeza le daba vueltas y ya no sentía la menor alegría. Con los labios blancos, quería sonreír, pero la sonrisa se cambiaba en una mueca atontada. Repentinamente los balcones empezaron a multiplicarse, dos mil, cien mil; los carros de mano con las verduras se le precipitaban encima; las voces que llenaban el aire, los pregones, los latigazos, le golpeaban en la cabeza como si estuviera enferma; se volvió tambaleándose hacia el patio, y la terrible impresión aumentó. El patio parecía un viscoso embudo, con la punta hacia el cielo, y los muros leprosos atestados de miserables balcones; los arcos de las plantas bajas, negros, con luces brillando en círculo en torno a la Dolorosa; el empedrado blanco de agua jabonosa, las hojas de col, los trozos de papel, los desechos y, en medio del patio, aquel grupo de cristianos andrajosos y deformes, con rostros marcados por la miseria y la resignación, que la miraban amorosamente. Comenzaron a retorcerse, a confundirse, a agigantarse. Se le echaban todos encima, gritando, en los dos círculos embrujados de las gafas. Mariuccia fue la primera que se dio cuenta de que la niña se encontraba mal, la que le arrancó a toda prisa las gafas, porque Eugenia se había doblado en dos y, quejándose, vomitaba.
—¡Le han revuelto el estómago! —gritaba Mariuccia, sosteniéndole la frente—. ¡Traiga un grano de café, Nunziata!
—¡Ocho mil liras contantes y sonantes! —gritaba tía Nunzia con los ojos fuera de las órbitas, corriendo al bajo a coger un grano de café en una caja sobre la cómoda; y levantaba hacia lo alto las gafas nuevas, como pidiendo a Dios una explicación—. ¡Y ahora están equivocadas!
—Pasa siempre eso, la primera vez —decía tranquilamente la criada de Amodio a doña Rosa—. No se impresionen; después se acostumbrará poco a poco.
—No es nada, hija, no es nada, ¡no te asustes! —Pero doña Rosa sentía encogérsele el corazón al pensar en lo desgraciados que eran.
Regresó tía Nunzia con el café, gritando aún:
—¡Ocho mil liras contantes y sonantes! —mientras Eugenia, pálida como una muerta, se esforzaba inútilmente por arrojar, porque ya no le quedaba nada dentro. Sus ojos saltones estaban casi torcidos por el sufrimiento, y su rostro de vieja, inundado de lágrimas, como entontecido. Se apoyaba en su madre y temblaba.
—Mamá, ¿dónde estamos?
—Estamos en el patio, hija mía —dijo doña Rosa pacientemente; y la sonrisa finísima, entre compasiva y maravillada, que iluminó sus ojos, aclaró repentinamente las caras de toda aquella pobre gente.
—¡Está medio ciega!
—¡Medio tonta es lo que es!
—Dejadla en paz, pobre criatura, está maravillada —dijo doña Mariuccia, y su rostro estaba torvo de compasión, mientras entraba en el bajo, que le parecía más oscuro que de ordinario.
Sólo tía Nunzia se retorcía las manos:
—¡Ocho mil liras contantes y sonantes!

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