Djuna Barnes - "Una noche entre los caballos"

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Este cuento pertenece al volumen "El vertedero" (Spillway) de 1962. Originalmente, los cuentos de ese volumen fueron publicados en en 1929 en una colección a la que este cuento daba título. Pero esos trabajos fueron revisados por la autora y publicados como "El vertedero" (la versión que pongo es la traducción de esa versión revisada del 62).
La traducción es la de Juan Antonio Masoliver Ródenas y Celia Szusterman.

Hacia el anochecer, en el verano del año, un hombre en traje de etiqueta, con sombrero de copa y bastón, avanzaba a gatas por la maleza que lindaba con los pastizales de la finca de los Buckier. Le dolían las muñecas de sostener su peso y se sentó. Pegajosas enredaderas por todas partes; trepaban por los árboles, por las estacas de la cerca, estaban por todos lados. Espió por entre las ramas densamente enmarañadas y vio, recortado en la oscuridad, un bosquecillo de abedules blancos que brillaban como los dientes de una calavera.
Podía oír la verja que rechinaba sobre sus goznes al golpearla el viento. Su corazón se movía con el movimiento de la tierra. Una rana resoplaba su croar desmemoriado; el hombre respiraba con dificultad, el aire era pesado y caliente, como si estuviese anidado en un foso de asombro.
Quería dormitar; en cambio puso a su lado el sombrero y el bastón, se alisó el faldón, y se tumbó boca arriba, esperando. Algo rápido movía el suelo. Empezó a agitarse en una repentina alarma y se preguntó si sería su corazón.
Una lámpara parpadeaba en la ventana lejana mientras las ramas se balanceaban en el viento; el olor de la hierba aplastada, mezclado con el olor tenue y tranquilizador de la cuadra, se desparramaba y se arrastraba hacia el norte; al abrir la boca, se le metieron dentro las guías del bigote.
El temblor se extendió, corrió por debajo de su cuerpo y se perdió dando tumbos dentro de la tierra.
Se sentó. Se puso el sombrero y aseguró el bastón contra el suelo entre las piernas abiertas. Ahora no sólo sentía el temblor de la tierra sino que oyó el ruido sordo y córneo de cascos golpeando el césped, como un amigo golpea la espalda de un amigo, fuerte, pero sin malicia. Se estaban acercando, ahora que tomaban la curva del Camino del Sauce. Apretó la frente contra las tablas de la cerca.
El ruido suave y amenazador se intensificó como se intensifica el calor; los caballos, de frente, pasaron resoplando junto a él, subiendo y bajando las patas como agujas furiosas que dan puntadas sin objeto alguno.
Vio los vientres que oscilaban de un lado a otro, y que chocaban contra las tablas de la cerca al pasar balanceándose. De su lado de la barrera, él se levantó y echó a correr, jadeante. Se le enganchó un pie en un pino reptante y cayó de cabeza, golpeándosela contra un tocón. Un hilillo de sangre brotó del cuero cabelludo. Le descendía a los ojos como una crin y él la apartó con los nudillos y se puso el sombrero. En esta posición el martilleo de los cascos lo sacudió como a un niño sentado en una rodilla.
Empezó a buscar el bastón y lo encontró atrapado entre los helechos. Al inclinarse una aristoloquia cerosa le rozó la mejilla. Pasó la lengua por encima, partiéndola en dos. De cualquier forma que se moviese, la hierba siempre estaba debajo de él, crepitante de ramitas y piñas. Del suave goteo de los polvos del bosque cayó una bellota. La recogió, y mientras la tenía entre el índice y el pulgar su mente regresó velozmente a la escena allí atrás con la señora de la casa, porque de qué otra forma se podía llamar a Freda Buckier sino «la señora de la casa», aquella pequeña mujer fogosa con una pila en lugar de corazón y el cuerpo de un juguete, que lo dirigía todo, que ronroneaba, empapada de descaro, con un zumbido mecánico que le sustraía su humanidad.
Resopló sobre el bigote, ¡Freda, con aquel exasperante y ondulante velo amarillo! Le dijo que era «exasperante», le dijo que era «impúdico», que sólo servía para tentar. Hinchó los carrillos, y al pasar ella resopló. Ella rió, golpeándole el brazo, echando la cabeza hacia atrás, dejando ver las fosas escarlatas hasta el fondo de su nariz. Habían acabado por pasear juntos a caballo, a una bota de distancia uno del otro, ella no más grande que una abeja en una cofia. Totalmente desolado, él hundió las espuelas, y ella: «¡Con cuidado, John, con cuidado!», mostrando su boca abierta y goteante.
—No puedes ser un mozo de cuadra toda la vida. ¡Los caballos! —dijo bufando—. Me gustan los caballos pero...
Él había bajado el látigo.
—Hay otras cosas. Sencillamente, no puedes seguir siendo un mozo de caballos para siempre, no con esa elegancia, lo sabes muy bien. Voy a hacer de ti un caballero. Te elevaré de tu condición de «cosa». Ya lo verás, te gustará.
Él se había inclinado y le había fustigado la bota con el látigo. Le dio en la rodilla y el pie de ella saltó disparado en el estribo, como si estuviese bailando.
¡Y la pequeña salvaje estaba encantada! Recorrieron un trecho al trote y regresaron también al trote. Él la ayudó a desmontarse, y ella se alejó majestuosamente, arrastrando el velo amarillo y gritando:
—¡Te encantará!
Antes de que hubiesen continuado así durante más de un mes (derribándose mutuamente en el espíritu, exprimiéndose mutuamente de un lado a otro, cazador y cazado) se había convertido en un juego carente de todo placer; dama degradada, mozo de cuadra degradado, en alas del vértigo.
«¿En qué quería meterlo? Él gritaba, se desgañifaba, hacía chasquear el látigo: ¿qué es lo que se creía que quería? Un tipo de mujer que no puede decir la verdad; la verdad salía corriendo y se alejaba de ella como si sus venas fuesen pipetas clavadas allí por el diablo; y bebiendo, él se hinchaba, y el orgullo se apoderaba de él, lo alejaba flotando. La veía de pie a su espalda en todos los espejos, ella le seguía de objeto de valor en objeto de valor, se ponía a su lado, lo conducía, la mano de ella bajo su codo.
—Llegarás a gobernador general: bueno, a inspector...
—¡Inspector!
—Como quieras, digamos capitán de regimiento... digamos oficial de caballería. Caballos, también, cuero, látigos...
—|Oh, Dios mío!
Girando sobre los talones, ella dijo casi en un relincho:
—Con un pecho ancho, liso, noble —dijo—, te convertirás en una calzada de condecoraciones... Concéntrate. Dejarás la aflicción...
—¡Basta ya! —gritó él—. Me gusta ser una persona corriente.
—Con una cintura ágil, los cuernos no te golpearán.
—¿Qué cuernos?
—El dilema.
—Podría hacerte callar, del todo, si quisiese.
Ella se divertía.
—¿Hombre acorralado? —dijo.
Ella lo atormentaba, lo sabía. Lo atormentaba con sus objetos de «cultura». Con una rodilla en una otomana, le mostraba y le ofrecía la más delicada miniatura, un marfil en el hueco de la mano, inclinándolo al sol, y decía:
—¡Pero mira, mira!
Él se ponía las manos en la espalda. Ella se lo hizo abortar. Le pedía que le sostuviese misales antiguos, volúmenes de cuentos de hadas, todo elegantemente fileteado, todo encuadernado en rústica encordelada. Desplegaba mapas, y deslizando por montañas y cauces un largo alfiler de sombrero, señalaba «exactamente donde ella había estado». Como un caracol seco, la punta vagaba por la costa, cuando bruscamente, clavando el acero, gritó: ((¡Borgia!», y se quedó allí, haciendo sonar un aro de llaves antiguas.
La angustia de él aumentaba con la curiosidad. Si se casaba con ella... después de haberse casado con ella, ¿entonces qué? ¿Qué sería de él después de satisfecho su loco capricho? ¿Qué haría de él finalmente?: en pocas palabras, ¿qué dejaría de él? Nada, absolutamente nada, ni siquiera sus caballos. Y aquí tendríais un perfecto cretino. No encajaría en ningún sitio después de Freda, no sería ni lo que era ni lo que había sido; sería una cosa, medio erguido, medio encogido, como esas figuras bajo los tejados de los edificios históricos, la postura lisiada de los condenados.
A menudo la había mirado sin verla; poco después empezó a mirarla con gran atención. ¡Vaya, vaya! En realidad, una mujer menuda como un ratoncito, con un bonito cabello rubio que le caía por la nuca como las antenas de un insecto, y que se movía cuando se movía el viento. Se zarandeaba y agitaba demasiado, y siempre con la irreflexiva intensidad de un juguete mecánico que rastrilla y da patadas por el suelo.
Y siempre estaba uno o dos pasos delante de él, o le tocaba el brazo manteniendo la distancia, o se precipitaba sobre él en una ráfaga, apoyando en su hombro la barbilla pequeña y afilada, se alejaba lentamente flotando... sólo para que al volverse él tropezase con ella. En este día concreto él la había agarrado por la muñeca, haciéndola girar. Esta vez, se dijo, esta vez le voy a pedir directamente la verdad; es posible que un golpe directo la descoloque.
— Miss Freda, un momento. Usted sabe que no tengo ni un amigo en el mundo. Usted sabe muy bien que no tengo a nadie a quien dirigirme y obtener una respuesta a ningún tipo de pregunta. Entonces, ¿para qué me quiere?
Ella se sonrojó hasta las raíces del pelo.
—¡Infantil! ¿Vas a ser infantil?
Parecía como si estuviese a punto de chillar. Toda su figura vibraba, pero se controló y pronunció con espléndida calma:
—No te pongas nervioso. Ten paciencia. Te acostumbrarás a todo. Incluso te gustará. No hay nada tan agradable como trepar.
—¿Y luego?
—Luego todo se deslizará, la cuadra y todo lo demás. —Se pellizcó las alas de la nariz en los apretados pliegues de un pañuelo de encaje—. ¿No es éste un destino?
Lo peor de todo había sido el último día, la noche del baile de máscaras. Ella había insistido que fuese.
—Ven —le dijo—, tal como estás, y sé nuestro montero.
Ése era el golpe final, el insulto imperdonable. Él había obedecido, salvo que no fue «tal como estaba». Se había acicalado cuidadosamente; se puso un traje de etiqueta, como cualquier caballero; así que era el único de los asistentes que no iba «disfrazado», es decir, en el sentido normal.
Al llegar encontró a la mayoría de los invitados bebidos. Al poco tiempo también él estaba bastante borracho, y horrorizado de encontrarse bailando un minué, majestuoso, lento, con una enorme y fofa mujer de hojaldre, cubierta de lentejuelas, gruñendo en cascadas de tul plisado. De este abrazo logró librarse, resbalando en los claros del suelo cubierto con polvo de resina, para tropezar con Freda que venía hacia él con un vaso diminuto de cordial que le vertió en su boca abierta; en aquel momento se dio cuenta de que había estado luchando por respirar.
De pronto se paró. Abarcó toda la habitación con su mirada frenética. Allí en el rincón estaba sentada la madre de Freda con sus gatos. Siempre se sentaba en los rincones y siempre se sentaba con gatos. Y estaba el resto del elenco: primos, sobrinos, tíos, tías. A continuación, la gallarda. Freda, los brazos en alto, las manos, las palmas hacia afuera, los codos doblados a la altura del pecho, una mantis religiosa, estaba casi diente contra diente con él. ¡Espera! Él se liberó de ella, y con el puño del bastón trazó en la resina un círculo completo en torno a ella, luego, retrocediendo, salió por la puerta ventana.
Después de esto no supo nada hasta que se encontró en los arbustos, suspirando, con la cara pegada a la cerca, espiando. Estaba de nuevo con sus caballos; estaba de nuevo donde le correspondía. Los podía oír arrancando el césped, galopando por todas partes como si estuviesen en su propio salón de baile y, todavía más extraño, a esta hora oscura de la noche.
Empezó a arrastrarse por debajo de la tabla más baja, tras arrojar el sombrero y el bastón, jadeando al avanzar. El semental negro iba ahora a la cabeza. Los caballos estaban tomando la curva del Camino del Sauce que llevaba al pastizal más lejano, y a través del polvo parecían borrosos y enormes.
En la cima de la colina, cuatro de ellos se habían separado del resto y estaban allí comprobando el tiempo. Agarraría uno, lo montaría, ¡huiría! Ya no tenía miedo. Se levantó, agitando el sombrero y el bastón y gritando.
No parecieron reconocerlo, se desviaron bruscamente y se alejaron. Los siguió con la mirada, casi llorando. No pensó en su traje, la pechera blanca, el sombrero de copa, el bastón que agitaba, la forma brusca en que surgió de la oscuridad, en la excitación de ellos. Por fuerza tenían que reconocerlo: no podían tardar.
Girando, las crines al viento, las narices resplandecientes arrojando vapor al avanzar, pasaron delante de él en un torrente de relinchos, y él los maldijo horrorizado, pero lo que gritó fue «¡Puta!», y se encontró tragando fuego de su propio corazón, de cara al suelo, sollozando: «Puedo hacerlo, al diablo con todo, puedo seguir adelante; puedo dejar mi huella!»
Los cascos levantados del primer caballo no lo alcanzaron; los del segundo sí.
Luego los caballos se separaron, mordisqueando el pasto y agitando la cola, evitando un espacio de hierba alta.

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