Ursula K. Le Guin - "La hija de la pescadora"

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Este artículo sobre escritoras y escritura se encuentra recogido en el volumen Dancing at the Edge of the World. Thoughts on Words, Women, Places de 1989.
La traducción (que parece más una primera traducción, un borrador sin revisar) es la de Silvina Domínguez Halpern y Paula Brudny para Feminaria.

“‘Entonces por supuesto’, escribió Betty Flanders, hundiendo sus talones bastante más profundo en la arena, ‘no había nada que hacer más que partir’”.
Esta es la primera oración de La habitación de Jacob (1) de Virginia Woolf. Es una mujer escribiendo. Sentada sobre la arena a orillas del mar. Es solamente Betty Flanders, y ella está solamente escribiendo una carta. Pero las primeras oraciones son puertas hacia mundos. Este mundo de la habitación de Jacob, tan extrañamente vacío al final del libro cuando la madre se para en él sosteniendo un par de viejos zapatos de su hijo y diciendo, “¿Qué es lo que se supone debo hacer con esto?”, éste es un mundo en donde lo primero que una ve es a una mujer, una madre, escribiendo.
En la costa, a orillas del mar, al aire libre, ¿es allí donde escriben las mujeres? ¿No en una mesa, en un escritorio? ¿Dónde escribe una mujer? ¿Cómo es ella escribiendo, cuál es mi imagen, la imagen de ustedes, de una mujer escribiendo? Pregunté a mis amigos y amigas: “Una mujer escribiendo: ¿qué es lo que ven?”. Habría una pausa, luego los ojos se iluminarían, viendo. Algunos me remitieron a cuadros –Fragonard, Cassatt– pero la mayoría de ellos resultaron ser cuadros de una mujer leyendo o con una carta, no realmente escribiendo o leyendo la carta sino mirando por encima de ella con ojos perdidos: ¿Volverá él alguna vez? ¿Recordé apagar la olla con la comida? Otro amigo respondió vigorosamente: “Una mujer escribiendo está tomando un dictado”. Otro dijo, “Está sentada en la mesa de la cocina, y los niños gritan”.
Esa última es la imagen que perseguiré. Pero primero permítanme contarles la respuesta inicial que yo misma le di a mi pregunta: Jo March. Desde lo inmediato, la autoridad con que las ilustraciones familiares de Mujercitas (2) hechas por Frank Merril vinieron a mi mente en cuanto me pregunté cómo se ve a una mujer escribiendo. Sé que Jo March debe haber tenido una real influencia sobre mí cuando yo era una escritora principiante. Estoy segura de que ella ha influenciado a muchas niñas, ya que no está, como la mayor parte de los/las autores/-as “reales”, ni muerta ni inaccesiblemente famosa, ni como tantos/-as artistas en los libros, apartada por sensibilidad o sufrimiento o superlatividad general; tampoco es ella, como la mayoría de los autores en las novelas, varón. Ella es próxima como una hermana y tan común como el pasto. Como modelo ¿qué es lo que dijo a las muchachas que empezaban a escribir? Pienso que vale la pena ahondar en la biografía de Jo March la Escritora hasta que nos encontremos con esa persona de quien, de niña y hasta muy recientemente, yo no sabía casi nada: Louisa May Alcott.
Nos encontramos por primera vez con Jo como escritora cuando su hermana Amy vengativamente quemó su manuscrito, “el trabajo amado de muchos años. Parecía una pequeña pérdida para los demás, pero para Jo era una espantosa calamidad”. ¿Cómo podía un libro, el trabajo de muchos años, ser “una pequeña pérdida” para alguien? Eso me horrorizaba. ¿Cómo podían pedirle a Jo que perdonara a Amy? En el final ella casi se ahoga en un lago helado antes de perdonarla. De cualquier manera, algunos capítulos después Jo está
“muy ocupada en el desván ... sentada en el viejo sofá, muy ocupada escribiendo, con sus papeles desparramados sobre un baúl delante de ella ... El escritorio de Jo allí arriba era una vieja cocina de estaño ...”.
El Oxford English Dictionary lo define en la siguiente manera: “en Nueva Inglaterra (EE.UU.) esto es una cacerola de guisar”. De esta forma el cuarto propio de Jo en esta escena es un desván amueblado con un sofá, una cacerola de guisar y una rata. Para cualquier doceañera, el cielo.
“Jo continuó escribiendo hasta que la última página estuvo completa, cuando firmó su nombre con un adorno.... Acostada en el sofá leyó todo el manuscrito cuidadosamente, haciendo rayas aquí y allá, poniendo muchos signos de exclamación que parecían pequeños globos; luego lo ató con una elegante cinta roja y se sentó un minuto mirándolo con expresión sobria y anhelante que mostraba claramente cuán sincero había sido su trabajo”.
Estoy interesada aquí por el contrapunto entre una ironía menospreciante: los garabateos, las rayas, los globos, la cinta y aquella anhelante sinceridad. Jo envía su historia a un diario, se la publican, y ella lo lee en voz alta a sus hermanas, quienes lloran en los sitios correctos. Beth pregunta, “¿Quién lo escribió?”
“La lectora de pronto se detuvo, tiró el papel mostrando un rostro sonrojado y con una extraña mezcla de solemnidad y excitación, contestó en voz alta: ‘Tu hermana’”.
La familia March hace un escándalo, “porque esta gente tonta, afectiva, hace un alboroto de cada pequeña alegría familiar” y luego aparece nuevamente el menosprecio: la primera publicación de una autora reducida a una “pequeña alegría familiar”. ¿No deshonra el arte? ¿Y no lo hace también, rechazando el tono heroico, rehusando elevar el arte hacia algo más allá que los alcances de cualquier “simple niña”?
Sin embargo, Jo continúa escribiendo; aquí está ella algunos años más tarde, y cito largamente, pues ésta es la imagen central.
“Cada varias semanas ella se encerraría en su cuarto, se pondría su traje de garabatear y ‘caería en una vorágine’, como ella lo expresaba, escribiendo su novela con todo su corazón y alma, ya que hasta que no estuviera terminada ella no encontraría paz. Su ‘traje de garabatear’ consistía en un delantal negro de lana sobre el cual ella podía secar su pluma como deseaba, y un gorro del mismo material, adornado con un alegre moño rojo.... Este gorro era una señal para los ojos inquisidores de su familia que durante estos períodos mantenía su distancia, tan sólo asomando sus cabezas semiocasionalmente para preguntar, con interés, ‘¿Arde el genio, Jo?’. No siempre se aventuraban a formular siquiera esta pregunta, sino que observaban el gorro y juzgaban de acuerdo a ello. Si este elemento expresivo del vestuario estaba hundido hondo sobre la frente, era signo de que un duro trabajo estaba siendo realizado; en un momento excitante era empujado airosamente en oblicuo; y cuando la desesperación capturaba a la autora era arrancado totalmente de un tirón y lanzado al piso. En aquellos momentos el individuo intruso se retiraba silenciosamente; y no hasta que el gorro rojo no era visto alegremente erecto sobre el semblante talentoso, nadie osaba hablar a Jo.
De ninguna manera ella se pensaba como una genia, pero cuando el ataque de escritura llegaba, se entregaba a él con total abandono, y encabezaba una vida dichosa, inconsciente del deseo, cuidado o mal tiempo, mientras ella se sentaba a salvo y feliz en un mundo imaginario, repleto de gente amiga casi real y amada por ella como cualquier ser humano. El sueño abandonaba sus ojos. Las comidas permanecían sin ser probadas, días y noches eran todos muy cortos para disfrutar la alegría que la glorificaba en semejantes momentos y que hacían estas horas dignas de ser vividas, aunque ellas no dieran ningún otro fruto. La divina inspiración duraba generalmente una semana o dos, y luego ella emergía de su vorágine, hambrienta, con sueño, atravesada o desesperanzada”.
Esta es una buena descripción de la condición en que la obra de arte es realizada. Esta es la cosa real –domesticada–. El gorro y el semblante, los graciosos cambios y los abandonos, reducen sin degradar y permiten a Alcott hacer una declaración bastante extraordinaria: Jo está haciendo algo muy importante y lo está haciendo muy seriamente y no hay nada inusual en que una mujer lo esté haciendo.
Esta pasión por el trabajo y esta felicidad que la glorificaban al hacerlo están acomodados sin alboroto dentro de la vida común de una muchacha en su hogar. Puede no parecer mucho; pero no sé dónde más, yo o cualquiera de las otras muchachas como yo, en mi generación o en la de mi madre o en la de mi hija, pueden encontrar este modelo, esta validación.
Jo escribe thrillers románticos y se venden; su padre mueve la cabeza y dice: “apunta a lo más alto y no te preocupes por el dinero”, pero Amy advierte que “el dinero es la mejor parte de esto”. Trabajando en Boston como gobernanta-costurera, Jo observa que “el dinero otorgaba poder: resolvió por lo tanto, tener dinero y poder; pero no para ser usado sólo por ella”, nuestra autora de la autora agregaba apresuradamente, “sino para aquellas personas a quienes amaba más que a sí misma.... Ella se dedicó a escribir historias sensacionalistas”. Su primera visita a la oficina de la sala de redacción del Weekly Volcano es presentada como algo sin demasiada importancia, pero los tres varones la tratan como una mujer que ha venido a venderse –verdaderos seguidores de Levi-Strauss, para quienes lo que haga una mujer no la rescata de su categoría de objeto–. Rechazando la vergüenza, Jo continuó escribiendo, y obtiene dinero de su escritura; admitiendo la vergüenza, ella no lo “contó en su hogar”.
“Jo pronto descubrió que su inocente experiencia le había brindado sólo pocos reflejos del trágico mundo que sustenta la sociedad; entonces, mirándolo bajo la luz de los negocios, resolvió suplir sus deficiencias con energía característica.... Buscó en los diarios accidentes, incidentes y crímenes; excitó las sospechas de los bibliotecarios públicos preguntando por trabajos sobre venenos; estudió caras en la calle y caracteres buenos, malos e indiferentes a su alrededor.... La descripción de las pasiones y sentimientos de otras personas la impulsaron a estudiar y especular acerca de los suyos propios – un entretenimiento morboso, al que sanas mentes jóvenes no se entregarían voluntariamente–”
pero que se puede creer apropiado, incluso necesario para una joven novelista. De todas formas, “hacer las cosas mal siempre trae su propio castigo, y cuando Jo más necesitaba el suyo, lo obtuvo”.
Su castigo es administrado por el Angel de la Casa, en la forma del Profesor Bhaer. Sabiendo que ella está manchando su alma pura, él ataca los papeles que ella escribe porque: “No me gusta pensar que las buenas muchachas deban ver semejantes cosas”. Jo los defiende débilmente, pero cuando él se va ella relee sus historias –tres meses de trabajo– y las quema. Amy no lo tiene que hacer por ella nunca más; ella puede destrozarlos por sí misma. Luego se sienta y reflexiona: “Casi desearía no tener conciencia, ¡es tan inconveniente!”. Un grito desde el corazón de la hija de Bronson Alcott. Intenta con un cuento devoto y una historia para niños que no se venden, y abandona: ella “tapó su tintero”.
Beth fallece y, tratando de reemplazarla, Jo prueba “vivir para las otras personas”, finalmente llevando a su madre a decir, ¿“Por qué no escribes? Eso solía hacerte feliz”. Así lo hace, y escribe tan bien como exitosamente ... hasta que el Profesor Bhaer regresa y se casa con ella, evidentemente la única manera de hacerla parar de escribir. Tiene dos hijos de él para criar y sus propios dos hijos, y luego todos aquellos hombrecitos en el próximo libro; hacia el final de Mujercitas, en el capítulo titulado “Tiempo de cosecha”, ella dice: “Aún no he perdido la esperanza de escribir un buen libro, pero puedo esperar”.
La cosecha parece indefinidamente postergada. Pero en la frase de Rachel Blau Du Plessis (3) , Jo escribe más allá del final. En el tercer libro, Los muchachos de Jo, ella ha vuelto en mediana edad a la escritura, y es rica y famosa. Hay realismo, tenacidad y comedia en la descripción de su forma de manejar la casa, la maternidad de los adolescentes, escribiendo sus capítulos y tratando de evitar los cazadores de celebridades. De hecho, ésta, como toda la historia de Jo la Escritora, es muy cercana a la propia historia de Louisa May Alcott, con una gran diferencia. Jo se casa y tiene hijos. Lu no lo hizo.
Sin embargo tomó bajo su responsabilidad a una familia, algunos de cuyos miembros eran tan descuidados y egocéntricos como cualquier bebé. Hay una desgarradora nota en su diario (4) hacia abril de 1869, cuando estaban sufriendo una “mala temporada” por envenenamiento con mercurio (la calamina dada para curarle la fiebre en la Guerra Civil cuando era enfermera, la enfermó por el resto de su vida):
“Muy desgraciada. Me siento bastante agotada. No me cuido mucho porque el descanso es celestial, aún con dolor; pero la familia parece tan atacada por el pánico y desvalida cuando yo me derrumbo, que trato de mantener el molino funcionando. Dos cuentos cortos para L., $50, dos para Ford, $20; hice mi trabajo editorial, si bien dos meses permanecen impagos. Roberts quiere un libro nuevo, pero temo caer en una vorágine y no quiero enfermarme”.
Alcott utilizó la misma palabra que Jo para su pasión de escribir; aquí hay un par de pasajes del diario comparables a los pasajes de “vorágine” de Mujercitas.
“Agosto de 1860 – “Moods” (una novela). El genio ardió tan ferozmente que por cuatro semanas escribí durante todo el día y planifiqué prácticamente la noche entera, estando completamente poseída por mi trabajo. Era perfectamente feliz y parecía no tener deseos”.

“Febrero de 1861 – Otra vuelta con “Moods”, que remodelé. Desde el día dos hasta el día veinticinco estuve tan llena de ella que no podía parar para levantarme. Mamá me hizo una gorra de seda verde con un moño, para hacer juego con el viejo abrigo de fiesta verde y rojo que yo usaba como un ‘manto de gloria’. Adornada de este modo, me sentaba en una pila de manuscritos, ‘viviendo para la inmortalidad’ como decía May. Mamá entraba y salía con cordiales tazas de té, preocupada porque yo no comía. Papá lo pensó bien, y trajo sus manzanas más rojas y su sidra más fermentada para alimentar a mi Pegaso.... Era muy agradable y extraño mientras duró...”.
Y es agradable observar cómo la familia cuyas deudas ella se esclavizó para cancelar, y que ella se esforzó tanto por proteger y mantener confortable, trató de protegerla y ayudarla en agradecimiento. Como tantas mujeres de su siglo, Lu Alcott tenía una familia, a pesar de no haberse casado. “La libertad es un marido mejor que el amor para muchas de nosotras”, escribió, pero en realidad ella tenía muy poca libertad, en el sentido de estar liberada de responsabilidades inmediatas, personales. Incluso tuvo un bebé – el de su hermana May. Muriéndose por complicaciones en el parto, May solicitó a su amada hermana mayor, en ese momento de 48 años, que criase a la pequeña Lu, cosa que ella hizo hasta su muerte ocho años más tarde.
Todo esto es complejo, más complejo, creo, de lo que una tiende a imaginar, ya que el libreto victoriano llama a una elección clara: libros o bebés para una mujer, no ambos. Y Jo parece haber realizado esa elección. Me sentí molesta conmigo misma cuando me di cuenta de que había olvidado la supervivencia de Jo como escritora, que mi memoria, excepto por un fragmento enojoso que me condujo finalmente a buscar en Los muchachos de Jo, había seguido el libreto. Ese, por supuesto, el poder del libreto: terminas actuando según tu papel sin saberlo.
Aquí hay una descripción clásica –bíblica– de una mujer que escribe, madre de hijos, una de los cuales está en este preciso momento rodando escaleras abajo.
“La Sra. Jellyby era una mujer bonita, muy pequeña, regordeta, entre 40 y 50 años, con bellos ojos, si bien tenía la curiosa costumbre de parecer mirando siempre a lo lejos.... Tenía un muy lindo cabello, pero estaba muy ocupada con sus quehaceres africanos para peinarlo.... No podíamos evitar darnos cuenta de que su vestido casi no cerraba en la espalda y que el espacio abierto estaba cruzado con un entretejido de cordones de refuerzo, como una casa de verano.
La habitación, que estaba regada de papeles y casi llena con una gran mesa de escribir cubierta con basura similar, se encontraba, debo decir, no sólo muy desprolija, sino muy sucia también. Debíamos percibir esto con nuestro sentido de la vista mientras, con nuestro sentido auditivo, poníamos atención en la pobre criatura que se había caído de las escaleras: pienso en la cocina trasera, donde alguien pareció ocultarla. Pero lo que nos impresionó fue una niña rendida y de aspecto poco saludable, aunque de ninguna manera vulgar, en la mesa de escribir, quien estaba mordisqueando la pluma con que escribía, y nos miraba fijamente. Supuse que nunca nadie estuvo en tal estado de tinta”.(5)
Con dificultad, me restringiré de leerles el resto de Bleak House. Amo a Dickens y defenderé a su Sra. Jellyby y su correspondencia con Borrioboola-Gha como un eterno intercambio de aquellas personas que se entremeten con morales extranjeras mientras permanecen abstraídos de la miseria que hay bajo su nariz. Pero observo también que él utiliza a una mujer para señalar esto, probablemente porque era, y aún es, seguro: pocos lectores cuestionarían la suposición de que una mujer deba poner a la familia antes que a las responsabilidades públicas, o que si ella realiza trabajos fuera de la “esfera privada” descuidará la casa, será indiferente a los cuidados de sus hijos e incompetente para prender los botones. La hija de la Sra. Jellyby es salvada de su forzoso “estado de tinta” por el matrimonio, pero la Sra. Jellyby no obtendrá ayuda de su esposo, un varón tan inactivo que su matrimonio es descrito como la unión entre mente y materia. La Sra. Jellyby es una alegría para mí: ella está pintada con tanto humor y buen carácter; y también me perturba, ya que detrás de ella se esconde la doble norma. En ningún lugar entre las mujeres inteligentes y responsables de Dickens hay alguna que haga un real trabajo artístico o intelectual para equilibrar a la Sra. Jellyby y reasegurarnos que no es aquello que ella realiza, sino cómo lo hace, lo deplorable. Y además, se supone que el pasaje recién citado fue escrito por una mujer: el personaje Esther Summerson. Esther misma es un problema. ¿Cómo pudo escribir la mitad de la novela de Dickens para él mientras manejaba la casa desierta y tenía viruela y todo lo demás? Nunca la pescamos en eso. Como mujer escritora, Esther es invisible. Ella no está en el libreto.
Podría haber un retrato benévolo de una mujer escritora con hijos en una novela escrita por un varón. Leí versiones de este ensayo en Rhode Island, Ohio, Georgia, Luisianna, Oregon y California, y pedí a cada audiencia el favor de decirme si conocían alguna semejante. Esperé con esperanza. Realmente, el único retrato benévolo de una mujer novelista en la novela de un hombre que yo conozco es la protagonista de Diana of the Crossways. Meredith la muestra escribiendo novelas para su manutención, haciéndolo brillantemente y hallando libertad en su profesionalismo. Pero alienada por una desastrosa pasión, ella comienza a forzar su talento y no puede trabajar –el libreto aparentemente se basa en que el amor es accidental para el varón, pero lo es todo para la mujer–. En el final, acomodada y felizmente casada, está esperando un hijo, pero no, evidentemente, un libro. De todas formas, Diana aún se mantiene, casi un siglo más tarde, bastante sola en su encrucijada.
La invisibilidad como escritora es una condición que afecta no sólo a los personajes sino también a las autoras, incluso a los hijos de las autoras. Tomemos a Elizabeth Barret Browning, a quien hemos puesto firmemente en la cama con una perro de aguas, ignorando el hecho de que cuando escribió Aurora Leigh era la saludable madre de una saludable criatura de cuatro años – ignorando de hecho, el hecho de que escribió Aurora Leigh: un libro en torno a ser una escritora, y qué difícil el propio, verdadero amor, puede volverlo.
Hay aquí una mujer –Harriet Beecher Stowe, que tuvo muchos niños y fue una exitosa novelista– escribiéndole una carta a su marido hace aproximadamente ciento cincuenta años atrás, o puede ser también la otra noche:
“Si voy a escribir, debo tener un cuarto para mí, que será mi cuarto. Durante todo el invierno pasado sentí la necesidad de algún lugar donde pudiera ir y estar tranquila. No podía escribir en el comedor porque allí se ponía la mesa, se levantaba la mesa, se vestía y lavaba a los niños, y todo lo demás funcionando, y ... Nunca me sentí cómoda allí, a pesar de haber hecho esfuerzos. Además, si entraba a la recepción donde tú estabas, sentía como si te estuviera interrumpiendo, y sabes que algunas veces tú lo has pensado también”.(6)
¿Qué quieres decir? No, ¡para nada! ¡Qué idea tonta! ¡Tal cual una mujer!
Catorce años y unos cuantos hijos después, esa mujer escribió La cabaña del tío Tom –gran parte en la mesa de la cocina–.
Un cuarto propio –sí–. Una se puede preguntar porqué el Sr. Harriet Beecher Stowe tenía un cuarto propio para escribir mientras que la mujer que escribió la novela moral más efectiva de los Estados Unidos del siglo XIX recibió la mesa de la cocina. También una se puede preguntar porqué aceptó ella la mesa de la cocina. Cualquier varón orgulloso de sí se habría sentado allí cinco minutos y luego habría salido gritando, “¡Nadie puede trabajar en este manicomio! ¡Avísenme cuando la cena esté lista!” Pero Harriet, una mujer orgullosa de sí misma, siguió cenando con sus niños, todos oprimidos y escribiendo sus novelas. La primera pregunta para ser formulada con pavor es, con seguridad, ¿Cómo? y luego ¿Por qué? ¿Por qué son tan tontas las mujeres?
La rápida y segura respuesta feminista es que ellas son víctimas y/o cómplices del patriarcado, que es verdad pero que realmente no nos conduce a nada nuevo. Busquemos ayuda en otra novelista. Sustraje la cita de Stowe (y otras) del libro Silences [“Silencios”] de Tillie Olsen, un libro con el cual este ensayo mantiene una relación de hija amante pero desobediente: Oye, Má, ésa es una bonita cita, ¿la puedo usar?
Encontré la siguiente cita por mí misma en la Autobiografía de Margaret Oliphant, un libro fascinante, de la generación posterior a la de Stowe. Oliphant fue una escritora exitosa muy joven, se casó, tuvo tres hijos, siguió escribiendo, quedó viuda con deudas tremendas y tres niños más los tres hijos del hermano para criar, lo hizo, siguió escribiendo.... Cuando salió su segundo libro a la venta, aún era, como Jo March, una muchacha de su hogar.
“Tuve gran placer al escribir, pero el éxito y las tres ediciones no tuvieron ningún efecto particular sobre mi mente.... No tuve a nadie que me elogiara excepto mi mamá y (mi hermano) Frank, y su aplauso, bueno, fue delicioso, significaba todo en el mundo para mí –era la vida– pero no contó. Formaban parte de mí y yo de ellos, y nosotros éramos todo”.(7)
Eso me parece extraordinario. No puedo imaginar a ningún escritor diciendo algo así. Hay una clave aquí –algo real que se ha olvidado, se ha ocultado, negado–.
“La escritura atravesaba todo. Sin embargo también estaba subordinada a todo, para ser dejada de lado ante cualquier pequeña necesidad. No tenía mesa siquiera para mí, menos aún un cuarto donde trabajar, pero me sentaba en un rincón de la mesa familiar con mi cuaderno de notas, mientras todo continuaba como si yo hubiera estado haciendo una camisa en lugar de un libro de escritura.... Mi madre se sentaba con su costura y conversaba con quien estuviese presente, y yo tomaba la parte que me correspondía en la conversación sin interrumpir mi historia, los pequeños grupos de personas imaginarias, conversando, desarrollándose completamente imperturbables”.
¿Qué tal esto para una imagen? El grupo de personas imaginarias hablando en una habitación imaginaria en la habitación real en medio de la gente real hablando, y todo esto sucediendo en perfecta tranquilidad y sin confusiones.... Pero es chocante. Ella no puede ser una verdadera escritora. Los escritores y las escritoras verdaderas escriben en sillones solitarios, en cuartos recubiertos por corcho, agonizando por le mot juste –¿no es cierto?–.
“Mi estudio, todo el estudio que pude obtener es el pequeño cuarto de dibujo por donde pasaba la vida de la casa...”
–¿Recuerdan que ella estaba criando a seis niños?–
“... y no pienso que alguna vez haya tenido dos horas sin interrupciones (excepto por las noches cuando todo el mundo está en la cama) durante toda mi vida literaria. La Srta. Austen, creo, escribió de la misma manera y por la misma razón, pero en su época el fluir natural de la vida tomaba una forma distinta. La familia estaba un poco avergonzada de que se supiera que ella no era exactamente una joven dama como las otras, ocupada en su bordado. La mía estaba absolutamente encantada de magnificarme y de enorgullecerse de mi trabajo, pero siempre con el sentido oculto de que era una broma admirable...”
–¿Será que los/las artistas se aislan de sus familias y viajan a las Islas de los Mares del Sur porque desean ser percibidos como héroes y sus familias piensan que son graciosos?–
“... el sentido oculto de que era una broma admirable, y ninguna idea de que fueran necesarias facilidades especiales o retiro. Mi madre hubiese sentido su orgullo muy afectado, casi humillado si hubiese creído que yo tenía necesidad de alguna ayuda artificial de aquella clase. Esto hubiese desnaturalizado el trabajo ante sus ojos y ante los míos”.
Oliphant era una orgullosa mujer escocesa, orgullosa de su trabajo y de su fortaleza; sin embargo escribió folletines antes que pelear con sus editores por una paga mejor para sus novelas. Así, como dijo ella amargamente, “El peor libro de Trollope tuvo mejor pago que mi mejor libro”. Se dice que su mejor libro es La Srta. Majoribanks, pero aún no he podido conseguir un ejemplar; desapareció junto con todos sus demás libros. Gracias a editoras como Virago podemos conseguir ahora Hester de Oliphant, una novela magnífica, y Kirsteen y algunas pocas otras, pero todavía se enseñan, hasta donde yo sé, solamente en los cursos de Estudios sobre la Mujer; no forman parte del canon de la literatura inglesa, a pesar de que los folletines de Trollope sí. Ningún libro escrito por una mujer que tuviera hijos ha sido nunca incluido en la majestuosa lista.
Pienso que Oliphant nos da una idea de porqué una novelista podría no sólo soportar escribir en la cocina o en la sala de estar rodeada por los niños y el trabajo doméstico, sino incluso soportarlo gustosamente. Ella parece sentir que saca provecho, que su escritura saca provecho de la difícil, oscura incierta conexión entre el trabajo artístico y la emocional/manual/administrativa complejidad de habilidades y tareas llamada “trabajo doméstico”, y que cortar esa conexión podría poner en riesgo a la escritura misma, podría, en sus palabras, desnaturalizarla.
El saber recibido es exactamente el opuesto: cualquier intento de combinar trabajo artístico con trabajo doméstico y responsabilidad familiar es imposible, desnaturalizado. Y el castigo para los actos desnaturalizados, entre los críticos y los académicos, es la muerte.
¿Cuál es la base ética de este juicio y sentencia sobre el ama de casa-artista? Es una muy noble y austera, que tiene a la religión en sus fundamentos: el/la artista debe sacrificarse a sí mismo/-a por su arte. Su responsabilidad es solamente su trabajo. Es una idea motivante de los románticos, guía la carrera de poetas desde Rimbaud a Dylan Thomas, a Ricardo H. Hugo, nos ha brindado cientos de figuras heroicas, de las cuales son típicas las del mismo James Joyce y su Stephen Dedalus. Stephen sacrifica todas las obligaciones “menores” y afectos por una causa “más digna”, abrazando la irresponsabilidad moral del soldado o del santo. Esta postura heroica, la pose de Gaughin, ha sido considerada como la norma –como natural para los artistas– y los artistas, varones y mujeres, que no la asumen han tendido a sentirse un poco de segunda clase.
Sin embargo, no V. Woolf. Ella observó concretamente que el/la artista necesita un pequeño ingreso y un cuarto donde trabajar, pero no habló de heroísmo. Ella dijo: “Dudo que un escritor pueda ser un héroe. Dudo que un héroe pueda ser escritor”. Cuando veo a un escritor asumir la postura heroica, me inclino a estar de acuerdo. Aquí, por ejemplo, está Joseph Conrad:
“Por veinte años luché con Dios por mi creación ... mente y deseo y conciencia dedicados por completo, hora tras hora, día tras día ... una contienda solitaria en un gran aislamiento del mundo. Supongo que dormí y comí el alimento que me fue colocado delante y hablé correctamente en ocasiones apropiadas, pero nunca estaba enterado del simple fluir de la vida diaria, hecho fácil y sin ruido para mí por un afecto silencioso, vigilante, infatigable”.(8)
Una mujer que se hubiera vanagloriado de que su conciencia había sido comprometida por completo en semejante lucha hubiera sido llamada a dar una explicación por mujeres y varones, y las mujeres están ahora llamando a los varones para que expliquen. ¿Qué puso “alimento” delante de él? ¿Qué hacía la vida cotidiana tan silenciosa? ¿Qué era en realidad este “infatigable afecto”, que me suena como un viejo Ford en un desarmadero pero que aparentemente intenta ser un gesto delicado hacia la mujer cuya conciencia estaba dedicada por completo, hora tras hora, día tras día, por veinte meses, viendo cómo Joseph Conrad podía luchar con Dios en un muy relativo gran aislamiento, en un buen hogar, vestido, bañado y alimentado?
La “contienda” de Conrad y la “vorágine” de Jo March/Lu Alcott son descripciones del mismo tipo de catarsis en el trabajo artístico, y en ambos casos el/la artista es cuidado/a por la familia. Sin embargo, siento una diferencia importante en sus percepciones. Mientras Alcott recibe un obsequio, Conrad hace valer un derecho; donde ella es arrastrada en la vorágine, el torbellino creativo, formando parte de todo esto; él lucha, batalla, procurando poder. Ella es una participante, él es un héroe. Y la familia de ella permanece individualizada, con tazas de té y tímidos interrogantes, mientras que la de él es despersonalizada a un “afecto”.
Buscando a una escritora que podría haber imitado este infantilismo heroico, pensé en Gertrude Stein, bajo la impresión de que ella había usado a Alice Toklas como una “esposa” en este sentido utilitario; aunque aquello, como yo debí haber supuesto, es una mentira antilesbiana. Stein tomó ciertamente la postura del héroe-artista y gratificó un ego enorme, aunque jugó honradamente; y la diferencia entre su compañía doméstica y aquélla de Joyce o de Conrad es iluminante. Y por cierto, el lesbianismo ha brindado a muchas artistas la red de contención que necesitan –ya que hay un aspecto heroico en la práctica del arte–; es un trabajo solitario, riesgoso, despiadado, y cualquier artista necesita alguna clase de sostén moral o sentido de la solidaridad y validación.
La artista con el menor acceso a la solidaridad social o estética o aprobación ha sido la artista ama de casa. Una persona que se responsabiliza de su arte y de sus niños dependientes, sin ningún “afecto infatigable” o siquiera fatigado con quien contar se ha comprometido con un trabajo de doble jornada que puede ser simplemente, prácticamente, destructivamente imposible. Pero ésta no es la forma en que el problema es presentado –como reconocimiento de la inmensa dificultad práctica-. Si lo hubiera sido, se propondrían soluciones prácticas, comenzando por el cuidado de los niños. En su lugar el tema es formulado, inclusive ahora, como un tema moral, un problema de deber o no deber. La poeta Alicia Ostriker lo dice claramente: El hecho de que las mujeres deberían tener hijos en lugar de libros es la opinión considerada de la civilización occidental. Que las mujeres deberían tener libros en lugar de hijos es una variación del mismo tema”.(9)
La contribución de Freud a esta doctrina fue investirla con tal peso de teoría y mitología como para que apareciera como un hecho primordial, incuestionable. Fue sin duda Freud quien, luego de decirle a su prometida qué es aquello que desea la mujer, dijo que nunca sabríamos que es aquello que una mujer desea. Lacan es perfectamente coherente al seguirlo, si es que yo como persona sin discurso me puedo aventurar a decirlo. Una cultura o una psicología fundamentadas en que el varón es humano y la mujer es otra no puede aceptar a una mujer como artista. Un artista es un ser autónomo, que realiza su propia elección: para ser ese ser, una mujer debe no ser mujer. Estéril, ella debe imitar al varón –imperfectamente, se sobreentiende.(10)
En consecuencia la aprobación dada a Austen, las Brönte, Dickinson y Plath, quien a pesar de cometer el error de tener dos hijos, lo compensó suicidándose. El canon misógino de la literatura puede incluir a estas mujeres porque ellas pueden ser percibidas como incompletas, como varones femeninos.
Sin embargo, tiemblo al criticar la doctrina de libros o bebés, porque ha dado consuelo real y verdadero a las mujeres que no podían o que eligieron no casarse y tener hijos, y se vieron “teniendo” libros en su lugar. Aunque el consuelo pueda ser real, pienso que la doctrina es falsa. Escucho esa falsedad cuando una Dorothy Richardson nos dice que otras mujeres pueden tener hijos pero ninguna puede escribir sus libros. ¡Como si “otras mujeres” pudieran haber tenido sus hijos, como si los libros provinieran del útero! Ese es justamente el filo descarado de la teoría que sostiene que los libros provienen del escroto. Esta última reducción de la noción de sublimación es respaldada por nuestro más conocido escritor (Norman Mailer), quien ha enunciado que “la única cosa que un escritor necesita tener es bolas”. Pero él no lleva la teoría de la autoría peneana al límite de decir que si “tienes” un niño no puedes “tener” un libro y por lo tanto los padres no pueden escribir. La analogía que se desplomó en la identidad, el mito tú-no-puedes-crear-si-procreas, es aplicada solamente a las mujeres.
Creo que debo detenerme ahora y decir claramente aquello que no estoy diciendo. No estoy diciendo que un/una escritor/a deba tener hijos, ni que un/una progenitor/a deba ser escritor/a, ni que cualquier mujer deba o escribir libros o tener hijos. Ser madre es una de las cosas que una mujer puede ser –como lo es también ser una escritora–. Es un privilegio. No es una obligación o un destino. Estoy hablando de madres que escriben porque es casi un tema tabú, ya que se les ha dicho a las mujeres que ellas no deben tratar de ser al mismo tiempo madres y escritoras porque ambos, niños y libros lo pagan –porque no se puede hacer– porque es desnaturalizado.
Esta negación a permitir ambas, creación y procreación a la mujer, es cruelmente un desperdicio: no sólo ha emprobecido nuestra literatura mediante la proscripción de las amas de casa, sino que ha causado sufrimiento personal intolerable y automutilación: Woolf, obedeciendo a los sabios doctores quienes decían que ella no debía engendrar un hijo; Plath, que colocó vasos de leche al lado de la cama de sus hijos y después puso su cabeza dentro del horno. Un sacrificio, no de alguien más sino de una misma, es exigido a las mujeres artistas (mientras la exigencia a los varones artistas de la pose Gaughin es sólo que sacrifiquen a otras personas). Estoy proponiendo que esta prohibición sobre la sexualidad completa de las mujeres artistas es perjudicial no solamente para las mujeres sino también para el arte. Hay menos censura ahora y más apoyo para una mujer que desea tanto desarrollar una familia como trabajar en calidad de artista. Sin embargo, el grado de avance es pequeño. La dificultad del intento de ser responsables, hora tras hora, día tras día por tal vez veinte años, por el bienestar de los niños y la excelencia de los libros es inmensa: involucra un gasto ilimitado de energía y un imposible equilibrio de prioridades. Y no sabemos mucho acerca del proceso, ya que las escritoras que son madres no han hablado mucho sobre su maternidad –¿por miedo de alardear? ¿por miedo a verse atrapadas en la trampa de la Madre, despreciadas?– tampoco han hablado mucho sobre su escritura como conectada en manera alguna con su ser madres, desde que el mito heroico ordena que ambos trabajos sean considerados como absolutamente opuestos y mutuamente destructivos.
Sin embargo, escuchamos un indicio de algo más acerca de Oliphant; y aquí (gracias, Tillie) está la pintora Käthe Kollwitz:
“Gradualmente voy llegando al período de mi vida en que el trabajo es lo primero. Cuando los dos muchachos estaban fuera para las Pascuas apenas hice algo que no fuera trabajar. Trabajaba, comía, dormía y realizaba cortas caminatas. Pero sobre todo trabajaba. Pero me pregunto si no falta la ‘bendición’ en semejante trabajo. Ya no más distraída por otras emociones, trabajé como pasta una vaca”.
Eso es maravilloso –“trabajé como pasta una vaca”–. Es la mejor descripción del/de la “profesional” que conozco.
“Quizá en realidad logré algo más. Las manos trabajan y trabajan y la cabeza imagina que está produciendo Dios sabe qué, y aún, antes, cuando mi tiempo de trabajo era tan vilmente limitado, yo era más productiva porque era más sensual; vivía como un ser humano debe vivir, apasionadamente interesado en todo.... Potencia, la potencia está disminuyendo”.(11)
Esta potencia sentida por una mujer es una potencia de la que en Artista Héroe se ha (y elijo mis palabras cuidadosamente) desconectado, en un egoísmo que es esencialmente estéril. Pero es una potencia que ha sido negada tanto por mujeres como por varones, y no justamente mujeres ansiosas por confabularse con la misoginia.
Allá en los setenta Nina Auerbach escribió que Jane Austen podía escribir debido a que había creado a su alrededor “un espacio libre de niños”. Conozco el término libre de gérmenes, libre de olores, pero ¿libre de niños? ¿Y Austen? ¿Qué escribió en la sala de estar y era una figura central para muchas sobrinas y sobrinos? Sin embargo, traté de aceptar aquello que Auerbach dijo, porque a pesar de concordar con mi experiencia yo estaba, como muchas mujeres, acostumbrada a sentir que mi experiencia era incorrecta, que estaba equivocada. De esta manera probablemente yo estaba equivocada en continuar escribiendo en lo que era entonces un espacio repleto de niños. De todas formas, el pensamiento feminista evolucionó rápidamente hacia una posición mucho más compleja y realista, y yo, tropezándome detrás, fui capacitada por él para pensar un poco por mí misma.
La gran capacitadora para mí fue siempre, es siempre, Virginia Woolf. Cito ahora del primer borrador de su escrito Professions for Women [“Profesiones para mujeres”] (12) donde ella brinda su genial imagen de una mujer escribiendo.
“La imagino en una actitud de contemplación, como una pescadora, sentada a orillas de un lago con su caña de pescar sostenida sobre el agua. Sí, ésa es la forma en que la veo. No está pensando; no está razonando; no está construyendo un argumento, sino permitiendo a su imaginación penetrar en las profundidades de su consciencia mientras se sienta más arriba, sostenida por un fino pero necesario hilo de razón”.
Interrumpo ahora para pedirles que agreguen un elemento pequeño a esta escena. Imaginemos que un poco lejos de la orilla del lago hay una niña sentada, la hija de la pescadora. Tiene alrededor de cinco años y está haciendo personas con palitos y barro y contando historias con ellas. Se le ha pedido el favor de permanecer muy silenciosa mientras mamá pesca y ella está sumamente silenciosa salvo cuando se olvida y canta o hace preguntas y observa en un silencio fascinado cuando ocurren los siguientes sucesos dramáticos. Allí está sentada nuestra mujer escribiendo, nuestra pescadora, cuando
“... de pronto hay un tirón violento; ella siente que la línea corre de prisa a través de sus dedos.
La imaginación se ha precipitado; ha tocado las profundidades; se ha hundido, el cielo sabe dónde, en la oscura laguna de la experiencia extraordinaria. La razón debe gritar ‘¡detente!’, la novelista debe tirar de la línea y arrastrar a la imaginación hacia la superficie. La imaginación arriba en estado de furia.
‘Por Dios’, exclama ella, ‘¿cómo te atreves a interferir conmigo? ¿cómo te atreves a sacarme con tu pequeña y miserable caña?’ Y yo –es decir, la razón– debo responder, ‘Mi querida, estabas yendo muy lejos. Los varones podrían shockearse. Cálmate’, dije, mientras ella se sentaba jadeante en la orilla, jadeando con rabia y desilusión. ‘Sólo tenemos que esperar 50 años más o menos. En 50 años podré utilizar todo este extraño conocimiento que estás lista para otorgarme. Pero no ahora. Verás que continúo tratando de calmarla, no puedo utilizar lo que me dijiste sobre los cuerpos de las mujeres, por ejemplo –sus pasiones– y todo lo demás, porque las convenciones son aún muy fuertes. Si fuera a superar las convenciones necesitaría el coraje de un héroe y no soy un héroe.
Dudo que un escritor pueda ser un héroe. Dudo que un héroe pueda ser escritor’.
... ‘Muy bien’, dice la imaginación, vistiéndose nuevamente con sus enaguas y faldas, ‘esperaremos. Esperaremos otros 50 años. Pero me parece una lástima’."
Me parece una lástima. Me parece una lástima que más de 50 años hayan pasado y las convenciones, aunque totalmente diferentes, todavía existan para proteger a los varones de ser shockeados, todavía admitan sólo la experiencia masculina sobre los cuerpos de las mujeres, sus pasiones y existencia. Me parece una lástima que tantas mujeres, incluyéndome a mí, hayan aceptado esta negación de su propia experiencia y estrechado su percepción para que concuerde, escribiendo como si su sexualidad estuviese limitada a la copulación, como si ellas no supieran nada acerca del embarazo, nacimiento, pubertad, menstruación, menopausia, excepto aquello que los varones desean escuchar, nada excepto aquellos que los varones desean escuchar sobre el trabajo doméstico, el trabajo con los niños, el trabajo de la vida, la guerra, la paz, vivir, y morir como son experimentados en el cuerpo, mente e imaginación femeninas. “Escribir el cuerpo”, como pedía Woolf y como pide Hélène Cixous, es sólo el comienzo. Tenemos que reescribir el mundo.
Escritura blanca, la llama Cixous, escritura de leche, de leche materna. Me gusta la imagen, porque aún entre feministas, la mujer escritora ha sido considerada en su sexualidad mucho más como amante que como embarazada-gestante-amamantante-niñera. La madre todavía tiende a ser invisibilizada. Y en la pérdida de la madre-artista perdemos donde hay mucho por ganar. Alice Ostriker piensa así. “La ventaja de la maternidad para una mujer artista”, dice ella –¿alguna vez escucharon a alguien decir esto? ¿la ventaja de la maternidad para una artista?–
“La ventaja de la maternidad para una artista es que la pone en contacto inmediato y sin escapatoria con las raíces de la vida, la muerte, la belleza, el crecimiento, la corrupción.... Si la mujer artista ha sido educada para creer que las actividades de la maternidad son triviales, tangenciales a los principales aspectos de la vida, irrelevantes para los grandes temas de la literatura, debería desentrenarse a sí misma. La educación es misógina; protege y perpetúa los sistemas de pensamiento y sentimiento que prefieren violencia y muerte a amor y nacimiento, y es una mentira.
‘Nos repensamos a través de nuestras madres si somos mujeres’, declara Woolf, ¿pero a través de quiénes se piensan aquéllas que son ellas mismas madres? ... necesitamos datos, necesitamos información ... del tipo provista por poetas, novelistas, artistas, desde el interior. Como nuestro conocimiento comienza a acumularse, podemos imaginar qué significa para todas las mujeres, y varones, vivir en una cultura en que el nacimiento y la maternidad ocupan la posición que el sexo y el amor romántico han ocupado en la literatura y el arte por los últimos 500 años, o ... que el combate ha ocupado desde que la literatura empezó”.(13)
Mi libro Always Coming Home [“Siempre volviendo a casa”] fue un arrebatado intento de imaginar un mundo donde el Héroe y el Guerrero son estadíos adolescentes en camino de volverse seres humanos responsables, donde la relación padre/madre-hijo/hija no es vista eternamente a través de los ojos del niño/niña sino que incluye la realidad de la experiencia de la madre. El acto de imaginar fue difícil y recompensante. Aquí hay un pasaje de una novela donde aquello que piden Woolf, Cixous y Ostriker está sucediendo en forma casual y sin pretensiones. En The Millstone (14) [“El Molino”] de Margaret Drabble, Rosamund, una joven universitaria y escritora freelance, tiene una bebé de alrededor de 8 meses de edad, Octavia. Comparten un departamento con una amiga, Lydia, quien está escribiendo una novela. Rosamund está trabajando en la crítica de un libro:
“Acababa de escribir y contar mis primeras cien palabras cuando me acordé de Octavia; podía oírla haciendo pequeños y alegres sonidos ... Me desanimé cuando me di cuenta de que ella se encontraba en la habitación de Lydia y que yo debí haber dejado la puerta abierta, ya que la habitación de Lydia siempre estaba llena de objetos peligrosos como aspirinas, hojas de afeitar y frascos de tinta; corrí para rescatarla y la visión que encontraron mis ojos cuando abrí la puerta era suficiente como para hacer temblar a cualquiera. Estaba de espaldas a la puerta y sentada en el centro del piso rodeada de un mar de papeles rasgados, esparcidos, masticados. Quedé allí parada, atravesada, observando su pequeña cabeza y delgada nuca y sus floridos rulos: de pronto ella emitió un gran chillido de placer y rasgó otra hoja de papel. “Octavia’, dije en estado de horror, y ella se sobresaltó culposamente y me miró con una sonrisa encantadora: su boca, pude ver, estaba repleta de trozos de papel de la nueva novela de Lydia.
La alcé y extraje los trocitos y los estiré cuidadosamente sobre la mesa de luz junto a aquello que quedaba del escritorio; las páginas de la 70 a la 123 parecían haber sobrevivido. El resto se encontraba en variados estados de disolución: algunas páginas estaban enteras pero terriblemente arrugadas, algunas eran largos pedazos, otros eran pequeños y algunos, como había dicho, estaban masticados. El daño no era, de hecho, tan enorme como parecía a primera vista, ya que los bebés, si bien son persistentes, no son cuidadosos: pero a primera vista era aterrador.... De alguna manera era claramente la cosa más terrible por la que jamás fui responsable, pero mientras miraba a Octavia gatear alrededor del cuarto de estar, buscando más trabajo para hacer, casi quería reírme. Parecía tan absurdo tener esta pequeña extensión viviente de mí misma tan peligrosa, tan vulnerable, por cuyos daños y crímenes yo sola debía sufrir.... Realmente era algo terrible.... Y sin embargo, en comparación con que Octavia fuera tan dulce y tan vital, no parecía tan terrible”.
Confrontada con el desastre, Lydia quedó espantada, pero no profundamente angustiada:
“... y eso fue todo, excepto por el hecho de que Lydia tuvo que reescribir dos capítulos completos y hacer un montón de aburrido mecanografiado, y de todas formas, cuando se publicó obtuvo malas críticas. Esto sí tuvo éxito en hacer enojar a Lydia”.
He visto el trabajo de Drabble descartado con la lista usual de adjetivos condescendientes reservados para mujeres que escriben como mujeres, no varones de imitación. No dejemos que ella desaparezca. Su trabajo es más profundo que su brillante superficie. ¿De qué está hablando en este gracioso pasaje? ¿Por qué la niña no comió el manuscrito de su mamá, sino el de otra mujer? ¿No podía al menos haberse comido el manuscrito de un varón? No, no, ese no es el punto. El punto, o parte de él, es que los bebés comen manuscritos. Realmente lo hacen. El poema no escrito porque el bebé llora, la novela abandonada por el embarazo, y así sucesivamente. Los bebés comen libros. Pero escupen trozos que permiten su reconstrucción; y son bebés sólo por un par de años, mientras que los escritores y las escritoras viven décadas; y es terrible, pero no muy terrible.Lo del manuscrito comido fue terrible; si conocen a Lydia saben que los críticos tenían razón. Y esto es parte del punto también –que el valor supremo del arte depende de otros valores igualmente supremos–. Pero esto subvierte la jerarquía de valores; “los varones se podían sentir shockeados...”.
En las comedias de costumbres de Drabble, la ausencia de Héroe- Artista es un fuerte argumento ético. Nadie vive en un gran aislamiento, nadie sacrifica reclamos humanos, nadie regaña al bebé. Nadie pondrá su cabeza o la cabeza de otra persona dentro del horno, ni la madre, ni la escritora, ni la hija –estas tres y quienes siendo mujeres, no separan creación y destrucción en Yo creo / Tú eres destruido/a o viceversa–. Quienes son responsables asumen la responsabilidad por ambos, el bebé y el libro.(15)
Pero quisiera en este momento ir de la ficción a la biografía y de lo general a lo personal; quisiera hablar un poco de mi madre, la escritora.
Su nombre de soltera era Theodora Kracaw; su primer apellido de casada fue Brown; su segundo apellido de casada, Kroeber, que fue el que usó en sus libros; su tercer apellido de casada fue Quinn. Esto de apellidarse de tantas maneras no es algo que suceda a los varones; es molesto, y más aún el hecho de ser tan fastidioso revela, quizá, el ser de una mujer escritora como algo no simple –la autora– sino como un múltiple, complejo proceso de ser, con varias responsabilidades, una de las cuales es para su escritura. Theodora puso en primer lugar sus responsabilidades personales –cronológicamente–. Crió y casó a sus cuatro hijos antes de comenzar a escribir. Alzó su lapicera, como solían decir –ella tenía la letra más admirable hecha con la mano izquierda– promediando sus cincuenta años. Una vez le pregunté, años después, “¿Querías escribir y lo pospusiste intencionalmente, hasta que te deshiciste de nosotros?” Y se rió y dijo, “Oh, no, simplemente no estaba lista”.
No era una evasiva o una respuesta deshonesta, pero tampoco, creo, la respuesta completa.
Nació en 1897 en un salvaje pueblo minero de Colorado y su madre se vanagloriaba de haber nacido con el voto –en Wyoming, que ratificaba el sufragio de la mujer junto a su reconocimiento– y de haber montado a un potrillo que los varones no podían cabalgar; pero aún, el Angel de la Casa era activo en aquellos días, aquél cuyo mensaje es que las necesidades de una mujer vienen después de todas las de las demás personas. Y mi madre se acercó mucho a la encarnación de ese Angel, a quien Woolf llamaba “La mujer que los varones desean que las mujeres sean”. Los varones se enamoraban de ella –todos ellos–. Médicos, mecánicos de autos, profesores, exterminadores de cucarachas. Los carniceros guardaban las mollejas para ella. También era, para su hija, una madre exigente, confirmadora, nutriente, afable, amante, vivaz ... una madre de primera categoría. Y luego, llegando a los 60, se convirtió en una escritora de primera categoría. Comenzó, como suelen hacer las mujeres, escribiendo algunos libros para niños –no compitiendo con los varones, ya saben, permaneciendo en “la esfera doméstica”–. Uno de ellos, A Green Christmas, es un libro encantador que debería estar entre los regalos de todos los niños de 6 años. Luego escribió una fascinante y romántica novela autobiográfica –aún en el seguro terreno “mujeril”–. Después se aventuró en el territorio de los nativoamericanos con The Inland Whale; y luego se le pidió que escribiera la historia de un indígena llamado Ishi, el único sobreviviente de un pueblo masacrado por los pioneros norteamericanos, una temática riesgosa y seria que requirió mucha investigación, sensibilidad moral y destreza organizativa y narrativa. Así es que lo escribió. El primer best seller, creo, que publicó la Editorial de la Universidad de California. Ishi aún se publica en muchos idiomas, aún es usado, pienso, en las escuelas de California, aún merecidamente amado. Es un libro enteramente valioso por su temática, un libro de mucha honestidad y poder.
Entonces, si ella pudo escribirlo a los 60, ¿qué podría haber escrito a los 30? Tal vez ella realmente “no estaba preparada”. Pero quizá escuchó al ángel equivocado y podríamos haber tenido muchos más libros suyos. ¿Habríamos sufrido mis hermanos y yo, habríamos estado defraudados por algo si ella los hubiera escrito? Pienso que mi tía Betsy y la ayuda doméstica que tuvimos entonces hubieran guardado el buen funcionamiento de todo. En lo que concierne a mi padre, no veo cómo su escritura lo hubiese lastimado o cómo su éxito lo hubiese amenazado. Aunque no sé. Todo lo que sí sé es que una vez que empezó a escribir (y fue mientras mi padre estaba vivo, y ellos colaboraban mutuamente en un par de cosas), ella nunca se detuvo; encontró el trabajo que amaba.
Una vez, no mucho después de la muerte de mi padre, cuando Ishi le brindaba la validación del orgullo y el éxito que ella tanto necesitaba, y mientras yo estaba aún recibiendo cada historia enviada, rechazada con monótona regularidad, ella rompió en llanto por mi último rechazo y trató de consolarme, diciendo que deseaba premios y éxito para mí, no para ella. Y eso fue hermoso, y guardo como un tesoro esta imagen de ella diciéndome esto entonces, como yo lo digo ahora. El hecho de que realmente no pretendiese decir eso y que yo realmente no le creyese no hacía diferencia. Por supuesto, ella no quería sacrificar su logro, su trabajo por mí –¿por qué hubiera debido hacerlo?—. Compartió lo que pudo conmigo haciéndome partícipe de los placeres y las angustias de la escritura, la excitación intelectual, el lenguaje profesional ... y eso es todo. Ningún altruismo angelical. Cuando yo empecé a publicar, compartimos eso. Y continuó escribiendo; a los 80 me dijo, sin amargura, “Desearía haber empezado antes. Ahora no hay tiempo”. Estaba trabajando en su tercera novela cuando murió.
En lo que a mí respecta: yo he desobedecido flagrantemente la regla de libros o bebés, habiendo tenido tres niños y escrito cerca de veinte libros, gracias a Dios no fue al revés. Por fortuna de raza, clase, dinero y salud, pude manejar la treta de la doble cuerda floja y especialmente por el sostén de mi compañero. El no es mi esposa, pero otorgó al matrimonio un sentimiento de ayuda mutua como su base diaria, y sobre esa base se puede realizar mucho trabajo.
Nuestra división del trabajo era convencional; yo era encargada de la casa, la cocina, los niños y las novelas, porque yo lo quería, y él era el encargado de ser un profesor, del auto, las cuentas y el jardín, porque él quería. Cuando los niños eran bebés yo escribía de noche; cuando empezaron la escuela escribía mientras estaban allí; en estos días escribo como pasta una vaca. Si preciso ayuda él me la brinda sin hacer de eso un enorme favor, y –éste es el hecho central– nunca me envidió el tiempo que pasé escribiendo, o los beneficios de mi trabajo.
Ese es el asesino: la codicia mortal, la envidia, los celos, la sospecha que tan a menudo un varón es capaz de sentir, es entrenado para sentir, en contra de cualquier cosa que haga una mujer que no sea hecha en su servicio, para él, para alimentar su cuerpo, su comodidad, sus hijos. Una mujer que intenta trabajar en contra de la envidia encuentra las bendiciones transformadas en maldiciones; debe rebelarse y continuar sola, o caer silenciosa en la deseperanza. Cualquier artista debe esperar trabajar en medio de la total, racional indiferencia de todas las demás personas hacia su trabajo, por años, tal vez de por vida: pero ningún ni ninguna artista puede trabajar bien en contra de la resistencia vengativa, diaria, personal. Y eso es exactamente aquello que muchas mujeres artistas obtienen de las personas que las aman y con las que conviven.
Escapé de todo aquello. Era libre: nacía libre, viví libre. Y por años esa libertad personal me permitió ignorar el grado en que mi escritura era controlada y limitado por juicios y suposiciones que pensé eran míos, pero que eran la internalización de la ideología de una sociedad con supremacía masculina. Incluso, cuando subvertía las reglas, disfracé mis subversiones de mí misma. Me llevó años darme cuenta que elegí trabajar en géneros tan marginales y despreciados como la ciencia ficción, fantasía, y literatura para jóvenes, precisamente por estar excluida de la supervisión crítica, académica, canónica, dejando a la artista libre; me tomó diez años más llegar a tener el juicio y el valor para ver y decir que la exclusión de los géneros de la “literatura” es injustificada, injustificable, y no un problema de calidad sino de política. Sucedió lo mismo en mi elección de temas: hasta mediados de los 70 escribí mi ficción sobre aventuras heroicas y futuros de alta tecnología, varones en la antesala del poder, varones –los varones eran los personajes centrales, las mujeres eran periféricas, secundarias–. “¿Por qué no escribes sobre mujeres?” preguntó mi madre. “No sé cómo”, dije.
Una respuesta tonta pero honesta. No sabía cómo escribir sobre mujeres –muy pocas de nosotras saben– porque pensaba que aquello que los varones había escrito sobre las mujeres era la verdad, era la verdadera forma de escribir sobre las mujeres. Y yo no podía.
Mi madre no pudo darme aquello que precisaba. Cuando el feminismo resurgió ella lo odió, lo llamaba “aquellas mujeres libertinas”, aunque fue ella quien me había conducido años antes hacia lo que necesitaría y necesité, hacia Virginia Woolf. “Nos repensamos a través de nuestras madres”, y tenemos muchas madres, aquéllas del cuerpo y aquéllas del alma. Precisaba lo que el feminismo, la teoría feminista y la crítica y la práctica podían ofrecerme. Y puedo sostenerlo en mis manos –no sólo Tres guineas, mi tesoro en los días de la pobreza, sino ahora todo el valor de The Norton Anthology of Literature by Women y las casas de reimpresiones y las editoriales de mujeres–. Nuestras madres nos han sido devueltas. Esta vez, apoyémonos en ellas. Es el feminismo que me ha dado el poder de criticar no sólo a mi sociedad y a mí misma, sino –por un momento– el feminismo mismo. El mito de libros o bebés no es solamente una consigna misógina, puede serlo también feminista.
Algunas de las mujeres que más respeto, escribiendo para publicaciones de las que dependo para mantener mi sentido de la solidaridad y esperanza femeninas continúan declarando que es “virtualmente imposible para una heterosexual ser feminista”, como si la heterosexualidad fuese heterosexismo; y que la marginalidad social, como la de las lesbianas, las sin hijos, las negras o las mujeres indígenas americanas, “parece ser necesario” para integrar al feminismo. Aplicando estos juicios a mí misma y creyendo que como mujer que escribo debo ser feminista para ser una semilla valiosa, me encuentro, una vez más, excluida-desaparecida. La exposición racional de las exclusionistas, según entiendo, es que el privilegio material y la aprobación social que nuestra sociedad garantiza a la esposa heterosexual, y particularmente a la madre, evita su solidaridad para con mujeres menos privilegiadas y la aísla del tipo de enojo y del tipo de ideas que llevan a la acción feminista.
Hay verdad en esto; tal vez es cierto para muchas mujeres, puedo oponerme sólo con mi experiencia: que el feminismo ha sido una necesidad de salvación vital para las mujeres entrampadas en el “rol” de esposa y madre. ¿En qué consisten el privilegio y la aprobación acordadas a la madre-ama de casa por nuestra sociedad? ¿En ser objeto de múltiples publicidades? ¿En ser responsabilizadas absolutamente por los psicólogos de la salud mental de los niños, y por el gobierno de su bienestar, mientras somos equiparadas con pasteles de manzanas por sentimentales atizadores de guerra? Como un “rol” social, la maternidad, para cualquier mujer significa simplemente que ella hace todo lo que hacen las demás personas, además de criar a los niños.
Empujar nuevamente a las madres a la “vida privada”, un espacio mítico inventado por el patriarcado, en la hipótesis de que su aceptación del “rol” de madre las invalida para responsabilidades públicas, políticas, artísticas, es como jugar al juego del viejo de nadie (de la poesía de William Blake) bajo las reglas de él y de su lado.
En Writing beyond the Ending, Du Plessis muestra cómo las mujeres novelistas escriben sobre las mujeres artistas: la hacen una fuerza ética, una activista tratando “de cambiar la vida en la cual también ella está inmersa”.(16)
Tener y criar hijos es estar casi tan inmersa en la vida como una puede estar, pero no siempre implica que una se ahogue; muchas de nosotras podemos nadar.
Cada vez que leo una versión de este ensayo alguien toma este punto y me dice que estoy sosteniendo el síndrome de la supermujer, diciendo que una mujer debería tener hijos, escribir libros, ser activista política y hacer un sushi perfecto. No estoy diciendo esto. A todas se nos pidió que fuéramos super-mujeres; no lo estoy pidiendo, lo hace nuestra sociedad. Todo lo que puedo decirles es que creo que es mucho más fácil escribir libros mientras criamos a los hijos que criar a los hijos mientras trabajamos de 9 a 17 horas, y además cuidamos la casa. Aunque esto es lo que nuestra sociedad, al sentimentalizar a la Madre y a la Familia, exige a muchas mujeres –a no ser que les niegue cualquier trabajo y las deposite en el Bienestar Público y diga “Eduque a sus hijos con bonos para alimento, Madre, podríamos necesitarlos para el Ejército”–. Hablando acerca de super-mujeres, ésas son supermujeres.
Esas son las madres atrapadas contra la pared. Esas son las mujeres marginales, sin privacidad ni publicidad y es por ellas más que por cualquier otra que la mujer artista tiene la responsabilidad de “tratar de cambiar la vida en la cual también ella está inmersa”.
Retorno ahora a la orilla del lago, donde se encuentra sentada la pescadora, nuestra escritora que tendrá que hacer regresar pronto a su imaginación porque estaba profundamente hundida ... la imaginación se seca, se abotona la blusa y viene a sentarse al lado de la pequeña, la hija de la pescadora. “¿Te gustan los libros?” dice y la niña contesta, “Oh, sí. Cuando era bebé acostumbraba comerlos, pero ahora puedo leer. Puedo leer todos los de Beatrix Potter yo solita, y cuando crezca voy a escribir libros, como mamá”.
“¿Esperarás a que tus hijos crezcan, como Jo March y Theodora?”
“No creo”, dice la chiquilla. “Iré directamente y lo haré”.
“¿Entonces harás como Harriet y Margaret y tantas Harriets y Margarets han hecho y continúan haciendo; lucharás durante la flor de tu vida tratando de realizar los dos trabajos de jornada completa que son incompatibles en la práctica, aunque pueden ser mutuamente enriquecedores para la vida y el arte?”
“No lo sé”, dice la niña. “¿Tengo que hacerlo?”
“Sí”, dice la imaginación, “si no eres rica y deseas hijos”.
“Puedo desear uno o dos”, dice la hija de la razón. “Pero ¿por qué las mujeres tienen dos trabajos y los varones sólo tienen uno? No es razonable, ¿No es cierto?”
“¡No me preguntes!” estalla la imaginación. “Puedo pensar en una docena de mejores acuerdos antes del desayuno, ¿pero quién me escucha?”
La niña suspira y observa a su madre pescando. La pescadora, que se había olvidado de que su línea ya no tiene a la imaginación como anzuelo, no está pescando nada, pero disfruta la pacífica hora; y cuando la niña vuelve a hablar, lo hace suavemente.
“Dime tía, ¿qué es lo que una escritora debe tener?”
“Te lo diré”, dice la imaginación. “Aquello que una escritora debe tener no son bolas. Tampoco es un espacio sin hijos. Tampoco es, hablando estrictamente de lo evidente, un cuarto propio, aunque es una ayuda admirable, como lo es el buen deseo y la cooperación del sexo opuesto, o al menos de su representante local en la casa. Pero no necesita tener eso. Lo único que una escritora debe tener es lápiz y papel. Eso es suficiente, mientras ella sepa que ella y sólo ella es la responsable de ese lápiz y responsable, ella y sólo ella, por lo que escribe en el papel. En otras palabras, que es libre. No enteramente. Nunca enteramente libre. Quizá muy parcialmente. Tal vez sólo en este único acto, este sentarse por un momento robado siendo una mujer que escribe, pescando el lago de la mente. Pero en esto, responsable; en esto, autónoma; en esto, libre”.
“Tía”, dice la niña, “¿puedo ir a pescar contigo ahora?”


Notas
(1) Virgina Woolf, Jacob’s Room (New York: Harcourt Brace Jovanovich, s.f.), p. 7.
(2) La edición de Mujercitas que usé era de mi madre y ahora de mi hija. Fue publicada en Boston por Little, Brown, sin fecha pero alrededor del fin del siglo. Los excelentes dibujos de Merril se han reproducido en otras ediciones.
(3) Rachael Blau Du Plessis, Writing beyond the Ending: Narrative Strategies of Twentieth-Century Women Writers (Bloomington: Indiana University Press, 1985).
(4) Louisa May Alcott, Life, Letters, and Journals (Boston: Roberts Brothers, 1890). Los pasajes citados están en las páginas 203, 122 y 125.
(5) Charles Dickens, Bleak House (New York: Thomas Y. Crowell, s.f.), p. 41.
(6) Harriet Beecher Stowe, 1841, citado en Tillie Olsen, Silences (New York: Dell, Laurel Editions, 1983), p. 227.
(7) Este y los pasajes siguientes son de la Autobiography and Letters of Mrs. Margaret Oliphant, editada por Mrs. Harry Coghill (Leicester: Leicester University Press, The Victorian Library, 1974), pp. 23, 24.
(8) Joseph Conrad, citado en Olsen, p. 30.
(9) Alicia Ostriker, Writing Like a Woman, Michigan Poets on Poetry Series (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1983), p. 126.
(10) Una discusión particularmente regocijante sobre este punto es el ensayo “Writing and Motherhood” [“Escritura y maternidad”] de Susan Rubin Suleiman en The (M)other Tongue: Essays in Feminist Psychoanalytic Interpretation (compilado por Garner, Kahane & Springnethen, Ithaca: Cornell University Press, 1985). Guleinman hace una corta historia de la teoría de libros o bebés del siglo XIX y su refinamiento en el siglo XX por psicólogas como Helen Deutsch, advirtiendo que “le tocó al psicoanálisis transformar la obligación moral en ‘ley’ psicológica, igualando el impulso creativo con el procreativo y decretando que aquélla que tiene un niño no siente la necesidad de escribir libros”. Suleinman presenta una crítica al cambio de línea feminista sobre esta teoría (aquélla que tiene un libro no siente la necesidad de tener hijos) y analiza el pensamiento feminista francés sobre la relación entre escritura y femeneidad/maternidad.
(11) Käthe Kollwitz, Diaries and Letters, citado en Olsen, pp. 235, 236.
(12) Esta conferencia, conocida en su versión revisada como “Professions for Women” y así titulada en los Essays, fue pronunciada el 21 de enero de 1931 a la London National Society for Women’s Service, y se puede encontrar entera con todas las omisiones y lecturas alternativas en la edición de Mitchell Leaska de The Pargiters, de Virginia Woolf (New York: Harcourt Brace Jovanovich, 1978).
(13) Ostriker, p. 131.
(14) Margaret Drabble, The Millstone (New York: NAL, Plume Books, 1984), pp. 122-123. También publicado con el título Thank You All very Much.
(15) Carol Gilligan me ha ayudado en la comprensión de este tema en In a Different Voice (Cambridge: Harvard University Press, 1982), y también Jean Baker Miller en su libro modestamente revolucionario Toward a New Psychology of Women (Boston: Beacon Press, 1976). La tesis de Gilligan, expresada muy brevemente, es que nuestra sociedad desarrolla varones para pensar y hablar en términos de derechos, y mujeres en términos de sus responsabilidades, y que las psicologías convencionales han evaluado implícitamente la imagen “masculina” de una jerarquía de valores como “superior” (jerárquicamente por supuesto) a la imagen “femenina” desde una red de responsabilidades mutuas. En consecuencia para un varón es (relativamente) fácil defender su “derecho” de verse libre de relaciones y dependencias, a la Gaughin, mientras las mujeres no tienen garantizada, y no se garantizan unas a otras, ninguno de estos derechos, eligiendo vivir como una parte de un complejo sistema en el que la libertad se logra, si se logra, mutuamente. Volviendo al asunto desde este ángulo, una puede observar porqué no hay o hay muy pocos “Grandes Artistas” entre las mujeres, cuando el “Gran Artista” es definido como inherentemente superior a y no responsable hacia otras personas.
(16) Du Plessis, p. 101.

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