Vicente Risco - "Dédalus en Compostela (Pseudoparáfrasis)"

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Novelista, cuentista y ensayista gallego. Está considerado uno de los padres del galleguismo (en su versión místico-nacionalista). Toda su obra está marcada por sus posiciones políticas (con las dosis racistas que corresponden a las posiciones nacionalistas). Sus obras más conocidas, al menos fuera de Galicia, son "Satanás. Historia del diablo", una interesantísima mezcla de ensayo y literatura fantástica y "El cerdo de pie" (aquí en gallego), una exposición perfecta, en forma de novela satírica, de lo que es el caciquismo.
Este texto, de 1929, se encuentra publicado en "Leria", un volumen que recoge diferentes trabajos de Risco escritos antes de la guerra civil.
La traducción es de Mónica Fernández Valencia.

Lo que voy a contar sucedió como os lo cuento una mañana de frío seco, jueves, día de la Ascensión de Nuestro Señor del año 1926 de la Era Cristiana, ciento veinte años después de la invención del Cuerpo del Santo Apóstol Sant Iago Zebedeo, y teniendo el autor de este escrito cuarenta y un años.
Día nebuloso y fresco, con mucho ganado en Santa Susana, y mozas de trenza con una lazada en la cola andando por las calles de tienda en tienda.
Fue la segunda vez que encontré a Stephen Dédalus. Él ya había estado aquel invierno en mi despacho de Ourense, Santo Domingo, 47-2º, en cuerpo y alma, con su barba y sus anteojos, y la solapa del sobretodo subida, con sombrero negro, y de una forma que parecía que iba de luto, sin estarlo… Lo cierto, para decir verdad, es que esta presencia tomó realidad en el tercer mundo de los tres mundo interiores de cada hombre, que sepamos: Mundo sensible, Mundo inteligible, Mundo imaginable (según algunos: previsible), triple, micro y quizás no macrocosmos – por lo menos así pensaba yo en aquel tiempo –; pero para el caso que nos ocupa, tanto tiene, además de que siempre será una casta conocida y no nueva de realidad del tercer mundo… Ocupada la camilla por los que jugaban al mahojongg , mis cómplices en el pecado de orientalismo, Stephen Dédalus se acomodó en la gran mesa Biedermaer, copiada de un modelo alemán, y lleno de libros, revistas, folletos, papeles , boletines, cartas, tarjetas, secantes, colillas y un doble decímetro que sirve para poner la escala a las plantas de las iglesias románicas. Solamente que cuando estuvo en mi casa, tenía Stepphen cuarenta años bien cumplidos, y cuando lo encontré en Sant Iago un tiempo después, tenía diecinueve años, misterio que bien se hubiera podido intuir sin hacer cuentas sobre la relación matemática de los años de Stephen Dédalus con los años de Leopldo Bloom; es suficiente ponerse en la realidad de las cosas y ya está, porque resulta probado que no sólo una reversión del tiempo es teóricamente posible en la física matemática, sino que verdaderamente tal revisión acontece realmente en el ensueño, de donde se deduce que el espíritu puede leer en el libro del tiempo para atrás y para adelante, tal y como se leen las escrituras arias, o tal como se leen las escrituras semíticas, sin que el escrito pierda su significado, aunque quizás el misterio del acontecer se hubiera puesto claro para aquel que lo hubiera sabido leer de arriba para abajo, como se leen las escrituras mongólicas.
Tampoco creo yo que sea extraño encontrar a Stephen en Compostela, donde pueda que haya más de uno.
El caso fue como lo voy a referir: salí de una tienda de ultramarinos de la Azabachería , toda llena de latas ordenadas como los libros de una biblioteca. El parecido no está solamente en el orden de los estantes; está más aún en que las latas con sus etiquetas y rótulos y con lo que llevan dentro, tienen algo de Historia Natural, donde la Naturaleza está tan muerta como las latas y en los cuadros hay muchos pintores, tanto de los que pintan naturalezas muertas, como de los que pintan naturalezas vivas que salen muertas. Di la vuelta por la Praza do Pan, al lado de Cervantes, seccionado y estilista, está en el medio de la fuente, objeto de arte propio para premio de Certamen Literario, si no hubiese sido el coste del acarreo, y tomé por el Preguntoiro, y después de una pausa en el 32, bajo, tienda de óptica, bajé por la Calderería, y después por Tras de Salomé hacia la Rúa Nova. Atravesé el Pórtico de Salomé, sacando el sombrero al pasar delante de la puerta, y en la librería de al lado estaba Stephen.
Hora y media anduvimos en amor y compañía por debajo de los arcos de la Rúa Nova, en aquel momento desiertos y apropiados para que el espíritu camine más de lo que caminan los pies, para dejarlo volar como una cometa, siempre uno teniendo cuenta de la cuerda, sin frenar de más.
Triste como de costumbre, Stephen hablaba: y yo hablaba con él, sin miedo alguno, y voy a poner aquí nuestra conversación para instrucción de los descarriados.
Y dijo Stephen Dédalus:
— Ya sé que no te extraña el verme aquí. Comprendes que yo sea el último romero de Sant Iago. Deseo que mi cuerpo descanse al lado del Apóstol, porque bien visto, ya poco me queda por hacer en el mundo, más que morir, y moriré aquí, como Gaiteros de Mormaltán, o como Guillermo de Aquitania. Quiero descansar en vuestra cueva, ser enterrado aquí con vosotros y con vuestra alma. De aquí en adelante, ya no vendrán aquí más turistas: el tiempo de los peregrinos ha pasado para siempre. Yo quiero se el último.
Y dije yo:
— Quiero que me expliques tres cosas: primera, por qué, siendo así que tú andas por el mundo huyendo de la Cruz, vienes aquí en busca de la sombra del Santuario. Segunda, por qué, si buscas el Santuario no lo buscas en tu tierra. Tercera, por qué, si huyes de los hombres de tu raza, vienes aquí, entre los hombre de tu raza.
Dijo Stephen Dédalus:
— Cada una de las tres preguntas que haces contienen además un supuesto, y la pregunta depende de este supuesto, porque piensas que hay contradicción entre ese supuesto y mi conducta. En la primera pregunta, el supuesto es cierto y verdadero. Yo ando por el mundo huyendo de la Cruz: ni en la vida ni en la muerte quiero ser de la Santa Compaña.
Dije yo:
— Eso prueba que tú sabes lo que representa el misterio de la Santa Compaña, que no es más que la Iglesia Padeciente que se hace visible para las almas perdidas de todo, lo cual hasta cierto punto viene a ser equivalente. Pero, entonces, debes saber también, porque si no te lo ha enseñado la sencillez, te lo enseñará ahora la picardía, que cuando un caminante encuentra la Santa Compaña, para que no le metan la Cruz, abre los brazos en cruz, y grita: ¡Ésta es mi Cruz!
Dijo Stephen Dédalus:
— Ni tan siquiera necesito abrir los brazos: yo soy mi Cruz. Yo soy mi penitencia, mi pena, mi castigo, mi verdugo, mi condena.
Dije yo:
— Distingamos: cuando uno anda con la Cruz, mengua el cuerpo y desfallece el alma, pero se salva el hombre. Que ya sabes que el hombre real y verdadero no es el cuerpo solo ni el alma sola, sino lo compuesto de alma y cuerpo, y por eso es por lo que está dispuesta la resurrección de la carne.
Dijo Stephen Dédalus:
— Bien sé. Pero detrás de la Cruz anda siempre el diablo. Al hijo del ladrón de Armenteira, cuando fue a devolver la Cruz que había robado el padre, y le fallaban las fuerzas en el camino, el diablo lo ayudó hasta que dejó la Cruz en la iglexia, pero tan pronto la hubo devuelto, se lo llevó el diablo... Pero si yo soy mi Cruz, ¿como me voy a separar de ella para que me lleve el diablo?
Dije yo:
— Cuando un hombre, por llevar con él cruces o reliquias, no puede entrar en el infierno, está buscando un alma caritativa que le quite la Cruz que lleva.
Dijo Stephen Dédalus:
— Pero yo, lo único bendito que llevo conmigo es mi sangre celta. Mientras no me quiten mi sangre celta, no me podré separar de la Cruz; en mi sangre está mi Cruz, y mientras mi voluntad reniega de la Cruz, mi sangre va hacia ella, y con ella como la savia de un árbol desramado en la fuerza de la vida en primavera: porque nuestra raza es también un árbol desramado, es también un Cristo clavado en la Cruz derramando sangre; debajo de las águilas nuestra raza es la viva imagen de Cristo crucificado. Aquí tienes la solución a el primero de los tres problemas que me has puesto: yo voy por el mundo huyendo de la Cruz, sin que mi sangre me permita separarme de ella, sino que constantemente tira de mi hacia el Santuario. He aquí la primera razón, que es la razón psicológica; pero hay aún otra razón que es la razón metafísica: ya el dicho vulgar que he citado antes, respondiendo a tu segundo argumento, nos dice que detrás de la Cruz está siempre el diablo. En efecto, el diablo no se puede separar completamente de Dios, así yo, que soy del diablo, tampoco me puedo separar mucho de la iglesia. Siento algo que tira de mi hacia ella, hacia la liturgia, hacia la teología hacia la filosofía escolástica, hacia la erudición conventual, hacia la disciplina de los claustros: no me puedo escapar de ese circo mágico, por mucho que haga...
Dije yo:
— La paulina que lleva el diablo Satanás es la de ser una criatura de Dios.
Dijo Stephen Dédalus:
— Por eso quiere siempre el mal y siempre hace el bien.
Dije yo:
— Nunca he comprendido bien ese dicho de Goethe. Lo que sucede es que el poder del mal es limitado. El cohete huye de la tierra hasta que se acaba la pólvora de la subida.
Stephen Dédalus se calló, y yo también permanecí callado. Continuamos caminando hacia el Toural. En la esquina, en frente al puesto en donde venden los periódicos, paramos un momento. Algunos pasaban por debajo de los arcos del cantón, viniendo de las Orfas. En es momento saqué un cigarro y le ofrecí otro a Stephen. No lo quiso.
— No se debe fumar. El tabaco es un veneno y el fumar un gasto tonto. Ni se debe fumar ni beber. Hay que conservar el cuerpo sano y limpio. Debemos combatir todas las debilidades de la voluntad.
Dije yo:
— Pero el diablo aconseja los vicios. Dijo él:
— Era en otro tiempo; ahora ya no. Yo no tengo vicios. ¿Para qué los quiero? Aunque te parezca mentira, hoy los hombres tienen cada vez menos vicios, porque ya nos les hacen falta. Encontrarás a muchos que no fuman, ni beben vino, y también bastantes que no comen carne. En cuanto a otros pecados, repararás en que se estilan mucho más en hombres de edad avanzada. La juventud es mucho menos pecadora de lo que era en tu época... Y esto tiene fácil explicación: el vicio ya no sirve para condenar a los hombres. Los de antes, siendo más fuertes y resistentes, soportaban incluso de ancianos una vida de vicio y podían morir sin arrepentimiento; los de ahora, que conservan la salud a base de régimenes dietéticos, de higiene y de deporte, podrán llevar algunos años mala vida, pero su cuerpo enseguida se cansa, y tienen que volver al redil. Esta es la razón física. La razón metafísica es que el vicioso, a fin de cuentas, es un hombre que acepta los dones de Dios; podrá abusar de ellos, podrá ser egoísta y desagradecido, podrá ser hipócrita, pero no es soberbio. El soberbio no tiene vicios, el soberbio es pulcro e impecable. Por esta razón, los hombres, conforme se vayan alejando de Dios, tendrán menos vicios, y por eso ves triunfar las Sociedades de la Templanza y las instituciones fomentadoras de la moral pública. Ya verás como se prohibirá la prostitución, se perseguirá el opio y la morfina y la cocaína, y no habrá ni bailes, ni teatros, ni cabarés. Los hombres futuros serán abstemios, vegetarianos, castos, honrados, tolerantes, bien pensados y bien hablados, y las mujeres honestas y trabajadoras. Parecerán santos y serán verdaderos condenados.
Dije yo:
— Ya dicen que el Anticristo imitará a Cristo.
Dijo él:
— Estamos divagando. Vamos con tu segunda pregunta, de por qué no busco el Santuario en mi Tierra. Respondo: de la misma manera que huyo de la Cruz, huyo también de mi raza. Primero, porque la raza es un vínculo y yo quiero ser libre; segundo, porque mi raza es la viva imagen de Cristo y yo quiero ser la imagen del Anticristo. Respondo aún: de la misma manera que huyo de mi raza, huyo de mi tierra. Primero, porque mi alma se ahogaba en ella...
Interrumpí yo:
— Eso le pasa a todos los literatoides de provincia. Cuanto más pequeña es el alma, más espacio se quiere.
Dijo él:
— Por cierto. No puedo negar que me parezco a los literatoides de provincia. Ya sé que es un defecto, una pena. No sería quien soy sino estuviera sucio; por eso no podría haber nacido mujer.
Dije yo:
— No me compares con aquel pobre hombre, que según León Bloy, no mereció ir al infierno. Yo soy otra cosa: de voluntad propia, con toda conciencia, lleno de juicio, con mi carne mortal entera, con mis cinco sentidos corporales, con las tres potencias de mi alma, he escogido la condena. Tengo ya medio cuerpo sumergido en el infierno; de un momento a otro, mi padre adoptivo de allá abajo tirará por mi, y abur!... No me interrumpas más, si quieres que te responda a las preguntas. Mi tierra era para mi un nudo de silencio en la garganta, una mortaja en el cuerpo, y unos grilletes en los pies y en las manos. Además aquellos hombres quieren ser, y yo quiero el no ser; aquellos sueñan y construyen una patria, y yo son el hombre que no se ha querido arrodillar delante de su madre muerta.
Dije yo:
— También por aquí hai muchos como tú.
Dijo él:
— Ya lo sé. Ya no necesitas que te explique la tercera pregunta.
Dichas estas palabras, continuamos los dos en silencio hasta el final de la calle Sonorosa de tan callada. Después por la Conga, la Quintana, las Praterías, la Praza do Hospital – Montero Ríos estaba aquel día invisible – y por debajo del arco, de nuevo la Azabachería, y un poco por los soportales que están sobre el patio de la Catedral.
Stephen Dédalus volvió a hablar:
— No sé, pero parece que yo siento, deambulando por estas calles, algo que camina hacia el no ser. ¿Qué sueño es el que envuelve estas piedras?... Aquí he encontrado gente que no sueña, y pienso que no les va mal. No llevan viento en la cabeza, discurren demasiado bien, se puede hablar con ellos, porque al mismo tiempo no se asustan con nada.
Dije yo;:
— ¿Esos son los que te gustan?
Dijo Stephen:
— No me hacen mal, me dejan descansar. Uno puede morir tranquilo entre ellos.
Dije yo:
— Mucho les quieres...
Dijo Stephen:
— Por eso que has dicho antes es por lo que yo, habiendo huido de los hombres de mi tierra, vengo aquí a buscar a los hombres de mi raza. Mira: allá, en mi tierra, mis hermanos caminan hacia el ser. Aquí todo camina hacia el no ser, por voluntad y por industria de estos mis hermanos de aquí. Estos son los míos. Vengo aquí a disfrutar del suicidio de mi raza. Por eso, porque aquí todo conduce a la perdición, quiero venir aquí a morir, viviendo entre muertos mis últimos días. La de ellos, que ya no soy de aquí, es mi verdadera patria.
Dije yo:
— Será patria de los sin patria.
Dijo Stephen:
— Mi patria es la patria de los sin patria.
Dije yo:
— Los sin patria no son dignos de amor.
Stephen Dédalus quiso que fuera a tomar café con él en el Quiqui Bar.
Dije yo:
— ¿Por qué en ese café precisamente?
Dijo Stephen:
— Porque tiene una arquitectura odiosa.
Dije yo:
— Vulgar, nada más.
Dijo Stephen:
— No es así. Aquella arquitectura desarrolla bastante bien la contra-estética.
Dije yo:
— Hay que distinguir entre contra-estética y an-estética. La primera, inconsciente e involuntaria, es un fenómeno universal de nuestros días: está en manos de cualquiera que tenga dinero, como cualquiera dictador oriental, se llame Mustafá o Amanullah, la segunda no puede ser percibida más que por naturalezas geniales como Le Corbusier: esas casas que hace Le Corbusier, que parecen cómodas con cajones abiertos, son la an-estética realizada en arquitectura. Una y otra se oponen a la belleza: la an-estética la suprime, la contra-estética la estropea. Es el caso del Quiqui Bar... También me gusta una casa que hay en el Preguntoiro, y algunas otras más.
Dije yo:
— La belleza es algo que viene de Dios.
Dijo Stephen:
— Por eso hoy los hombres la quieren despreciar de todo... Pero vamos a la Catedral. Yo disfruto corriendo riesgos, por eso estoy siempre alrededor de la pila del agua bendita: bebería de ella de buena gana, como el caballo de Almanzor...Si no estuviera llena de microbios...
Dije yo:
— Pero el demonio disfruta en lo podrido y en la porquería.
Dijo Stephen:
— También eso era en otros tiempos. El diablo se ha hecho ahora muy pulcro. He aquí la palabra.
Dije yo:
— Esa palabra la emplean aquí todos los filósofos.
Dijo Stephen:
— Ya lo sé. Pero esta palabra de cuarto de baño, que evoca el grifo, el water-closet, el irrigador, el bidé y el rollo de papel, les viene del materialismo práctico. En cuanto a lo podrido, el diablo no lo puede amar, porque es la descomposición de la materia, y además porque, por un lado, lo podrido produce una nueva vida, y por el otro, porque en ella, como en el sufrimiento, la materia se espiritualiza: es el caso tan conocido del Cristo de Grünewald y del cuadro de Valdés Leal en el Hospital de la Misericordia de Sevilla...
Cruzábamos el patio de la Azabachería. Entramos en la Catedral, dimos la vuelta por el Pórtico da Gloria, sin mirar Stephen tan siquiera para las figuras. Solamente girando para el lado de la Epístola y mirando la pared lisa, dijo:
— Este es el lugar de San Cristovo. Aquí no está; vosotros, sin embargo, lo tenéis en Ourense. Dicen que San Cristovo tenía cara de perro; el que me ha de llevar a mi tiene cara de conejo...
Anduvimos hacia la cabecera y entramos en la girola. La pequeña puerta por donde se baja al sepulcro estaba abierta, y bajamos los dos.
Delante del arca de plata, las luces ardiendo quietas e inmóviles, que alumbran sin que se sienta arder, parecen lámparas perpetuas. Stephen enmudeció en la entrada, y se puso blanco como el papel. Con la voz temblorosa y baja, dijo enseguida:
— No. Vámonos, vámonos de aquí. Enseguida.
Salimos, y cuando se compuso, dijo:
— No puedo estar abajo. Allí hay algo; de allí sale una fuerza que no puedo soportar.
Dije yo:
— Se siente la eternidad del Espíritu y la eternidad de la Tierra. Observa entonces que no importa lo que hagan los descastados, porque no podrán suprimir lo que es eterno en la mente de Dios. La Tierra es eterna en el recuerdo, y el alma es de la naturaleza del recuerdo que es su esencia, y el lugar del recuerdo es el Entendimiento divino, realidad de las realidades. Ahí debajo tenemos la promesa de que el recuerdo se reencarnará, y da igual que las almas de hoy estén olvidadas, porque esas almas no estarán siempre en este mundo, y otras vendrán, y algunas ya están aquí, anunciando los tiempos. Y tus tiempos pasarán, y hasta puede ser que aún antes de que mueras veas la confusión y el error en tu camino.
En este momento ya se había repuesto Stephen, y respondió:
— Mi camino está escogido de una vez para siempre. Es igual que sea bueno como ruin. Si es una cosa o la otra, ni tú lo sabes, ni yo tampoco. Para cualquier lado que me lleve, iré sin remordimiento. Lo que de verdad digo es que ahí abajo no hay más que una cueva en donde todo recuerdo y toda esperanza quedan enterradas para siempre. Por eso, aunque huyo de ella, yo amo esa cueva, y desde aquí la piso con mis pies.
Dije yo:
— Aunque así fuera, olvidas la resurrección de la carne y la restauración que vendrá de todas las cosas en el tercer Reino: la Apocatástase.
Dijo él:
— Eso huele a doctrina platónica. Y tú también dijiste una vez que nosotros no podíamos comprender a Platón.
Dije yo:
— Pero podemos comprender a San Agustín.
Dijo él:
— Lo que digo yo es que el tercer Reino será el del Anticristo.
Dije yo:
— Eso no es un convencimiento, sino un deseo. Comprendo perfectamente que el que escogió el infierno quiera que todos vayan a él, que es lo que quiere Satanás.
Dijo él:
— Sí lo quiere, pero es por amor. Satanás ama a los hombres con amor infinito, y quiere que todos sean para él. Las penas del infierno son los espasmos del amor sádico de Satanás. Desde que uno lo empieza a servir, ya empieza a sufrir, porque Satanás es una fuente sin fin de amor que mana siempre sin agotarse, y como no tiene más que dolor, solo da dolor. Yo que me he entregado a él sin pacto, por libre donación graciosa de mi ser, no por eso he quedado sin paga: llevo conmigo su don; me dio el desasosiego para siempre. Lo que yo comencé a sentir cuando aún era un santo en la Isla de los Santos y que me lleva por el mundo huyendo del recuerdo que viene siempre conmigo como un mal destino, punzante en el corazón como aquel clavo que llevaba Rosalía... Tengo miedo de que este recuerdo no me deje entrar en el infierno, como el hábito de los amortajados, quisiera dejar fuera toda mi sangre, toda la substancia de mis células... Conozco un cura, cerca de Ferrol, que estudió las ciencias ocultas. Quizás él, por el poder de la magia negra liberal que todo lo hace, pueda evocar a el vampiro que deje mi cuerpo reseco como la momia de aquel Faraón que pagó en la aduana inglesa como pez seco, según cuentan Eça de Queiroz y Dimitri Merejkwski; pero poco importa, porque no hai un ápice de mi cuerpo que no sea de sustancia gaélica, ¿Y después de todo, si no hubiera infierno? ¿Y que más da que el infierno esté en el centro de la tierra que que esté aquí?
Después golpeó con una mano en la columna, y dijo:
— La piedra de granito es muy dura, bien apretada, resiste bien. Parece que para ella no hay tiempo. El tiempo que roe, que deshace y que despedaza. El otro todo es fácil en esta tierra; pero no habrá en el mundo quien quiera hacer el gasto necesario para destruir estas piedras con dinamita. ¿Cuántas toneladas harían falta?. Esto parece una revuelta de la materia contra Satanás. He aquí otro punto difícil que me preocupa.
Dije yo:
— Antes desharás la piedra grano a grano, que mates el espíritu que vive en ella y que la mantiene levantada. Echa abajo todas estas torres y todas estas columnas: el espíritu volverá a levantar otras tantas; quema todos los libros; el espíritu volverá a hacer otros nuevos. Y contra el espíritu nada puede Satanás.
Dijo él:
— Contra el espíritu combate el espíritu. Satanás es una parte del espíritu rebelada contra el espíritu todo.
Dije yo:
— Ese esfuerzo de negación y de rebelión está destinado a perderse en el propio vacío que está buscando.
Dijo él:
— En eso está su triunfo.
Dije yo:
— Y en esto está el fondo de la paz última.
Entonces Stephen Dédalus y yo hicimos las paces. Stephen sumergió los dedos en la pila de agua bendita y me la ofreció, y yo hice la señal de la Cruz.
Puede que alguien considere apócrifas estas declaraciones de Sttephen Dédalus. El no las negará, porque aún que todos seamos hipócritas en este mundo cuando hablamos de nosotros mismos, Stephen Dédalus no debe ser hipócrita, sino quiere dejar de ser soberbio. En cuanto a los demás, yo no respondo de la autenticidad empírica de estas declaraciones; respondo de su absoluta necesidad metafísica. No necesitamos más que unir lo que sabemos de Stephen, para deducir lógicamente, con seguridad crítica, todas y cada una de las palabras que en este escrito son expuestas. Además, yo no soy tampoco culpable de haber leido de pe a pa el Portrait of the Artist as a young man, que el mismo Dédalus me obligó a comprar aquel día en la tienda de libros de la Rúa Nova. Puede también que Stephen Dédalus hablara de otra manera en Dublín o en Zurich; en Compostela estoy seguro de que habló como yo digo, y no habría podido hablar de otra manera, sin dejar de ser él quien es según el Portrait, y sin dejar de ser lo que es Compostela según la verdad.
También es cierto que por las circunstancias especiales de mi vida – lo anecdótico – yo tenía obligatoriamente que encontrar a Stephen Dédalus; y si he dicho al principio que su presencia había tomado realidad en el tercer mundo interior, lo que eso quiere decir es que fue en ese mundo donde yo lo había percibido, no que, fuera de mi ser, no hubiese sido su presencia real en cuerpo y pensamiento, en carne y hueso, lo que bien pudo pasar, aunque tampoco yo puedo asegurar la realidad empírica del hecho.
Y después de todo, quizás, puede que no sea tan fiero como él se quiere pintar...
(1929)

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