Jamaica Kincaid - "Ovando"

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Resulta curioso que mientras las novelas (al menos las publicadas en castellano) de Kincaid son novelas estándar, con ese toque caribeño que puede encontrarse en autores como Caryl Phillips o Jean Rhys, pero estándar a fin de cuentas, sus cuentos son muy diferentes, mucho más herméticos, más crípticos, con personajes mucho más simbólicos, como el Ovando del cuento que encarna la semilla genocida del colonialismo (el cuento fue publicado tras el ensayo anticolonialista disfrazado de relato de viajes "Un pequeño lugar").
Este relato apareció por primera vez en el número 14 de la revista de ficción experimental Conjunctions en 1989.
La versión es la de A. Erenhaus y Susana Rodríguez Vida.

Un golpe en la puerta.
Era fray Nicolás de Ovando. Qué sorpresa. No lo esperaba. Sin embargo, al reflexionar advertí que, aunque yo no lo esperara, tenía que venir. Alguien tenía que venir. Recordé que ya en mi asiento yo me había dicho: Alguien vendrá a mí; si no, seré yo quien vaya. Luego, ese golpe en la puerta. Era Ovando. En seguida percibí su sufrimiento. No le quedaba ni traza de carne en los huesos: un esqueleto pelado a excepción del cerebro, que seguía allí, empequeñeciéndose con el correr del milenio. Hedía. Enseguida también percibí su ingenuidad: creyendo poder engañarme, se había fabricado con planchas de acero un cuerpo, pero estaba manchado de varios tonos de rojo, sangre en diferentes fases de putrefacción; al parecer, suponía que yo no advertiría la diferencia. Llevaba consigo lo siguiente: biblias, catedrales, museos (porque ya entonces era un coleccionista consumado), bibliotecas (depósitos, de hecho, en los que almacenaba el contenido de su menguante cerebro), el contenido de un salón escritorio.
-Ovando -dije-. Ovando. -Y, con una sonrisa, abrí los brazos para abrazar a esa hedionda reliquia de
persona.
Mucha gente afirma que aquél fue mi primer error pero yo siempre digo: ¿Es erróneo acaso mostrar simpatía, mostrar afecto hacia otro ser humano en el primer encuentro? ¿Acaso puede juzgarse mi acto, cimentado en el amor, como un error? Porque yo entonces lo amaba, no como amaría a mi madre, o a mi hijo, sino con la clase de amor general y espontáneo que siento ante cualquier ser humano. Como veréis, mis primeros actos no fueron recompensados como es debido. Pero esperad un minuto y veréis lo que ocurrió luego.
La puerta cedió ante un movimiento de mi mano y dije:
-Entra. -Un gesto tan exagerado como innecesario pues, veréis, él ya estaba dentro. Del mismo modo, cuando añadí:- Siéntate, ponte cómodo; estás en tu casa. -No sólo ya se había sentado sino que me decía:
-Sí, ésta es la nueva casa que buscaba y, por cierto, me agrada tanto que he mandado llamar a mis parientes de España, Portugal, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, Bélgica y Holanda. Sé que les agradará tanto como a mí porque son iguales que yo: nuestro destino en el mundo ha sido el mismo.
Mis desacuerdos eran tantos que no sabía por dónde empezar. No podía verle los ojos; estaban cerrados. Lo cual, pensé, tenía innumerables explicaciones: tal vez fuera ciego, tal vez la suma de todos sus actos lo había sumido en un estado permanente de dicha interna. Y en cuanto a sus parientes... ¡Imaginad países enteros habitados por personas sin traza de carne en los huesos, esqueletos pelados dentro de cuerpos hechos de planchas de acero, personas que han perdido la facultad de hablar y sólo pueden hacer declaraciones mientras sus cerebros se reducen con el correr del milenio y sus cuerpos se cubren de diferentes tonos de sangre en putrefacción; países enteros de personas que vendrían a visitarme sin que las hubiera invitado, países enteros de personas sentadas en mi casa sin mi consentimiento!
Lo más desconcertante era que hubiese empleado la palabra «destino». Comprendí entonces que de nada serviría tratar de razonar con él. («Mira, Ovando, seamos razonables. Hasta el momento, todos los gestos y palabras que me has dirigido han sido increíblemente injustos. Han transcurridos apenas unos instantes desde tu llegada, y ya me has provocado un daño irreparable. Detente, deja que te enseñe los graves errores que has cometido.» «Oh, pero es que no hay nada que pueda hacer para evitarlo. Un poder externo y superior a mí ha predeterminado estos inalterables acontecimientos. Todos mis actos han sido concebidos para mí desde la eternidad. Todos mis actos son divinos.»)
Pude haber puesto fin a lo que constituía una invasión para mí, un descubrimiento para él; después de todo, también yo sabía de divinidades, eternidades y sucesos inalterables. Pero lo observé con detenimiento. Era horripilante hasta un punto inimaginable antes para mí. Me senté a sus pies y lo ayudé a descalzarse.
Durante mucho tiempo Ovando creyó que el mundo era redondo. Le resultaba conveniente creerlo, ya que desde su perspectiva sólo veía horror, miseria, enfermedad, hambruna, pobreza y vacuidad. Si la tierra fuera redonda, pensaba Ovando, él podría marcharse lejos, bien lejos de su entorno inmediato, allende incluso el horizonte, y no caer entonces al otro lado, en un mar de negrura. De modo que, durante un tiempo, en la mente de Ovando una tierra redonda giró sobre su eje. Al principio, este mundo era pequeño, yermo y de una blancura caliza, como una luna llena en un cielo vespertino; giraba y giraba, cobrando al girar mayor perfección y permanencia hasta que, dormido o despierto, a solas o en procesión, en silencio o en combate. Ovando empezó a cargar con ese mundo redondo, yermo, de caliza blancura. Luego, transcurridos unos cien años. Ovando llenó ese mundo de mares; al otro lado de los mares dispuso porciones de tierra, cubrió la tierra con montañas y ríos, y en las montañas y ríos ocultó inmensos tesoros. Cuando la imaginación de Ovando pergeñó el mundo redondo, luego los mares y la tierra y, luego, las montañas y ríos, lo hizo con calma. Pero al imaginar los tesoros se sintió agitado, y acabó por desvanecerse. Tomó esto como una señal de sus muchas divinidades, porque todos los visionarios ven una confirmación en la momentánea pérdida de contacto con la cotidianeidad de la vida.
«Pues bien», dijo Ovando al entrar en una pequeña estancia. Se sentó ante un escritorio y procedió a llenar incontables volúmenes con sus meditaciones sobre las esferas, aseveraciones divinas, liberación de lazos físicos y espirituales y la flebotomía. Decir que sus meditaciones eran meras explicaciones y justificaciones de sus actos futuros puede parecer injusto porque ¿qué ser humano no sucumbe, tarde o temprano, bajo el peso de su apabullante autoestima? Cuando Ovando salió de la pequeña estancia tenía los ojos entrecerrados. Aunque la lumbre se había consumido muchos años antes, él había proseguido su labor, llenando volúmenes en la penumbra sin echarse a dormir una sola vez. Llevaba ahora en las manos un enorme papel, un papel tan grande como un jardín, y en este papel había plasmado Ovando el contenido imaginario de su mundo. ¡Qué desagradable de ver era aquello: mares y tierras pintados con los infames colores de piedras preciosas recién arrancadas de sus cunas de barro! Parecía una tarea hecha por escolares; un objeto frágil cuyos fragmentos, tras romperse contra una superficie dura, alguien hubiera recogido y luego depositado, esmerada pero azarosamente, sobre una mesa. Parecía, puesto que era un mapa, la imagen de la tristeza. Ovando desplegó el mapa ante sí. Con el índice de la mano izquierda trazó en el mapa una línea. Meses más tarde, el dedo se detuvo en un punto no demasiado alejado de donde había partido. Entonces retiró el dedo del mapa, emitió un largo, satisfecho suspiro, y levantó la vista. En ese momento, el mundo se rompió.

El mundo, desde mi asiento, parece plano. Contemplo el horizonte. El mundo acaba en una nítida línea recta donde se juntan los mares y el cielo. Contemplo mi mundo. Lo acepto en su llanura. No siento la tentación de trascender sus límites. Mi mundo no me depara mal alguno; antes al contrario, sólo me depara bondad. Acepto la bondad que mi mundo me depara. Mi mundo y su bondad no son una carga, sino que en él hallo luz, gracia y consuelo. Hallo en él las cosas que necesito. Y sin embargo... Todos los corazones albergan un eterno anhelo, el anhelo de una paz que no sea la muerte, el anhelo de la respuesta a una pregunta que no se puede formular. Mi corazón no es una excepción y, por tanto, mi mundo no es infinito. A los ojos de un extraño (Ovando), mi mundo es un paraíso. A los ojos de un extraño (Ovando), todo cuanto hay en mi mundo parece nuevo, como si por las noches, mientras duermo, lo recreasen unos dioses en sus moradas celestes. El clima en el que vivo es estable y benigno; no me atormentan el frío ni el calor extremos. Ya no me interesa saber el número exacto de árboles que me proporcionan alimento; tampoco el de los que sólo me ofrecen flores, ni el de los que sólo florecen de noche, y sólo con luna llena.
Me siento bajo el sol matinal. Escarbo ociosamente la tierra con los dedos de los pies y dejo al descubierto una gran veta de oro. Camino en el cálido aire de la tarde. Tropiezo con las relucientes piedras diseminadas por el camino. ¿Qué puedo hacer con todo lo que me rodea? Me puedo fabricar brazaletes, collares, coronas. Puedo crear reinos, dar forma a civilizaciones, sembrar la destrucción. Pero también puedo ver la destrucción de mi cuerpo, y la de mi alma. Entonces, en mi mundo llano se me concede una visión, y veo el fin en todo cuanto me rodea. Veo sus inicios, veo su final. Veo cómo serán siempre las cosas. Para mí, pues, todo descubrimiento pasa por la contemplación. Veo algo que nunca antes había visto, lo sostengo en la palma de mi mano; llego entonces a ver los muchos propósitos a que podría servir, veo esos muchos propósitos llevados a cabo, veo cómo acabará. Dejo aquello que nunca antes había visto en el sitio exacto donde lo encontré. Permitid que lo repita: veo un objeto, veo la multitud de sus usos, buenos y malos, veo cómo gana altura. Lo veo cobrar ímpetu, erigirse en soporte de vastas empresas y regresar luego a sus humildes orígenes, volver a ser simplemente aquello que sostengo en la mano. A veces, en las muchas cosas que he sostenido en la mano veo mi propia humanidad: puedo tener creencias religiosas, puedo alabar un valor moral, puedo evitar meterme en el fétido pozo de la historia. Mi mundo es plano. Lo acepto así. Sus límites son finitos. Lo acepto así. La llanura de mi mundo me es grata.

-¡Mi tremendo poder! -dijo Ovando en voz alta y luego calló.
Las tres palabras brotaron de su boca y se desvanecieron tan plenamente en el silencio de las cosas que Ovando dudó de haberlas pronunciado. Llevaba muchos años preparándose para ese momento, el momento de poder pronunciarlas. El momento de pronunciarlas era aquel en que cobrarían realidad. De modo que Ovando permaneció largo tiempo delante de un espejo, más como un niño en actitud juguetona que como un actor que prepara un gran papel, e intentó decir: «¡Mi tremendo poder!» Al principio sólo vio brillar las palabras en la oscuridad de su cabeza. Luego ardieron tibia y suavemente, señal de que estaban en sus albores. Mientras tanto, es decir, mientras Ovando permanecía delante del espejo -un espejo que, por cierto, no reflejaba otra cosa que su imagen-, mi propio mundo plano se sacudió de arriba abajo, como algo que se congela y derrite una y otra vez.
Contemplé mi mundo: sus contornos, normalmente agradables y plácidos, se estaban transformando ante mis ojos. Los árboles eran arrancados de cuajo. Un fuego que yo ignoraba cómo extinguir arrasaba los prados. Los torrentes estaban secos, los lechos de los ríos eran surcos yermos. Todas las aves se habían puesto a revolotear, oscureciendo el sol. Las criaturas que no tenían alas, alzadas en sus cuartos traseros, llenaban de alaridos el aire espeso; luego, molestas por sus propios gritos, se echaban al suelo y hundían la cabeza en el vientre. Yo dije:
-¿Qué es? ¿Quién es?
Y me puse a observar, sin habla, aquel portento aterrador, esperando el instante en que mi mundo volvería a ser como siempre y yo podría dudar de que realmente hubiera ocurrido lo que estaba presenciando. Ovando volvió a decir:
-¡Mi tremendo poder!
Y esta vez las palabras no se desvanecieron en el silencio de las cosas. Esta vez se convirtieron en una ponzoñosa nube de vapor y se extendieron, engulléndolo todo a su paso. En ese instante, el espejo en que se miraba Ovando, el espejo que sólo lo reflejaba a él, se rompió en trece pedazos en algunas partes, en seiscientos sesenta y seis en otras, y en otras lo hizo en distinto número de pedazos, y en todas estas partes la rotura del espejo era señal de infortunio. En ese instante, yo, mi mundo y todo cuanto había en él nos convertimos en esclavos de Ovando.

Una mañana, Ovando se levantó de la cama. Asistido por personas a las que había sumido en diferentes estados de degradación social y espiritual, elaboró un documento cuya lectura me revelaría la verdadera naturaleza de mis apuros. Para entonces le había crecido un enorme rabo, que agitaba en el aire cuando se sentía animado. Su animación era previsible: la generaba el interminable sufrimiento que podía causar a voluntad. También le habían salido cuernos a los lados de la cabeza, y de ellos colgaban varios instrumentos de tortura; su lengua estaba hendida. El documento que había elaborado para mí era de sólo quince centímetros de alto por quince de ancho, pero estaba hecho con la pulpa de ciento diez árboles que habían tardado miles de años en alcanzar el exquisito grado de belleza en que Ovando los había encontrado: sus troncos eran tersos y tan gruesos que había que esforzarse para rodearlos con ambos brazos, y el sol los teñía de rojizos reflejos de rubí. En lo más alto de sus copas, las hojas y ramas formaban esferas amarillas y verdes que también resplandecían al sol y perfumaban levemente el aire, de tal manera que uno nunca llegaba a habituarse a su olor. Ovando había ordenado derribar esos árboles, dejando tan sólo los tocones, y los había hecho cocer, moler y secar, una y otra y otra vez, hasta reducirlos a algo que medía quince por quince centímetros. Sosteniéndolo bajo la luz, dijo:
-¿Lo ves?
Y yo comprendí que no se refería solamente a su capacidad de reducir todos esos hermosos árboles a algo que podía sostener entre dos de sus dedos sino también a que tenía en las manos los milenios de maduración de aquellos árboles, sus orígenes, su linaje y todo cuanto habían sido, y que, por tanto, también me tenía a mí. Ovando había escrito en aquel papel que me deshonraba, que tenía derecho a ello puesto que yo venía de la nada, que si yo venía de la nada no podía existir ahora en algo, que mi existencia se hallaba, por consiguiente, sujeta a la nada y que, si bien parecía vivir y necesitar lo esencial para vivir, como alimentos, agua y aire, de hecho no existía; en consecuencia, a pesar de que pareciera estar presente, en realidad no lo estaba. El documento contenía cientos de artículos y cada uno de ellos confirmaba mi deshonra, confirmaba mi muerte, mi pertenencia a la nada. Lo escuché con atención; su voz sonaba como un metal que se corroe velozmente. Cuando hubo acabado, tal era mi asombro ante el tono y el lenguaje brutales del documento de Ovando, tan inesperadas eran su crueldad, barbarie y aspereza, que me puse en pie y pronuncié un discurso extremadamente largo e incoherente. En ese discurso largo e incoherente pero pronunciado con franqueza, sinceridad y pesar (¿acaso podía no compadecerme de mi propio dolor, no emocionarme ante la imagen de mi propia humillación por parte de un poder al que no deseaba vencer sino, en cualquier caso, ver lejos de mí?) intenté demostrarle a Ovando que, en tanto las ideas de honor, muerte y nada me eran absolutamente ajenas y, por ende, carentes de significado, él no podía, de hecho, despojarme de ninguna cosa; y, puesto que en esas ideas se cimentaban algunas de sus más profundas convicciones, se estaba deshonrando, matando y relegando a sí mismo a la nada. Pero Ovando no podía oírme, ya que para entonces su cabeza había cobrado la forma de una lombriz, que carece de oídos.
Ovando ha conquistado los tiempos y los ha acuñado en medallones que le cuelgan del cuello, de la cintura, de las muñecas y tobillos. Tras consultar largamente el que cuelga de su muñeca izquierda, Ovando dijo:
-Ahora levantaré el telón, y mis parientes harán su aparición.
Desde luego, el telón de que hablaba Ovando era para mí invisible. Ovando hizo un amplio gesto con las manos y de pronto, como si en verdad se hubiera alzado un telón, allí donde antes sólo había vacío apareció una nave cubierta y flotante. Ovando me dedicó una sonrisa y su rostro, complacido y presuntuoso, se escindió. Los parientes de Ovando se ordenaron por parejas de macho y hembra y empezaron a abandonar su nave cubierta y flotante. A medida que lo hacían, anunciaban a viva voz, como si fueran insultos, sus nombres y el sitio de donde venían: España, Francia, Inglaterra, Bélgica, Holanda, Alemania, Portugal, Italia. Al pisar tierra besaban el suelo, no ya en señal de afecto sino más bien de posesión. Miraron a su alrededor hasta que por fin me vieron. Entonces dijeron, todos a una, como un trueno:
-¡Para mí!
Ovando, consciente del peligro que ello entrañaba, sugirió:
-¡Echadlo a suertes!
Pero a quienes les tocaba mi cabeza les apetecían mis piernas y quienes tenían mis brazos querían mis entrañas, y así continuaron hasta lanzarse unos sobre otros con una ferocidad jamás imaginada. Esta batalla duró cientos y cientos de años, y todo daba a entender que se exterminarían entre sí; sin embargo, nuevos vástagos surgían de allí donde habían derramado su sangre. Así se multiplicaban: derramando sangre sobre la tierra.

Ovando pronuncia su propio nombre. Dice: «¡Ovando!» Y el nombre abandona sus labios con un largo suspiro, deliciosamente. Ovando pronuncia su nombre y se mesa los cabellos; pronuncia su nombre y se acaricia la cara; pronuncia su nombre y desliza con suavidad las manos espalda abajo, recorre los pliegues de sus partes íntimas, desenreda con suavidad los apretados rizos que se arremolinan y cubren densamente su pene de tamaño infantil; Ovando pronuncia su nombre y desliza con suavidad las manos por una pierna, por la otra, se acaricia el pecho, deteniéndose para pellizcar bruscamente un pezón hundido, luego el otro; entonces se lleva las manos a la nariz e inhala profundamente, se las lleva a la boca y las besa y lame hasta contentarse. Saciado su apetito de su propio ser mortal, cae en un delicioso sopor, en un sueño muy, muy profundo.

Ovando se sumió en una noche constante; pero no era una noche tranquila, una noche propicia para abandonarse al sueño y soñar con la prodigiosa infancia vivida antaño; no era la clase de noche que el día suele interrumpir con rabia, celoso de la unión entre el que sueña y el difuso y arrullador tapiz de la negrura; ni era una noche natural, es decir, la progresión del día hacia lo opuesto del día; tampoco era la noche que sigue al ocaso o la noche que precede al alba. Ovando vivía en la parte más espesa de la noche, la más profunda, la parte de la noche que alberga todo sufrimiento, incluida la muerte; la parte de la noche en la que se hace visible el peso del mundo y el terror se confirma eterno. En esa noche, el cuerpo de Ovando yacía cubierto de llagas (llagas, no heridas, ya que la mano que hiere puede ser injusta y la injusticia induce a la piedad); yacía sobre un lecho de botellas rotas (y no sobre uno de clavos).
¿Quién va a juzgar a Ovando? ¿Quién puede juzgar a Ovando? Cualquier sentencia justa y verdadera estaría imbuida de amor a Ovando. La sentencia ha de llevar implícitas cierta compasión e identificación, ya que el fallo sólo será sempiterno en tanto el juez resida en Ovando y Ovando resida en el juez. Ovando no puede juzgarse a sí mismo dado que, como es de esperar, el amor que se profesa trasciende cualquier límite. Un amor así es como un gusano dormido en cada corazón, y nunca se lo debe despertar; un amor así forma en cada corazón un montón de astillas que nunca ha de encenderse. Uno de los cargos contra Ovando consiste, pues, en que se amaba tanto que todos los demás seres y objetos no eran nada para él. Yo no era nada para Ovando. Mis parientes no eran nada para Ovando. Todo aquello que podía rastrear su linaje a través de mí no era nada para Ovando. De modo tal que Ovando jamás amó nada; vivió en la nada y murió del mismo modo. No puedo juzgar a Ovando. He llegado a la extenuación en mi empeño de exponerle sus transgresiones. Me he extenuado de tanto resguardarme para impedir que con sus pecados me obsesione y, finalmente, me posea.

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