Suzan Samanci - "Hêlîn olía a resina"

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Novelista, poeta y cuentista turca de origen kurdo. También ha trabajado como columnista en diferentes periódicos. Su obra se nutre de la tradición oral kurda, sus cuentos, sus canciones y sus leyendas. También aparece reflejado en ella lo que significa ser mujer y kurdo en Turquía.
La versión del cuento es la de Mikel Arizaleta.

El criado, que servía el té con el mismo placer de siempre, entró en la habitación. Admiré la alegría que reflejaba su rostro y su voz. Yo en realidad no quería té, pero lo tomé. Su acidez casi me entulleció la lengua. Me recordó el té recién hervido oliendo a alheña, que yo había bebido con Hêlîn en el café del huerto. Sonó el teléfono. Levanté el auricular un tanto mecánicamente. La voz del otro extremo desató en mí una tensión interna, despertando una excitación efervescente. Era Hêlîn al teléfono: «Haz lo que quieras, pero ven», me dijo.
Como si la preocupación me hubiera traído suerte, recibí la paga especial que se nos estaba reteniendo sin derecho alguno y obtuve el permiso para tres días de vacaciones en una época en la que todos las peticiones eran rechazadas. Sin pérdida de tiempo corrí a casa. Metí en mi pequeña mochila un chándal y dos libros nuevos y recuperé de nuevo mi aliento en la estación de autobuses. Los autobuses entraban y salían cargados de adiós y melancolía. El aire del bus,
refrescado con spray, me recordaba a las flores que, siendo niños, cortábamos sigilosamente en los salvajes jardines de Pascha.
Siempre en los viajes me invade una mezcla de alegría y tristeza. Árboles que pasan volando, montañas, estaciones de descanso con cortinas estampadas, muros de piedra azul celeste recién fregados, cenas hechas con leña, olor avinagrado
de haces transparentes, avisos por megafonía y más avisos..., váteres, bocas que se abren y se cierran, ronquidos, luces...
Al amanecer del día descendí del autobús y me introduje por un camino de tierra. La tierra estaba agrietada por la sequía, pero conservaba aún la humedad de la noche. El sonido claro de las pequeñas campanas se mezclaba con la frescura de la mañana. Desde el valle ascendía un rebaño. El pastor se había dado perfecta cuenta de que yo quería preguntarle algo y se acercó silbando. Apenas pronunciar «Hêlîn» él sonrió astutamente: «Sigue el camino pelado que cruza los campos, y en cuanto llegues al bosque la ves». Al caminar por el sendero los topillos, con sus grandes cabezas, cruzaban rápidamente como sombras de tierra. En dirección contraria venía uno del pueblo atizando a dos burros. Dando sombra a sus ojos con la mano, se acercó como si fuéramos viejos amigos. «¡Buen viaje!», me deseó sonriendo, y me dio un par de pepinos frescos. Se despidió con un movimiento de mano y siguió su camino. Los pepinos estaban recién cogidos, cubiertos de escarcha. Los probé de inmediato y sonó la voz de Hêlîn entre el susurro de las espigas. Al principio no supe de dónde venía la voz. Pero al momento la vi enfrente, al final del campo, haciéndome señales. «¿Por qué caminas con tan-
ta precaución?», murmuró ella. Su susurro, su pelo oliendo a resina fresca y su corazón latiendo salvajemente me entusiasmaron. Las casas se esparcían entre los huertos, una aquí, otra allí, apenas si se distinguían entre los prados espesos. El pequeño ambulatorio, estructura de madera de una planta, estaba cubierto de moreras. En cuanto llegamos al cuarto, Hélin me abrazó. Sus pupilas se ensancharon, sus mejillas se tiñeron de rojo. Nos miramos profundamente a los ojos y nos dejamos caer al suelo. Cuando me recuperé oí el susurro del bosque, el sol intentó pillarnos entrando por la ventana, una cigüeña crotoró. El olor a pan de maíz se extendió por el cuarto y fuimos a la cocina. Mientras observaba sus ágiles movimientos, ella se reía como leyendo mis pensamientos, y se mordisqueaba confiadamente sus labios. Había decorado el hogar muy cómodamente con sus pequeñas manos de artista. Y se había esforzado muy mucho en intimar con la soledad en este pueblo monótono, lo que aumentó más mi admiración y mi inclinación por ella. Preparamos entre las dos el desayuno. Se había levantado temprano y había asado pimientos y berenjenas. Mantequilla, huevos y mermelada de zarzamora. «Mira, ésta es más rica que la de tu madre», añadió. Desayunamos abajo, en la sala de estar. La luz del sol entrando por la ventana y el olor a mil matas despertaron en mí la alegría por la vida.
Charlamos, debatimos y chismorreamos hasta primeras horas de la tarde. Hasta que, por fin, cansada de tanto hablar me estiré buscando su pelo con olor a resina.
Hubo un momento en el que ella comentó: «Es un lugar maravilloso, pero la soledad a una le espanta». Aunque sabía que tenía razón, le contesté: «Piensa en la estepa en la que vivimos nosotros, esto es realmente un paraíso. ¡Lo que yo
daría por vivir en un lugar como éste!, aquí podría leer siempre».
Al atardecer cayó una inesperada borrasca de verano como yo jamás había conocido. Con la alegría de un niño corrimos al balcón. Caían gruesas gotas, la lluvia no duró mucho, y poco después se apilaron en el cielo unas nubes de verano. Por las hojas corrieron gotas de agua. Los truenos en la lejanía nos sobresaltaron. Hêlîn se puso roja, y aturdida gritó: «¡Hacer!, trae a tu hija para darle la inyección», y voló a casa. Yo también fui tras ella. La señora del pueblo, de rostro sonrosado y con delantal, trajo a su hijo en brazos con paso firme, y entró en el ambulatorio. Los pájaros dibujaban giros en el azul sobre los campos y piaban de júbilo, como si se alegrasen por la lluvia.
Me estremecí al abrazarme Hêlîn por la espalda. Me mordió cariñosamente en el hombro. «¿Quieres que demos un pequeño paseo?».
«¿Qué dirán los del pueblo?», pregunté.
De modo totalmente inesperado respondió: «Ah, Dios mío, ya le he dicho a Hacer que ha venido mi prometido».
La cogí en brazos y la llevé escaleras abajo. «¡Alto!», dijo ella, emitiendo un pequeño grito agudo, «los peldaños de madera están apolillados, ¡no oyes cómo crujen!».
Paseamos por la humedad del atardecer, nuestros pies se hundían en la yerba y en cada paso hacíamos ruido. Desde los árboles nos caían gotas. Nos sentamos en un pozo ubicado entre árboles. Nos revoloteaban abejas de maravillosos colores que libaban el néctar de las flores, mariposas con alas de oro resplandeciente aleteaban por el entorno, sobre el agua de la fuente colgaban algunas libélulas. Hêlîn apoyando su cabeza en mi pecho pensó: «Estas libélulas se parecen realmente a los helicópteros. Cuando éramos pequeñas íbamos y veníamos durante el día al agua, para apresarlas». Nosotras observamos a dos libélulas que, durante largo tiempo, se mantuvieron juntas, parecían besarse y sonreír.
A la noche no encendimos ninguna lámpara. Bebimos té en el balcón, el viento sureste nos acercó el olor a renuevos y resina, los montes de enfrente y los árboles se alzaban mayestáticos. Hêlîn se acurrucó como una gatita en mis brazos. Una vez me abrazó susurrándome: «¡Ojalá no hubieras venido!». Sus lágrimas humedecieron mi cuello.
Tomé su rostro en mis manos. «Esto no es propio de una persona fuerte como tú, le dije, es una gran suerte leer a García Márquez en una atmósfera como ésta».
Con lágrimas en los ojos se esforzaba en sonreír. De la hiedra empezaron a salir luciérnagas. Ágil como era, enseguida atrapó una. La dejó corretear por la mano y gritó: «¡He pedido un deseo, ánimo luciérnaga, ahora vuela!».
La blanca sábana sobre la cama de hierro del dormitorio brillaba en la oscuridad. Al estirarme en ella, susurró bajo mi cabeza la hiedra que había reptado por la ventana.
No podía dormir. A la luz de la luna volaban mariposas por el cuarto, la noche siguió su curso. Observaba a Hêlîn: su boca se asemejaba a una franja estrecha, respiraba profunda y regularmente. Con precaución tanteé sobre las tablas apolilladas del balcón. Todo yacía en el resplandor vahoso de la niebla. La niebla azul centelleante se unía con la luz de la luna para convertirse en las puntas de los montes, que reposaban en majestuosa tranquilidad, en verde pálido. Este silencio era roto sólo por el aullido lejano de perros. A veces basta un olor, una voz, un rostro, para traernos a la memoria cosas que nosotros creíamos olvidadas y ya fenecidas.
El aullido me recordó a los perros instruidos, de pescuezo fuerte, de los comandos especiales durante los procesos en mis años de escuela. Como si tuviera que librarme de escenas, que me invadían una tras otra, alcé la mirada a las cumbres de los montes. Las franjas púrpuras acunaban ya en sí el amanecer. Suavemente me metí de nuevo en la cama. Al taparle los hombros desnudos a Hêlîn con la suave manta de algodón, se arrimó a mí y murmuró: «Te amo». De pronto me extrañó, y es que ella de ordinario nunca pronunciaba estas palabras. Y esto nos ocurría a las dos: vivíamos nuestro amor en silencio y sin palabras.
Cuando me despertó el gorjeo de los pájaros, oí cantar a Hêlîn. Me levanté y sentí una agradable fatiga. Con voz un tanto ronca le acompañé en su canto. «Dormilona», gritó ella mostrándome lo que tenía en las manos: «Mientras tú dor-
mías yo he recolectado zarzamoras». Sin darme oportunidad de lavarme la cara siquiera, me metió algunas en la boca. «Hum, hum», saboreó y se relamió de gusto ella misma. Le agarré fuerte de la muñeca. Se reía, su lengua y sus labios estaban teñidos de lila: «No, ahora no, ven, vamos abajo, si no, la leche se va a subir».
Qué rápido había pasado el tiempo. Antes de hacer la mochila saqué agua del pozo y llené el bidón de Hêlîn, reparé la clavija del fuego y su estante. Cuando salí de la casa, absorbí el aire con olor a resina.
Hêlîn reprimió sus lágrimas. «Me gustaría un montón llorar en voz alta como un niño», dijo.
Le agarré de la barbilla y le prometí: «En cuanto pueda, vengo».
Me miró con lágrimas en los ojos y tragó saliva. Los rayos de sol se filtraban por árboles entrelazados entre sí. Sobre las copas verdeoscuras se podía observar el azul claro.
«No necesitas acompañarme. Sería bueno que regresaras», le dije a Hêlîn.
Se mordió los labios y sonrió. Ella quería que sonora su voz fuerte al decirme: «Llámame en cuanto llegues».
No resultaba fácil superar la tristeza, indefensa traté de encontrar una palabra y tan sólo se me ocurrió decir: «Te llamo, seguro».
Nos separamos allí donde ella, a mi venida, salió a mi encuentro. Al principio no giré, pero al no poder resistir y darme la vuelta, Hêlîn seguía estando allí.

This entry was posted on 03 diciembre 2011 at 21:24 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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