Octave Mirbeau - "Pantomina departamental"

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Es en un periódico del Eure, que me fue remitido por mi amigo el señor Alphonse Allais con todas las garantías legales de la más incuestionable autenticidad, donde encuentro los detalles de la sombría y funambulesca historia que se leerá a continuación.
Transcurre en Bernay, pero podría transcurrir en París, en un teatro de arte, como pantomina compuesta por el señor Paul Margueritte que, antes de ser el novelista célebre que admiramos, descolló en este género dramático delicioso y, desgraciadamente, casi abandonado hoy en día.
Bajo un viento fresco y seco de febrero de 1896, hacia las tres de la tarde, en la calle Thiers, ante el establecimiento del señor Bunel, panadero, un viajero retrasado habría podido contemplar el siguiente curioso espectáculo: Un hombre, si es que puede utilizarse esta noble expresión para describir a un individuo de esta especie, contemplaba desde el acerado y a través de los cristales empañados de vapor del apetitoso escaparate, las buenas hogazas calientes y las barras doradas que se amontonaban sobre mesas de mármol y llenaban las cestas de mimbre, hábilmente trenzadas por algún canastero de Bernay. El viajero retrasado, a condición de que no fuera un observador superficial, se habría percatado sin duda de que aquel individuo —mantengámosle esta calificación peyorativa— presentaba todos los rasgos de la decadencia social más avanzada y de la más sórdida miseria: camisa sucia y rota por numerosos sitios, pantalón hecho jirones sujeto en las pantorrilas y en los tobillos por una triple ligadura de cuerda, gorra descolorida y del color del estiércol, y barba de al menos ocho días. Por lo que respecta a los zapatos, eran unas viejas, agujereadas y embarradas pantuflas de paño, «en las que la putridez de los pies descalzos se encierra.» Además, llevaba a la espalda una miserable talega de lienzo por la que se manifestaban los irrecusables indicios de una mendicidad tan inveterada como profesional, y por otra parte poco afortunada, puesto que la talega estaba vacía.
Después de haber contemplado detenidamente, como dice el poeta, el buen pan cocerse, el individuo se decidió a entrar con paso vacilante —¿porque tenía mucha hambre? ¿porque había bebido demasiado?— en el establecimiento, en el momento preciso y providencial en el que, desembocando por una calle transversal, un gendarme venía a pegar su simbólico bicornio en los cristales del escaparate, en el lugar exacto en el que antes se había detenido el vagabundo. El periódico del Eure no ofrece ninguna información plástica acerca del citado gendarme, pero nuestros lectores podrán suplir esa falta de información con las evocaciones tradicionales y las iconografías variadas que están en manos de todos.
A esa hora no había en el establecimiento nada más que una joven empleada: cofia encanutada adornando el rubio moño y dos cintas al vuelo proporcionando alas a la nuca, delantal blanco, vestido negro ceñido, fisonomía amable y caritativa. La joven empleada le dio un trozo de pan al individuo quien, con bendiciones en los labios —¿dónde sino iban a anidar las bendiciones?— salió de la tienda con su andar inseguro, husmeando el buen olor de las hermosas hogazas calientes y de las barras doradas. Esto no había durado más tiempo que el que necesita una beata provinciana para criticar a sus vecinas y enemistar a muerte a familias amigas, cuando el gendarme interceptó en el umbral al individuo y, poniéndole la mano en el cuello —si así puede llamársele— de su camisa harapienta:
—¿Has robado ese pan? —le tuteó acompañando la pregunta con una mirada de ordenanza.
—¡No lo he robado! —contestó el individuo.
—Entonces, si no lo has robado es que te lo han dado.
—¡Es probable!
—Y si te lo han dado es porque lo has pedido.
—¡Hombre!
—Entonces, constato que te encuentras en situación de mendicidad.
Y el periódico que nos transmite este diálogo añade textualmente: «La mendicidad fue tanto más fácil de constatar cuanto que el mendigo estaba borracho.» ¡Qué extraña dedución!
—¿Qué tienes que decir? —preguntó el gendarme.
Pero el individuo había agotado sin duda todo lo que tenía que decir, y no respondió.
—¡Al puesto de guardia, pues! —ordenó el gendarme—. Ya te explicarás allí...
El individuo se negó a moverse y, cuando el bizarro gendarme lo arrastraba para obligarle a andar, el mendigo se dejó caer al suelo y opuso una resistencia floja a todos los esfuerzos que, resoplando, intentó el gendarme para levantar a su detenido. Varios curiosos se habían amontonado y contemplaban, con ojos burlones, la lucha heroica del gendarme contra aquel paquete de harapos inagarrable y escurridizo en que se había convertido el harapiento, tirado sobre el acerado con el que hacía cuerpo como el hierro y el imán.
Un segundo gendarme, que apareció providencialmente, se apresuró a echarle una mano a su compañero. Con mucha dificultad, lograron poner de pie al mendigo quien, sostenido, apuntalado a cada lado por un representante de la autoridad, se vio obligado a dar unos pasos, aunque sus rodillas se doblaran y sus pies se obstinaran en no tomar contacto con el suelo. El gentío, a cada minuto más numeroso, reía, se divertía, y se negaba a ayudar a los gendarmes, cuyo rostro enrojecido y cuyos miembros sudorosos evidenciaban la fatiga y la vergüenza de la derrota.
Cuando llegó ante la librería, el miserable se apoyó en un mojón, se soltó bruscamente del doble apretón de los gendarmes y, por segunda vez, se dejó caer al suelo, arrastrando en su caída a uno de los gendarmes que rodó del acerado al arroyo botas arriba.
Esta vez fue imposible levantar al detenido que parecía incrustado, pegado con cemento al acerado como un sillar.
—Pero, ¿qué tiene este animal? —decían desesperados los esforzados gendarmes— ¿Tiene el diablo en el cuerpo, pues?... ¿Está embrujado?
En vano intentaron darle la vuelta, en vano trataron de hacerle rodar por el acerado. Una fuerza invencible lo unía al suelo. Sus brazos, sus manos, sus riñones, sus jarretes se agotaban ante aquel inamovible mandinga...
El gentío aplaudía cada vez más y se retorcía de risa... Evidentemente, estaba de parte del mendigo, lo que enrabietaba aún más a los dos gendarmes que, al sentimietno de su doble impotencia, veían unirse la vergüenza del ridículo y la pérdida del prestigio de su uniforme.
Tres soldados que pasaban fueron requeridos en nombre de la ley, con el fin de que la fuerza correspondiera a la autoridad. Entonces, los cinco, los dos gendarmes y los tres soldados, durante más de un cuarto de hora, batallaron con sus diez brazos contra el hombre en el suelo, y lograron por fin ponerlo de pie.
Tras haber adoptado ciertas precauciones estratégicas y haberse distribuido cada uno una porción del individuo, pudieron finalmente conducirlo al puesto de guardia. Por lo demás, el mendigo no oponía resistencia. Caminaba airosamente, pues su marcha iba ahora controlada por los diez brazos que lo sujetaban y le impedían imprimirle a sus movimientos un aire libre y sumiso. El cortejo llegó así al puesto de guardia, seguido por toda la ciudad alborozada. Sólo en provincias saben divertirse aún.

This entry was posted on 29 agosto 2011 at 21:02 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

3 comentarios

A Mirbeau le lei tres o cuatro obras y la verdad es que me gustaron bastante, pera lo poco aficionado en general que soy a los franceses- Disfruté mucho con los cuentos crueles. Pero mucho más aun le admiré cuamdo lei una mini-biografía que narraba sus relaciones con Rodin, Cezanne, Renoir y sobre todo mi admirado Maeterlinck, que fue a trvés de quien conocí de la existencia de Mirbeau. Un personaje muy interesantes sin duda. También he oido decir a un amigo que su correspondencia con muchos de estos artistas es una joya.

Este realto que has puesto me parece divertidísimo. Ahora me da pena no haber buscado algo de él cuando he estado en Paris. Lo buscaré en español.

Un saludo.

30 de agosto de 2011, 20:24

Algún volumen en nuestro idioma que puedas sugerirme/nos?

30 de agosto de 2011, 20:27

Pues creo que cualquiera de las tres novelas que ahora son fáciles de encontrar (“Diario de una camarera”, “el jardín de los suplicios” y “memorias de George el amargado”) puede ser de tu gusto. “Diario…” cuenta con una edición en Cátedra (Letras universales) que siempre tiene el interés añadido del prólogo que acompaña a la obra.

31 de agosto de 2011, 7:57

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