Vendela Vida - "Soleil"

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Novelista, editora, guionista, cuentista y periodista.



Bueno, parece que Soleil viene de visita —anunció la madre de Gabrielle, al tiempo que colgaba el teléfono. Gabrielle estaba poniendo la mesa en la cocina mientras su padre preparaba un aliño para la ensalada.
—Te refieres a S-s-s-soleil —dijo el padre de Gabrielle.
—Ya está bien —lo reprendió su madre, pero rió. El pintalabios naranja que había llevado todo el día en el banco se le había desvaído, dejando únicamente unas pocas rayas verticales en las grietas resecas de sus labios.
—Ya v-v-v-vale —dijo su padre.
La madre de Gabrielle se volvió hacia ella.
—Soleil tartamudea.
El nombre de Soleil empezó a espigar anécdotas y atributos al azar en los rincones de la memoria de Gabrielle. ¿No era Soleil la compañera de habitación de su madre en la universidad en Hawai? Gabrielle había visto una foto de esa mujer haciendo esquí acuático con un sombrero de copa: le daba el aspecto de medir uno ochenta y, a ojos de Gabrielle, parecía una maga.
—¿Sigue siendo modelo de manos? —preguntó el padre de Gabrielle.
De pronto Gabrielle recordó algo más.
—¿No tenía la costumbre de hurgar en tu basura?
—No, no es modelo de manos. Y lo de la basura ocurrió sólo una vez —contestó su madre, restándole importancia—. Dijo que tenía que ver con el trabajo. —Cruzó una sonrisa con su esposo—. Me parece que, en todo caso, estaba colada por tu padre.
Gabrielle no miró a su padre: su reacción, estaba convencida, la abochornaría o la incomodaría, aunque no habría sabido decir por qué. Esperaba que su padre no volviera a tartamudear; Gabrielle se compadecía de Soleil, y de cualquiera con cualquier clase de defecto. Su mejor amiga de la escuela, Melanie, sólo tenía cuatro dedos en el pie derecho, y recientemente Gabrielle había conseguido convencerla de que podía llevar sandalias.
—¿Dónde vive ahora Soleil? —indagó el padre.
—La verdad es que no lo sé —respondió la madre con lentitud—. ¿En Texas, tal vez? Parte de mí se incina a pensar que va de amigo en amigo, de hombre en hombre.
—Vaya —comentó él, impresionado.
Soleil llegó a la casa un martes por la tarde en julio. Los padres de Gabrielle estaban en el trabajo, pero le habían dado instrucciones de que la recibiera, le diera toallas limpias y algo de picar.
—Hola, preciosa —dijo Soleil nada más entrar por la puerta—. Eres igualita a Jack.
Jack era el padre de Gabrielle, que no supo cómo Soleil había podido llegar a semejante conclusión con tanta rapidez.
—Gracias —dijo, y observó el rostro de Soleil. Tenía los ojos de color nuez moscada, y amplias mejillas tan planas que parecían apoyadas contra un vidrio. Su cabello era castaño y lacio, salvo el flequillo, donde le caía en una serie de eses.
—¡Vaya, aquí hay más espejos que en Versalles! —exclamó Soleil mirando alrededor—. Tus padres son ricos.
Sonó a crítica.
—La verdad es que no —dijo Gabrielle.
—¿A qué te refieres con «la verdad es que no»?
—No lo sé. Lo cierto es que nunca había pensado en ello.
—Bueno, que nunca hayas pensado en ello significa que sois ricos.
Gabrielle sabía que no eran ricos ni pobres. Deseó que sus padres volvieran a casa para que Soleil no hablara de dinero. «El único lugar apropiado para hablar de dinero es el banco», solía decir la madre de Gabrielle. Quizá por eso trabajaba en uno; era supervisora de cajeros.
—Hay comida en la cocina —le ofreció—. Mis padres aún tardarán un par de horas en volver.
—¿Estás de broma?
Gabrielle no sabía sobre qué podía estar bromeando.
—No voy a desperdiciar una noche en Santa Cruz esperando en una cocina. Vamos a tomar algo. ¿Hay algún restaurante italiano por aquí cerca?

Se sentaron a la barra. Gabrielle nunca había sido tan consciente de su postura y su edad. Tenía once años. Llevaba un vestido de pana color lavanda de cuyo cuello colgaban las largas cintas de un lazo. Soleil vestía una camisola bajo una chaqueta informal de terciopelo borgoña, con un corazoncito electrónico prendido de la solapa izquierda; el chisme destellaba una luz roja dos veces en rápida sucesión y luego hacía una pausa antes de volver a destellar dos veces.
En cuestión de minutos, dos hombres estaban plantados en la barra cerca de sus taburetes. Gabrielle fue al servicio y volvió para encontrarse con que uno de ellos había ocupado su lugar. Le dio unos toquecitos a Soleil en el hombro.
—La camarera ha dicho que soy menor de edad y que tengo que sentarme en una mesa —mintió.
Señaló una de las que había junto al ventanal con sitio sólo para dos.
—Ha sido un placer conocerlos, caballeros —dijo Soleil, e inexplicablemente les dirigió una saludo militar antes de seguir a Gabrielle hasta la mesa.
Soleil pidió aperitivos como platos principales, y durante la cena le habló a Gabrielle del matrimonio (estuvo casada a los veinticuatro, durante tres meses), las ventajas de leer a Ayn Rand (con sólo pronunciar correctamente su nombre de pila podías intimidar a la gente, aseguró) y la grave decisión de si una mujer debía o no empezar a usar desodorante.
—Yo nunca lo uso, y huéleme —añadió.
—¿Ahora?
—No —respondió Soleil, y puso los ojos en blanco—, dentro de diez años.
Gabrielle se inclinó hacia ella.
—A qué huelo?
—Dulce, a fresas —dijo Gabrielle. Era cierto, olia a fresas, pero también a sudor. No en plan desagradable, ni tampoco en plan francés, pero había un leve indicio de algo en fermentación.
—Tú también eres dulce, Bree —dijo Soleil. En el transcurso de la cena había empezado a llamarla Bree sin preguntarle siquiera si le gustaba. Le gustaba.
—Gracias, eres muy amable —dijo Gabrielle, y sonó como otra persona.
—Nos ha llevado más tiempo del que esperaba —dijo Soleil mientras regresaban a toda prisa—. ¿Estarán muy enfadados tus padres?
—No tengo ni idea. No tenemos invitados muy a menudo.
Los padres de Gabrielle estaban sentados en la cocina, uno delante del otro. Su madre tenía apoyado el pie en el regazo de su padre. Él se lo masajeaba.
—Ah, aquí estáis —dijo la madre, como si se dirigiera a un par de gafas de sol extraviadas que acabaran de aparecer.
—Ha sido un largo día para sus pies —explicó el padre, que volvió a calzarle el zapato a su mujer.
—Fíjate -dijo Soleil—. Como Cenicienta.
La madre sonrió y se puso en pie y Soleil la abrazó. Luego abrazó al padre varios segundos más, hasta que él se separó y dijo con voz áspera:
—Bienvenida.
La madre de Gabrielle la miró de arriba abajo.
—Tienes un aspecto estupendo —le dijo.
—Gracias, Dorothy —repuso. Todo el mundo esperó un momento a que Soleil le devolviera el cumplido. No se lo devolvió.
En la sala de estar, los padres de Gabrielle se sentaron en el canapé, como siempre, uno al lado del otro y mirando en la misma dirección, como si fueran en autobús. Gabrielle y Soleil se sentaron en sillones sin reposabrazos. El padre llevaba puesta la chaqueta, y Gabrielle no entendía por qué; era propietario de una tienda de muebles y nunca se vestía de traje para ir a trabajar. Sirvió a cada una de las mujeres una buena copa de vino.
Luego llamó al restaurante tailandés e hizo el pedido en voz tan alta que nadie más pudo hablar. Soleil se arregló los anillos de manera que las piedras quedasen centradas en sus largos dedos.
El padre colgó y miró a su hija:
—He pedido el arroz que te gusta.
«Ya lo he oído», estuvo tentada de decir Gabrielle, pero se abstuvo. Bastante tensa parecía ya la situación.
—¿Puedo pedirte un favor? —le preguntó a Soleil la madre de Gabrielle.
—Lo que sea —respondió en tono desalentador.
—Puedes apagar ese broche?
—¿Esto? Es la luz de mi corazón.
Hubo un silencio palpitante.
—Apaga la luz de tu corazón —tarareó el padre. Tenía propensión al canturreo súbito.
—A veces las luces parpadeantes me provocan ataques de pánico -explicó la madre.
—Le ocurrió la semana pasada —añadió Gabrielle—. Con una ambulancia.
Soleil no apagó la luz. En cambio, se quitó la chaqueta. La camisola era fina, tanto así que se veía fácilmente el dibujo de su sujetador de encaje. Sus pechos, curiosamente triangulares, eran de tamaño mediano, y sus brazos, observó Gabrielle, no tenían vello, se los había depilado a la cera.
Los ojos del padre permanecieron fijos en la frente de Soleil.
Los adultos hablaron de Hawai pero no hablaron de lo que había estado haciendo cada uno en los años transcurridos desde que se habían ido de Hawai. Cuando el padre fue a la cocina en busca de más vino, la madre se inclinó hacia delante.
—No querría incomodarte, Sol, pero ¿cómo te libraste del tartamudeo?
Las comisuras de los amplios labios de Soleil temblaron un segundo y luego se aquietaron.
—¿Qué tartamudeo?
—Antes te quejabas. Decías que ibas a ir a un instituto en Minnesota donde ayudaban a gente como tú...
—Creo que me confundes con otra persona.
El padre regresó a la sala con una botella de vino en cada mano.
—¿Tinto o blanco? —ofreció, alzándolas como peces recién pescados.
—Tinto —respondieron las dos simultáneamente, y se echaron a reír.
—¿Ves, Gabrielle? —dijo Soleil—. Tu madre y yo no somos tan distintas.
Dio la impresión de que la madre iba a disentir, pero se limitó a tomar un último sorbo de su copa y se la tendió a su marido para que se la llenara.
—¿Crees que se comportan con naturalidad cuando están juntos? —preguntó Soleil, algo más tarde. Estaba en la habitación de Gabrielle, en su cama, mientras la niña dormía en la cama nido. No había habitación de invitados en casa de Gabrielle; otra prueba, pensó, de que no eran ricos.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Me refiero a si no te parece que están haciendo el paripé.
—¿Por quién? —dijo Gabrielle, y se corrigió—: ¿Para quién?
—Para mí. Intentando demostrar lo enamorados que están. —Dijo «enamorados» igual que lo decía un chico de la clase de Gabrielle, con énfasis gutural en la sílaba «ra».
—No —contestó con sinceridad—. Se comportan como siempre.
Soleil se durmió segundos después, como si únicamente el tufillo del escándalo o el engaño la mantuviese despierta. Gabrielle se incorporó para observarla a la luz de la luna que se colaba por las persianas, cubriendo sus cuerpos de rayas. Soleil dormía boca abajo con una pierna colgando del borde de la cama, como si la hubieran envenenado.
Para el jueves estaba claro que Soleil se aburría. Se paseaba por la casa con vasos de agua en equilibrio sobre la cabeza y volvía del revés las flores en los jarrones. «Lo aprendí de un florista en Dinamarca», dijo. Lo había aprendido todo —hacer velas, taj chi, portugués— en alguna otra parte.
Esa tarde, decidió que las tres mujeres tenían que ir al lago Tahoe a pasar el fin de semana, en lo que denominó una «escapada de chicas». Tenía allí una amiga, una mujer llamada Katy, propietaria de un café a orillas del agua.
—Seguro que Katy os cae bien —dijo mientras tomaba el sol en el jardín trasero—. Es un espíritu libre. Muy sexy.
Gabrielle estaba sentada en la hierba a su lado.
—Entonces, ¿todas tus amigas son guapas? Mi madre, Katy... —Gabrielle estaba poniéndola a prueba. Sabía que su madre era atractiva. «Tu madre es una mujer guapa», solia decir su padre, y luego se ponía a canturrear.
Pero Soleil vaciló. Gabrielle lamentó de inmediato haber hablado.
—Tu madre es mona —dijo, y arrugó la nariz—, pero no sexy. Sencillamente no tiene esa onda.
—No puedo dejar solo a Jack todo el fin de semana —dijo la madre tajantemente esa noche.
Estaban sentadas en la sala de estar y Soleil acababa de exponerle el plan del lago Tahoe.
—Bueno, él también puede venir.
—Me parece que no —repuso la madre, sin ofrecer explicación alguna. Parecía sentirse acosada por la visita de Soleil y desde su llegada se acostaba temprano todas las noches.
Por lo visto, el plan había quedado descartado tanto para Soleil como para la madre, pero Gabrielle estaba desesperada por rescatarlo.
—¿Puedo ir con ella aunque vosotros no vayáis? —dijo.
—Déjame pensarlo —respondió su madre.
Su padre entró en la sala, bailando el vals con una pareja imaginaria.
—¿Qué es esto? —dijo al ver sus caras. Dejó de bailar—. ¿Una conferencia al más alto nivel?
Gabrielle le puso al tanto del viaje, y apeló a él para que la dejara ir.
—Quiero ver lo independiente que puede ser una mujer soltera —adujo, pues se lo había oído a la señorita Terwilliger, su profesora de Historia, recién divorciada.
—Me parece un buen plan —asintió el padre.
Gabrielle le sonrió e hizo un esfuerzo por no mirar a su madre. Se quedó mirando fijamente a su padre incluso después de oír que su madre se levantaba y salía de la sala, el repiqueteo de sus tacones bajos contra el suelo de madera noble.
—¿Dorothy? —dijo el padre a su espalda.
—Voy a echar un vistazo a la nevera para ver qué preparo de cena —respondió ella, pero Gabrielle sabía por sus pasos que estaba en el despacho, no en la cocina.
El viernes, Soleil se puso una ceñida camisa blanca y pantalones blancos, sin líneas visibles de bragas. Quizá, pensó Gabrielle, es que no llevaba. Soleil era ancha de huesos y alta, y la blancura de su atuendo realzaba su tamaño. Parecía una pequeña embarcación.
La furgoneta de Soleil también era blanca.
—Detesto este vehículo —dijo cuando salían a la carretera—. Pero lo necesito para mi trabajo.
Gabrielle cayó en la cuenta de que no sabía cómo se ganaba la vida Soleil. No parecía la clase de persona que tiene un empleo.
—¿Cuál es tu profesión? —indagó.
Soleil se echó a reír.
—¿A qué viene tanta formalidad? ¿Trabajas en la aduana?
Gabrielle negó con la cabeza. Soleil volvió a reír.
—Soy coleccionista de antigüedades —explicó—. Estoy especializada en productos de Coca-Cola.
—Ah, como esas botellas viejas —dijo Gabrielle, más rápido de la cuenta.
—Botellas no —repuso Soleil, y Gabrielle vio que se le tensaba la piel en torno a los ojos—. Colecciono espejos preciosos y máquinas expendedoras de los años veinte y los vendo en congresos de Coca-Cola. Te parecería increíble cuánta gente hay interesada en eso. Cuando vivía en Minnesota, me ganaba la vida pero que muy bien.
—¿Vivías en Minnesota?
—S-sí —respondió Soleil, y Gabrielle detectó el leve tartamudeo.
Un cartel al lado de la carretera anunciaba un chiringuito próximo llamado El Manicomio.
—Creo que tengo más de un ex novio que vive ahí —comentó Soleil. Luego la miró con cara seria—. Si alguien te invita alguna vez a ir Bélgica, prométeme que no irás.
—¿Te ocurrió algo malo allí?
—No, allí no pasa nada. A eso me refiero. Es Bélgica.
—¡Joder! —exclamó Soleil, lo que despertó a Gabrielle.
—¿Qué?
—Ya estamos casi en la casa de Katy y no hemos ido a hacer la compra. Eso es lo que se hace cuando te alojas en casa de alguien: le llenas la nevera.
—Ah —dijo Gabrielle, aunque Soleil no había llevado nada a la cocina de su madre.
Pararon en una tienda de comestibles diseñada de manera que pareciese una cabaña de troncos. Soleil sacó un carrito de la compra.
—¿Nos hace falta carrito? —preguntó Gabrielle.
—Vamos a hacer la compra para todo el fin de semana. Ya sólo el vino te partiría el brazo.
En el ángulo opuesto del carrito, Gabrielle vio algo marrón. Cuadrado. Un billetero. Se lo dio a Soleil, que se apresuró a echarle un vistazo.
—Henry Sam Stewart —leyó—. Ojos azules, con sobrepeso. Vive en la orilla de Nevada del lago Tahoe. —Miró a Gabrielle—. ¿Sabes qué significa eso?
—Que es un jugador.
—No. Significa que te llevarás una buena gratificación.
—Porque es un jugador.
—No, ya te vale, Bree. Porque vive lejos. Se mostrará muy agradecido de que nos hayamos tomado la molestia.
Compró un mapa junto con los comestibles, volvieron a la furgoneta y se fueron en busca de Henry Sam Stewart. El billetero iba entre ambas en el soporte para vasos.
—¿Cuánto crees que sacaremos?
—Qué sacarás tú. El billetero lo has encontrado tú —puntualizó Soleil—. Y yo diría que cincuenta dólares sería una gratificación adecuada.
—¡Cincuenta! —Gabrielle no sabía en qué iba a gastárselos. Tal vez en un regalo para Soleil.
Tardaron más de una hora en llegar a la casa de Henry Sam Stewart.
—Nos estamos acercando —dijo Soleil cuando enfilaron su calle—. Pásame el pintalabios.
Soleil era capaz de pintarse sus labios amplios y finos —tenía debilidad por el tono ciruela oscuro— sin mirar. Gabrielle se recogió el pelo detrás de las orejas.
—Hummm —murmuró Soleil cuando se acercaban a la casa.
—¿Qué? -preguntó Gabrielle, pero vio lo que estaba viendo la otra: era una casa bastante derruida.
Se apearon del vehículo. Los escalones de madera que llevaban a la puerta crujieron como si fueran a quebrarse bajo sus pies.
Henry Sam Stewart abrió la puerta. Se parecía notablemente a la fotografía de su carnet de conducir. Llevaba un pantalón corto azul brillante y un jersey de cuello vuelto blanco.
—¿En que puedo ayudaros? -preguntó.
—Hola —saludó Soleil—. Tenemos algo que quizá le interese.
—Eso ya lo veo —dijo él, mirándole fijamente el pecho.
—Su billetero —señaló ella, y tendió la mano hacia Gabrielle. Ésta dejó el billetero en la mano de Soleil y ésta lo dejó en la de Henry.
—Vaya. ¿Dónde lo habéis encontrado? No sabía que lo hubiera perdido.
—En la tienda de comestibles.
—Al otro lado del lago —añadió Gabrielle.
—Bueno, pues muchas gracias, señoras —dijo. Y se llevó la mano a un sombrero imaginario a guisa de saludo.
—¿Eso es todo? -preguntó Soleil.
—¿Queréis pasar? —las invitó él, sin apartar los ojos de la boca de Soleil.
—No, gracias. Sólo me preguntaba dónde está el dinero de gratificación para esta joven.
—¿Gratificación?
—Sí, es lo acostumbrado cuando alguien te devuelve un billetero.
—No me gustan los mendigos —le soltó Henry Sam Stewart—. Es posible que te hubiera dado algo si no te hubieses mostrado tan agresiva.
—La gratificación no es para mí. Es para Bree. Una chica de once años demasiado honrada para quedarse el dinero de tu billetero cutre.
—Bueno, gracias, Bree. A veces la gratificación está en la misma buena obra. ¿Igual tu madre no lo ha aprendido aún?
Gabrielle miró a Soleil. Tenía el pelo erizado y los ojos vidriosos. Estaba preciosa.
—¿Sabe qué clase de lección está dando a esta niña? —dijo Soleil—. No soporto a la gente que cree que no debe nada a los demás. ¿En qué clase de mundo cree que vive? Voy a anotarle su dirección aquí, y cuando se convierta en una persona decente, quiero que le envíe el dinero de gratificación.
—Sacó un papel del bolso—. ¿Cuál es tu dirección, Bree?
Henry Sam Stewart les cerró la puerta.
Soleil apretó los puños, levantó la cabeza hacia el cielo y simuló gritar. Luego, serenándose, anotó la dirección de Gabride y metió el papel por debajo de la puerta.
—¡Imbécil! —le gritó.

Gabrielle vio por primera vez a Katy por la ventana de su salón. Estaba inclinada hacia delante, peinándose la cara interna de su melena rubia, como si sacudiera una alfombra.
Soleil llamó a la puerta y entró. Katy se irguió, la cara rosa, el pelo enorme. Se besaron en ambas mejillas, y luego Katy besó a Gabnielle en ambas mejillas. Katy tenía aire de ser guapa, con la nariz pequeña y un bronceado dorado.
—Hemos traído comestibles —anunció Soleil.
—Eres siempre la mejor de las invitadas —dijo Katy.
—Soy siempre una invitada.
—¿Aún no te has asentado?
—Atrápame si puedes.
—¿Gin-tonic?
Soleil respondió dando unas palmaditas.
—¿Bree? —preguntó Soleil—. ¿Quieres una Coca?
Una hora después, Soleil y Katy estaban borrachas. Rod Stewart cantaba en el tocadiscos, y ambas amigas estaban probándose ropa y bailaban por el salón enmoquetado en verde.
Gabrielle estaba sentada en un sofá de tela a cuadros que picaba.
Su cometido, le dijeron las mujeres, era puntuar sus atuendos.
Esa noche iban a cenar haciendo un crucero por el lago.
—Queremos tener el mismo aspecto que un millón de dólares —dijo Soleil.
—Hay una diferencia muy sutil —precisó Katy— entre tener el mismo aspecto de un millón de dólares y tener el aspecto de que cuestas un millón.
Soleil se echó a reír. Si era un chiste, Gabrielle no lo entendió. Soleil y Katy lucieron modelos que habrían sido más apropiados para la ópera y modelos que habrían sido más apropiados en la luna. Al final, se decantaron por vestidos que las obligaron a modificar los tirantes del sujetador con imperdibles. El bajo del vestido de Katy quedaba alto; el escote de Soleil, bajo; al verlas una al lado de la otra, Gabrielle tuvo la sensación de que se habían pasado de la raya con las tijeras.
—Ahora nos toca a nosotras vestirte a ti —dijo Katy.
—Desde luego que sí —asintió Soleil, y se llevó a Gabrielle al dormitorio con una fuerza que la asustó.
Katy las siguió, y ella y Soldil se quedaron mirando el reflejo de Gabrielle en el espejo del armario.
—Estarías de maravilla en tonos marfil —señaló Katy—. Con esa piel tan aceitunada.
—Es la piel de su padre —informó Soleil.
—¿Jack? —le preguntó Katy en tono quedo.
Soleil asintió y frunció los labios. Gabrielle observó el rostro de ambas y reparó en la mirada severa que cruzaban sus ojos ebrios. Tuvo la sensación de que se había tragado una piedra y estaba abriéndose camino hasta su estómago.
—Yo que tú enseñaría esas piernas —le aconsejó Katy volviendo a centrarse en la niña—. Tengo la prenda ideal.
Sacó una combinación de color marfil de la cómoda y se la pasó a Gabrielle por la cabeza. Soleil la examinó con un ojo cerrado.

—Creo que te hace falta una joya para que quede claro que la llevas de vestido. Espera un momento. —Salió de la habitación.
—¡Te pareces al retrato de una chica que vi en un cuadro francés! —exclamó Katy—. Una chica que dejaba caer un balde...
—Toma —dijo Soleil, que volvía con algo en la mano: el broche del corazón electrónico. Lo prendió a la combinación, justo encima del auténtico corazón de Gabrielle, y lo encendió.
—¿Qué te parece? —le preguntó Katy.
Gabrielle se quedó mirando el espejo. No podía concentrarse en nada de lo que veía: lo que tenía delante era una figura espectral y una luz destellante. No se parecía a sí misma en absoluto, y en esos momentos le supuso un gran alivio. Había desaparecido la piedra que notaba en la garganta.
—¡Fíjate en ella! —exclamó Soleil—. Está preciosa de la hostia.
—Ojalá... ojalá tuviera un balde para que lo llevase —dijo Katy.
Llegaron tarde al barco.
—Estábamos a punto de zarpar sin vosotras —dijo el hombre que les cogió las entradas. Vestía vaqueros con tirantes.
Gabrielle miró en torno: todos los pasajeros tenían aspecto de venir directos de un partido de tenis o una excursión. ¿Llevaba alguien más una prenda de lencería como vestido?
Sonó una sirena y el barco empezó a moverse. Soleil y Katy se despidieron con la mano de las dos o tres personas que quedaban en el embarcadero, como si zarpasen para un crucero de dos semanas.
En el buffet de la cena, Gabrielle avanzó a toda prisa, pasó por alto platos que le gustaban, cualquier cosa para acelerar la llegada del momento de sentarse en una silla y no llamar la atención con su atuendo. Vio una mesa vacía al fondo del comedor y sugirió que se sentaran allí.
—¿Qué? No, ésa es mejor —la contradijo Katy, señalando una mesa al lado de la pista de baile. Dos hombres con camisas hawaianas ya estaban sentados en ella—. Es vuestra noche de suerte —les dijo Katy, al tiempo que las tres se sentaban.
Se llamaban Keith y Peter, y los dos estaban intensamente bronceados. Les estrecharon la mano con firmeza. Cuando se puso el sol y el frío se cernió sobre el lago, Gabrielle pensó que ojalá hubiera llevado una chaqueta. Su madre se la habría tenido preparada.
Un hombre con sombrero mexicano iba pasando por las mesas con rosas. Keith compró una y se la dio a Gabrielle.
—¿De verdad? -dijo ella. Los ojos de Keith, observó, eran como los de su padre: verdes y felinos.
—Sí, una rosa para una rosa a punto de florecer —la piropeó él.
—Huele de maravilla —comentó ella, aunque no era así. Soleil miró a Keith fijamente, como si fuera una copa llena de vino que no quería derramar.
Después de cenar, Keith bailó con Soleil y Peter bailó con Katy. Gabrielle se acercó a la barandilla del barco y contempló el agua, la luna. Todo tenía el aspecto que en teoría debía tener; nada parecía espectacular. Sostuvo la rosa en vertical, retorciendo el tallo entre los dedos.
—Eres muy jovencita para flores —dijo una voz. Gabrielle se volvió para encontrarse con dos mujeres mayores vestidas con chubasqueros.
—Deberías tener al menos quince años para que te regalen flores —comentó la otra—. Sobre todo una rosa.
Gabrielle sintió deseos de levantar la vista al cielo y simular que gritaba, tal como había hecho Soleil. Pero fue incapaz de fingir un grito. Fue incapaz de decir una palabra. En vez de eso, se alejó rápidamente y volvió a la mesa, donde se sentó a contemplar la pista de baile, y por primera vez en su vida creyó entender la palabra «arrepentimiento». Se arrepentía de no haberles dicho nada a aquellas mujeres, se arrepentía del aguijonazo de orgullo que había sentido cuando Henry Sam Stewart había tomado a Soleil por su madre.
Terminó la canción. Peter tenía las manos en los hombros de Katy y la llevaba en dirección a su mesa. Soleil tiraba de la mano de Keith, que se resistía en broma. Empezó a sonar Moon Rivery él intentó hacerla girar. Soleil efectuó un par de giros y Keith la tendió de espaldas. No era el baile adecuado para la música, pero Soleil parecía arrebatada. Por un momento, Gabrielle vio una imagen de Soleil a los ocho años, montada en bici cuesta abajo, con las manos en el aire. Peter y Katy se sentaron torpemente a la mesa. Él deslizó una copa de agua hacia ella y le retiró la copa de vino.
—¿Qué querían las abuelas? —preguntó Soleil cuando ella y Keith se sumaron al grupo.
Gabrielle contó lo que le habían dicho.
—Desde luego hay gente que... —dijo Soleil. Todos esperaron a que terminara la frase, pero se limitó a doblar la servilleta.
—¡Brujas! —comentó Keith—. Qué celosa se pone la gente cuando no pilla cacho.
—Bueno, Bree no está exactamente pillando cacho —señaló Katy—. Y aun así están celosas.
Todos se echaron a reír, y Gabrielle se obligó a reír también. Si no lo hacía, la broma iba a volverse contra ella.
Para cuando atracó la embarcación, estaba claro que el alcohol había afectado a Katy y Soleil de manera distinta: ésta vociferaba y aquélla estaba callada. Peter y Keith las llevaron de regreso a casa. Gabrielle se moría de ganas de que terminara la velada, de que Katy y Soleil despertaran al día siguiente, sobrias y vestidas de manera informal.
—Buenas noches. Y gracias —dijo Gabrielle cuando el coche de Keith paró delante de la casa.
Volvieron a reír todos.
—Vienen a tomar la última copa —le explicó Soleil, mientras Keith rodeaba el coche para abrirle la puerta a cada una.
Todos entraron en tropel en la sala de estar, que, pensó Gabrielle, de pronto parecía muy pequeña para albergar sus extremidades, sus olores, sus chillidos. Los adultos debieron de notar lo mismo: en cuestión de un minuto, Keith y Soleil fingieron echar una carrera hasta la habitación de invitados; Peter y Katy trastabillaron hasta el dormitorio principal.
Gabrielle durmió en el sofá de la sala de estar que picaba tanto. O intentó dormir: los ruidos colmaban la casa. Se cerraban puertas, resonaban las cañerías cuando alguien tiraba de la cadena, una cama chirriaba como un juguete infantil.
Por la mañana, Gabrielle despertó al oír la voz de Soleil procedente del porche:
—¿Seguro que no quieres que te prepare gofres?
Gabrielle se incorporó en el sofá y miró por la ventana abierta.
—No te molestes, muñeca —dijo Keith—, tengo que irme pitando.
En el borde del porche, besó a Soleil con fuerza y luego se fue hacia el coche. Sin volverse, levantó la mano y se despidió.
Soleil regresó a la casa. Sus ojos se toparon con los de Gabrielle.
—¿Q-q-q-qué estás m-m-m-mirando? -preguntó.
Gabrielle salió corriendo por la puerta hacia el coche de Keith.
—Un momento —lo llamó.
—Vaya, mira quién está despierta —dijo Keith, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. El botón superior de la camisa le colgaba de un largo hilo—. Buenos días, campista.
—¿Tienes papel y boli?
Él abrió la guantera y le tendió una libreta y un bolígrafo. En la parte superior de la libreta había una caricatura de un hombre esquiando. La leyenda rezaba: «La vida es buena.»
—Yo vivo aquí —dijo Gabrielle, al tiempo que anotaba su dirección—. Soleil estará en casa con mi familia después del fin de semana.
—Muy bien, socia —dijo Keith, que le cogió el papel como si de un recibo se tratara—. Te lo agradezco.
Gabrielle no tenía ni idea de por qué le hablaba de esa manera. Regresó a la casa, donde Soleil estaba plantada en el salón. Saltaba a la vista que había estado mirando por la ventana.
—¿Qué hacías? —le preguntó en tono acusador.
—Le daba mi dirección.
—¿Qué?
—Para que sepa dónde encontrarte la semana que viene.
—¿P-p-para qué iba a querer encontrarme?
—Para disculparse.
Los dedos de Soleil se tensaron hasta apretar los puños.
Fingió que gritaba hacia el techo, fingió que gritaba hacia la pared. Por último, se volvió hacia Gabrielle con los ojos extrañamente apagados, oscuros como la tierra húmeda.
—Anda, a ver si maduras —le dijo.

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1 comentarios

Anónimo  

lo leí en inglés, me gusta esta gente, heidi julavits, etc...
gracias!
love
yolanda

10 de julio de 2011, 12:45

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