Ramón Gómez de la Serna - "La fúnebre (falsa novela tártara)"

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I
La Tartaria es un lío terrible. Ni los geógrafos ni los historiadores saben a qué atenerse. Pero un novelista tiene la obligación de saber lo que es tártaro y lo que no es tártaro, y poder hacer una novela tártara.
La Tartaria es país para novelistas, y yo bien sé que en una posada de Tartaria, viendo poner manteles sobre las mesas a mujeres típicas, se podría escribir la novela más novelesca de las novelas.
—¡Tartaria!, ¡Tartaria!
Yo la conocí un día azul, después de pasar el río Amarillo.
Mi Tartaria es la Tartaria de los grandes bosques, donde se vive de nueces, nueces como pan migoso, nueces en calderada y nueces en guiso de urraca que allí se come quitándola el luto por el que se hizo temible de otros estómagos.
Los tártaros confunden sus almas porque creen no poderse conocer. Ni su lengua ni su alma son claras, y por eso tienen prontos en que el ser más bueno mata a su madre, y el ser más malo se sacrifica como un verdadero santo.
Los tártaros quieren desconocerse, y en sus leyes hay una exculpación que no existe en ninguna otra ley, y que se basa en el instinto, o sea que si la fechoría la hicieron bajo el imperio del instinto tartárico, quedan absueltos. Lo que hay que apreciar en el crimen es si está claro el instinto, si el hecho ni tuvo ni antecedentes ni divagaciones o complicidades alrededor.
Lo que se llama el “instinto” es reconocido con valor omnímodo en Tartaria, pues los tártaros serán siempre en el fondo aquellos salvajes y terribles nómadas que, según la primera tradición, habían salido del profundo imperio llamado Tártaro.
La aldea de Tartaria en que pasa esta novela es la aldea de Kikir, donde los hombres y las mujeres visten trajes verdes acuchillados de amarillo y sombreros en punta, que les dan tipo de endemoniados.
Todos en Kikir tocan la flauta, y en los pueblos de alrededor dicen por eso que envenenan el viento y lo envenenan todo de veloces balines.
En el teatro, cuando hay función, los músicos tocan la flauta y todos los espectadores sacan de sus bolsillos sus flautas queridas y corean los flautinazos de la orquesta.

SE PROHÍBE TOCAR LA FLAUTA

Era el cartel que quiso imponer un empresario como el “se prohíbe fumar” o el “se prohíbe escupir en el suelo”; pero le costó la vida al inventor, pues el “instinto” de un tártaro violento le hizo clavar una flauta recién afilada en el vientre del renovador.
Esa cosa simple que es el día para los pueblos europeos no lo es en Tartaria. El día para los tártaros tiene trastrueques impensados y el instinto enrevesado que allí lo preside todo y hace que se acepte, mete en casa del vecino la vecina que se ampara en la ley de azar y crueldad que preside en cada hogar, y por la que hay que aceptar las soluciones violentas en monotonía de cada día.
El padre que dejó salir a su hija para la bodega, viene por ella, porque quiere que vuelva a ser soltera y, contra toda opinión, la ha de vestir con el traje azul de las solteras.
No se sabe cómo se va a desenlazar el día cada día que pasa en Kikir. Tartaria es revuelta como la cola de un dragón.
La mujer que salió del pueblo, en la mañana, no se sabe si volverá ni a qué pueblo lejano se habrá dirigido. Igual sucede con el hombre que ha emprendido un camino.
Y sin embargo de esos arranques súbitos y de esas cosas trágicas que tienen a Kikir en pie de guerra, el adorno de las casas tiene bellezas inusitadas de color, florones de papel, conchas y caramelos para el tiempo, caramelos preciosos que servirán de adorno, pero a los que nadie podrá meter mano. Todo en las habitaciones está lleno de colgajos, cintas de raso, medallas, flecos, espejitos incrustados, escarcelas, pañuelos de colores, juguetes de feria, carracas con piedras preciosas en la panza, etc., etc.
Con su alma revuelta y desconocida en que aún prevalece el no conocerse a sí mismo de los pueblos primitivos —No queremos conocernos a nosotros mismos. Conociéndonos, la vida perdería su arbitrariedad y su encanto—, el pueblo tártaro de Kikir vive una vida venturosa en que la mañana es montañosa y se despliega en arboledas inmensas, a cuyo pie, como las azucenas silvestres de los pinares, se producen novelas inacabadas y en número excesivo.

II
Pero la principal novela de Kikir no es la de ningún capitán ni la de ningún matón, sino, por el contrario, la de una capitana y matona.
A esta mujer que domina Kikir, la llaman La Astrakipak, que, traducido al castellano, quiere decir algo así como “La Fúnebre”.
¿Por qué ese nombre escabroso y tétrico?
¿Es que tenía un comercio de pompas fúnebres?... ¿Es que vendía féretros? Nada de eso. En Tartaria se queman los cadáveres después de dar un baile en su honor, un baile que preside el muerto en un trono dorado y tocado con corona visigoda, una verdadera orgía en la que las parejas se trituran de ardor y en que se mezclan las dos electricidades, la positiva y la negativa, la vida y la muerte.
La llamaban “La Fúnebre” a aquella mujer porque había matado ya a siete maridos.
Apetitosa, con una sonrisa que quería decir “¡a que no eres hombre!” y con la que excitaba a nuevos novios, encontraba en seguida nuevo pretendiente con el que se casaba según el rito tártaro, según el cual los contrayentes contraen en la sacristía las íntimas nupcias sin testigos y después se celebra la ceremonia si el novio y la novia alegan que sí en vez de alegar que no, como ha sucedido muchas veces después de la probanza, saliendo entonces los convidados de la iglesia entregados a una desafinación de sus flautas que destempla los dientes de toda la ciudad.
“La Fúnebre” acababa de maridar con el valiente de Kikir, Baraba, tipo de bigotes cruentos, que no sabía cómo era de garrapeante mi mirada.
Todos se habían sentido satisfechos con aquella boda. El valentón de Kikir estaba sentenciado a morir en mano airada y amorosa.
Los que sentían odio por él se creían vengados por aquella mujer gigantesca que se rascaba un diente con una horquilla.
Todos aquellos hombres cobardes de la baja Mongolia, que tenían la cabeza en forma de pera y que los tártaros no querían que se confundiesen con ellos, reían con risa chinchosa al ver pasar a “La Fúnebre” del brazo de Baraba.
—La Barba Azul se encargará de él... —se decían los que le abominaban—. El osado bigotudo de ojos turbios pagará sus ensañamientos; entre los que figuraba el que cuando fue gobernador dejó impotentes a sus enemigos, para que no continuase la epidemia de aquellas almas en sus hijos.
Pero Baraba revisaba sus fuerzas de policía voluntaria —una institución como la de los bomberos—, pero feroz a cada llamada que se les hacía.
Contra los hombres de cabeza en forma de pera dirigía su proterva policía secreta. Se ensañaba con ellos porque los creía burlones, confundiendo la sonrisa de idiotez a que les obligaba su cabeza de pera con una sonrisa maliciosa.
“Tarda en llevárselo”, se decían las gentes, indignadas, y miraban con represión a “La Fúnebre”, que a la puerta de su casa se rascaba una pierna con otra.

III
“La Fúnebre” adornaba con colgaduras los balcones de su casa. Eran unas banderas que los antepasados de Baraba habían conquistado a los chinos.
Aquella ostentación tenía irritado al pueblo, que no creía que hubiese derecho a hacer aquello, pues las banderas sólo podían ser ostentadas por los coroneles o por los generales.
“La Fúnebre” lucía así su dominio y con aquella exhibición era como si pusiese las banderas a los pies de su cama, como esterillas en que poner los pies cuando le suena al riñón su despertador:
—Celebraremos nuestras bodas de diamante —había dicho ella, y él propalaba por todos sitios:
—Sólo Dios mata a los hombres, y a mí me tiene excluido de sus sentencias.
Agarrado fuertemente del brazo de ella, como si la condujese temeroso por uno de esos estrechos pasos que hay junto a los abismos, Baraba quería demostrar que no sólo no la temía, sino que la adoraba.
—La abraza —decían los más incesantes en la calumnia, al verles pasar—, como el capitán abraza a su sable, el sable que ha de volverse contra él.
El pueblo tártaro abundaba en cosas sorprendentes. Las últimas crónicas del escándalo le tenían sobresaltado.
La hija del comandante Tobol tenía doce niños abortados y muertos en el fondo del palacio de su padre. Ratuniz, la hija del gobernador, había huido con un mago que la mostraba como la dormida de su barraca probando en ella los puñales hipnóticos que atraviesan los sueños sin verter una gota de sangre. Lituan había prendido fuego a su casa y se había ido del pueblo con la confesión expresa de que hacía aquello por no dejar herederos.
En el último baile necrológico habíase robado el cadáver, que no se encontraba por ningún sitio, y que todos temían encontrar resucitado.
El burgomaestre de Kikir había fijado en todas las esquinas un cartel en que ordenaba que todos los que tuviesen más de tres armas tenían que confesar la cuarta.
En noches anteriores, los del vecino pueblo de Nabar habían penetrado en Kikir arrastrando por los cabellos a sus mujeres, que canjearon por otras, aunque, algunos tuvieron que llevarse las mismas, pues los de Kikir se dieron cuenta de que su carácter endemoniado amargaría toda dulzura.
La caracola de la tarde con que el jefe tártaro llama a todos los moradores del consejo para que se guarezcan en el pueblo, había sonado a media tarde para reunir a los jóvenes de Kikir en la plaza pública, pues el equilibrio de la población entre fallecimientos y natalicios se había roto muy mucho, ya que había habido aquel año dos mil defunciones más que nacimientos. Al jefe del pueblo con honores de virrey, aunque era poco más que alcalde, se le ocurrió repartir terrones de azúcar de esos que cambian los novios oficiales diciéndose mientras parten el terrón las dos bocas unidas como sobre una misma presa: “Que nuestras vidas sean tan dulces como este terrón”.
El bandido del caballo acuático —dicho “acuático” porque los que lo habían visto dicen que trotaba en los lagos con esbeltez de caballo que galopa en los caminos— había cometido algunas hazañas terribles, cortando la cabeza de la mujer del collar garantizado contra el robo, pues sólo encontró esa manera de desabrocharlo del cuello.
El corazón tártaro, ignominioso, voraginoso, intrépido, palpitaba más que nunca en un deseo de aventuras inusitadas, y los jóvenes se confabulaban contra la humanidad, pues pensaban volver a llevar a Europa el azote de su barbarie. Los “Nuevos Tartarios” era una institución de bandidaje universal con que elevar en el mundo hasta los mayores espantos la idea del crimen.
“Ya que se comete un crimen —era la teoría de los “Nuevos Tartarios” —, hay que cometerlo no sólo bien, que esa es teoría de gavilancejos decadentes, sino ensañado, bárbaro, formidable. El mismo asesinado, ya que muere, quiere una última gloria de espanto con que en un instante envejezca su vida todo lo que hubiera podido vivir de no ser asesinado; gastándose su sensibilidad por entero en ese derroche de última hora”.
Kikir, con todo aquel recrudecimiento de su alma antigua, tenía temor del pueblo más tártaro, más puramente tártaro de la Tartaria.
Pero el personaje más tétrico de Kikir, el que doblegaba a todo el que se interponía en su camino, era Baraba, el del duro bigote negro y el rabillo del ojo alacranizado.
“La Fúnebre”, como artista de circo que equilibraba el “número” del esposo, no acababa de matar a aquel esposo, al que todos miraban a la cara para ver si se le acentuaba la amarillez en el sentido verde que presagiaba la muerte en los esposos fallecidos de “La Fúnebre”.

IV
Pero un día se esparció la noticia por todo el bosque como si hubiese tortoleado en lo alto de los árboles: Baraba, el séptimo marido de la “La Fúnebre”, había muerto.
Otra vez se celebraría el baile de la muerte en la panera de la viuda.
Todos querían ser invitados a aquel baile y se proponían bailar en el patio si no cabían en el desván. Había gran curiosidad por ver al muerto, al enemigo de todos, al antipático forajido de Baraba.
La viuda, que cada vez se sentía más notoria, llenó de luces el salón, alquiló el mejor sillón de oro de los muertos y la corona visigoda de la mejor clase, de primera de primera.
Después rizó el pelo de Baraba con más ondas que el de ninguno de sus esposos, y atiesó con jugo de membrillo los bigotes como bayonetas; ya que eran la nota típica de aquella fisonomía.
Colgó del salón las banderas que ya no podría sacar del balcón y sentó en el trono al difunto Baraba; tenía facha de rey de los bandidos y desafiaba aún a todos los que iban llegando.
“La Fúnebre”, con un traje descotadísimo, y su peinado de rumbo en castillo almenado, buscaba entre los presentes al osado que aspirase de nuevo a ella.
Todos los colores se confundían en aquella fiesta llena de ráfagas y bordados con piedras de colores. Tenía el salón un efecto de mascarada, y todo palpitaba alrededor de la mujer, aciaga, insaciable, pulposa, decoradora.
—Merecía ser reina de Tartaria —decían algunos—. Sólo por esa supervivencia con que se lleva marido tras marido, merece el reinado.
—Los médicos han reconocido muy bien al muerto y reconocen que ha muerto de muerte natural, del golpe epiléptico en la sesera... Muerte de latiguillo en el goce.
—¿Y quién aspirará después de eso a su mano?
—No faltará... Mírenla rodeada de adoradores... Todos quieren cobijarse a la sombra de sus senos.
“La Fúnebre” sonreía con inocencia ante la muerte y repartía las banderitas del baile, las banderitas diferentes que eran pabellón de cada caballero en el moño de toda mujer.
La música tartaria comenzó sus vientos, verdaderos vientos rimados, vientos que recorrían a lo largo todas las notas, despertándolos como chimeneas en cuyo canuto se sopla.
Las parejas eran parejas de cuatro, porque bailaban en medio, y como formando ramo con ellos, las dos muertes de los bailarines.
El baile engañaba a todos y nadie pensaba en el sentido del mundo fuera de allí. Las mujeres, sobre todo, crédulas y tontas, entrarían en el día siguiente como en un lunes inaguantable.
Pero, de pronto, el baile se paró en seco, como cuando el viento se para sin tocar la trompeta que lo avise.
Quedaron solos en medio del salón “La Fúnebre”, con su bandera roja en lo alto del moño, y Tubal, esgrimiendo un ancho puñal que era como un espadón roto del que se había afilado en punta el cacho restante.
—¡Fuera de aquí todos, hombres y mujeres! ¡Fuera! Que voy a bailar yo solo con ella... Se acabó el baile...
Todos se replegaban hacia la puerta mirando a “La Fúnebre”, que le dejaba hacer acobardada ante aquel valiente que se atrevía a ser el nuevo enamorado de ella y que provocaba así a todos los valientes.
—¿Y tú, cómo no te vas también? —dijo, dirigiéndose al rey de la noche en su trono de oro.
Todos ya en el pasillo de salida, volvieron la cabeza para ver qué hacía con el muerto, y vieron cómo le clavaba el espadón en el pecho, sin que saliese ya ni una gota de sangre.
“La Fúnebre” se revolvió entonces contra él:
—¡Le has arrancado su última gloria!
Él, sin contestar, tiró de espada y entonces, el cadáver, desequilibrado, cayó de bruces.
La espada en manos de Tubal estaba como galvanizada por la muerte, pálido y blanquinoso el acero.
El muerto, tirado en el suelo, era como la víctima que queda después de una reunión de máscaras cuando el salón se despeja. Todos acabaron de irse y se quedaron solos Tubal y “La Fúnebre”.
—Mañana ha de ser la boda.
—¿Te atreves?
—Me atrevo.
La viuda sentía la alegría de aquella pasión súbita, tan inmediata a la del otro.
Le apretó contra su pecho, en que sonaban como dos rodelas, y le dio un beso de clavel.
—Hasta mañana —le dijo después, y le puso en la puerta.

V
La boda se celebró con gran boato. En la sacristía en que se holocaustó a los dioses el preámbulo del misterio, fue montada una cama litúrgica y todos esperaron la hora de ritual con los “kichka” y los “kokosmiks” puestos.
Ella estaba más imperiosa que de costumbre, y guardaba todas sus maternidades en el gran corsé.
Tubal, imberbe, jovencísimo, más niño bajo el miedo, apretaba la mano sobre su espada chata y fiera que cruzaba oblicua sobre su ombligo.
Todos habían sentido la impresión de haber asistido a un funeral más que a una boda, y que había estado el catafalco puesto en mitad de la iglesia en vez del lecho conyugal.
El joven heroico había sido ofrecido a la deidad de la muerte que sonaba a collares de hueso con macabra alegría de las cuentas coloreadas.
Estaba orgulloso de que aquélla no era la mujer monótona, y se adornaba con las vueltas del chal espléndido que, según costumbre, envolvía al matrimonio al salir de la iglesia.
Salía del brazo de la muerte, y nadie osaba reír ni bromear. Sería veloz la espada-puñal contra cualquiera que dijese algo. Le reforzaba el lado derecho aquella mujer que de todos modos le había de absorber.
Reina de la fiesta, una vez más hacía enmudecer a las muchedumbres, y los niños, que daban vivas en todas las bodas, en aquélla estaban silenciosos.
Un olor a jabón fuerte, mezclado al perfume opulento de la magnolia, iba dejando detrás de sí la viuda, como pregón de que estaba densifectada, y su belleza volvía a ser nueva y rumbosa, con cobijamiento de árbol manzanero.
La gente se agrupaba para ver aquella pareja tan desigual en que él parecía colgarse del brazo opulento que tenía trazas de levantar grandes pesos. Era como un náufrago agarrado a una mano amiga que no quería soltar de ningún modo, aunque saliese del peligro del mar para caer en el peligro de la Sirena Salvadora.
Miraba desafiador a todos los que le dejaban pasar como a Rey del valor y que le desdeñaban con sus sables corvos.
Kikir saludaba en él a algo así como al muerto que vivía en resurrección, mientras moría definitivamente.
Ella parecía decir: “No creáis que llevo la esencia de todos los que se fueron... Estoy llena nada más que de mí misma y ofreceré al jovencito valeroso los músculos muy hechos al nado”.
—¡Viva...! —gritó alguien, pero se quedó en el principio, como si hubiera dicho algo indiscreto y torpe.
Tubal volvió la cabeza con la quijada montada y engatillada como una pistola.
—Este es un acto —dijo un tártaro al oído de otro— para gritar con entusiasmo un “¡muera!” entusiasta, que equivalga a los vivas de otras bodas.
Los recién casados se dirigían a la nueva casa del novio, un palacete de muy buen ver, del que iban a ahuyentar una orfandad antigua.

VI
El pueblo contaba los días de un nuevo sentenciado glugluteante y sediento sobre la fuente mortal de la viuda.
El joven Tubal lucía su presencia de ánimo, mostrándose alegre, aunque reservado.
En su casa, ancha y voluntariosa, caminaba solo en paseos de hombre que se repone y se dedica a la gimnástica del campo.
Se había vuelto un cazador sin tregua, y salía todos los días de caza como para entrenarse, en la lucha con las fieras, en el luchar con la muerte que sospechaba emboscada tras los palustres de la selva.
Ella no le había descubierto ningún secreto, aunque él había sospechado desde el primer momento que alguna vez se transparentaría en sus ademanes y palabras.
Desconfiaba siempre de ella, aunque creía tanto en sus caricias.
En las comidas iba buscando el rastro venenoso, y sobre todo, no tomaba aquellos pastelillos que ella hacía en el horno, secreta matriz de las mujeres que tanto se relaciona con su propia matriz carnal y en cuyos milagros tanto confían.
Llena de collares siempre, cuando le daba besos maternales colgaban las largas vueltas sobre el joven asustadizo, como si en secreto simulasen el nudo corredizo de la horca.
Su corazón de tártaro indomable sentía ansias de saltar sobre ella y gritarla mientras le apretaba las muñecas: “¡Dime cómo les mataste!”
¡Que fuera una mujer la que matase a tantos hombres, contradiciendo la figura clásica!
Quedaría convertido en un afeminado para toda la eternidad, sólo con morir bajo la señal del dedo de la enviudadora.
Según una práctica antigua, se encerró en su cuarto y mascó madera durante algunas largas tardes, porque, según tradición, aquella masticación ablandaba el corazón de los implacables.
Se sentía debilitado en aquella temible espera de aquello de cuya llegada no iba a darse cuenta, porque, como todos ellos, moriría de repente.
Ella presentía los temores y todo lo hacía con cuidado de darle confianza y de quitarle el miedo mostrándole con inocencia sus manos almohadilladas como las de una hermosa abadesa. Hasta el vino lo probaba apenas lo escanciaba en su vaso, sólo para quitarle aprensión.
Muchas veces se negaba a sus caricias y le decía:
—No... no... Que después te quedas lívido y tiemblas en sueños y saltas como los delfines en el mar.
Él rogaba más, y ella le miraba con ojos piadosos, como quien desde la otra orilla ve caer a alguien en el abismo. Estaba entre su cabeza álgida de miradas y almenada de placidez y el arrebato de él, aquel vórtice cuya fuerza de absorción ignoraba, pero de la que ya sospechaba, y de ahí el espanto de sus ojos al ver perder el color y los ojos al ferviente.
—No... no... —decía defendiéndose de lo que no iba en su mal, con exagerado celo por el entusiasta que quería que se envenenasen juntos, envenenándose él solo. ¿Pero, quién evita lo inevitable? El que ama y desea tiene algo de suicida que se tira desde los altos viaductos.
—No... no... —decía cada vez con más miedo de aquella vida en lo alto de cuyo cráneo se sentía la masa cerebral liquificada después de ser removida su medula por el serpentinazo con que es arrancada la muela tierna del placer.
—¡¡¡No!!!.—gritaba ya ella con espanto, adornando de admiraciones su grito.
Pero Tubal, loco por tener el telón del mundo descorrido, se dejaba morir en aquellos brazos, y él mismo pedía la muerte, ¡más muerte! de la que había matado a los otros.

VII
Pasaba Tubal por aquel momento crítico en que la sospecha de su muerte iba a realizarse o podía hacer crisis.
Un confidente, un hombre de cabeza de pera, le participó lo que se decía y a quién auguraban como su sucesor y como término de aquel martirio de hombres que suponía “La Fúnebre”.
Un tártaro tripudo y bárbaro, de los que aún se dejan sobre los ojos las antiguas greñas, era señalado por todos como sucesor de Tubal cuando ella enviudase. Como ya era cosa, si eso sucedía, de tomar una medida de precaución, los ancianos habían decidido casarla con aquel bárbaro, que era el viudo superviviente de siete mujeres.
Los ancianos habían decidido que lo único que paralizaría la ferocidad secreta de aquella gran mujer seria su matrimonio con un hombre en condiciones análogas. Eso sería el antídoto y paralizaría el estrago.
Mascafou era un mongol de baja estofa, aunque rico, que era el único que estaba en condiciones de viudez parecidas a la de la viuda y que aunque su vida era muy tranquila y había decidido no volverse a casar desde que se le fue la última esposa, por tratarse de aquella mujer excepcional aceptaba el sacrificio.
Tubal rió la ocurrencia con risa de cazador y pensó en aquella espera como profética, por la que hasta el consejo de ancianos contaba con su defunción.
No era cosa de volverse contra él airadamente, porque era lo único que tenía temible autoridad en Tartaria, pero sí iría a retar a aquel mongol viudo de siete mujeres, que esperaba su muerte.
Se enteró del barrio en que vivía y se enteró de que estaba en el rincón sucio de los parricidas, en aquel andurrial adonde eran confinados todos los que habían cometido parricidios.
Dio con la casa y lo encontró en su jardín sentado en el suelo y comiendo hormigas como los cacahuetes vivos de la tarde. Como mongol, tenía esa costumbre, y, según su uso, tostaba las mayores y las demás las dejaba subir directamente a la boca por aquella varita que tenía introducida entre los labios por un extremo, mientras el otro era introducido en el hormiguero, hasta agotarlo.
Le removió por la espalda, y le gritó en pleno rostro:
—¡Asqueroso!
El sucio mongol se volvió hacia él y le miró sin comprender, como un mono acurrucado entre sus patas.
—¿Por qué? —preguntó solamente.
—Porque deseas mi muerte para casarte con mi viuda —dijo Tubal, pisándole contra el suelo.
El hombre con tipo de carnicero de cerdos, en cuya cuchillada de gracia era sabio, se revolvió contra el pie y sólo dijo:
—¡Ah! —como dándose cuenta de la razón que tenía aquel hombre de pisarle y en señal exclamativa también de cómo le sorprendía no haber pensado que aquel hombre cuya muerte esperaba podía vengarse de aquel deseo.
Después se hizo un silencio durante el cual Tubal miró con desprecio al rival abyecto en que morían los hormigueros traicionados.
—Te mataré para que las hormigas salten de tu boca y se lleven a su guarida tu corazón y tu alma como detritus del mundo para sustento de su invierno.
El hombro humillado gritó:
—¡Yo no tengo la culpa!... Yo no propuse la cosa, me la propusieron...
—Pues no vuelvas a pensar en el asunto.
—¡Ah, eso si tú no te mueres!
Aquellas últimas palabras crueles, que le sumían en la impotencia, que no tenían réplica, le dejaron anonadado y triste, saliendo de la casa del barrio de los parricidas silencioso, obsesionado, irredento.

VIII
Cada vez era más inminente un desenlace. Se observaba mucho y sentía en los rincones de sus músculos y entre el cañizo de sus costillas temblores, dolores súbitos con hinchazón de vena, chispazos nerviosos que le tenían preocupado.
Como si en aquella entereza que aprendía en la caza encontrara lenitivo a la muerte posible que le quería estrangular, cada vez cazaba más en los campos amarillos, en los que el tigre era como un monumento al que era triste destruir, desarticulando lo que se elevaba rígido en medio de la lontananza.
La caza del tigre le obsesionaba como si tuviese la cacería una relación con la fiereza de la muerte que le esperaba en aquella añagaza de grandes abrazos que se emboscaba en su casa.
Cada vez que mataba a un tigre y le daba la mano en su muerte encontrándole inerte, creía haber matado un augurio.
¡Pero eran tantos los augurios y brotaban de tal modo todos los días y a todas horas, que no encontraba eficacia en su mucha diligencia para precaver la curación de aquella muerte que le rondaba!
Una idea de defensa en último extremo le venía turbando el espíritu hacía tiempo; pero tanto le atraía aquella mujer, con su tipo de ama de cría del amor y de trágica y bondadosa enfermera del insomnio, que no sabía cómo podría acudir a su salvación con aquel sacrificio terrible que era el misterio de sus pensamientos.
Él era rudo, encendido, disparable, lanceolado, violento, mandoblado, pero no tenía fiereza suficiente para ir contra quien amaba.
En el valle secreto de sus cacerías, como el que sorbe de su propia y repugnante substancia con el deseo de ser más y redoblarse, comenzó a asar en brasas que encendía entre piedras, pedazos de la carne apretada del tigre, que Tubal se comía con voracidad de ser más voraz que el terrible felino.
En su psicología infernal y tartárica estaba arraigada la convicción salvaje de sus antepasados, según la cual, el que come carne de tigre adquiere el valor y la ferocidad de esa fiera.

IX
Tubal ha comido carne de tigre muchos días y se siente con un hígado nuevo con carne que le connaturaliza con la fiera que salta y no perdona.
Ha llegado a ser insostenible la mirada inquisitiva de todo el pueblo, que se asoma a ver a un hombre como los que se acercan al lecho de un moribundo, como los que están velando y quieren que cuanto antes les deje dormir el sueño reparador el agonizante que tarda demasiado en morir.
¿Cómo arrancar a todos aquella angustiosa pregunta que colgaba interrogaciones de todos los ojos? No había más que un medio.
Pero ella era tan sonriente, tan bondadosa, lloraba de antemano lo que pudiera ser de él, temía tanto las separaciones, imploraba tanto por un porvenir que les cogiese reunidos, se cuidaba tanto los senos para que no perdiesen su contextura, que le daba pena salvarse —del modo que tenía pensado— de la aciaga influencia que quizá ni ella misma podía atemperar.
Él no quería ser el octavo muerto y presenciar con la corona ladeada sobre la cabeza en el sillón de oro la danza de las burlas.
Si él no podía separarse de aquella belleza agotadora y de aquel mujerío almacenado con creces en un solo cuerpo, tenía que no saber a qué hora podía desaparecer y ser un personaje más en aquel cuento picaresco del que ella, quisiese, o no quisiese, saldría más embellecida.
No había más remedio. Ella misma le miraba como si no acabase de saber si ya estaba muerto, y le despertaba de los sueños en que apenas se respira, con una emoción brusca que siempre le arrojaba en el pánico de haber muerto ya.
Tubal, en la noche en que ya no podía más y en cuya madrugada había puesto su superstición el desenlace, tomó la espada de ancha hoja, y mientras “La Fúnebre” dormía, la cortó el cuello con golpe certero, sin hacerla sufrir nada, atajando la idea de que moría antes de que llegase a la cabeza, contando con que la mujer no tiene en su garganta la dura nuez, que es como un hueso de melocotón que se interpone al degollar a los hombres.
¡Ahora iría a vivir al barrio de los parricidas, a reírse del mongol Mascafou, que creía podría ser su sucesor! ¡Su sucesor!
¡Qué sorpresa a la mañana siguiente la de todo el pueblo al ver que no se podría cumplir ya lo qué esperaban y que era él como el Victorioso inesperado!
El “instinto” tártaro serviría para justificar el crimen, y además valdría alegar ante el tribunal de los ancianos que se trataba de un caso de legítima defensa, pues iba a ser el octavo marido que se estrellaba contra la fatalidad...
Tubal respiró, creyendo a la muerte muy lejos, cuando jamás deja de estar cerca y siempre se es el número tal o cual de entre los muertos.

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