Edwidge Danticat - "Lélé"

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Haití es algo más que miseria, terremotos y dictadores asesinos paseándose impunemente por ahí.

Aquel verano hacía tanto calor en Léogáne que la mayoría de las ranas explotaron, lo que atemorizó no sólo a los niños que antes las perseguían hasta el río al anochecer o a los padres que se apresuraban a arrebatarles los cadáveres raídos de entre los dedos, sino también a mi hermana de treinta y nueve años, Lélé, que estaba embarazada de cuatro meses de su primer hijo y temía que, de seguir subiendo la temperatura, ella también explotaría. Las ranas llevaban una temporada muriendo, pero no nos habíamos dado cuenta, sobre todo porque lo hacían con discreción. Tal vez por cada una fallecida otra había ocupado su lugar a la orilla del río, exactamente con el mismo aspecto que las demás, haciéndonos creer que tenía lugar un ciclo normal, que los jóvenes sustituían a los viejos y la vida sustituía a la muerte, a veces con lentitud y a veces aprisa, tal como sucede con nosotros.
«Sin duda esto es señal de que va a ocurrir algo terrible», me dijo Lélé, ambos sentados en la galería del piso superior de la casa de mis padres una noche particularmente sofocante. Aunque mi padre, antiguo juez de paz de la ciudad de Léogáne, había muerto más de diez años atrás y mi madre cinco años antes que él, nunca he podido dejar de pensar en el lugar que yo, y ahora mi hermana, llamaba hogar como si fiera de ellos. La fachada de casa de muñecas de nuestra vivienda de madera había sido meticulosamente bosquejada por papá, que pasaba sus veladas después de trabajar poniendo al día y revisando cada detalle conforme su casa se construía desde los cimientos. Él y maman habían ido a la capital para adquirir el metal ondulado y las celosías ribeteadas, un trayecto que por entonces, antes de que naciéramos mi hermana y yo, suponía varias horas atroces en una vieja furgoneta heredada de mi abuelo medio francés, el anterior juez de paz. La carcasa de la furgoneta seguía por ahí en alguna parte entre las docenas de almendros que salpicaban nuestras tres hectáreas, su motor antaño atronador oxidándose medio enterrado, como el desatendido monumento conmemorativo que era.
En mi galería el aire era levemente más fresco que en los dos dormitorios donde dormíamos mi hermana y yo, tal como habíamos dormido de niños, rodeados de estanterías cubiertas de libretas encuadernadas en cuero colmadas de las preocupaciones y quejas que consumieron los días, y a veces las noches, de nuestro padre y nuestro abuelo. El año pasado decidí leer todos sus cuadernos antes de trasladarlos al archivo de los juzgados de la ciudad. Y ahora, a pesar de su estado, mi hermana, que estaba en pleno proceso de separación de su marido, me ayudaba a revisarlos.
—En todas sus notas no he visto una sola mención de ranas que murieran así —decía Lélé.
Antes de quedarse embarazada, Lélé fumaba mucho, y a veces, cuando hacía alguna declaración —pues tenía una de esas voces que dan aire de estar haciendo siempre alguna declaración—, sonaba un tanto falta de resuello. Eso se veía agravado por el hecho de que ahora tenía una criatura oprimiéndole los pulmones, desde luego, pero, pensándolo bien, ya hablaba así incluso cuando era niña, a veces enfatizando a propósito un ceceo que curiosamente le otorgaba mayor seguridad.
—He hablado con varias personas al respecto —le dije—. Incluso llamé a unos amigos médicos de Puerto Príncipe.
—¿Qué sabrán los médicos sobre ranas muertas? —me atajó—. Lo que hace falta son especialistas en el mundo, gente que estudie la tierra. —Al tiempo que echaba la cabeza atrás, haciendo oscilar tres largas trenzas en el aire vespertino, Lélé se golpeó la palma de la mano para recalcar sus palabras y añadió—: Fíjate bien en lo que te digo: antes de que pase el verano ocurrirá aquí alguna catástrofe.
Puesto que vivíamos a un kilómetro escaso del río, pensé que el olor a ranas podridas podía ser como mínimo una catástrofe en potencia, pero en los días siguientes no llegó ningún olor. En cuanto las pieles bruñidas y los diminutos órganos quedaban expuestos al sol, las ranas despedazadas se secaban y se desvanecían en el lecho del río.
Eso fue un golpe de suerte para Lélé, que a esas alturas de su embarazo seguía luciendo un tipo esbelto y elegante, debido en parte a que no tenía mucho apetito. El olor de la mayor parte de las cosas la hacía vomitar, salvo la fragancia mohosa de la tinta antigua y el papel a medio deshacer, con los que disfrutaba tanto que francamente llegué a sospechar que estaba royendo pequeños fragmentos del legado judicial de la ciudad.
Una semana después de que Lélé hiciera su predicción, las ranas ya no suponían ningún problema. Habían caído unos cuantos centímetros de lluvia en algún punto de las montañas y el río se desbordó, ahogó el resto de la población de ranas y depositó una gruesa capa de marga arenosa mucho más allá de las orillas del río, arrasando, entre otras cosas, el campo de vetiver que, al igual que mi padre y mi abuelo antes que yo, había plantado fielmente al comienzo de cada año. Algunos años incluso había sacado beneficios con mi vetiver, que no sólo era bueno para la tierra sino también muy codiciado por los abastecedores de las empresas de perfumes. Esos años había utilizado el dinero para plantar unos almendros más cerca de la sección de nuestra propiedad que casi se confundía con la carretera. A Lélé le encantaban los almendros, y antes de quedarse embarazada, cada vez que venían de visita ella y su marido Gaspard, los dos pasaban horas partiendo los fibrosos frutos con piedras de río para extraer las almendras.
• • •
La mañana que Gaspard vino a ver a Lélé, tuve que irme a toda prisa a los juzgados. Debía declarar como testigo en el caso de un ex sacerdote que había presentado una querella para que se le abonaran los costes de su tratamiento psiquiátrico. El sacerdote aseguraba haber sido obligado por el jefe de policía a dar la extremaunción a unos presos que éste había ordenado ejecutar antes de que comparecieran ante un magistrado. A mí me había llamado la sobrina del sacerdote, con la que éste vivía después de haber sido expulsado de su parroquia, para que le tomara declaración sobre su impresión de la salud mental del cura, y lo único que tenía pensado hacer ante el tribunal era reiterar lo evidente: que por alguna razón el sacerdote había perdido el juicio. El juez, carecía de paciencia para casos en los que no había posibilidad de sobornos, probablemente lo desestimaría de inmediato. Sea como fuere, puesto que se esperaba la asistencia de dos periodistas de radios locales, el magistrado debía seguir con la farsa y fingir que nos escuchaba a todos antes de dictar su veredicto.
No tengo formación académica en asuntos de derecho. Todo lo que sé lo aprendí a la sombra de mi padre. Su enfoque siempre había sido el mismo. Estamos presentes sólo como testigos, no para participar, decía, sino para ofrecer un documento, una declaración jurada, un acta notarial, que tal vez resulte de utilidad en un procedimiento o acción legal posterior. Si se nos llama a prestar declaración ante un juez, basta con que digamos lo que hemos visto. No hacemos conjeturas ni suposiciones. Únicamente hablamos cuando se nos pregunta.
Esa era mi actitud con respecto a Lélé y Gaspard. El todoterreno de Gaspard aparcó delante de la casa justo cuando yo me marchaba en dirección contraria. Probablemente tendría que comparecer en su proceso de divorcio. Habría tiempo más que de sobra para ponerse de parte de alguien.
No se presentaron ni el sacerdote ni su sobrina, así que el magistrado desestimó el caso. En los diez años que llevaba haciendo aquello, había visto que son más los que no comparecen que los que comparecen. Muchos simplemente buscaban la ventaja de la vista inicial, sobre el terreno o en mi despacho, donde tomaba la mayor parte de mis notas. El resto ya sabía el desenlace más probable de su caso o estaba demasiado asustado para presentarse.
El coche de Gaspard seguía delante de la casa cuando regresé a comer. Gaspard era un hombre pequeño, más bajo incluso que mi hermana descalza. Sin embargo era atractivo, con cara de elfo marrón oscuro y una amplia sonrisa que parecía incapaz de contener aun cuando estaba furioso. Provenía de una familia de sastres y vestía muy bien, últimamente con camisas blancas holgadas y con bordados y pantalones de algodón amplios.
Lélé y Gaspard estaban sentados en extremos opuestos de la sala de estar cuando entré, él en nuestra tumbona de sesenta años de antigüedad con estampado de flores de lis y ella en una mecedora junto a las puertas acristaladas que daban al campo de vetiver, ahora arrasado.
Marthe, que llevaba con nosotros el tiempo suficiente como para habernos dado a luz a mi hermana ya mí, se acercó sin prisas con una bandejita reluciente para recoger el vaso vacío de Gaspard. Me vino a la cabeza una imagen de Gaspard sentado allí toda la mañana, tomando sorbitos de un único vaso de la jugosa limonada de Marthe aderezada con esencia de vainilla mientras contemplaba el perfil inexpresivo de Lélé.
Aunque yo había contratado a una chica más joven para que la ayudara, Marthe seguía prefiriendo encargarse de la mayor parte de las tareas livianas de la casa, incluida la de atender a nuestros invitados. Marthe tenía cerca de setenta años, la misma edad que hubiera tenido nuestra madre de haber seguido con vida. También poseía la misma cara con forma de luna y la constitución fornida. Cuando era pequeño, yo creía que ella y mi madre eran hermanas. Sigo sin estar convencido de que no lo fueran.
Esperé a que Marthe saliera de la sala y luego, frotándome las manos, dije:
—Y bien, les amoureux, ¿nos hemos reconciliado?
Gaspard levantó la vista hacia mí, su sonrisa incontrolable de pronto amenazadora. Por una vez, mientras sonreía, dio la impresión de que hacía rechinar los dientes.
—¿No te lo ha dicho? —me preguntó.
Encogí los hombros y desvié la vista hacia mi hermana, cuyos ojos no se apartaban del campo asolado de vetiver.
—Tenemos que limpiar ese campo —dijo por fin—. Y deberíamos darnos prisa. Es posible que todavía haya algo que salvar.
—A veces no hay nada que salvar —señaló Gaspard.
Se levantó y pasó rápidamente por mi lado, pero, cuando llegaba al umbral, donde más cerca estaba de mi hermana, retrocedió y me puso una mano en el hombro.
—Lo siento, hermano —me dijo—. No deberías haberlo visto.
Negué con la cabeza sin saber muy bien qué decir. Tenía la impresión de que todas las cartas estaban en manos de Lélé. Era su turno.
Esperé hasta oír que arrancaba el coche de Gaspard. Cuando los neumáticos escarbaron en la gravilla del sendero de entrada, le pregunté a mi hermana:
—¿Seguro que es el momento adecuado para diferencias irreconciliables?
Se levantó de la mecedora y echó las persianas de las puertas acristaladas, oscureciendo considerablemente la sala.
—No quiero hablar de eso—dijo, y se dejó caer en uno de los viejos divanes junto a la chimenea cerrada.
—¿Te engaña? —pregunté—. Si te engaña, puedo encontrar el modo de hacer que lo metan en la cárcel.
—No me engaña.
—¿Le engañas tú?
Me lanzó una mirada con los ojos saltones y abiertos de par en par y luego se señaló el vientre.
—¿Es suya la criatura? —pregunté, a la vez que me sentaba en el suelo a sus pies.
—Bobo —me regañó.
Al apoyar la cabeza en su rodilla, me sentí igual que cuando era niño y volvía corriendo a casa, desolado, tras acompañar a mi padre a hacer el levantamiento de un cadáver.
«No puedes hacer esta clase de trabajo si lloras en el escenario», me decía mi padre al tiempo que me palmeaba la nuca delante de sus testigos. En una ocasión, incluso después de haber visto el cadáver despedazado de un hombre decapitado. El propio hermano del hombre le había asestado un machetazo en el cuello durante una disputa a causa de una parcela. Aquella noche, Lélé me dejó dormir en su cama, pero sobre todo me dejó llorar.
—¿Seguro que no quieres contármelo? —le pregunté.
—Quizá a su debido tiempo.
—¿Alguna vez hemos utilizado esa chimenea? —pregunté, y señalé la única parte de cemento de nuestra casa, un nicho cuadrado que Lélé había llenado recientemente de grandes velones decorativos.
—Es posible que Marthe se acuerde mejor —dijo-, pero sólo recuerdo que la utilizáramos una vez, la noche que naciste. Llenó toda la casa de humo y estuvo a punto de hacerla arder.
Al día siguiente llevaba una declaración jurada para un divorcio propiamente dicho cuando empezó a llover. Me inquietaba que el río se desbordara de nuevo, llegando esta vez allende los campos de vetiver y los almendros. La nuestra era la única casa tan cerca del río. Las demás, más nuevas y desvencijadas, habían sido arrastradas por inundaciones relámpago, muchas con familias enteras dentro. Tenía intención de decirle a Lélé que debíamos hacer algo respecto a la casa. Si me había abstenido de discutirlo con ella era porque aún no había decidido qué hacer. ¿Debíamos vendérsela a alguien a quien legaríamos el mismo problema al que ahora nos enfrentábamos? ¿Derribarla y reconstruirla en terreno más elevado? ¿Mudarnos a otra parte y utilizarla únicamente durante la estación seca? Estaba convencido de que Lélé ya tendría una solución, de la que estaría segura al cien por cien, de modo que quería decidirme por mi cuenta antes de hablar con ella. Aun así, conforme seguía lloviendo y más viandantes buscaban cobijo en la galería a la salida de mi oficina, tenía la acuciante sensación de que un muro me separaba de Lélé.
Desde hacía años celebraba reuniones trimestrales con los campesinos de los pueblos, sobre todo en los pueblos de río arriba, y les informaba que el río estaba causando estragos como respuesta a la falta de árboles, la erosión del terreno y la degeneración de la capa superficial del suelo.
—¿Qué quiere que hagamos? —me replicaban—. Denos algo con lo que sustituir el carbón vegetal y pararemos.
A veces, en mis intentos de convencerlos de que no cortaran arbolillos, recurría a las metáforas más viles, los ruegos más melodramáticos.
—Es igual que matar a un niño —les decía.
—Si tengo que matar un niño árbol para salvar a mi propio hijo, mataré al niño árbol —respondían.
Ahora, gracias a su estupidez, o más bien a la estupidez de sus necesidades, la casa de nuestros padres podía quedar muy pronto bajo las aguas. Tal vez despertáramos flotando sobre nuestras camas y tuviéramos que encaramarnos al tejado a esperar que menguara la corriente. Mi hermana bien podía dar a luz en un árbol.
—Merde —le dije al demandante que tenía ante mí—. ¿Por qué quieres divorciarte de tu mujer?
—Porque es fea —respondió, su semblante dotado de una seriedad mortal, aunque tal vez no tan ansioso como el mío.
—¿Cuándo se volvió tan fea? —Le estaba gritando, pero por lo visto ni se daba cuenta.
—Después de tener hijos —respondió—. Perdió unos cuantos dientes y ya no es cariñosa.
—¿Qué clase de cariño esperas de ella? —indagué.
—Toda clase de cariños —dijo, y me lanzó un guiño—. Ya sabe.
—¿Cuántos hijos tenéis?
—Diez.
Bajé el bolígrafo y dejé de tomar notas. Tuve ganas de golpearlo tal como mi padre me golpeaba a mí. «Pórtate como un hombre —sentí deseos de decirle—. Ésta es tu vida.»
Deseé mantener con él la charla que tal vez me vería obligado a mantener pronto con mi hermana, convencerlo de que, al abandonar a su familia, estaba portándose como un cobarde. Sea como fuere, cuando levanté la vista, volvía a lucir un sol perfecto de puertas afuera. Los que habían buscado refugio de la lluvia en la galería a la entrada de mi oficina volvían a salir ahora a la calle. Los coches también circulaban de nuevo, salpicando agua fangosa por todas partes.
—Vuelve mañana —le dije al desdichado marido. Planeaba hacerlo venir a verme al menos diez veces antes de tomar por escrito su declaración, tal como me estaba exigido por ley, y tramitársela.
Resultó que no había llovido cerca de la casa y el río no se había desbordado. De todas maneras, era insólito que se desbordase durante el día, lo que no hacía sino agravar mi ansiedad. Todas las inundaciones relámpago con resultados mortales habían tenido lugar por la noche. Tal vez mi miedo fuera levemente irracional. No obstante, el verano anterior, la cuarta ciudad más grande del país había quedado sumergida bajo las aguas durante semanas. Ya no podía seguir arriesgándome.
Cuando llegué a casa, me dispuse a abordar el asunto con Lélé de inmediato. La encontré en su antigua habitación, sentada en medio de la amplia cama de caoba con dosel que nuestros padres habían encargado para ella cuando era adolescente. De la casa que ella y Gaspard habían compartido los últimos veinte años, había traído una mosquitera de gran tamaño que colgó sobre el dosel, lo que le confería todo el aspecto de estar atrapada en un sueño translúcido. Las libretas de nuestro padre estaban esparcidas, abiertas, todo en torno a ella. En su regazo tenía su propio cuaderno. Garabateaba furiosamente, pasando una hoja tras otra mientras tomaba notas.
Salí a la terraza, donde Lélé tenía, entre sus muchas plantas en macetas, una silla de mimbre en la que se sentaba todas las mañanas, envuelta en una de sus sábanas, para ver salir el sol sobre las montañas. Llevé la silla adentro y la coloqué delante del armario ropero enfrente de ella. Cuando estaba sentándome, ella levantó la mirada, dándose por enterada de mi presencia por un momento, y luego volvió a centrar la atención en las libretas.
—¿Trabajas de la misma manera que ellos? —me preguntó.
—¿A qué te refieres?
Hablábamos a través de un velo, pero ninguno de los dos hizo el menor esfuerzo por apartarlo. En todo caso, me hacía sentir un poco más cómodo, más valiente.
—¿Guardas tus anotaciones como hacían grand-pere y papá? —me preguntó.
—Claro. Están todas en los archivos en la ciudad, que es donde deberían estar ésas. Las hemos guardado demasiado tiempo. No nos pertenecen solamente a nosotros. Pertenecen a Léogáne.
—Sí que nos pertenecen —replicó—. Escucha.
Incinándose, alargó el brazo y cogió una de las libretas que estaban a la altura de sus rodillas. Debió de ejercer demasiada presión sobre el vientre, pues de súbito echó la cabeza atrás, dejó caer la libreta y empezó a frotarse la barriga.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Dame un minuto. —Siguió frotándose, al tiempo que cerraba los ojos y susurraba para sí.
—¿Te has hecho daño?
—Estoy bien —dijo, y abrió los ojos de nuevo—. Déjame que te lea esto.
Cuando cogió una de las libretas de mi padre parecía serena, casi en perfecto estado otra vez.
—Aquí hay unos apuntes sobre el robo de una vaca. Ganado robado, etcétera, decía, pero en el margen escribió: «Hoy ha nacido Lélé. Le hemos puesto el nombre de Léogáne. Espero que no se crea que la ciudad entera le pertenece.» —Alargó el brazo de nuevo y cogió otra libreta—: «Lélé es la primera en el colegio —leyó—. Después de cenar me ha dicho al oído que quiere sucederme en mi puesto como juez de paz.»
Sentí deseos de preguntarle si nuestro padre había escrito algo parecido, o cualquier otra cosa, sobre mí. Cabía la posibilidad de que yo no lo hubiese visto. Pero sabía que no era así. Y ella también.
—Podrías haberlo sido —le dije—. Podríamos haber hecho el trabajo los dos.
—Supongo que hace treinta años no podías llevar por ahí a una niña mientras documentabas las desgracias de la ciudad. Eso me dijeron tanto él como mamá.
—Mira, te dieron su mundo entero, que era esta ciudad —le aseguré para animarla—. Te pusieron su nombre. Estaban muy orgullosos el día de tu boda. Adoraban a Gaspard. Les entristeció que no pudierais tener hijos. Ahora estarían felices.
Pasó las páginas de las libretas y las cerró todas. Creí que iba a levantar la mosquitera y salir, pero no lo hizo.
—Hablando de Gaspard... —dije.
—Quieres saber cuándo voy a volver, ¿verdad?
Tuve la sensación de estar hablando con una de las personas que venían a presentar sus querellas. Necesitaba lugares, fechas y horas específicos.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque estoy pensando en vender la casa.
—No —dijo—, la casa no.
—Empieza a resultar absurdo vivir aquí, tan cerca del río, presiento que es una trampa mortal.
Me entraron ganas de subirme a la cama y decirle que todo iba a ir bien, que ahora teníamos derecho a forjar nuestros propios caminos, a alejarnos del pasado. En cambio, ella recogió las libretas en una pila y se apartó de ellas hacia el borde de la cama. Levantó la mosquitera con tanta rapidez que en un instante nuestras caras casi se tocaban. Desprevenido, me vi obligado a apartar un poco la silla.
—¿Quieres saber por qué dejé a Gaspard? —dijo—. Es debido al bebé.
—¿Qué le pasa al bebé?
—Está enfermo.
—¿Enfermo?
—¿Es así como recuerdas todo lo que te dice la gente? ¿Sencillamente repites sus palabras?
—¿A qué te refieres con que el bebé está enfermo?
Justo en ese momento entró Marthe para anunciar la comida.
—Lélé, no has comido en todo el día —dijo, y agitó el índice a modo de regañina—. Tienes que comer para que ese niño venga fuerte.
—Enseguida bajamos, chérie —dijo mi hermana.
—De acuerdo, pero no vamos a dejar que se enfríe la comida. Ya sabes cuánto detesto la comida fría.
—¿Te das cuenta del tiempo que lleva diciéndonos eso? —comentó Lélé cuando Marthe se marchó.
—Probablemente toda nuestra vida.
—¿Te das cuenta de lo asombroso que es?
—Cuéntame lo del bebé —insistí.
—No quería hacerlo —dijo—, pero Gaspard se obstinó debido a mi edad, así que fui al hospital, L’Hópital Sainte Croix, y me lo hice.
No estoy seguro de haber entendido todo lo que dijo. Hubo una prueba con imágenes, una ecografía. Al bebé, que resultó ser niña, estaba creciéndole en la nuca un quiste de grandes dimensiones que descendía columna abajo. En caso de que viviera lo suficiente para nacer, probablemente moriría poco después.
—¿Qué ocurrió? —le pregunté—. ¿Qué lo ha causado?
—Un golpe de mala suerte. Nadie lo sabe.
Tanto el médico como Gaspard eran de la opinión de que abortara mientras pudiera. Pero ella quería seguir adelante con el asunto, llevarlo a término.
—Será tu ruina —le dije.
—¿Cómo?
—Haré lo que pueda para ayudarte.
—No hay nada que hacer —señaló—. A eso voy.
—¿Has pensado en el parto?
—Se encargará Marthe —dijo——. Me asistirá durante el parto tal como hizo con nosotros.
Esa noche, después de cenar hacía demasiado calor para estar dentro, así que volvimos a salir a la galería y escuchamos sonidos a los que otras noches no prestábamos atención: el lamento de las cigarras, el cacareo de algún gallo desorientado, la risa asordinada de vecinos lejanos que atajaban por nuestra propiedad. A diferencia de los veranos de nuestra infancia, cuando a pesar del calor habríamos estado correteando por ahí medio desnudos, no oímos el menor revuelo en los árboles cercanos ni pájaros que se aposentaran con vistas a la noche. Y tampoco oímos el croar de ranas chapoteando al entrar y salir del río. No oímos ranas en absoluto.
La criatura de mi hermana ya se sentía como una ausencia también, algo que debíamos llorar e ignorar al mismo tiempo. De vez en cuando la veía retorcer el cuerpo de lado a lado. Luego se levantaba un momento de la silla mientras el bebé despertaba en su interior, gesto que repitió varias veces. Bajaba la vista hacia la mansa curva creciente de su cuerpo, pero no se tocaba el vientre, y tampoco me invitó a que lo tocara o llevara la oreja hasta allí. Y yo no me atreví a pedírselo.
Gaspard se pasó por la casa de nuevo a primera hora del día siguiente. Hacía una mañana terriblemente hermosa. Todavía no estaba sofocante ni nublada, sino intensamente brillante, casi resplandeciente. Era una de esas mañanas que hacían evaporarse mis miedos acerca de vivir en la ribera del río, una de esas mañanas que probablemente lograrían que me quedara siempre en Léogáne, plantando mi vetiver y mis almendros.
Me marchaba a trabajar cuando vi a Gaspard sentado en su coche, las ruedas delanteras enfiladas hacia la terraza de Lélé. Di unos golpecitos en la ventanilla y él alargó el brazo y me abrió la puerta. Al tiempo que me acomodaba en el asiento del acompañante, apreté su hombro levemente tal como él solía apretar el mío, a guisa de saludo, de disculpa. Sentados en silencio, nos turnamos mirando el sendero de gravilla que llevaba entre los almendros hasta la carretera. Cuando éramos niños, Lélé y yo echábamos carreras desde la casa hasta la carretera. Nuestro sprint siempre parecía interminable, agotador, pero nos enorgullecíamos en extremo cuando alcanzábamos el final, ya fuera delante o detrás del otro. Con la vista levantada hacia la terraza donde Lélé se sentaba todas las mañanas a ver salir el sol arropada con una sábana, Gaspard y yo sólo veíamos sus pies asomando por la barandilla, encerrados tras el reborde con forma de puntilla de la galería.
—No voy a dejarla —dijo—. Después de que nazca el bebé, veremos adónde podemos ir.
Levantó las manos como para saludar en dirección a Lélé, pero ella miraba más allá de nosotros, hacia las montañas, enmarcada por un aura de cielo índigo.
—Quiere enterrar a la criatura aquí —me contó—. Quiere que haya pasado toda su vida aquí, en la casa de tus padres. Supongo que tiene la sensación de que, si no se hubiera marchado, nada de esto habría ocurrido. Estaría aquí igual que tú, sola, pero a salvo de las cosas que tan bien documentas tú.
—Sigue estando en tela de juicio lo bien que llevo a cabo mi documentación —señalé.
—Lélé te admira, y piensa que lo haces bien. —Y como yo no respondí, añadió—: Entre los árboles. Quiere enterrar a la criatura entre los almendros.
Justo entonces caí en la cuenta de que no estaba hablando conmigo. Hablaba con Lélé. Ella había apartado la vista de las montañas y lo miraba directamente a él, a nosotros, su mirada fija, casi como un reto, un desafío.
—Ha sido por un hongo —dijo Gaspard.
—Creía que no sabíais la causa —comenté.
—El bebé no —señaló——, las ranas.
La víspera, cuando había venido a ver a Lélé, ella le había encargado que averiguara qué podía haber acabado con las ranas del río. Había regresado a casa y llamado a varias personas, incluido uno de sus amigos de infancia, un botánico haitiano-canadiense, quien le explicó que, teniendo en cuenta las circunstancias, suponía que probablemente las ranas habían muerto debido a una enfermedad miótica provocada por las temperaturas más elevadas de las habituales.
—¿Podríamos haber hecho algo por ellas? —le preguntó Gaspard a su amigo.
—No —le contestó su amigo—. Todos tenemos nuestro camino a seguir, y ése era el suyo.

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1 comentarios

curioso lugar, ojalá recuerde haber estado aquí

24 de enero de 2011, 22:07

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