Sonia Manzano - "George"

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Mis amigos son raros, pero yo soy mucho más rara que mis amigos. Eso está acreditado por el murmullo generalizado que levanta mi vestimenta —del todo viril— cuando entro del brazo del segundo de mis maridos a las tertulias que ya por algunas ocasiones ha organizado ese pintor al que le falta media oreja y del que me atrae, muy poderosamente, su pintura sensualmente cadaverina (tan proclive a explotar en una gama putrefacta de matices amarillentos que se abren al solo contacto de miradas duchas en el arte de ver morir enormes girasoles).
Mi segundo marido no constituye un estorbo para mis apetencias estéticas: puedo deshacerme de él como si fuera un paraguas; él hace lo propio conmigo: me ignora cuando su sentido de la elegante alcahuetería así se lo ordena. El día en que se le ocurra hacerme algún tipo de reclamo, se convertirá en uno de esos obsoletos recuerdos a los que pisoteo con mi desprecio cada vez que no me queda otro remedio que evocarlos.
Desde hace unas dos reuniones para acá, mis extravagantes contertulios me han comentado que el pianista N, un autodesterrado de algún país neblinoso, no cesa de inquirir, a quien sea, detalles máximos y mínimos de mi muy congestionada vida. Según ellos (los rarísimos de mis amigos), se ha quedado impresionado con mi libertina manera de desplazarme por el medio campo de un juego que carece, en lo absoluto, de reglas. Es más: no contento con los resultados de su labor indagatoria, ha empezado a lanzar antojadizas suposiciones sobre mi persona (suposiciones tales como las de afirmar que esta mascada de seda que uso alrededor del cuello me sirve para ocultar las marcas inequívocas de esos lances angustiosos que en ocasiones sostengo con siquiera tres de mis cuatro jinetes apocalípticos).
El pianista tiene ojos de brujo y melena de paje inglés. Tose en forma persistente, como si una porción de coágulos le obstruyera la tráquea, y huele a alcohol alcanforado (antes de vestirse es posible que refriegue su cuerpo con algodones humedecidos para así neutralizar ese aroma de muerto vivo que se escapa por el cuello de su camisa).
Con las clases particulares que da a jovencitos enclenques alcanza a redondear un apretado presupuesto; consiguiendo, además, establecer contacto con madres monetariamente poderosas, capaces de ver en él a un Rasputín medio hemofílico con el cual se pueden compartir tardes tediosas en las que sólo provoca escuchar el gorgoteo de la sangre en otras arterias que no son las propias.
Me vestí de negro cerrado para asistir a la reunión de despedida que casi a la carrera organizamos para el pintor de la media oreja, quien después de dos días más se iría para el Brasil a montar una de esas exposiciones de árboles de cuyas ramas penden zapatos de suicidas profesionales. Sólo me faltaba un lebrel, así que le dije a mi marido que me acompañara. También me hacía falta una fusta para terminar de configurar una imagen equina de mí misma. A falta de fusta llevé latigazos reprimidos en la punta de la lengua, propensos a desatarse en la primera espalda desnuda que se pusiera en mi camino.
Penetré en el salón con mi altivez de siempre, y, directamente, fui hacia donde estaba el piano. Mi marido se integró al grupo de los poetas herméticos que se había ubicado, deliberadamente, en la misma puerta de entrada, con el fin de que todo aquel que hiciera su ingreso a la fiesta se detuviera forzosamente a escuchar el descrédito sistemático al que era sometida la literatura del decorativismo (llamada, según los herméticos, a caer por el propio peso de sus excesos ornamentales).
Puse mis codos sobre la tapa del piano y dejé que un pañuelo de encajes se escapara del palomar de mi escote. Entonces empezaste a cantar, con ronquera abaritonada, una canción que dijiste haber compuesto unos días atrás, y a la que le habías puesto el sugestivo título de María Bonita. Un poco más tarde, y con todos los riesgos vocálicos que su interpretación implicaba, te lanzaste Granada, con lo que terminaste por poner entre mis dedos una flor de melancolía que nadie, hasta ese entonces, me había dado (flor que inmediatamente fue absorbida por la avidez succionadora de mi boca que siempre fuma a la espera de hombres que en realidad no desea que vengan).
Me arreglé los encajes de ambos puños y observé que mis manos habían comenzado a envejecer. Di vueltas al anillo bajo cuya piedra granate escondo cierto tipo de veneno que suelo escanciar en largas copas papales, y mientras sostenía tu mirada de claros propósitos hipnóticos, enarqué la ceja como sólo yo sé hacerlo, luego de lo cual te pedí —con esa deliciosa voz de cuervo con la que he graznado en muchas películas que terminan con la misma soledad en la que comienzan— que cantaras por todo el resto de la noche, pero única y exclusivamente para mí.
Te estremeció mi petición: lo sentí en el crujir de tus espaldas y en el apasionamiento redoblado con el que empezaste a manosear las teclas (calculo que por lo menos tres de ellas se reventaron en tu interior).
Los otros —raros como tú y yo, pero no tanto como nosotros juntos— se habían desatendido de la música después de percibir que ésta los marginaba por completo. Mi marido, entretenido como estaba en explicar el plan de la novela summa, que en breve piensa escribir, al grupo de los desentrañables, quienes por efectos del ron mostraban una condescendiente apertura hacia las estructuras abiertas, ni reparaba en el tête-à-tête que yo coprotagonizaba a escasos metros de él (y si reparaba en algo no tenía derecho a hacerme objeto de reparo alguno, pues poco o nada puede hacer frente a estos fogonazos ninfómanos que recorren mi oquedad, fogonazos cuya duración yo, y nadie más que yo, decide).
No soy sensiblera, pero cuando en rápida ojeada detecté que casi todos, incluido mi marido, se habían filtrado por sus fisuras de origen, y que el pintor al que habíamos ido a despedir también se deslizaba disimuladamente por un rincón del salón para irse a dormir sin tener que despedirse de nadie, comencé a llorar de una manera harto objetable, con sollozos que había retenido por años. Te consternaste visiblemente: las tres rayas que pasan por tu frente comenzaron a zigzaguear y algo se descarriló estruendosamente sobre ellas.
En realidad, mi llanto podía haberse generado por dos motivos diferentes: por un lado, en la mezcla indiscriminada de licores a la que nos había sometido el dueño de casa (varias rondas de margaritas alternadas con trágicas incursiones de un demoledor vodka con toronja); y por otro —por el otro lado—, en la antojadiza articulación que llegué a establecer entre mi propia vida y la letra de ese pasillo que habías tocado por lo menos cinco veces (y que a la sexta vez me había hecho llorar en esta forma desconsolada con la que hasta ahora lloro).
El pasillo hablaba de un río y de una nostalgia que no hallaban para dónde desembocar. Dejé que (a confluencia de ambos) cayera hacia la más remota percepción que tengo de mí misma, y como suelo ponerme triste cuando me acuerdo del día en que perdí mi propio rastro porque unos pájaros se comieron las migajas que había dejado caer con obvios propósitos, traté de consolarme llevándome a la boca unos palillos con trozos de queso que algún acomedido había colocado discretamente sobre la tapa del piano.
En ese momento te incorporaste para brindarme tu acostumbrada parte de consuelo. La apretada tensión de tu bragueta concitó, súbitamente, mi atención: crecía en ella una hoja de parra roja cuya punta central aflojó —lenta pero visiblemente— una gota de vino tinto que se evaporó antes de llegar al suelo. Menstruabas, era evidente que menstruabas. Quise tener una confirmación inmediata de mis sospechas, por eso deslicé mi mirada pesquisante por tu tórax de violín gitano, ahora sí reveladoramente femenino. No obstante lo ceñido de tu chaleco floreado, tus senos pugnaban por salir al exterior en abierta y desesperada represalia a esas restricciones que les habías impuesto quién sabe desde cuántos años atrás: quizás desde cuando descubrieras que una gran mayoría de hombres no tiene esa capacidad de amar verdadera e intensa que es la que precisan esas mujeres cuyas melancolías marcadamente viriles sólo pueden ser apaciguadas por inteligencias que están más allá de toda consideración sexualmente demarcada.
Asisto a una nueva tertulia: esta vez organizada por los poetas decorativistas. Voy vestida de amarillo quemado. A falta de humo llevo entre los pliegues de mi falda cenizas que en vano tratan de rememorar un fuego que ha terminado por perder toda vigencia dentro de lo que yo he dado por llamar «una imagen abyecta de mí misma».

This entry was posted on 26 noviembre 2010 at 20:21 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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