Martha Rodríguez Albán - "Martini seco"

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Retira el escrito de la vieja maquinilla. Lo coloca dentro de un sobre dirigido a diario El Universo y respira tranquilo. Con los restos de esa misma placidez abre la pequeña nevera y toma una botella. Al salir, se deja sorprender por el vaho húmedo y caliente, por el golpe de invierno en el trópico a las dos de la tarde. Piensa con desaliento que don Claudio no abrirá hasta un par de horas después y que apenas le quedan cuatro cervezas frías.
Se acomoda en la silla de madera de la pequeña terraza. Malecón del Salado, número treinta y tres, lee en la placa del muro al otro lado de la acera. Contempla un rato el caserón abandonado mientras vacía la primera botella. Trae la segunda y bebe de ella con igual rapidez. Continúa pensativo.
Instintivamente dirige la mirada hacia el estero, a su derecha. Don Claudio no llega aún. Se pone de pie entonces, y regresa con la tercera botella y un bloc de papel. Lo abre y relee lo escrito.
«Lo vi hace algunos días: la casa tiene nuevo dueño. La maleza del jardín sobrepasó los muros desvaídos. Las dos ventanas sin vidrio dejaron paso al polvo suficiente, las hojas viejas, la humedad. Quienes la saquearon —los propios vecinos, según dicen— no se vieron satisfechos con tomar muebles y adornos; conforme al buen salteador que subyace en cada uno, arrasaron hasta con los focos, con cada puerta y batiente de madera, con el tornillo más pequeño, dejando intacto solamente, como tácito acuerdo en que apoyar su pretendida inocencia, el gran portón de hierro del muro exterior.»
¿Qué nuevo dueño puedo inventar para esta casa? Se distrae apenas. Ahora le llega algo de brisa, respira con más tranquilidad.
«El gringo bebía mucho. Eso se llega a saber siempre. ¿Cómo no hacerlo?» Se detiene. Tacha lo escrito; añade en su lugar: «El gringo bebía mucho. Lo sabíamos». No se decide y continúa, por probar: «A pesar del traje, bien puesto cada día, de la gravedad del rostro y su cuidado de las apariencias (apenas era posible sorprenderlo alterado: alguna vez, por la preocupación o la prisa de las noches en que no tenía más remedio que salir a buscarla). Lo suyo era el martini, exclusivamente; como si aquello que lo volvía distinto a su mujer —una brasileña perfecta: demasiado alegre, demasiado joven— hubiera sido poco».
Su propia voz. ¿Qué diría, por ejemplo, de sus años de europeo maduro en el tórrido Brasil?
«Ciertamente, allá se respiraba otro aire. Vivir con desafuero la noche era un ensalmo sagrado para espantar el temor. Perseguía el instante, escurridizo más allá del neón, guarecido en cuartos semioscuros, tras decorados extraños, entre el ruido, los susurros, los olores idénticos y reconocibles en cualquier lugar del mundo, como perfecto rastreador de un milagro.»
Traza entonces un círculo alrededor de las frases recién escritas; indica con una flecha que deberán ir después de los párrafos que siguen.
«La preferencia por Sicilia durante su juventud; por el Valle de los Templos, en Agrigento, ahora columnas olvidadas, sutilmente majestuosas siglos después de la expulsión de sus dioses. Por la entrañable Nápoles, mejor que nunca de octubre a noviembre, cuando se cumple con rigor de fiesta la tarea de vaciar los barriles, de casa en casa, para proporcionar su sitio a las cepas nuevas; las madrugadas y atardeceres son entonces iguales, el vino mejor a cada vaso: con vista al Vesubio siempre.»
Hace una pausa. Regresa con una lata fría y con una copa sacada del congelador. Vestida al fin de blanco, piensa. Vestidita de novia, mientras la llena.
«Permaneció varios años en las nuevas repúblicas de la Europa marginal (las que se conforman repetidamente por la violencia y la fuerza, para separarse con similares destrozos al cabo de lustros o décadas; no nos agota ni enseña reconstruir viejas peleas, afanes y desangramientos repetidos, a veces desde muchos siglos atrás).» Subraya todo el paréntesis, con trazo inseguro; escribe al margen con letras grandes: «ojo, intromisión».
«Llegó y permaneció en ellas cuando no era fácil que alguien se acercara hasta allí; menos aún que se evadiera. ¿Cuándo empezó el hastío (si lo hubo)? ¿Pasado cuánto tiempo, y cómo, comprendió que debía cambiar, moverse? Llegado el momento, no supo siquiera hacia dónde ir; y regresó a Italia, a la espera. Hasta que se decidió al fin por otro continente, por el sur.»
Don Claudio me lo refirió después, y yo lamenté haber estado lejos: fue aquella la única oportunidad en que dijo algo. Mi amigo se ocupaba de sus clientes, el gringo insistía.
—Yo no leo libros —le respondía él—. Convérsele al vecino.
Asegura don Claudio que pocos meses después de su llegada el italiano ya conocía su pequeña tienda, derruida garita de viejo muelle sobre el Estero Salado, llamada por nosotros simplemente El Atracadero. Se lo veía, es cierto, un poco fuera de lugar: ese hombre blanco, algo canoso, de refinamiento y elegancia visibles, era el cliente único de la botella de martini comprada donde él mismo sugirió —con mesura, con discreción, cuando sólo estábamos uno o dos del barrio apostados, bebiendo allí—. Guardando cierta distancia, pero a gusto; aún sin nuestro hábito de abandonarnos cada tarde sobre viejos asientos de madera enmohecida, aspirando los olores acres que la marea lleva, antiguos recuerdos traídos de las aguas oscuras.
Pero fue por aquella precisa charla que nos enteramos de unas cuantas cosas —las únicas, por otro lado, que tuvieron como fuente su propia voz—. Supimos, por ejemplo, que conocía más sitios de Guayaquil de los que imaginábamos, que se había asomado a la vida subterránea del puerto, pese a la seriedad aparente de los trajes («Más que nada hastiado de quedarse esperándola», dije yo después. «Simón», me respondió don Claudio, también de acuerdo, «porque así andaban las cosas cuando llegaron aquí»). La brasileña conocía y amaba el trópico, y él aprendió, por ella, a degustarlo.
Conocimos, por vaga y única referencia, de su hijo en Italia.
—Regresé y permanecí durante más de año y medio; tal vez esperando, sin darme cuenta. Me enteraba de él por los amigos. Yo hacía mi vida, pero él no se distrajo —hablaba lentamente, con pesar—. Él no se mueve de Europa ni aunque le anuncien que me estoy muriendo aquí.
Excepcionalmente se había emborrachado. Excepcionalmente ella llegó, algo más tarde, para llevárselo.
—Yo lo resucité —había concluido triunfante, después de que él hablara de Checoslovaquia, de Brasil.
—Si te conversa de los libros de un tal Onetti —recomendé a don Claudio, un poco en broma—, te vuelas a avisarme.
Pero ya no hubo cómo. Salí de viaje otra vez, y a mi regreso, la noticia me esperaba.
Estaba claro que la brasileña jamás iba a ser una mujer diligente, preocupada, la compañera solidaria, capaz de conmoverse al verlo regresar: marcado más por la desidia, por un cansancio profundo que tenía sus orígenes mucho antes de aquel maldito par de días. Apenas sostenido por el abogado —un hombre que lo visitaba con frecuencia en las últimas semanas—, no pronunció palabra a su llegada. Sin comer, sin verla —dijeron los empleados—, el italiano pasó a su habitación.
Las habladurías de la vecindad confundieron a algunos. Los empleados más cautos se fueron, advertidos por los grafiti que de pronto dominaron el muro. Las volantes empezaron a llegar por debajo de la puerta el día mismo en que lo capturaron; y los seguimos encontrando afuera algunos días después de que se marchara. («Te jodiste, viejo chulo. A la mierda con tu casa de citas.» «Las putas a la Dieciocho, las esposas y las hijas de bien aquí.» «El barrio es nuestro.»). La brasileña desapareció probablemente antes que él.
¿Maquinación de las viejas? ¿De los evangelistas del barrio? ¿Y qué podría haber pensado él durante los días que permaneció en la cárcel?
Nunca supimos con certeza si regresarían o no. Bajo supervisión del abogado, tres empleados continuaron su trabajo en la casa sin dueños. Este hombre llegaba con frecuencia para vigilar la propiedad. Preguntaba siempre, por si nosotros habíamos sabido algo. Hasta el dinero se le terminó. Después de liquidar al conserje y a las dos últimas chicas, cerró él mismo cada puerta y volvió oficial el abandono que desde semanas antes allí se respiraba.


Ha quedado quieto. Lo sacan de su leve sopor los ladridos de dos perros callejeros. Es tarde ahora, y el sol calienta apenas. Con el último sorbo de martini (al que recurro cuando me falta la cerveza), levanto la mirada. ¿O escribo antes de hacerlo? «Año y medio más tarde, el abogado regresó; esta vez con el nuevo dueño, ese joven extranjero.» Miro entonces a don Claudio, sus señas e indicaciones confusas desde El Atracadero, y me pongo de pie enseguida.

This entry was posted on 05 noviembre 2010 at 19:45 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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