Andrei Platonov - "La vieja de hierro"

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Susurraban las hojas en el árbol; cantaba en ellas la brisa que recorre el mundo.
Sentado bajo un árbol, el pequeño Yegor escucha la voz de las hojas, su lenguaje de palabras breves, sus murmullos.
Yegor quiso saber el significado de esas palabras del viento, qué le decían y, poniéndose de cara a él, preguntó: «¿Quién eres? ¿Qué quieres decirme?».
El viento se calmó, como si en ese momento también él estuviera escuchando al niño, y luego volvió a balbucear, moviendo las hojas y repitiendo las mismas palabras.
«¿Quién eres?», Yegor repitió su pregunta.
Nadie le respondió. La brisa dejó de soplar y las hojas parecieron dormirse. Yegor esperó a ver qué pasaría ahora, pero sólo empezó a atardecer. La luz amarilla del sol poniente iluminó el viejo árbol y se hizo más tedioso vivir. Debía irse a casa, a comer y a dormir en la oscuridad, pero a Yegor no le gustaba dormir, quería vivir sin descanso y de este modo lograr ver todo aquello que vive por su propia cuenta. Lamentaba que por la noche debiera cerrar los ojos, porque las estrellas brillaban solas en el cielo, sin que él participara de aquello.
Atrapó un escarabajo que se arrastraba por la hierba camino a su hogar y examinó la cara diminuta e inmóvil del insecto, sus ojos negros y bondadosos, que observaban a Yegor y a todo el mundo.
«¿Quién eres?», le preguntó Yegor.
El escarabajo no contestó, pero Yegor se daba cuenta de que el insecto sabía algo que él desconocía, y que simplemente fingía, se hacía el pequeñito, que se había vuelto escarabajo a propósito sin serlo realmente, sino otro alguien, Yegor no sabía quién.
«¡Mentiroso!», exclamó Yegor y colocó al escarabajo patas arriba para descubrir quién era en realidad.
El escarabajo permanecía en silencio y sacudía con terrible fuerza sus rígidas patas, defendiéndose frente a la intromisión humana, negándose a someterse. A Yegor le asombró la tenaz osadía del escarabajo, le cogió afecto y se convenció aún más de que no era un escarabajo, sino alguien más importante y listo.
«¡Mentiroso, no eres un escarabajo! - le espetó Yegor en un murmullo al insecto en su misma cara, mientras lo escudriñaba satisfecho -. No finjas, porque igual sabré quién eres. Así que mejor confiésalo.»
El escarabajo agitó a la vez todas sus patas y brazos, amenazando a Yegor, que entonces decidió no seguir discutiendo con él.
«Cuando yo caiga en tus manos, tampoco diré nada», y lanzó al escarabajo al aire para que volara a sus asuntos.
El escarabajo voló un poco, luego se posó en la tierra y continuó a pie su camino. Yegor se sintió de pronto aburrido sin él. Comprendió que nunca más lo vería y aun si lo viera, no lo reconocería, porque en la aldea había muchos otros iguales. Se iría a vivir a algún lugar, después se moriría y todos lo olvidarían: sólo Yegor recordaría al anónimo escarabajo.
Una hoja seca cayó del árbol. Aquella hoja había crecido alguna vez en el árbol subiendo desde la tierra, había contemplado el cielo por mucho tiempo y regresaba ahora de allí a la tierra, como quien vuelve a casa tras un largo viaje. Un gusano húmedo, flaco y pálido trepó sobre la hoja.
«¿Quién será? - se asombró Yegor al verlo -. No tiene ojos ni cabeza, ¿en qué pensará?»
Yegor cogió el gusano y se lo llevó a casa.
Había anochecido ya por completo. Se encendieron las luces en las isbas, todos abandonaron los campos para reunirse en sus casas, porque ya la oscuridad lo cubría todo.
En su casa, la madre dio de comer a Yegor, después lo mandó a dormir y lo tapó hasta la cabeza con la manta para que pasara la noche, de modo que no tuviera miedo al sueño ni escuchara los pavorosos sonidos que estallan a veces en medio de la madrugada procedentes de los campos, los bosques y los barrancos. Yegor se acurrucó bajo la manta y abrió la mano izquierda, en la que había guardado al gusano todo el tiempo.
«¿Quién eres?», preguntó Yegor acercándose el gusano al rostro.
El gusano dormitaba, permanecía inmóvil en la mano abierta. Despedía un olor a río, a hierba fresca y a tierra. Era pequeño, limpio y blando, seguramente un crío aún, o quizás fuera ya un viejecito pequeño y delgado.
«¿Con qué fin vives? - dijo Yegor -. ¿Te sientes bien o no?»
El gusano se encogió sobre la palma de su mano, sentía la noche y anhelaba sosiego.
Pero Yegor no quería dormir, quería seguir viviendo, jugar con alguien, quería que amaneciera enseguida para poder levantarse de la cama. Pero la noche cubría el patio, la noche que apenas había empezado, larga, imposible de pasarla toda durmiendo. Porque si te duermes, de todos modos despertarás antes del amanecer, en esa hora terrible en que todos duermen, la gente y la hierba, mientras que él, ya despierto, está solo en el mundo: nadie lo ve ni lo recuerda.
El gusano seguía quieto sobre la palma de su mano.
«Bien, yo seré tú y tú serás yo - dijo Yegor al gusano -. Así sabré quién eres y serás como yo; serás una persona, te irá mejor.» El gusano no aceptó el trato, seguro que ya dormía sin haberse preguntado quién era Yegor.
«Seguramente éste es Yegor y nadie más que Yegor - hablaba el niño consigo mismo -. Quiero ser alguna otra cosa. Despierta, gusano. Vamos, conversemos; tú pensarás en mí y yo pensaré en ti.»
La madre oyó la charla del niño y se le acercó. Ella no dormía aún, andaba por la isba terminando sus últimas tareas, las que no había tenido tiempo de finalizar durante el día.
- ¿Qué pasa, por qué no duermes? Te oigo murmurar, siempre tan ocurrente - dijo la madre y colocó bien la manta bajo los pies de Yegor -. Duérmete, si no vendrá la vieja de hierro que anda por los campos de noche. Busca a los niños que no duermen y se los lleva.
- Mama, ¿y quien es la vieja? - preguntó Yegor.
- Es de hierro, no se ve, vive en las tinieblas, es espantosa y asusta tanto que a la gente se le paraliza el corazón.
- Pero ¿quién es?
- ¿Quién sabe, hijito? Tú duerme - contestó la madre -. No le tengas miedo, quizá no es nadie, alguna viejecita infeliz.
- ¿Y dónde vive? - quiso saber Yegor.
- Anda por los barrancos, buscando hierbas, roe huesos secos y cuando alguien se muere se alegra; quiere quedarse ella sola en el mundo y por eso sigue viviendo; procura llegar viva hasta el día en que todos mueran y sólo quede ella, la vieja de hierro. Bueno, a dormir ahora, que ella no se mete por los patios, y yo cerraré la puerta.
La madre se alejó. Yegor escondió el gusano bajo la almohada, de modo que durmiera abrigado allí y no temiera nada.
- ¿Mamá, y quién eres tú? - preguntó.
Pero la madre no le contestó y pensó para sus adentros que Yegor seguiría hablando un rato más y luego se quedaría dormido, porque ya, por lo visto, le estaba entrando sueño.
«¿Y quién seré yo? - pensaba Yegor sin hallar respuesta -. También soy alguien. ¡Porque no puede ser que no sea nadie!»
Se hizo el silencio en la isba. La madre se acostó; el padre dormía hacía mucho. Yegor se puso a escuchar la noche. A ratos crujía el seto del patio bajo el empuje del arce que crecía a su lado. Yegor notó que, incluso cuando había una calma absoluta, el árbol se balanceaba un poco, como estirándose, como si quisiera crecer más deprisa o dejar su lugar y echar a andar; el seto, por su parte, no dejaba de crujir por su culpa y se quejaba de las molestias que aquél le ocasionaba. Seguro que era aburrido ser árbol, vivir siempre en un mismo lugar.
- Mamá - Yegor llamó con voz queda, sacando la cabeza de debajo de la manta -. ¿Qué es un arce?
Pero su madre ya dormía, nadie le contestó. El niño se puso a escudriñar la oscuridad.
La ventana que daba al campo de mijo brillaba a la opaca luz de la noche como si una profunda masa de aguas quietas reposara al otro lado de la ventana. Yegor se incorporó a medias en la cama y pensó en qué estaría pasando ahora en los campos a oscuras, quién emprendería a solas un largo viaje con su morral de pan. Seguro que alguien andaba ahora por el desolado camino sin temer nada. ¿Quién sería?
A lo lejos, alguien dejó escapar un largo suspiro, luego un lamento y volvió a hacerse el silencio. Yegor clavó los ojos en la ventana, la misma luz de la tierra a oscuras arrojaba su claridad sobre el cristal. El lamento volvió a repetirse: quizás una carreta avanzaba a lo lejos o la vieja de hierro recorría el barranco consumida por la pena de saber que la gente vive y nace y que ella nunca llegaría a quedarse sola sobre la tierra. «Saldré a averiguarlo todo - decidió Yegor -. ¿Qué importa que sea de noche? ¡No le temo a la vieja!»
Se puso los pantalones y salió descalzo a la calle. El arce movía sus hojas como si se dispusiera a salir andando, los arbustos de bardana rozaban el seto y en el cobertizo rumiaba la vaca. En el patio nadie dormía.
Las estrellas brillaban luminosas en el cielo; eran tantas que parecían al alcance de la mano. No sentía miedo bajo las estrellas; era igual que estar de día entre flores silvestres.
Yegor dejó atrás el campo de mijo, pasó los girasoles adormecidos y susurrantes y se dirigió al barranco por un camino abandonado.
El barranco era viejo, por su cauce corría muy poca agua y se había cubierto de malas hierbas y arbustos. Los viejos de la aldea buscaban allí tallos de mimbre para tejer cestas en sus isbas durante el invierno.
Cuando Yegor dejó atrás los arbustos y las hierbas, vio que había llegado al fondo del barranco y comprendió que allí había más silencio y oscuridad que arriba: no se movía ni una brizna de hierba, y sintió miedo.
«¡Estrellas, miradme - balbuceó Yegor -. Me da miedo estar solo!»
Es que desde el barranco se divisaban apenas tres estrellas que sólo lanzaban tenues destellos allá arriba, muy lejos, cual si se alejaran y apagaran en la distante oscuridad.
Yegor tocó la hierba, vio una pequeña piedra, luego sacudió una bardana como las del patio de su casa y se repuso del susto. ¡No es nada, si todas estas fosas viven aquí y no le temen a nada! Él las acompañaría también. Pronto dio con una pequeña caverna que los alfareros habían excavado en la pendiente del barranco de tanto sacar arcilla, y entró en ella. Sintió ganas de dormir un poco ahora, cansado de todo un día de andar viviendo y deambulando.
«Y si la vieja de hierro pasa por aquí, la llamo», se dijo Yegor, se acurrucó en la tierra para protegerse del frío de la noche y cerró los ojos.
Se hizo un silencio total. Todo había enmudecido. El cielo, con su capote, ocultó las estrellas y la hierba se marchitó como si hubiera quedado muerta.
En la hondonada se oyó un gemido de desconsuelo que parecía el suspiro de pesar de todos los seres muertos. Yegor abrió de inmediato los ojos al escuchar aquel sonido opresivo. La oscura silueta de un ser humano se erguía ante él. Se veía grande, borrosa debido a la oscuridad nocturna, y era como si pudiera estar allí y desaparecer al mismo tiempo.
- ¿Quién eres? - preguntó Yegor -. ¿Eres la vieja?
- Soy la vieja - contestó la vieja.
- ¿Y eres de hierro? Yo quiero a la de hierro.
- ¿Para qué la quieres? - repuso la vieja de hierro.
- Quiero verte, saber quién eres, qué haces - siguió hablando Yegor.
- Te lo diré cuando vayas a morirte - se oyó la voz de la vieja.
- Dímelo, porque me muero - aceptó Yegor y agarró un terrón para tirárselo a los ojos y poder dominar a la vieja.
- Acércate y te lo diré al oído - la vieja se movió por primera vez y de nuevo se pudo oír aquel desconsolado chirriar de hierro o de huesos secos que crujen -. Acércate, te lo diré todo, y entonces morirás. Porque eres pequeño, te falta mucho todavía por vivir y tendré que esperar largo rato a que mueras. Ten compasión de mí, que estoy vieja.
- Pero ¿quién eres? Dímelo - insistió Yegor -. No me temas, porque yo no te temo.
La vieja se inclinó hacia Yegor y empezó a acercársele. El niño apoyó la espalda contra el suelo de la cueva mientras, con los ojos bien abiertos, miraba a la vieja de hierro, que se inclinaba para alcanzarlo. Cuando la vieja estuvo tan encorvada y tan cerca de él que casi no quedó oscuridad entre ellos, Yegor exclamó:
- ¡Te conozco, yo a ti te conozco! ¡Y no te quiero! ¡Te mataré! - y, arrojándole a la cara un terrón, quedó paralizado apretándose contra el suelo.
Y allí, muerto de miedo, boca abajo, Yegor volvió a oír la voz de la vieja de hierro:
- No me conoces, no has visto bien; pero mientras vivas... Espera a que mueras y te hará daño, porque no me temes.
«Siento un poquito de miedo, pero después me acostumbraré y se me pasará», pensó Yegor y se amodorró.
Despertó al contacto de un cuerpo conocido, lo llevaban cargado unos brazos grandes y suaves. Preguntó:
- ¿Quién eres? ¿Eres la vieja?
- ¿Y tú quién eres? - le respondió la madre.
Yegor abrió los ojos y los entornó de nuevo: la luz del sol alumbraba la aldea, el arce del patio y el mundo entero. El niño abrió los ojos otra vez y vio el cuello de su madre, sobre el que reposaba su propia cabecita.
- ¿A qué fuiste al barranco? - preguntó la madre -. Te hemos buscado desde temprano.
Tu padre se ha ido muy preocupado al trabajo.
Yegor le contó que había luchado en el barranco con la vieja de hierro, pero que no había podido verle bien la cara, porque le había tirado una pella de barro a la cara.
La madre se quedó pensativa, luego bajó al niño al suelo y lo miró como si fuera un extraño.
- ¡Camina con tus propios pies, guerrero! Ha sido sólo un sueño.
- No, de veras que la he visto - dijo Yegor -. Las viejas de hierro existen.
- Sí, quizá existen - comentó la madre y llevó al niño a casa.
- Mamá, ¿y quién es ella?
- No sé. He oído hablar de ella, pero nunca la he visto. La gente dice que es el destino o no sé qué, o nuestros sufrimientos que andan por ahí. Cuando crezcas, lo averiguarás por tu cuenta.
- El destino - articuló Yegor sin comprender el significado de aquella palabra -. Cuando crezca otro poco y agarre a esa vieja de hierro...
- Agárrala, hijito, agárrala - dijo la madre -. Mientras, pelaré unas patatas para freirlas.
- Está bien - aceptó Yegor -. Me han entrado ganas de comer. Hay viejas muy fuertes. Me ha dejado muerto de cansancio.
Entraron al zaguán. Por ahí iba arrastrándose aquel gusano, que regresaba del lecho de Yegor a su hogar en la tierra. «Arrástrate, mudo - dijo Yegor enfadado -. Vaya, vaya, ni siquiera me has dicho quién eres. Pero me enteraré de todos modos. ¡Y también descubriré quién es la vieja y yo mismo me convertiré en un viejo de hierro!»
Yegor se detuvo en el zaguán y quedó pensativo. «Me convertiré en viejo de hierro. A propósito, para asustar a la vieja; ojalá estire la pata. Pero luego ya no seré de hierro; no quiero volver a ser otra vez un niño sin madre.»

This entry was posted on 04 noviembre 2010 at 21:01 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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