Ramón Gómez de la Serna - "María Yarsilovna (falsa novela rusa)"

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PRÓLOGO
Han muerto todas las novelas rusas, aunque algunas hayan entrado en la inmortalidad. Ya no podrá hacerse una novela inédita con príncipes, condes, avaros y toda aquella anquilosada y extraña vida de antaño. Nostálgico de aquellas novelas, voy a escribir la última novela rusa inédita del pasado, como homenaje a las novelas fallecidas. No es ésta una parodia, sino una novela vivida, no sé dónde ni cómo, en el ambiente desconcertante e insólito de las novelas rusas, en aquella confusión llena de atisbos, de alusiones y preguntas en que se buscaba con afán la novela, de la que se presenciaba el anhelo mortal en los ojos, sin que, sin embargo, lográramos encontrarla.

I
Aquel caballero había llegado en el tren del atardecer a Prisviana, pueblecito modesto de la región del Grospa, y después de estar instalado unos días en el Hotel de los Zares, había tomado una casa para él solo en las afueras del pueblo.
Desde el primer día que llegó se enamoró de una joven cuyo rostro vio a través de la doble vidriera de la ventana de un piso bajo. Todo su afán desde entonces fue que le presentasen a aquella mujer, y se paseaba constantemente por su calle, aunque un viento frío parecía defenderla a la bayoneta. Siempre tenía deseos de volver a ver aquella mirada imploradora y dolorosa, que era como la de esas estatuas de los cementerios que nunca dejan de estar embelesadas en la luz desierta del cielo.
El “extranjero”, como le llamaban en todo el pueblo, consiguió penetrar en casa del Gran Fédor, como familiarmente apelaban al padre de aquella muchacha, hombre congestionado que no miraba nunca a la cara de aquel con quien hablaba. 
—Mi hija María Yarsilovna —dijo, como ruborizado de presentar una hija tan bella.
Después fue presentado a todo aquel mundo apretado que se reunía en el largo salón bajo de techo, como se amontona el grano en los amplios silos.
—El señor Varilich, maestro de escuela del pueblo —y el extranjero se dio cuenta del orgullo zancadillesco y la ambición de rey que había en aquel bodoque, que era el que estaba más próximo a María Yarsilovna.
—El señor Dorisly —y el extranjero, odiándole, porque era el que hablaba en voz baja con ella, le apretó los huesos de la mano, como si quisiera encontrarle la muerte, el odioso esqueleto.
—Nuestro pope Meriwelich —y el extranjero hizo una reverencia como la que se hace al pasar frente al altar mayor.
—Yadsi Yeskinef — y el extranjero vio al hombre que no ve ya a través de las piedras de molino de sus lentes, que ponían unas pintas de luz en sus mejillas por lo potentes y gruesos que eran.
—¿Es un nuevo médico? —preguntó a Fédor el vecino recién presentado, y aquél le contestó que no.
Hay que hacer notar que el extranjero no tenía nada de tipo medical.
—Yusut Pedronilevit —y el extranjero dio la mano a un anciano que sostenía siempre su barba como si se le fuese a caer.
—Madonna Kesavell y Lisabet Kochanchovna —y el extranjero se quedó asombrado de la belleza tan pareja y tan rubia de aquellas dos jóvenes que no eran hermanas y que, sin embargo, lo fingían.
—El síndico Leónidas Sanevich—y el extranjero sintió las sortijas de ladrón en la mano que apretaba.
—Vanda Ludvica —y el extranjero se encontró con una mujer vestida de rojo, que alargó una mano caliente, allí donde todas las manos eran frías como pescadillas.
Nuevos presentados salían de los rincones como arañas que estaban ocultas hasta que él avanzaba, precedido por el Gran Fédor.
—Ivantine Nachapriska —y el extranjero se encaró con un señor que parecía atestado de carteras, numerosas carteras llenas de billetes y cédulas hipotecarias.
—El caballero Tolkuchi —dijo Fédor, que parecía un capitán de barco presentando a su marinería.
El caballero Tolkuchi tenía una seriedad de borracho, reconcentrado, digno y lleno de granos.
—Hasta que no se logren implantar las cajas comunales... —dijo sin venir a qué, denotando su incongruencia y su facultad pavorosa de llegar a creer en todo firmemente.
Era un viejo crapuloso, al que se veía pasar por el pueblo con viudas chiquititas que le hacían creer que le comprendían y a las que trataba con ceguera de ciego por el lodo de sus humores, según un ritual que le imponía cuello de pajarita, lentes a lo Emilio Zola y un bastón que siempre enarbolaba como un cirio. Cada una le añadía nuevos humores de indeseables.
—Maradiski y el noble Yusuf Pedronilevit —y los dos amigos aceptaron su saludo como si presidiesen un duelo y les hubiese estrechado la mano un asistente al entierro.
—Miloskin —y presentó a un adolescente que ni al estrechar la mano del extranjero dejó de mirar a María Yarsilovna, por lo que el extranjero le sacudió el brazo como quien tira de la campanilla en la casa que no abren.
—Malvanof, el filósofo —dijo el Gran Fédor, y presentó a aquel hombre misantrópico, con lentes de misántropo, que cuando fue sorprendido por la presentación encendía su último fósforo en la bota.
—Gregorio Faltach —y el tal Gregorio Faltach le dedicó una sonrisa como de hombre que ha podido fabricarse una sonrisa caprichosa, sangrienta, desconsiderada, aguda como un mordisco de rata pestífera.
Como casi todos, escondió su conversación como una trompa de mosca al ver llegar al extranjero.
—Marcian Archivzlesco —y el extranjero tropezó con un hombre que se veía que era cruel y capaz de hacer morir a una mujer retorciéndole los miembros.
Ya parecía ir a llegar al final de las presentaciones, cuando en un rincón, junto a un armario de madera de luto en que se destacaban los relieves de dos guerreros de casco enconado, se encontró el obsequioso dueño de la casa a la señora Ana Miguskilma en conversación con el conde Varesko, dos tipos a los que Fédor presentó con mayores zalemas, como si los últimos fuesen los más importantes.
El extranjero, ya tranquilo, buscó sitio, sorprendido de que se le hubiese pasado a su presentador aquella mujer esquelética que paseaba por entremedio de todos sin hablar con nadie. Después se dio cuenta de que era la institutriz de María Yarsilovna, a la que ésta daba los recados llamándola Petronileva.
El extranjero sintió que aquello tenía un espesor de psicologías diferentes y enrevesadas. Sentía que respiraba almas irrespirables. Él, aun con el frío que hacía fuera, hubiera abierto los balcones. Notaba el extranjero que todos trataban de reconocerle con el poco disimulo de los perros que husmean al nuevo compañero.
Dirigió una mirada a la calle. Fuera, todo tenía la sordera de la nieve.
Un carro de carbón, muy negro, pasaba sembrando carbones negros sobre la sábana blanca; carbones que semejaban agujeros que diesen a lo profundo.
Se sentían deseos de salir y recogerlos, de fuerte que era el contraste. El extranjero estuvo mirando largo rato, a través de los dobles cristales, la calle torva como en un día de huelga o revolución. La tarde tenía sobre sí, no el cielo, sino las claraboyas de cristal del hielo.
Sentado enfrente de María Yarsilovna, se atrevió a mirarla. No podía comprender aquella palidez y aquella estupefacción que había en su rostro. Parecía la flor del opio o que se desangraba en una hemofilia terrible. Adormía a los que la miraban, y todos estaban enervados por ella, la evanescente, siempre con la pasmada expresión de quien está ante algo lueñe y remoto.
Era la imagen que todos contemplaban, la imagen bellísima que se busca en los pueblos para adormecerse en su tertulia. Parecía que todos estaban al lado de aquella mujer como los que velan una enfermedad o un sueño. Daba la sensación, aun en pie, de estar acostada y con los brazos fuera del embozo, vivas las incrustaciones de la viruela.
—¿Se habrá creído personaje de una novela? Muchas veces por eso se quedan tan escuálidas y con esa mirada de torre de castillo —oyó el extranjero que decía a su lado Maradiski a Yusuf Pedronilevit.
El extranjero, que tenía también a su vera al supuesto filósofo Malvanof, se fijó en el enorme bulto que el reloj le hacía en el chaleco y le preguntó por curiosidad la hora que era. Malvanof, dándose mucha importancia, sacó su reloj y abrió tres puertecitas —una de cristal y dos de oro— para saber la hora.
—Da las horas y los cuartos, tiene almanaque, tiene música... Vea —y dio a la música, lo que hizo que se mirasen todos con desconfianza, buscando el bolsillo en que sonaba la música como los que buscan al que se quema.
El extranjero miró a María Yarsilovna y contempló su indiferencia. Se veía que era una mujer terrible, pues ni siquiera volvía la cabeza al oír aquel reloj, con el que se hubiese podido hacer la conquista de una virgencita, dándoselo a cambio de su inocencia.
Miloskin, el adolescente, se veía que quería convencer a María Yarsilovna mirándola desde lejos, casi por la espalda, gracias a una especie de telequinesis del corazón dirigida hacia ella desde el rincón en que entrababa sus piernas con las manos enlazadas. Ella debía sentir la pulmonía de las miradas de aquel joven retrepado y cauto.
—¡Pobre Elena Avamovna!—dijo la voz compasiva de Lisabet, recordando a la que todos sabían que se había ahogado ayer en el Verneva.
—Se peinaba como una ahogada —dijo el maestro Varelich, con el deseo de matizar las cosas más que nadie.
—¿Había estado en la iglesia? —preguntó María Yarsilovna, desnudando su voz con violenta impertinencia, con ansiedad perseguidora, poniéndose de pie como una sonámbula.
Entonces fue el pope Merinelich el que contestó:
—Los suicidas no se preparan en las iglesias.
María Yarsilovna bajó la cabeza con dolor al oír al pope y, quedándose de pie junto al quicio de la ventana, siguió mirando al vacío luminoso con que se encaraba y contrajo su belleza más de lo que estaba contraída. La institutriz miró al sacerdote con mirada torva.
El síndico Leónidas Sanevich contó que en Grussal habían entrado los osos blancos en el pueblo, y según palabras textuales del cosaco Wladimiro Dimitrichi, “eran como estatuas de nieve animadas por el hambre”.
Las miradas del adolescente Miloskin envolvían la cintura de María Yarsilovna, que retrocedió dos pasos hacia atrás como mujer a quien su hijo da un tirón súbito de la falda mientras habla con los mayores o mira suspensa al que se va.
Una voz anunció desde fuera, interrumpiendo la reunión en ese punto:
—El comandante Tijlnov.
El extranjero movió la cabeza, como echando de menos el ruido del sable del comandante; pero se encontró con un hombre vestido de paisano, ya sin sable y sin esas charreteras, que, unidas al plumaje del casco, hacen de los militares fuentes chorreantes. Era el comandante retirado que debió ser terrible y heroico, a juzgar por la expectación que había producido su entrada.
—Tiene en el cuerpo tres balas que no le han podido extirpar nunca—le dijo al oído al extranjero Yusuf Pedronilevit.
Todos le estrechaban la mano, como si fuese la de un manco de la guerra, mano medio de verdad, medio de palo, y parecían preguntarle por el estado de sus balas. Era el hombre eternamente herido en cuyo portal hay hace diez años una mesita con tapete negro en la que se escribe el parte del día y se recogen firmas.
El extranjero le saludó a su vez y dijo lo que no había dicho en los otros casos, un “¡qué honor!” excesivo, previniéndose así contra la posibilidad de que el comandante Tijlnov le creyese un espía.
Todos hablaban, menos María Yarsilovna y el extranjero; pero el silencio de María iba solo por su camino y no contestaba a nada, como no contesta una mujer que se ha desmayado o se ha convertido en estatua de mármol.
El extranjero estaba sorprendido de aquella impasibilidad desesperada de María Yarsilovna, que retorcía sus manos en medio de su silencio.
Todos notaban la gran belleza de María Yarsilovna, pero se daban cuenta de aquel algo extraño que había en ella, una especie de apariencia de mujer que ha cometido un crimen y aún no ha podido enterrar el último pedazo de su víctima.
El extranjero adquirió una rara sensibilidad para contemplar aquel secreto y pensaba que ese pedazo insepulto de la víctima lo debía tener escondido en su armario de luna, y al mirarse en el largo espejo debía de contemplar recompuesto todo el cadáver, todo el horror, todo el crimen.
La institutriz, siempre asustada y cavilosa, lo vigilaba todo, y miraba los bolsillos de todas las señoras para ver que no se los habían olvidado aún, porque acostumbraba a llamar la atención inmediatamente a la que lo perdía, porque las señoras que se han distraído un momento de sus bolsillos calculan en seguida los rublos que la servidumbre puede robar en los pocos minutos de una distracción.
Se escuchó un gemido en el fondo de la casa.
—El niño se ha despertado —dijo el extranjero oficiosamente, acercándose a la institutriz.
—Aquí no hay ningún niño —contestó ella con una altivez airada, y continuó: —Ha sido el gato, Gogol Ivanorich...
El extranjero se quedó cohibido. Realmente había sido una grosería pensar en que pudiera haber un niño en las habitaciones privadas de una casa en que sólo había una señorita soltera. Hubiese ido diciendo “usted perdone” a toda la habitación y hasta hubiera recordado los nombres de todos los presentes en un arranque de memoria desesperada.
La palidez de María Yarsilovna no era de mujer que ha tenido el hijo clandestino que deja a la mujer pálida y relajada, con morbosas dulzuras para la vida. Su palidez era la de un martirio menos vulgar que el de haber tenido un hijo.
—Ayer se cayó desde un andamio el hijo de Maraja, la del guardabosque, y no se mató por milagro. Sólo se hundió en la nieve y hubo que hacerle la respiración artificial. ¡Qué mal rato pasé! Parecía un muerto al que se intentaba resucitar y que sólo después de mucho rato abrió los ojos.
El conde Varesko habló desde un rincón como sacando las palabras de su chaleco de terciopelo verde con trasquileos simétricos:
—Dentro de cinco días llegará el príncipe Hich, y yo propongo que lo esperemos aquí... Que en esta acogedora casa del Gran Fédor se celebre una velada en su honor...
—Yo estoy dispuesto, y ya saben sus excelencias que quedan todos invitados.
—¿Vendrá ya ordenado? —volvió a preguntar María Yarsilovna, desnudando de nuevo su voz fría y ansiosa.
—Sí..., viene ya hecho un sacerdote —contestó el conde.
—Pero no será ésta su jurisdicción —intervino el pope con la voz enronquecida que tomaba siempre que hablaba con María Yarsilovna, sobre cuyo moño parecía saltar.
—Tenemos que convenir en que ya no se le puede llamar el príncipe... Ahora es sólo el pope Ilich... —dijo Yadsi Yeskinef.
Todos se fueron poniendo en pie.
—Ya lo verán ustedes; toda la humanidad acabará por profesar. Al final del mundo recorrerán las calles unos sacerdotes cantando los cánticos sagrados —dijo Timotei Matveich con un tono profético y pesimista.
—No sucederá eso —dijo la pequeña Lisa Bark—. Faltarían a su deber. No podrían alcanzar la gloria... El deber de casarse lo impuso Dios mismo.
—El matrimonio es unir un cáncer con un riñón estropeado y flotante —dijo Iván Lukianov, que tenía rabia a Lisa desde que había sido rechazado por ella.
Después se fueron yendo, y el extranjero estrechó la mano rígida de María Yarsilovna suavemente, porque sabía que era la mano sorda, la mano de marfil que la impasible usa en vez de su propia mano.

II
La casa del Gran Fédor estaba atestada y parecía haberse dilatado como gran acordeón que se preparase a dar la nota más alta.
Todos estaban más afables aquella noche y se oían muchos “¡hola, padrecito!”.
El extranjero iba conociendo a más gentes:
—Teodor Escorchesmo —dijo Fédor, y le presentó un hombre que parecía haber salido de un baúl, tipo desgraciado, desembaulado, cuya corbata subida sobre el cuello de tirilla semejaba como si le hubiese quedado a perpetuidad el metro de hule del chico que toma las medidas en la camisería. Era atosigante ver aquello, pero no se sentía con confianza para advertírselo.
¡Que acabase por ahorcarle la dichosa corbata desviada!
—Polonia Preskubriz —dijo Fédor, presentándole una mujer cuyos senos muy en punta parecían esperar al príncipe con más afán que los de las demás.
El extranjero sintió cierta voluptuosidad en ponerse a hablar muy frente a ella, gozando de aquella dulce bienvenida.
Un señor chiquitín entró muy de prisa y dejó como un mono su sombrero de copa en una percha del salón, aquella percha para ropa íntima de la señorita de la casa, en la que nadie se había atrevido a dejar una prenda. El extranjero se quedó preocupado como si acabase de ver al que ha salido de una lata de conservas y por eso ha, tardado tanto. “Se había perdido la llave de la lata, y por eso no he podido venir antes”, parecía que iba a decir para disculparse.
Las luces de las innumerables velas encajadas en los candelabros no oscilaban de heladas que estaban, pues era aquella noche una de las más fuertes de aquel invierno en que los padres habían tenido que disculpar a los Reyes Magos por no haber asistido en su día al reparto tradicional de juguetes.
—¿Y el pope? ¿Cómo no ha venido el pope? —dijo Varilich, el maestro que perseguía a María Yarsilovna, desagradándola siempre, por lo visto, pues no hizo más que hablar y ella le dirigió una intensa mirada de odio...
—Un pope no puede asistir a todas las reuniones... Hay siempre gentes que se están muriendo...
—La mujer del ultramarinero Vasi Cetona tenía un cólico miserere esta mañana...
—Pues entonces le estará cantando el Miserere —dijo en tono de broma el estudiante Andrés Voldaki, que siempre se las echaba de gracioso.
Un silencio feroz y creciente intentó ahogar al estudiante, que al ver que se prolongaba tanto que ya le llegaba el agua al cuello, comenzó a hacer movimientos nerviosos como queriendo poner más en alto su alta cabeza, quizá encima del vasar ele la gran chimenea.
La institutriz renovaba las tazas de té y movilizaba los azucareros. El ruido de las cucharillas en los servicios que retiraba fue durante un momento la única palpitación del ámbito.
—Su excelencia el juez Yarsoff —anuncio el criado.
El juez traía una corbata de plastrón blanco, con la que parecía querer aludir a su pureza, y en ella llevaba un alfiler de corbata que representaba en oro las tablas de la ley.
—¡No cierre!... ¡No cierre! —gritó al criado—, que vienen detrás mi esposa y mis hijas...
El extranjero fue presentado al juez, que le miró como a un estafador con el que tendría que ver algún día.
¿Cómo cabía tanta gente en aquella casa? Había desaparecido el armario de los guerreros cubiertos por la dura ducha de sus cascos, y allí había surgido otra puerta que comunicaba con otra habitación, de la que, indudablemente, habían quitado el lecho por como quedaban en ella muebles de alcoba.
El extranjero observaba que toda la casa parecía una tienda de antigüedades llena de anticuarios, con la particularidad de que la carcoma vivía en aquellos tipos y había muerto de frío en los muebles, que se desfibraban de viejos, y cuyas puertas y cajones no se podían abrir a veces de enclavijados por el frío que estaban.
En un aparador rechinaban las copas de cristal como si pasase un metropolitano por debajo del pueblo, cuando en verdad solo tiritaban de frío.
Se veían, los retratos de familia, tanto ellos como ellas muy abrigados y con manguito, porque ni aun en los retratos hubiesen podido resistir la temperatura desprovistos de estas precauciones. Entre aquellos retratos de familia se destacaba el de la esposa del Gran Fédor, a la que todos recordaban porque preparaba un té con hierbas cuyo secreto se llevó al otro mundo. Tenía una gran expresión aquel cuadrito de cristal convexo, porque antes de morirse Virginia Alirineva dijo a su esposo: “Estaré dentro del cristal de ese cuadro”; y, en efecto, había miradas, resplandores súbitos y luces de histeria en aquella gran córnea de cristal.
El extranjero miraba a María Yarsilovna, siguiendo siempre el secreto de aquel ultimátum de su blancura, de aquella luz de la nada que había en su rostro y que era como una vívida nieve de tocador que le daba un aire delirante.
De pronto se oyeron las campanillas de plata de los caballos del príncipe, y todos los perros de alrededor comenzaron a ladrar con ladridos desesperados, en que aprovechaban la ocasión de calentarse y de dar rabioso fuego a su sangre.
Las tres hermanas Vera, Nitcha y Nora Galow, que charlaban con el descuellado Maxim Zelaboff, que parecía acabar de meter y sacar la cabeza en un balde de agua, gritaron, como si se tratase de un novio:
—¡Ahí está el príncipe!
María Yarsilovna echó una mirada a la puerta, como si fuese la última de quien se está ahogando y, espera que una mano le saque del empalidecente mareo final.
El príncipe sacerdotizado apareció. Con los hábitos, el príncipe Hich no había dejado de ser príncipe, pero lo era de otra manera, con coqueterías de mujer de luto riguroso. Todos le rodeaban en una confusión de saludos como los que acuden al paso del obispo que sale de la catedral. El Gran Fédor dijo:
—No se apresuren. Que su excelencia el pope Hich va a quedarse toda la velada y va a bendecir el té para que nos cure de las pestes futuras.
El extranjero, cuando por fin todo el mundo se volvió a sentar, notó que María Yarsilovna estaba más pálida que nunca, con una belleza tan imponente como la que tendrán las mujeres que aparezcan sobre sus tumbas cuando suenen las trompetas del juicio final. ¡Lo que hubiera él dado por poder despojar un momento a aquella mujer de su sequedad mortal! ¡Cómo se filtrarían las caricias en su ser poroso y sequerizo! Era máscara y a la vez estaba desenmascarada. Las conversaciones rodeaban al nuevo sacerdote. Era como el generoso donante de su autoridad de príncipe a todos los pobres burgueses. Todos, comprendiendo esa gran fineza del príncipe, querían demostrarle que no eran ellos los principescos, sino que él continuaba siendo el príncipe. El extranjero estaba asombrado de la humillación de todos. Viéndolos alrededor de las faldas absorbentes del pope, se olvidó de la gran pálida, cuya voz se oyó de pronto en el fondo de la casa.
—¡Me muero! ¡Me muero! ¡La absolución! ¡La absolución! ¡Me muero!
El Gran Fédor se levantó y echó a correr hacia aquella habitación interior sobre cuyo lecho se sospechaba a María Yarsilovna. El nuevo pope Hich corrió detrás. Algunas mujeres le siguieron y los hombres más osados se dirigieron también a la alcoba, sin calcular que podía tener la ropa entreabierta y la falda levantada sobre las piernas yertas de la que se desmaya.
Se la oía gritar:
—¡La absolución! ¡Ningún otro éter! —y se percibía el buche de algo que espurreaba, que no quería admitir, que se volvía espuma de su frenesí.
—Quizá no pueda absolverla aún el nuevo pope. Quizá no sea aún de su competencia —dijo el juez Yarsoff, que siempre estaba metido en cuestiones de competencia.
—¡La absolución! ¡La absolución! —seguía gritando María Yarsilovna, desnuda como una posesa.
Parecía que la casualidad había preparado un milagro al nuevo pope. Se vio retroceder a los invitados. Todos salían de la alcoba, hasta el pobre padre, que lloraba. Se cerró la puerta y sólo se quedó con ella el nuevo sacerdote. Nadie hablaba. Se esperaba en silencio el resultado de la operación, y en medio de ella el grito agudo de ese momento en que la aguja da el punto en el corazón.
El silencio duraba ya demasiado, cuando sonó la puerta y todos dirigieron sus miradas ávidas hacia ella, como para ver aparecer al sacerdote con el bisturí en la mano, haciendo el gesto del criminal involuntario. Por el contrario, les sorprendió el verle salir satisfecho, llevando de la mano a la víctima redimida.
Era otra; tenía el sonrosamiento de cuando la crema envuelve la fresa en los postres de la burguesía golosa. No era ya aquella mujer la que deseaba el extranjero.
Ahora se daba cuenta de todo el caso. María Yarsilovna era la mujer no absuelta por el pope maligno, el pope que no había asistido aquella noche a la reunión y que había supliciado a aquella mujer muy a fuego lento, con los suplicios sádicos que le daba el miedo al infierno y con las trufas magníficas de aquella valentía en desafiarlo en que ella se había mostrado inverosímil.
Se había gozado el pope en sonsacar toda la belleza eslava de María gracias a una palidez más enorme que la que se inflige a la mujer con el placer más intenso de los que se conocen.
Era la inabsuelta en el periodo álgido —frío, sí, muy frío y muy intenso —de su altivez, pues quería resistir la penitencia del pope depravado que abusaba de su jurisdicción, que había exagerado su rigor para verla en la postura atónita e imponente que sólo toma la mujer inabsuelta cuando queda caída y postrada al margen de los confesionarios.
Absuelta, tenía la materia engañosa y blanda de las demás. Aquella rebeldía y aquella impavidez tan suyas y tan álgidas habían desaparecido. Tenía la bobaliconería de la heroína que, después de su heroicidad, se empeña en tener un niño.
—Debemos dejarla descansar —dijo el príncipe sacerdote; y dando su bendición a todos se retiró.
Después, toda la concurrencia se fue despidiendo de Fédor y de María Yarsilovna, como felicitándolos con reconcomio que no podían ocultar, pues lamentarían siempre que aquel accidente desgraciado hubiese cortado su noche de recepción.
El extranjero se fue también desilusionado. Hasta había percibido en María Yarsilovna, a la que daba aires de puérpera el haber sido absuelta, una repugnante sonrisa deshelada, casamentera y deliciosa.

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