Laila Stien - "Mirador con sol"

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Es otro paisaje. El viaje es completamente distinto y tampoco el autobús se parece. Sin embargo, hay algo que le hace recordar, recordar con gran claridad aquel preciso viaje que tuvo lugar hace una eternidad. Era tan solo una niña, una niña pequeña y valiente sentada sola en un autobús lleno a rebosar. Su madre había encontrado sitio en la parte trasera del autocar, mientras que ella tuvo que sentarse en la parte delantera, al lado de la puerta. Allí se encontraba el único asiento de una plaza, los demás eran dobles. El padre estaba de pie, permanecía en el pasillo central empuñado a un agarradero que salía del techo. ¿O era una barra metálica? No lo recuerda con seguridad, pero se acuerda de los gemelos blancos. O el gemelo blanco, uno de ellos, el que veía cuando se giraba hacia atrás y vislumbraba su brazo y la mano con la que se aferraba para no perder el equilibrio cuando el autobús serpenteaba por la carretera. Un gemelo brillante debajo de la manga de un traje oscuro. Unas veces asomaba y otras, cuando ella volvía la mirada para ver, desaparecía. También la madre se había esfumado, su flequillo, los rizos, toda la cabeza con la frente, la nariz y la boca. ¿Y si se han bajado?, pensaba ella. Había otra puerta en el autobús, hacia el fondo. ¿Y si se habían olvidado de que ella estaba ahí, de que también viajaba con ellos? ¿Y si, una vez llegados a su destino, se habían bajado del autobús sin ella? En un autocar atiborrado, entre tanto jaleo y ajetreo, era fácil olvidar. Le podía pasar a cualquiera. Estaba muy cansada, intentaba mantenerse despierta, pero no lo conseguía. Sostenía una bolsa en la mano por si devolvía. Pero no vomitó, se durmió y la bolsa cayó al suelo. Y cuando se despertó, no los divisaba, no veía ni a la madre ni al padre, no se les veía.
Solía marearse cuando viajaba en coche, le ocurría con frecuencia, pero aquella vez no devolvió. Se portó bien. Eso dijeron. Es lo que dijeron cuando la dejaron allí sola sentada en su asiento. —No os vayáis —dijo ella, pero no la oyeron.
—Buena chica —dijeron.

Esta vez viaja sola. Ha metido el equipaje en el maletero y colocado el bolso en el estante.
El autobús no está lleno, ni por asomo. El asiento de al lado va vacío. Ha posado su chaqueta encima, la ha doblado y situado junto al bolso.
Hace calor, aunque no demasiado. Tal vez, poco a poco vaya calentando más, todavía es temprano. Temprano, aunque no hay neblina, el cielo está totalmente despejado.
Respira con tranquilidad. Está sentada en el autobús. Por fin está sentada en el autobús.

Recuerda más cosas. Un fiordo con un barco. Vacas en un prado. También ahora intenta captar los fotogramas que parpadean a su paso, quiere llevarse las imágenes, tener algo que recordar. Esto debe recordarlo.
Pero se le enturbia. Todo se funde y se confunde. Se vuelve brumoso. No consigue tranquilizarse, discernir. Mira, pero no ve.
Aunque va cómodamente sentada. Nota la firme presión del asiento en la espalda. Y hace fresco, ya no suda ahora que se ha quitado la chaqueta. Hay más pasajeros en el autocar, pero no demasiado cerca. Están bastante alejados. La dejan en paz. Está cómodamente sentada. Tiene las palmas de las manos secas. Está tranquila. Se recuesta y respira muy hondo.

No queda lejos. Cinco horas, apenas. Y un transbordador en el trayecto. Antes eran dos. Ahora hay un puente. Piensa tomarse un café en el barco. Tal vez, algo de comer. Piensa: A lo mejor me tomo algo de comer, es muy probable que lo haga.

El zumbido constante del autobús. A pocos asientos de distancia, están charlando. Que sigan hablando. Hablan del tiempo. Que hace bueno, y que lleva tiempo haciendo bueno.

Ha regado las flores del mirador durante todo el tiempo que ha hecho tanto calor. Las ha cuidado. También les ha echado abono.
Fue un placer conseguir un mirador. Hacía mucho tiempo que quería uno. Donde vivían antes no tenían. Mirador con sol, rezaba el anuncio. Tenía la ilusión de colocar allí una tumbona regulable. Una de esas con e1 respaldo reclinable. Dos de esas. Caben perfectamente. Una para cada uno. Buenas tumbonas en las que descansar en los días de asueto, o para tomar el sol con poca ropa.
Mirador con sol. Eso indicaba el texto del anuncio.

Se va a tomar un café en el transbordador. Tal vez algo de comer. Tiene que comer.

También soñaba con unas macetas para el mirador. Grandes macetas con hierbas aromáticas. Se pueden arrancar los tallos o las hojas para usarlos en la comida. En ensaladas y en otras muchas cosas a la hora de cocinar. —¿Sa1imos a comprar macetas? —proponía ella.
Parece ahora tan ridículo. Tan simple, naderías.

Ya falta poco para llegar al embarcadero. No puede quedar mucho.
Si tienen tortitas, tomará tortitas. Si no tienen, tomará un panecillo. Con queso, tal vez, o jamón cocido. El jamón es muy bueno. Va a comer. Lo hará.

Hablaba de las macetas, hablaba de las hierbas y de las sillas en el mirador. El minúsculo mirador con las macetas colgadas, orlando el balcón. Macetas blancas con petunias rojas. —¿No están preciosas? —preguntaba ella—. ¿Grandes y bonitas? —Desde luego —contestaba él, y luego ella seguía hablando, sobre las macetas y las hierbas para la ensalada. —La menta es buena —decía—, y la albahaca. Solo cuestan doce coronas y crecen sin parar, vuelven a nacer y crecen.
Luego volvía a hablar de las sillas, de que el tapizado no debía ser demasiado abigarrado. Azul, tal vez. Si tienen ese color. Azul marino.
Daba la lata una y otra vez con estos temas. —¿Lo necesitamos? —preguntaba él—. ¿No te parece un poco... muy visto? —No —contestaba ella. —Vale —respondía entonces él.
Podría haber cogido el coche y haberse acercado a un lugar donde tuvieran esas cosas. Podría haber ido cualquier tarde, cualquier día.

Este paisaje es absolutamente diferente al paisaje de aquel entonces. No sabe por qué. Esto también es campestre. Pero más abierto. Y llano. La carretera recta. Podría leer. Con carreteras tan rectas se puede leer en e1 autobús sin sentirse indispuesto. Ya no se marea con tanta facilidad. Eso era antes. Se ha traído un libro. Está en el bolso. Pues que se quede ahí. Lo deja ahí.

Campos. Campos a ambos lados. Tierra cultivada. Alguien ha sembrado. Pronto cosecharán. Segar, recoger y guardar bajo techo, antes del otoño, antes de que llueva. Por aquí abundan la niebla y la lluvia.

Pero el día está muy despejado. No hay ni una nube, por lo que ella percibe. Casi demasiado despejado. Afortunadamente tiene las gafas de sol. Se acordó. Se ha acordado de prácticamente todo. Y si se le ha olvidado algo, podrá pedirlo prestado. O comprarlo. Necesita una chaqueta, tal vez una rebeca. Una para ponerse sobre los hombros cuando refresca. Una chaqueta más ligera que la que lleva.
El conductor está sentado detrás de una mampara de cristal. Es una fina separación entre él y la fila de pasajeros ubicados inmediatamente detrás. Tiene la cabeza rapada y no lleva la gorra del uniforme. Hoy en día la usan muy poco. Le ve la cabeza y la espalda a través de la pared de cristal. Es ancho de hombros.

Aquella vez, sus padres se situaron en la parte trasera del autobús. Solo podía entreverlos a ratos, muy apretujados entre los demás pasajeros que le cerraban la visión.
Su hermana no había nacido aún. Solo estaba ella. Los padres y ella.
No ocurrió nada especial. No hubo nada más. Había permanecido sentada y quieta. Y no se encontraba mal. No estaba mareada. Solo aquella cosa, eso de que no veía, y no sabía.

Tumbonas regulables en el mirador. Es lo que había anhelado. Echar el respaldo hacia atrás, quedarse medio tumbada. Tal vez una mesita en el centro. Lo suficiente como para posar un par de tazas o vasos. Sentarse así, tumbada hacia atrás a pleno sol, desnuda. En su propio mirador. Los marcos que cercan el mirador son bastante altos, con macetas en la parte superior. Aun así, está desprotegido de las miradas. Al menos en parte. En parte desprotegido. Pero no recuerda haber experimentado ninguna sensación de malestar al pensar en ello. Solo se trata de estar allí sentada, con un poco de café, u otra cosa. Vino. Té. Ni siquiera se le ha pasado por la cabeza pensar en ello.

Son muchas las cosas en las que no ha pensado.
Su mirada, la de él. Lo ve ahora. Se acuerda ahora. Perdida en el aire.
Una noche fueron al teatro. Fue ella quien lo propuso. Al principio él estuvo algo reticente, luego la acompañó. Se encontraron en el entreacto con esa pareja del bloque, de su misma edad. Una pareja con la que habían charlado alguna que otra vez, en las reuniones de vecinos y en alguna otra ocasión. Buena gente. Pero allí, en ese momento, en el foyer, quedó patente que él intentaba evitarlos. Y cuando aun así se toparon con ellos en la entrada, él se comportó de una manera extraña. Permaneció de pie, jugueteando con las entradas entre los dedos.
Al acabar el espectáculo se ofrecieron a llevarlos a casa en coche. Él detuvo el coche, el vecino, y les propuso llevarles. —Gracias... preferimos andar —contestó él. Fue tan rápido. Rapidísimo. A ella no le dio tiempo a decir nada. Pero sonrió. Y dio las gracias. Pensó que debía ser amable por los dos. Dijo adiós con la mano y sonrió cuando volvieron a arrancar el coche y se alejaron. Y ella, la del coche, también sonrió.

Por suerte no tuvo éxito con el asunto de las tumbonas. Ella hubiera utilizado la suya. Se hubiese despojado de la ropa, de la blusa, la camiseta, algún día de mucho calor. Se hubiese quedado solo en sujetador. Descubierta.
Cuando piensa en ello siente cómo le invade el temblor. Ese repugnante temblor. Se nota. Los demás lo ven. Él lo ha visto. Ha estado observándola. No tenía que haberlo visto.
Pero aquí no hay nadie. Está sola. Se alivia cuando respira hondo.

Sí, debería alegrarse de que no compraran las tumbonas.
Alegrarse de no haber plantado hierbas de todo tipo.
Había pensado pintar la mesita. Afortunadamente no lo hizo. Ella de rodillas, allí en el mirador, con la brocha en la mano, sudorosa.
Por eso mismo, debe alegrarse.

Fuera, ni una gota de aire. Ni un solo movimiento en la hierba crecida. Han dejado atrás los campos. Campos de cereales llenos de tallos amarillos y erguidos. Ahora abunda la roca. Montañas abruptas. Montes reventados por el trazado de las carreteras. Estrechos desfiladeros. Un túnel bastante largo. La travesía en transbordador, un poco más adelante, es corta. Lo suficientemente breve como para permanecer sobre cubierta. De pie a pleno sol. Sólo tiene que acordarse de llevar la chaqueta puesta cuando salga del autobús.
Pero tiene que comer. Debe bajar, comer algo.

Hay un niño que lloriquea y quiere un helado. No un sandwich con queso, lo que quiere es un helado. La madre le sujeta el brazo con fuerza, se lo lleva a rastras lejos del mostrador y lo planta en una de esas mesas que van fijadas al suelo. Está rabioso.

El trozo de pastel se le está hinchando en la boca. Tiene que salir. Subir y salir. Hay sol, y aire.
Se siente mareada ya en el primer escalón. Se le acerca un hombre mayor por detrás y le trinca el brazo.
—¿Estás indispuesta? —pregunta.
—No, no —contesta ella—, estoy bien. Gracias.., te lo agradezco. Creo que me levanté muy bruscamente —dice riéndose.
La sigue agarrando del brazo. La retiene un poco más.
Y luego la suelta.

El agua azota impetuosamente la proa y la envuelve en una espuma ligera y fina. El estrecho reluce como un espejo. Solo la espuma blanca que cubre el costado del barco, y las olas que se alejan deslizándose.

Es bienvenida. Sabe que siempre lo es. Es lo que suele decir su hermana. —Ven. ¡Ven cuando quieras!

También aquella vez estuvo en su casa. Solo una pequeña visita el fin de semana. Fin de semana de chicas. Él lo llamó así. Le dio un beso en la mejilla para despedirla, la saludó con la mano. En aquella ocasión usó el coche. Él le dijo que no lo necesitaba, que no iba a salir de casa. —Adiós —le dijo—. Sé prudente.
Fue tras ese viaje cuando desaparecieron sus zapatillas. Las encontró varios días después, en el fondo del armario.
—¿Has recogido? —preguntó ella.
—Estaba algo inquieto.
Y se rió.
Había recogido. Aunque todavía quedaba por hacer. Tampoco eran tan determinantes las zapatillas, era una estupidez pensar eso. ¿Cómo era posible creer una cosa así? Había más trastos ahí. Todas las habitaciones estaban hasta arriba. Objetos grandes, y pequeños. Jarrones llenos de crema. Almohadas. Prendas. Su joyero. El joyero que le habían regalado sus padres cuando era niña...
Entró en el baño para ocultarse. Se tapó el rostro y escondió las manos. Él se acercó y tocó la puerta, pero ella no abrió.
Inquieto, había dicho. Y se había reído. Siempre hace una mueca con la comisura de los labios cuando se ríe. Ella ya se dio cuenta la primera vez, cuando se conocieron. Hace un siglo, aproximadamente. Le pareció encantador. Era especialmente guapo cuando sonreía.

La fogosa espuma contra el costado del barco. La observa al asomarse por encima de la borda. Ve las perlas que emergen a la superficie del agua, formando espuma. Ligera y blanca. El barco atraviesa el agua sombría y tranquila hasta levantarla.
Esta es la imagen que quiere conservar. Para recordar. La imagen que debe llevar consigo. Del viaje. No olvidará este viaje.
Es una bonita estampa. Relumbrante.

Es bienvenida. La hermana está allí. Estará cuando llegue. Su adorable hermanita, ahora adulta. Está allí. La está esperando. Cuando llegue el autocar apenas habrá comenzado la tarde. Podrán sentarse en el mirador. Acoplarse en sendas tumbonas. Si el cielo sigue despejado, podrá quitarse la ropa. Despojarse de la camiseta. Permanecer quieta y sentada, plenamente serena. Prácticamente desnuda, reclinarse en la silla y dejar que los rayos del sol le calienten el cuerpo.

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