Anton Chejov - "Tristeza"

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¿A quién confío mi tristeza?
Crepúsculo vespertino. Los grandes y húmedos copos de nieve revolotean perezosamente junto a los recién encendidos faroles cubriendo de una capa fina y blanda los tejados, los lomos de los caballos, los hombres y los gorros. El isvoschik Iona Potapov, todo él blanco como un fantasma, encorvado hasta cuanto puede encorvarse un cuerpo vivo, está sentado inmóvil en su pescante. Diríase que ha caído sobre él un montón entero de nieve que no ha considerado necesario sacudir. Su caballejo está también blanco e inmóvil. Su inmovilidad, sus formas angulosas y la tiesura de palo de sus patas, le hacen presentar el aspecto, aun contemplado desde cerca, de un caballito de pranik de a kopeka. Seguramente medita. El que fue arrancado al arado, al cuadro gris familiar y arrojado aquí en medio de este remolino de luces monstruosas, rugido incesante y gentes corriendo, no puede dejar de meditar.
Hace largo tiempo que Iona y su caballejo están inmóviles. ¡Han salido de casa antes de la comida, pero los clientes no acuden..., no acuden!... He aquí que ya la oscuridad de la noche envuelve la ciudad. La palidez de las luces de los faroles aviva su color y el barullo de la calle se torna más ruidoso.
- ¡Isvoschik!... ¡A Viborgskial -oye decir Iona-. ¡Isvoschik!...
Iona se estremece y, a través de sus pestañas llenas de nieve, ve ante sí un militar cubierto con un capote y con la capucha puesta.
- ¡A Viborgskia! -repite el militar- ¿Estás dormido? ¡Llévame a Viborgskia!
En señal de asentimiento, Iona agita las riendas, con cuyo movimiento se desprende la nieve que cubre sus hombros y el lomo del caballo... El militar toma asiento en el trineo. Haciendo restallar la lengua, el isvoschik estira el cuello con gesto de cisne, se despega ligeramente del asiento y, más bien por costumbre que por necesidad, alza el látigo. El caballejo estira a su vez el cuello, tuerce sus patas de palo y se revuelve en su sitio.
- ¿Adónde vas?, ¡diablos -dicen a Iona poco después desde la oscura masa movible que avanza y retrocede- ¿Adónde te empujan los diablos? ¡Lleva la derecha!
- ¡No sabes conducir! ... ¡Lleva la derecha! -se enfada el militar.
El cochero de la berlina regaña, el peatón que atraviesa la calle y cuyo hombro tropieza con la cabeza del caballejo, lanza a este una mirada furiosa y se sacude la nieve de la manga. Iona, en el pescante, parece sentado sobre alfileres; empuja con los codos a ambos lados y pasea a su alrededor unos ojos atontados, como si no comprendiera dónde está ni por qué esta allí.
- ¡Qué gente tan canalla! -bromea sarcástico el militar-. ¡A propósito vienen a tropezar contigo a caérsete debajo del caballo! ... ¡Deben de haberse puesto todos de acuerdo!...
Iona vuelve hacia él la cabeza, y mueve los labios... Sin duda quiere decir algo, pero de sus labios solo salen resoplidos.
- ¿Qué dices? -pregunta el militar.
Una sonrisa contorsiona la boca de Iona. Haciendo un esfuerzo pronuncia con voz empañada:
- ¡Un hijo, señor!... ¡Se me ha muerto un hijo hace una semana!...
- ¡Hum!... ¿Y de qué?
Iona vuelve todo su cuerpo hacia el cliente y contesta:
- Y eso, ¡quién lo va a saber!... ¡De las fiebres, seguramente!... ¡Tres días pasó en el hospital..., y allí se me murió!... ¡La voluntad de Dios!...
- ¡Apártate, diablo! -exclama una voz en la oscuridad-. ¿Para qué quieres los ojos, viejo perro?...
- ¡Anda, anda! -dice el cliente-. ¡Que a ese paso no llegaremos hasta mañana! ¡Arrea el caballito!
El isvoschik vuelve a estirar el cuello, se despega ligeramente del asiento y, con pesada gracia, alza el látigo. Varias veces se vuelve hacia el cliente, pero este ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escuchar.
Después de haberle conducido a Viborgskia se detiene ante una taberna, se encorva en el pescante y queda otra vez inmóvil. De nuevo la nieve mojada los pinta a él y al caballejo de blanco. Una hora transcurre..., otra... Por la acera, metiendo al andar mucho ruido con los chanclos y discutiendo entre sí, pasan tres jóvenes: dos de ellos altos y delgados; el tercero, pequeño y jorobado.
- ¡Isvoschik! ¡Al puente Politzeiskii! -grita voz cascada el jorobado- ¡Somos tres! ¡Damos veinte kopekas!
Iona tira de las riendas y hace restallar la lengua. Veinte kopekas no es un buen precio; él no está, en aquel momento, para pensar precios... ¡Le da lo mismo ahora un rublo que cinco kopekas! ¡Lo que importa es que haya clientes! Entre empujones y excesos de lenguaje, los jóvenes se acercan al trineo y saltan a la vez al asiento. En el acto se entabla una discusión sobre quiénes se sentarán y cuál habrá de permanecer en pie. Tras largo forcejeo de palabras, caprichos y recriminaciones, queda decidido que el que irá en pie será el jorobado, por ser el más pequeño.
- ¡Vamos! ¡Arrea el caballo! -dice éste, sujetándose para ir en pie y respirando en la nuca de Iona- ¡Anda ya! ¡Revienta de una vez!... ¡Vaya gorro el tuyo, hermanito!... ¡No se encontraría otro peor en todo Petersburgo!
- ¡Je, je, je!... -ríe Iona- ¡El que tiene uno...!
- Bueno..., ¡date prisa! ¿piensas ir así todo el tiempo?... Sí..., ¿eh? ¿Quieres, entonces, que te retuerza el pescuezo?...
- ¡Me duele la cabeza! -dice uno de los largos- ¡Entre Vaska y yo nos bebimos ayer en casa de Dukmasov cuatro botellas de coñac!
- ¡No comprendo la necesidad de mentir! -se enfada el otro largo-. ¡Está mintiendo como un animal!
- ¡Que Dios me castigue si no es verdad!...
- ¡Tan verdad como cuando se dice que un piojo tose!
- ¡Je, je!... -ríe de dientes para afuera Iona-. ¡Qué buen humor tienen los señores!...
- ¡Al diablo contigo! -se indigna el jorobado-. ¿Vas o no vas a ir más deprisa..., vieja peste? ¿Es que se puede llevar ese paso? ¡Arréale! ¡Pégale con la fusta!... ¡Diablos!... ¡Dale un poco más fuerte!...
Iona siente tras su espalda la agitación del cuerpo del jorobado y percibe el temblor de su voz; oye las injurias que se le dirigen, ve a la gente, y el sentimiento de soledad empieza poco a poco a alejarse de su pecho. El jorobado prosigue sus insultos hasta que, atragantándose con uno descomunal, le da un golpe de tos. Los largos empiezan a hablar de una cierta Nadejda Petrovna. Iona, aprovechando una breve pausa, se vuelve otra vez hacia ellos y balbucea:
- La semana pasada... mi hijo murió...
- ¡Todos tenemos que morirnos! -suspira el jorobado, secándose los labios después del ataque de tos-. ¡Bueno, arrea!... ¡Señores, decididamente, yo no aguanto este paso! ¡Cuándo acabará de llevarnos de una vez!...
- ¡Dale en el pescuezo para que se anime!
- ¿Lo estás oyendo, vieja peste?... ¡Mira que te doy un cogotazo!... ¡Si fuera uno a gastar ceremonias con vosotros, tendría que ir a pie! ... ¿Es que te importa un bledo lo que se te dice?
Iona oye, más bien que siente, un golpe en el occipucio.
- ¡Je, je, je! -ríe-. ¡Qué buen humor tienen los señores!... ¡Que Dios les dé salud!
- ¡Isvoschik!... ¿eres casado?
- ¿Quién?, ¿yo?... ¡Je, je, je!... ¡Qué buen humor tienen los señores!... ¡Qué señores tan alegres!... ¡Ya no tengo más mujer que una!..., ¡la tierra húmeda!... ¡Je, je, je!... ¡La sepultura, quiero decir!... ¡Mi hijo se murió... y yo estoy vivo!... ¡Qué cosa más extraña!... ¡La muerte se confundió de puerta, y en lugar de venir a mi..., fue a mi hijo!...
Iona se vuelve para referir cómo murió su hijo, pero en aquel momento el jorobado exhala un suspiro de alivio y anuncia que por fin, a Dios gracias, han llegado a su destino.
Tras recibir las veinte kopeks, Iona sigue con la vista las espaldas de los juerguistas, que desaparecen en un oscuro portalón. Solitario otra vez, el silencio se hace de nuevo para él.
Durante un corto espacio de tiempo queda adormecido, pero la tristeza no tarda en hacer su aparición, inflando su pecho con más fuerza. Sus ojos, torturados e inquietos, recorren la muchedumbre que circula por ambos lados de la calle. ¿Entre aquel millar de personas se encontraría siquiera una sola capaz de escucharle?... ¡Pero el gentío pasa corriendo a su lado, sin reparar en él ni en su tristeza!... ¡Tristeza enorme!..., ¡sin límites!... ¡Si un gran peso la hiciera estallar dentro de él, y derramarse..., quizá inundara el mundo entero!... y, sin embargo, ¡no se la ve!... ¡Supo guarecerse en tan insignificante cáscara, que ni de día, con luz, podría vérsela!...
Cuando Iona divisa a un dvornik cargado con un paquete, resuelve entablar conversación con él.
- ¡Oye, amigo!..., ¿qué hora será? -pregunta.
- Las nueve dadas... ¿Por qué te has parado ahí?... ¡Circula!
Iona avanza unos cuantos pasos, se encorva y se entrega a la tristeza. Considera ya inútil dirigirse a la gente. No han pasado cinco minutos cuando se endereza otra vez y, sacudiendo la cabeza, como si sintiera en ella un agudo dolor, tira de las riendas... ¡No puede más!
«¡A la cochera! -piensa- ¡A la cochera!»
Lo mismo que si comprendiera su pensamiento, el caballejo arranca a correr al trote. Hora y media después, Iona está sentado al lado de una estufa grande y sucia, mientras en el suelo y sobre los bancos ronca gente. El aire es sofocante. Iona mira a los durmientes, se rasca y lamenta haber regresado tan temprano...
«¡No he sacado ni para avena! -piensa-. ¡Por eso seguramente es por lo que tengo esta tristeza!... ¡Cuando un hombre sabe cuál es su obligación... y se le queda satisfecho..., y el caballo se le queda también satisfecho..., está tranquilo!...»
En uno de los rincones, un joven isvoschik se incorpora y alarga su cuerno hacia el cubo de agua.
- ¿Tienes sed? -pregunta Iona.
- ¡Claro que tengo sed!
- Así será... ¡Que aproveche!... ¡Yo, hermano..., tenía un hijo y se me ha muerto!... ¿Me oyes?... ¡Fue la semana pasada... en el hospital! ... ¡Qué historia!...
Iona observa el efecto que producen sus palabras, pero nada ve. El joven, después de taparse hasta la cabeza, se ha vuelto a quedar dormido. El viejo suspira y se rasca... ¡Las mismas ansias de beber que sentía aquel joven las sentía él de hablar!... ¡Pronto hará ya una semana que se le ha muerto el hijo y aún no ha podido hablar a su gusto con nadie! ¡Y es preciso hablar!... ¡hablar despacio!... ¡Con sentimiento!... ¡Es preciso poder referir cómo enfermó el hijo..., cuánto sufrió..., lo que decía antes de morir y cómo se murió! ¡Es necesario describir el entierro..., la ida al hospital para recoger las ropas del difunto!... En la aldea está Anisia..., la hija... ¡También de ella es preciso hablar!... ¡De cuántas cosas más podría hablar ahora!... ¡Además, el oyente tiene que suspirar que exclamar, que compadecerse!... ¡Sería mejor todavía poder hablar con las babas!... Aunque son tontas..., a las dos palabras que oyen ya están llorando.
«¿Y si me fuera con el caballo? -piensa Iona-. ¡Para dormir siempre tiene uno tiempo!... ¡Ya dormirás!...»
Después de vestirse se dirige a la cuadra en que está su caballo. Se pone a pensar en la avena, en el heno, en el tiempo... ¡En el hijo, cuando está solo, no puede pensar!... ¡Hablar..., puede uno hablar de él con alguien!..., pero uno solo, ¿pensar en él y representarse su imagen?..., ¡sería algo terriblemente insoportable!
- ¿Qué haces?..., ¿masticas?... -pregunta Iona a su caballo, mirándole a los ojos brillantes- ¡Bien! ... ¡Mastica, mastica!... ¡Si no hemos sacado para avena... nos contentaremos con heno! ¡Eso es!... ¡Ya me he vuelto viejo para trabajar!... ¡El hijo es el que tendría que hacer esto... y no yo!... ¡El sí que era un verdadero isvochik!... ¡No le faltaba más que haber vivido!
Iona guarda silencio por algún tiempo y después prosigue:
- ¡Así es, caballo!..., ¡hermanito!... ¡Ya no hay ningún Kuzma Ionich!... ¡Pasó a mejor vida! ¡Se murió así!... ¡Por nada!... ¡Figúrate que tú, por ejemplo, tuvieras un potrito..., y que fueras la madre de ese potrito..., y que de repente, digamos..., ese mismo potrito pasara a mejor vida!... Sería una lástima, ¿verdad?...
El caballejo mastica, escucha, resopla a su amo en las manos...
Iona se anima y se lo cuenta todo...

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