Ramón Gómez de la Serna - "El hombre perdido"

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Un miserable con el pelo largo se me acercó para pedirme lumbre.
—A esta hora —me dijo— no hay más candela que la suya… Es usted el dios del fuego.
Yo le di mi cigarrillo y esperé sonriendo. El miserable hizo un camino de consunción a mi cigarro como si se lo hubiere fumado y pareció calentarse también aprovechando mi lumbre.
—Gracias —dijo después con un tono tal de gratitud que se llenaron de flor las acacias como con ubres para un excepcional ordeñado.
Durante unos momentos fuimos juntos y silenciosos puesto que seguíamos el mismo camino.
— ¿A que no sabe usted quién soy yo? —me dijo de pronto.
— Cómo voy a saberlo… Desde luego, como yo, es usted un cazador de ojos blancos.
—No… Yo soy la radiografía que salió mal.
Le miré extrañado, como si aquel hombre hubiese dicho lo más inesperado entre lo inesperado.
—Mas le voy a decir… Soy el sillón que ya no sirve para el imposibilitado y la peluca del cómico viejo…
Y al decir lo de la peluca del cómico se quitó el pelo viéndose que era completamente calvo.
Me iba interesando aquel hombre y me dispuse a seguir con él el camino que daba a las afueras, donde se guardan los cajones de pino adolescente en los que hay mercancías tiernas, o paquetes de té con letras chinas unidas de tal modo que no quieren decir nada, ni siquiera «buenos días».
—¿Y a qué se dedica? —le pregunté.
—A esto, a abrir la lata de sardinas del alba y después, durante todo el día, tengo que estar perdido e inadvertido en los lugares que yo me sé… Echarían mano de mí para cubrir la vacante de los locos verdaderos o de los criminales a los que nunca encontrará la policía pero para los que necesita sustitutivos.
— ¿Me permite usted pasar el día a su lado? —dije yo queriendo aprender vericuetos y el sabor de la botella traspapelada.
—Todo el día no puede ser. Hasta las dos de la tarde sí.
Fuimos caminando silenciosos otro rato y pasamos el primer puente como en victoria mágica sobre los abismos, vencido el suicidio, ganadas las lavanderas.
Los dos sentimos el orgullo del puente, pues sólo los perdidos se dan cuenta de lo que es un puente.
Un puente es la mayor victoria que el hombre ha tenido sobre el mundo inhospitalario de las grandes mariposas. Después ya no pudo hacer nada por el estilo, porque hubiese tenido que hacer un puente al cielo y lo demás no vale, no vale que una casa sea muy alta, ni vale que para ir al mismo sitio —siempre al mismo sitio— haya vehículos veloces, ni importan aviones para subir al cielo cuando se llega tan de precario y es tan constante el matarse.
Sólo el puente.
¡Y lo que debieron esperar de ellos mismos al crear el puente!
Pero después del puente sólo hicieron bien el palacio de piedra del rey y el panteón del rey.
Los dos hombres perdidos íbamos pensando lo mismo y volvíamos la cabeza para ver al puente despedirse, porque los puentes que se quedan atrás se despiden desgarradoramente porque por ellos se pasa una verdadera medida de espacio y tiempo.
Ya comenzaba la vida comercial y los dos teníamos prisa por ocultarnos.
—¿Dónde vamos? —le pregunté al hombre con peluca de teatro.
—Pronto lo sabrás.
Por entre la espesura del vivero, al margen del río, en el delta de los juncos, había una casilla de piso segundo desbaratado.
—Allí —me dijo el otro perdido.
Entreabrimos los juncos como si previésemos el cocodrilo y tropezando con botas viejas de náufragos que habían ido a reunirse allí como a un cementerio de botas, entramos en el nido del huevo dinosáurico y llegamos a la puerta con candado de la casilla a medio derruir.
El de la peluca sacó una llave y abrió el candado. Después, ya dentro, echó el cerrojo como si armase el máuser contra los que pudiesen venir detrás.
—Aquí paso la mañana hasta las dos —dijo, y añadió—. Aquí se escondía Goya de todas las asechanzas y le voy a enseñar el retrato de la maja desnuda pintada de cara a la pared… Va a ver que hermoso escorzo.
Pasamos por varias habitaciones llenas de cosas pescadas en los cubos da la mañana, sabiendo todo a despedida de año en la calle de los mejores árboles de Noel.
De pronto, al desembaular en la habitación de la gran ventana, vi a la maja desnuda vuelta de espaldas a la pared con una naturalidad suprema.
Un diván y dos butacas eran los asientos que había en el recinto. El hombre de la peluca se la quitó como quien se quita el sombrero y se quedó muy viejo.
—¿Así es que Goya tenía aquí su refugio…?
—Asómese a esa mesa y vea las aguafuertes que nadie conoce.
Me abalancé sobre la mesa y comencé a ver aguafuertes en que estaba, más que en ninguna de las suyas, la verdad fulminante e inmunda de la vida.
Aquello era prodigioso y todos los monstruos eran dobles.
—Ésta, «¡Y era su hija!», hace juego con la que tanto se ha visto: «¡Y era su madre!»… Pero realmente no se podía mostrar a nadie ni en su siglo ni en este siglo tampoco.
—Siga… siga viendo.
La curiosidad más fiera me hacia levantar láminas y yo ponía caras de espejo atormentado, gestos espantados, con aspavientos de molino.
—¡Qué barbaridad! —exclamaba continuamente.
El hombre de la calva quemada por el tiempo sonreía.
—¡Qué hallazgo! —dije al llegar a la última prueba.
—Yo seré una radiografía mal hecha pero he sabido encontrar el refugio secreto de Goya, esta casa del buen pescador…
— Aquí está uno perdido como en galería de fotógrafo muerto. ¡Pero qué bien se ve lo que de barquichuelo tiene la tierra!
—La noche es muy fuerte aquí… Por eso al atardecer me oculto en otro sitio… De noche hay aquí cine de aguafuertes y arañas peludas que salen de los rincones mientras el sadismo oscuro azota a la maja vuelta de espaldas… Es demasiado para mí aunque comprendo que las sombras se ponen nerviosas de miedo.
Allí estaba la prueba perdida del aguafuerte de gran tamaño —que una vez me enseñó metida en un estuche con llave un prendero— un corro de hombres desnudos y con sombrero de copa, montados al aire y envainados por detrás los unos en los otros, cerrando el círculo volador de ese modo avieso y obsceno, leyéndose debajo como la rotundidad de Goya: «La humanidad.»
Me quedé asombrado ante la clandestinidad de aquel museo escondido de Goya en las barbas de la ciudad y en los bardales del río, todo clarividente como en ningún sitio, porque aquella era la casilla perdida y miserable que adora el artista.
—Pero esto vale un dineral… ¿Por qué no lo vende?
—Porque no sabría explicar cómo me hice con ello y me meterían en la cárcel… Esto quedará así siempre y será el refugio ideal de los miserables futuros…
Ante aquel desesperante escondite con obras desconocidas del artista universal, temí incurrir en una inexplicable complicidad y rogué a aquel hombre que me condujese a la orilla del río pues tenía que hacer en la ciudad.

This entry was posted on 16 agosto 2010 at 16:13 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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