Pablo Palacio - "Los aldeanos"

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Era bajita, gordita y tenía los ojos zarcos; el cabello era rubio; el talle, robusto; la cara, algo morena; y los pechos eran tan duros como dos buenos repollos de col.
Hija de doña María y de don Manuel, mayordomos de la hacienda de don Antonio, que tenían el ganado más gordo y las vacas más lecheras de la comarca; tuvo sus amores con Miguel. Miguel era alto, esbelto; tenía los ojos pardos, el cabello bermejo, el cutis claro, y cualquiera de las mozas del pueblo se hubiera alocado por tener un galán tan apuesto. Pero Miguel era pobre; sus padres se le habían muerto cuando era muy niño y, decepcionado de la vida, tomaba de ella muy poco en serio para dedicarla toda en francachelas; por eso en el pueblo todos le decían el Balcache, y más de una vez se le había visto llorar, con los ojos cargados de tristeza, bajo los copudos mangos del huerto, si el cielo estaba lleno de nubes plomizas y el ambiente era pesado y caluroso.
El villorrio era tan pequeño, que parecía un nidal de palomas en medio del campo extenso, besado por el río. Lo formaban tres ringlas de casas simétricamente colocadas en torno de la iglesia antañosa, más ancha que larga; alrededor estaba el campo, lleno de cañares, maizales, platanares y grandes terrenos baldíos. A cada casucha correspondía un huerto; en los huertos había naranjas, limas... La de don Manuel estaba en la ringla izquierda, casi besándose con la iglesia, y el huerto era el mejor cultivado y el más apetitoso, por sus naranjas dulces y coloradotas y sus duraznos entreabiertos, goteando miel.
Allí, en el huerto, Miguel había encontrado a Margarita, y con el corazón palpitante y las mejillas un poco pálidas, le había dicho:
-¡Mi vida!
Y la moza, que ya otras veces había sonreído al mozo, se dejó besar largamente en la boca roja, en los ojos dulces.
Y desde entonces se encontraron siempre lejos del poblado, en la solanera, en los caminos, en el huerto, en el río. Y siempre se miraban largamente, con los ojos amorosos, con los ojos dulces, tan dulces como los duraznos y las naranjas del huerto de don Manuel.
Tras el huerto estaba la solanera; fue en otro tiempo un gran aprisco para recoger el ganado trashumante; después el aprisco se trasladó a otra parte, y en ese entonces el pasto crecía alto, verde y abundante. Miguel apareció sonriente en un extremo de la solanera y se tumbó de bruces a esperar. A poco apareció también Margarita, saliendo del huerto; iba con las mejillas más coloradas que nunca; en los ojos tenía una extraña dulcedumbre, y en las comisuras de la boca, una risilla picarona. Miguel se levantó y la esperó con los brazos abiertos.
Cuando llegó, Margarita se puso un poco triste. ¡Que susto había sufrido la pobrecita! Temprano estaba en el huerto, acariciando a su ternera negra, que la había pedido para verla, cuando doña Tránsito, la vecina, entró preguntando por doña María. Después -se lo había contado la Carmen, su prima-, doña Tránsito se acercó a doña María, y llena de misterios, después de muchos rodeos y muchos preparamientos de ánimo, le dijo:
-“Mire, doña María, la moza está creciendo y corre peligro... Ese Miguel es un balcache... Ya todos lo saben en el pueblo... A mí me lo ha contado la Encarna, a la Encarna se lo ha contado la Manuela... ya ve usted... eso que se dice no ha de ser bola solamente, sino que algo de cierto ha de haber. Mire, que no está bueno... la moza es donosa y se puede perder un buen bocado...”
Y doña María, a quien no le gusta que nadie se entremeta en las cosas de su casa, le dijo, muerta de cólera: -“Mentiras, mentiras, doña Tránsito. Las muchachas envidiosas. Además, a usted no le importa; cada una sabe lo que se hace”.
Y dándose media vuelta, la dejó plantada en la puerta y sin saber qué hacer.
Pero, doña María que es mujer de orden y no le gusta hacer aspavientos en ningún caso, la llamó ahora a solas y le dijo: -“Oye lo que dicen... eso está muy malo, muy malo... Debes decirle a Miguel que vaya a arreglarse con tu papá...”
Y Margarita, convulsivamente, se secó una lágrima.
Ambos se tumbaron de bruces en el suelo y se tornaron callados y tristes. Con las manos en las mejillas y con los codos en la tierra, se miraban melancólicamente.
¡Cuándo se la había de dar don Manuel! Cuando no tenía ni un centavo y todos le decían balcache y botarate. ¡Cuándo! ¡Cuándo!
De pronto, una luz surgió en el cerebro de Miguel.
-Ya sé lo que vamos a hacer, ya sé -decía llorando de gozo.
Y Margarita interrogaba con los ojos, llenos de lágrimas también.
-¡Vámonos! ¡Vámonos a la Costa! Allá seremos felices. Me lo dice el corazón. Enrique, el que se fue a la ciudad, me dijo que en la costa se vive bien, allá son caros los jornales, y yo he de trabajar, he de trabajar. ¡Te juro que he de trabajar mucho! Vámonos lejos de aquí; aquí me matan, nos matan.
Y así, frente el uno al otro, tumbados en el suelo, sonreían con el divino gozo de los alucinados.
Y él, hundiendo sus manos fuertes, de hombre trabajador, en los cabellos finos y rubios de ella, la mirada en los ojos, la besaba en la boca.
-¡Dime que sí, mi vida, dime que sí!
Miguel creía todo lleno de los ojos grandes de Margarita, y en los ojos de ella lo veía todo: el campo grande y florido, como su ilusión; los cañares esmeraldinos; los charcos de sombra de los copudos mangos, los extensos terrenos baldíos; el verde subido de los huertos; el bamboleo marcial de los platanares...
-¡Dime que sí, mi vida, dime que sí!
Pero la visión del campo se tornó de pronto triste; los ojos de Margarita estaban tristes también.
-No puedo, eso no puedo. ¿Qué dirá mi mamá cuando lo sepa? ¿Qué dirán las vecinas, el señor Cura?
Y Miguel también se puso triste; ni se había acordado. ¿Y el señor Cura? Una rapaza tarosa y mugrienta se había acercado y los estaba mirando, con los dedos en la boca. Miguel al verla, malhumorado gritó:
-Quítate de ahí, zángana, ¿eh?
La rapaza se dio media vuelta y se alejó lentamente. De más allá se quedó de nuevo mirándolos, con su cara tarosa y los dedos en la boca.
El sol declinaba tristemente. Pasaron unos boyeros cerca de la valla. Uno de ellos iba diciendo:
-Véanlo a Miguel, véanlo a Miguel.
Unas mozas también pasaron. Una de ellas iba diciendo:
-Véanla a Margarita, véanla a Margarita.
Un rebaño de ovejas se paró a triscar en torno de los amantes. La rapaza mugrienta seguía mirándolos.
De improviso, de más allá de la solanera, de más allá del huerto, desde la casucha de doña María, partió una voz lenta y fuerte:
-¡Margarita... Margariiiita!
La moza se paró rápido, con los ojos tristes; seguía en el cerebro la obsesionante pregunta:
-¿Y el señor Cura?...
Miguel se paró también y, despacito, le dijo:
-Sal más luego.
Con el alba tuvieron que alejarse del pueblo. Todo dormía. Enlazados, a pie, cruzaron la cordillera y se perdieron rápidamente por entre los peñascales. Iban camino de la ciudad y de allí partirían a la Costa; allá estaba la ilusión de ellos, allá trabajaría Miguel mucho, mucho. Eran como golondrinas que emigraran al llegar el invierno. Sus corazones estaban llenos de amor y por ende de esperanza. Sentían no tener alas para volar. El arroyo lo pasaron muchas veces y después de cada una de ellas se daban un beso, sin sentir en nada los pesares del camino, porque la ilusión los alentaba.
Y llegaron con el crepúsculo: la ciudad se iluminaba lentamente y de todas partes se abrían ojos de luz para contemplar la inmigración divina de las sombras.
Por uno y otro lado sonaban las campanas de las iglesias; por uno y otro lado cruzaban viejas enlutadas haciendo resonar por los portales la madera de los zuecos; pasaban y se introducían en la Catedral.
Ellos atravesaron muchas calles y llegaron a una plaza muy grande: estaba toda llena de gente y se oía el ruido de los automóviles y de los coches. Estaban perdidos entre aquella multitud; sentían la nostalgia de su pueblo.
Una charanga militar tocaba melancólicamente; era una musiquilla triste, mohosa, llena de herrumbre, de tiempo...
Y ambos estaban atónitos, perplejos, llenos de la infinita tristeza de las grandes ciudades; y comprendiendo que había que trabajar mucho para vivir en lo imposible de su miseria, se quedaron silenciosos, meditabundos, desilusionados, con el signo de lo trágico en las comisuras de las bocas, mirando con ojos tristones, nostálgicos, hacia el lado de la mar...

This entry was posted on 04 agosto 2010 at 19:22 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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