Marina Mayoral - "Recuerda, cuerpo"

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Recuerda, cuerpo, no sólo cuánto fuiste amado,
no solamente en qué lechos estuviste,
sino también aquellos deseos de ti
que en los ojos brillaron
(..)
cómo ardían,
recuerda, en los ojos que te contemplaban...

Así que vendes Villa Dorada...
Ésa era, pues, la razón de su visita. Así que vendes... Sin rodeos. Al pan, pan, y al vino, vino. Me gustaría vender, si encontrase un comprador que estuviese dispuesto a... Demasiados subjuntivos, doña Aurora, ya nadie habla así. Nadie escribe así. ¿Y para qué querrá el Midas la casa del indiano, aquel caserón desmesurado donde el abuelo enterró el poco dinero que había ganado en Cuba? ¡Villa Dorada! Cientos de cristales que debían reflejar el sol desde el alba hasta el ocaso. ¿Quién dice aún alba y ocaso? La del alba sería... No se habla así. No se escribe así. Ahora se dice, por ejemplo: ¡Corta, tronco, ábrete, qué tía más varas...! ¿Para qué querrá el Midas la casa del indiano, con las galerías y los miradores rotos por el granizo y las pedradas de los niños? ¿Es que quiere comprar el pueblo entero...?
—Lo estoy pensando, Pablo. No he decidido nada, todavía.
El viejo la mira. Los ojos tienen aún el color gris de siempre y el mismo brillo, o casi, y la misma forma de mirar.
—Cuando tú dices Pablo, yo oigo Pablo. Cuando los demás dicen don Pablo, yo oigo Midas.
Desde la catequesis, cuando el cura recién llegado dijo que iban a recibir por primera vez al Niño Jesús y que podían pedirle lo que más deseasen. Y Pablo enseguida:
—¡Yo quiero ser como el Rey Midas!
La maestra intervino:
—El Rey Midas fue castigado por su codicia, Pablo, ¿no te das cuenta?
La que no se daba cuenta era ella; pensaba que Midas era tonto. Con ponerse unos guantes ya estaba, unos guantes de malla, como los de don Pedro Pardo de Cela, pero de oro. No se os había ocurrido a ninguno, ni tampoco que la cigarra, en vez de llorar y morirse de hambre, podía haberse comido a la hormiga trabajadora, y a todas las otras hormigas del hormiguero, una por una, hasta que llegase de nuevo el verano; así de sencillo. Eso era lo que hacían las carricantas (1) con las hormigas y los pájaros con los saltamontes y los gavilanes con los pájaros; el más grande se comía al más pequeño, pero la maestra no sabía nada de animales y sólo hablaba y hablaba...
Ahora él mira los libros de la biblioteca, los papeles sobre la mesa de trabajo.
—Tú siempre quisiste esto.
Él quería convertir en oro lo que tocaba: el camión primero, y después la granja del padre, la fábrica de papel, los cines, las discotecas, los chalés de la playa. Y para remate, la casa destartalada sobre la pequeña colina, con sus cristales siempre rotos y las paredes manchadas por la lluvia del invierno y las cagadas de los pájaros. Y quizá lo consiga, quizá, por fin, Villa Dorada hará honor a su nombre y volverá a relucir, según contaba el abuelo, como una casa de oro, desde el amanecer al crepúsculo.
El viejo suspira, mirando los libros. El dinero no hace la felicidad, piensas que piensa, o que hay cosas que no se compran con dinero. Algo así, a su manera.
—Hasta para morirse hay que tener hoy cuartos.
¿Por qué habla de morir? ¿Acaso...?
—Tú fuiste lo único que yo no conseguí.
¿Ha dicho no conseguí o no pude conseguir? No conseguí. Lo único. ¿Quiere decir que lo intentó? ¿Es eso lo que te está diciendo? Cuando se escribe hay siempre una palabra que expresa justamente lo que quieres decir. A veces cuesta dar con ella, pero ésa es la tarea del escritor, encontrar las palabras, las que reflejan tu mundo. Pero al hablar...
—Un día se lo dije a tu madre: Por Aurora daba yo una vuelta en el infierno. Pero a ti te tiraba esto: los libros, escribir.
¿Qué está queriendo decirte? Recuerdas, de pronto, la última enfermedad de tu madre, las largas tardes melancólicas en el pueblo, solas las dos, esperando el final:
—Si te hubieras casado con el Midas ahora estaría la casa llena de nietos, muchos nietos para hacerme compañía...
Pensaste que era la clarividencia de la muerte, una luz, un relámpago que ilumina lo que nadie ha hablado, lo que nunca se ha formulado con palabras. Y ahora te das cuenta de que todo es mucho más sencillo, que no hay tal resplandor final. Por su hija daba yo una vuelta en el infierno. Ahora lo entiendes. Por eso a veces temes que tus libros no acierten a reflejar ese hilo que une sencillamente los hechos, sin necesidad de revelaciones extraordinarias...
—Nunca lo hablamos, pero tú bien lo sabías. Las mujeres siempre sabéis esas cosas.
Sabías del brillo de sus ojos al mirarte y del calor de su cuerpo aquel día en la fiesta del Carmen: ¿Bailas, Aurora? Azorada, avanzando a trompicones hacia las parejas enlazadas, ¿on la cabeza baja, sin querer mirarlo, nerviosa. Aurora, siempre tan tranquila en los exámenes, siempre con los deberes hechos, empollona, gafotas, cuatro ojos, capitana de los piojos. Es mi amiga y tú no la insultas, marica, pídele perdón o te rompo el brazo. Se peleó por ti en la escuela con el hijo del teniente, que decían que les daba palizas a los presos y que al Midas iba a llevarlo al calabozo por pegarle a su hijo. Y después, un día en la fiesta del Carmen te sacó a bailar y te apretó muy fuerte contra su pecho. Y otro día, cuando te ibas a Madrid, a la universidad, atravesó el camión en la calzada, tapando la salida del coche de Línea:
—¡A ver, Midas, que no salimos!
—Ahora lo quito, ¡joder!, que me estoy despidiendo de una amiga.
Y el revisor y el conductor y todos los viajeros y los que iban a despedir a alguien o a esperarlo, todos mirando al Midas, con las dos manos apoyadas en el coche, y tú sólo ves los ojos grises tan risueños siempre, tan serios entonces, y te da vergüenza bajar la ventanilla, o miedo de que se atranque y no baje, y el Midas apoya su mano abierta sobre el cristal y grita:
—Que tengas suerte, Aurora!
Y tú apoyas la mano sobre su mano, y dices, aunque no te sale la voz, pero él puede ver cómo mueves los labios y dices:
—Adiós, Pablo.
Ahora los ojos grises están rodeados de arrugas y se encogen maliciosos bajo las cejas blancas.
—¡Sesenta años queriendo echarte un polvo!
Echar un polvo, follar; nunca has escrito esas palabras. Copular, fornicar, yacer... Nadie habla así, doña Aurora. Chingar, joder, te sonaban a insulto, no podías usarlas. ¿Enrollarse? Enrollarse es otra cosa. ¿Pillar? A veces, no siempre. Mojar, ¡Dios santo!, ¡mojar! ¿Cuánto tiempo tardaste en encontrar las tuyas? Acostarse, ir a la cama. Hacer el amor. ¿Cuántos libros? Faire l’amour. ¿Sólo en francés? Te gustaba, hiciste tuyas esas palabras y otras muchas para construir un mundo donde no se follaba, ni se echaban polvos, ni se hacían pajas, ni se mojaba o pillaba. Ni tampoco se fornicaba, se jodía o se yacía. Sólo se hacía el amor.
—Y si fuera sólo eso. Pero estaba enamorado de ti. El día que te casaste fue uno de los peores de mi vida.
Ni siquiera lo invitaste a la boda. Cada uno iba ya por caminos muy distintos y avanzando muy deprisa. Pero lo viste al salir de la iglesia, entre la gente.
—Aquella noche me hice una paja pensando en ti. Y lloré de rabia.
Aquella noche, cuando tu marido, el escritor famoso y admirado, te abrazó con torpeza, te acordaste sin querer del cuerpo del Midas, de su calor, de cómo te rodeó con sus brazos y te apretó muy fuerte contra él.
—Cada uno vale para lo que vale, y tú, de negocios, nada, Aurora, y de hombres, poco. Ya se veía que aquello no podía resultar; tu marido tendría mucho talento, pero no era un hombre para ti. Y era demasiado viejo. Ni siquiera te dio un hijo, porque la culpa fue de él, seguro.
La culpa no. Buscabas un maestro más que un hombre. Siempre pensaste que tus libros eran tus hijos y no echaste de menos otros. Y ahora estás acostumbrada a la soledad. Tienes una mujer que duerme en casa y una secretaria joven a quien preguntas qué quiere decir exactamente enrollarse, pillar o abrirse.
—Te merecías algo mejor.
Algo como el Midas. Donde pone la mano salen cuartos, ni que tuviera pacto con el diablo, ya no sabe qué comprar, medio pueblo es suyo y su mujer cómo vive, y bueno y cariñoso que es, y un montón de hijos que tiene y de nietos, que dan tanta alegría. A ti siempre te tuvo en mucha estima, cuando salía algo tuyo en el periódico se paraba a la puerta de casa: ¡Doña Mercedes, aquí le dejo esto, que hablan de su hija...!
—Y en cuanto a Villa Dorada, ahora no es buen momento para vender, Aurora. Las casas están subiendo de día en día. Aguantas dos años y doblas el valor.
Dos años. Quizá más porque en los viejos —te lo dijo el médico— el proceso es más lento que en los jóvenes. Si vendes ahora y lo administras bien, puedes seguir con la secretaria y la muchacha, o quizá habrá que sustituir a la secretaria por una enfermera y a la muchacha por una asistenta. Aquí todo es muy caro. En Brétema sería más fácil, pero habría que arreglar las galerías y el tejado y con qué dinero... Pero si no ha venido a comprar la casa, ¿a qué ha venido el Midas?
—Si necesitas dinero, yo te lo presto. Y mientras, la casa sigue subiendo de valor y tú puedes seguir disfrutando de ella. Y cuando...
—Y cuando dentro de dos años, más o menos, yo me muera... ¡Has venido a despedirte! ¡Has venido a decirme adiós...! ¿Dónde has dejado esta vez el camión, Pablo? ¡No estará tapando la calle!
El viejo carraspea y da vueltas al bastón entre sus manos.
—Ahora llevo un Land Rover. Me gusta ir alto por la carretera. Ya no tengo carné, pero tanto me da... Hazme caso, Aurora; no vendas la casa. Sólo hay que retejar y poner cuatro cristales. Deja que yo me ocupe y tú sigue yendo allá. Estarás más tranquila. Cuando te haga falta vienes al médico y te vuelves a ir otra vez.
A sentarte bajo la marquesina del porche con el médico jubilado y el profesor de literatura del instituto, a ver cómo prosperan los negocios del Midas y cómo crecen sus nietos, a verlo pasar cada tarde camino de su casa. A recordar cómo brillaban sus ojos, el calor de su cuerpo, que nunca llegaste a abrazar...
—Por una vez, Aurora, hazme caso. Yo de negocios entiendo.
Midas pone el dinero sobre la mesa de trabajo y tú escribes en una cuartilla en blanco:
He recibido de D. Pablo... No cuentas el dinero y él se guarda el papel sin mirarlo, en el mismo bolsillo de donde ha sacado el sobre con los billetes. Mientras lo acompañas hacia la calle piensas que no necesita bastón, anda muy erguido y firme, debe de haberlo traído por si lo atracaban, y lo usa para señalar los libros de la biblioteca.
—Cuando yo cierre los ojos no quedará nada del Midas. De ti quedará esto, Aurora. No te dejes abatir.
Quedarán los hijos y los nietos y los hijos de los nietos, y los árboles que ha plantado, y la casa del indiano que al final será suya, con todos sus cristales brillando al sol, una casa de oro como todo lo que él toca. Pero los libros... De vez en cuando vienen estudiantes, hacen tesis sobre todo lo de este mundo, sobre gente que ya nadie conoce: Amalia Fenollosa, Pilar Sinués, Francisco Zea... Escribieron versos y novelas, se esforzaron, se sacrificaron, dejaron esos libros que nadie recuerda, que nadie lee ya, excepto esos chicos que tienen que conseguir un título de doctor.
—Ni siquiera sé si aún me lee alguien.
El viejo se detiene. Frunce las cejas.
—¡Y eso qué importa! Yo tengo en casa todos tus libros y nunca leí ninguno. A mí lo que más me gustaba de ti es que fueras escritora.
La anciana sonríe y suspira.
—La jodida literatura.
El viejo mueve la cabeza, dubitativo.
—La puta vida.
El coche impide el paso de una camioneta de reparto. Hay un guirigay de gritos y bocinas. El viejo hace un gesto de calma con las manos:
—¡Un momento, que me estoy despidiendo de una amiga!
Cesan las voces y el ruido, todos miran, curiosos, la escena. El viejo pone el motor en marcha y baja el cristal de la ventanilla, que no se atranca. La anciana mira sus ojos grises, tan brillantes aún, tan llenos de vida.
—Hasta pronto, Aurora.
—Hasta pronto, Pablo.

(1) Cigarra. Diccionario de diccionarios – Instituto da Lingua Galega.

This entry was posted on 24 agosto 2010 at 9:09 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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