Djuna Barnes (III)

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A UNA DE OTRO HUMOR
¿Oh amada querida, debería dejar
de mirarte, siempre con ojos húmedos,
y quejumbrosos besos de estos labios donde yace
más miel que en tus áloes? ¿Debería romper
aún más oscuras hierbas, y suspirando no perder de vista
con fingida lamentación y gritos temerosos,
rodeándote lentamente con blasfemias
porque estaría bailando? No, me falta
la necesaria torpe salmodia de la desesperación.
No resuena en mí tu sombrío humor,
ni está en mi corazón. Ni en ningún lugar
dentro de mi carne, la misma carne que enamoraste.
¿Entonces para qué aflojar mi trenzado pelo
ocultando mis ojos, y pretender que cavilo?


ELLA PASÓ POR AQUÍ
Aquí donde los árboles aún tiemblan por tu huida
estoy yo y trenzo finos látigos para castigarte.
¿Cómo podremos encontrarte, a ti que te has ido
toda vestiditos, ceceando por la ciudad?

Grandes hombres a caballo te cazan, y fuertes jóvenes
usan sus flechas en el leve aire.
Pero a mí me escucharán silbando a donde voy
trenzando largos mechones de hierba y de pelo semental.

Y en la noche cuando treinta halcones se eleven
en ritmo creciente, y el borde del camino en ruidos;
Cuando ellos quemen campo y mata y seto,
yo te robaré como un penique entre la multitud.


ANTIGÜEDAD
Una dama con una capucha de tela ligera
con rectas lengüetas fijas y ojos mudos,
y bellos labios finos y hábilmente dibujados
y extrañamente sabios.

Un camafeo, una gola de encaje,
un cuello cuadrado con los ángulos bien puestos;
una fina nariz griega y junto al rostro
una lustrada trenza.

Bajas curvas hacia los lados, teñidas de ámbar
las pálidas orejas atrapadas en su trampa.
Y un perfil como una daga yaciendo
entre el pelo.


QUISIERA QUE PENSASES EN MÍ
Como una que, recostada contra el muro,
una vez arrancó
gruesas flores, y escuchó
el zumbido
de pesadas abejas lentas rondando la húmeda ciruela,
y escuchó a través de los campos el paciente arrullo
de pájaros inquietos desconcertados con el rocío.

Como una cuyos pensamientos eran locos en el
doloroso mayo,
con ojos melancólicos vueltos hacia su amada
Y hacia la inquieta tierra por la que
se extendió
el frío centeno y los nuevos espinos que echaban ramas–
con un flaco sabueso andante, por sola compañía.


OCASO DE LO ILÍCITO
Tú, con tus largas y vacías ubres
y tu calma,
tu ropa blanca manchada y tus
fláccidos brazos.
Con dedos saciados arrastrándose
en tus palmas.

Tus rodillas muy separadas como
pesadas esferas;
con discos sobre tus ojos como
cáscaras de lágrimas,
y grandes lívidos aros de oro
atrapados en tus orejas.

Tu pelo teñido cardado a mano
alrededor de tu cabeza.
Labios, mucho tiempo alargados por sabias palabras
nunca dichas.
Y en tu vivir todas las muecas
de los muertos.

Te vemos sentada al sol
dormida;
con los más dulces dones que tenías
y no has conservado,
nos afligimos de que los altares de
tu vicio reposen profundos.

Tú, el polvo del ocaso de
un amanecer húmedo de fuego;
tú la gran madre de
la cría ilícita;
mientras las otras se encogen en virtud
tú has dado a luz.

Te veremos mirando al sol
unos cuantos años más;
con discos sobre tus ojos como
cáscaras de lágrimas;
y grandes lívidos aros de oro
atrapados en tus orejas.


TRANSFIGURACIÓN
El profeta cava con manos de hierro
en las inestables arenas del desierto.

El insecto vuelve a su larva;
retorna a semilla la rosa trepadora.

Como humo hasta la vacía garganta de Moisés,
irrumpen todas las palabras que dijo.

El cuchillo de Caín retira la estocada;
Abel se levanta del polvo.

Pilatos no puede encontrar su lengua;
desnudo está el árbol del que Judas colgó.

Lucifer clama desde la tierra;
Cristo cae a su muerte.

A Adán vuelve la fastidiosa costilla;
una criatura solloza en su flanco.

La extensión del Edén es espesa y verde;
el bosque se agita, no se ve una bestia.

Desencadenado, el sol, con rabiosa sed,
alimenta al último día con el primero.

This entry was posted on 27 agosto 2010 at 11:11 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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