Ana Lydia Vega - "Tríptico de alcoba"

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I. Celebraciones
Recuerdo exactamente el día, el mes, el año. Fue la tercera noche de agosto y nuestro décimo aniversario de bodas. Habíamos cenado fuera, alzado copas, renovado votos eternos. Por fin, tirados en la cama, con la luna mirona asomada a la ventana, tocó la hora de la intimidad.
Mi marido, que no es hombre de prólogos, se volteó hacia mí. Su pierna derecha cruzó por encima de mis muslos, su brazo izquierdo preparó el impulso y su cuerpo, todavía esbelto y musculoso a los cuarenta, quedó eficazmente tendido sobre el mío. Con la destreza que da la costumbre, buscó y encontró. Yo, como siempre, resistí justo lo suficiente antes de abrirle paso.
De repente, sin previo aviso ni razón evidente, una presión insoportable me aplanó sobre la sábana. Se hundió el colchón. Chillaron los resortes. Flaquearon las patas de la cama. Para contrarrestar aquella fuerza incontenible venida de arriba, contraje el vientre y traté en vano de arquear la cintura. Mis costillas crujieron. Una punzada aguda me atravesó la espalda.
Quise hablar, gritar, aullar, pero la voz no respondía. Atento sólo al gusto, él seguía empujando. Apenas alcancé a arañarle el cuello con la poca energía que me quedaba. El contacto de mis uñas aumentó su excitación, y su peso se volvió aún más aplastante.
Mis huesos estaban a punto de ceder, mis pulmones a punto de estallar. Con la vista nublada, alcé la cabeza buscando el aire ralo que entraba por la ventana.
Entonces fue que lo vi. Su melena flameaba como una antorcha negra. La luna le plateaba los dientes y le encandilaba la mirada. Oí el resoplar de narices, el chasquido de cascos sobre las piedras. Desear montarlo y encontrarme en su lomo fueron un solo movimiento.
Levantó las patas delanteras. Soltó un relincho resonante. Y nos largamos juntos por un sendero ancho, oloroso a tierra mojada.
Desde aquella noche sofocante de agosto han pasado ya diez años.
Hoy, otra vez, cenaremos fuera, alzaremos copas, renovaremos votos eternos.
Me visto, me peino, me perfumo. Me estudio en el espejo y apruebo el resultado. La voz de mi marido sube impaciente. Camino hacia la puerta. Echo un último vistazo.
Hay un detalle que no puedo olvidar. Tengo que abrir de par en par esa ventana.

II. El experimento
Estabas imposible. No tenías otro tema. Sería —repetías muy serio— el “test definitivo” de nuestra relación, el riesgo calculado que definiría, de una vez por todas, nuestro “espacio erótico”.
Yo te escuchaba en silencio con mi mejor cara de circunstancia. Siempre has tenido —para qué negarlo— una labia de barricada. Invocaste la gesta subversiva de nuestra generación. Denunciaste mi patética conversión en ama de casa. Llamaste al trastoque radical de las mentalidades. ¡Hay que desestabilizar la ecuación matrimonial! ¡La Revolución comienza en la cama!
Cuando me aburrí de los eslogans, me puse en piloto automático. Produje mi sonrisa de emergencia, entre divertida y resignada. Lo que me decidió, pensándolo bien, no fue la sobredosis de argumentos. Fue más bien —perdonando la franqueza brutal— el cansancio.
Y así fue como nos dio por apostarlo todo al trío aquella tarde. No fue muy fácil que digamos pasar de la teoría a la praxis.
¿Te acuerdas que estuvimos mirándonos por horas como tres idiotas sin que ninguno se atreviera a dar el primer paso? El vino no ayudó. Tampoco los chistes sucios. Para romper el hielo, hasta desempolvaste aquellos viejos vídeos triple equis que acabaron de quitarnos las ganas.
Jamás me cansaré de repetir que lo que pasó después no fue culpa de nadie. Aunque fuera tuya la idea de tirar los dados para resolver el tranque, si la memoria no me falla. ¿Quién hubiera podido predecir que sacaríamos, ella y yo, el mismo número? ¿Cómo íbamos a saber que nos tocaría sacrificarnos juntas en nombre de la Ciencia y de la Patria?
Pobrecito, te veías tan triste esperando solito al pie de la cama…

III. Día de cobro
Los fines de semana siempre salen. Por eso anuncio que voy viernes y me presento jueves. Se pasman.
Ésta no. Abrió la puerta y la sonrisa. Dientes blancos. Ojos verdes. Piel tostada. Descalza. El kimono negro le iba dibujando y borrando las caderas. Difícil ser profesional, bajo las circunstancias.
Sala ancha. Plafón alto. Ventanales nublados de salitre. Piso de cedro encerado y brisa marisquera soplando. Me mostró un sofá de felpa blanca. Las dos hojas del kimono se apartaron. Imposible controlar el subibaja de la vista. Piernas infinitas, pies de miniatura, uñas pintadas.
—¿Puedo ofrecerle algo?
Ya lo creo, pensé.
—No se moleste —dije.
Se fue a buscarme el trago con el kimono abanicándole los muslos.
—¿Le gusta el kir? —dijo y me tendió la copa.
Alcé las cejas y chocamos cristal. Empiné tan de golpe que me mojé la barbilla. Ella tomaba sorbitos elegantes y me calaba a través de las pestañas.
Solté la copa sin poder disimular el temblor de la mano.
—¿Le sirvo otro?
El segundo kir me desenredó la lengua:
—Y qué, ¿consiguió la plata?
—¿La quiere ahora?
No era eso lo que preguntaba su sonrisa complaciente. Ni su voz, tan baja.
Habitación minúscula. Apenas cabían la mesita de noche y la cama de una plaza. Imposible imaginar que hubiera podido compartirla con el gordo. La llama de la vela temblaba en el cristal del
retrato. Ella, una virgencita de traje blanco y corona. Él, una salchicha enorme en etiqueta alquilada.
El kimono se tendió en el piso como un gato persa. Me arranqué el pantalón y la camisa. Se acostó boca abajo en la cama. Mi lengua fue abriéndose camino desde los piececitos de geisha hasta el nacimiento abrupto de las nalgas. Respiraba corto y se movía, pero no se quejaba. Seguí escalándole la espalda. Grupa de yegua. Cuello de bailarina. Se lo mordí con gusto y escondió la boca en la sábana.
Estaba estrecha como una primeriza. Duré lo que pude, que no fue tanto. Al final, me miró de reojo y me enseñó esos dientes deslumbrantes.
Después, me dio café y un sobre bastante abultado. Me pareció de mal gusto abrirlo frente a ella. Nos acercamos a la puerta. En los labios llevaba pintada la pregunta de todas. Y, como siempre, tuve que mentir:
—Una sola bala, créame. Su esposo no sufrió.
—Qué lástima.
Acarició la perilla con las uñas. Salí como un sonámbulo.
Cuando caí en cuenta, por poco me estrello contra un poste eléctrico. Di un reversazo loco en una curva y me tragué la carretera de regreso.
El ascensor estaba detenido en el sótano. Subí, casi sin aire, por la escalera de servicio. Tiré toda mi fuerza contra la puerta y me fui de boca hasta el sofá de felpa blanca.
Llegué al cuarto con el corazón en la garganta. En la mesita de noche, la vela gastada. Ni huella del retrato de boda. Sobre la cama, el kimono abrazado a la almohada.
En la sala, vacié el sobre y lo arrugué en el puño. La brisa del Atlántico regó por todas partes las hojas de periódico recortadas al tamaño de billetes.
Me preparé un kir y me lo di de pie. A la salud del difunto.
Las luces de la ciudad me hicieron guiños por la ventana.
Cada tanto, regreso. La puerta sigue abierta y el piso cubierto de hojitas voladoras. Del bar me voy al cuarto, que todavía huele a cera quemada. Recuesto la cara en la almohada. El kir me pesa en los ojos. La seda negra del kimono me refresca la frente.

This entry was posted on 09 julio 2010 at 20:14 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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