John Updike - "Las adorables y desconcertadas hijas de nuestra vieja pandilla"

Posted by La mujer Quijote in ,

Updike es un autor que aún no había aparecido en este blog, pese a ser uno de los cuentistas más importantes de los últimos cincuenta años (y no porque así lo diga el tan traído y llevado canon de Bloom). Claro que en este blog aún están pendientes otros grandes autores, pero con un poco de suerte irán apareciendo: Gogol, Leskov, Maryse Condé (a ésta le acabarán dando el Nobel antes de que yo encuentre material suyo en la red -en las librerías españolas es aún más difícil-) y bastantes más.

¿Por qué no se casan? Las veis por la ciudad, haciéndose mayores, ya como pequeñas solteronas, pedaleando en sus bicicletas para ir al trabajo, o caminando cuesta arriba entre las rocas con libros bajo el brazo. Annie Langhorne, Betsey Caly, Jennifer Wilcombe, Mary Jo Morison: las conocemos a todas desde que tenían dos o tres años, y ahora pasan bastante de los veinte, han vuelto del instituto, han vuelto del Año en el Extranjero, son mujeres adultas pero no van a ninguna parte, no van a Nueva York ni a San Francisco, ni siquiera a Boston; sólo andan por aquí, en esta pequeña ciudad, viendo pasar las estaciones, caminando por las mismas calles en las que crecieron, vegetando a la sombra de sus seguros y viejos hogares. Todavía puedo verlas en una fiesta al aire libre, en Wilcombe, con sus bien peinadas cabecitas rubias como velas ardiendo a la luz del sol del verano, sujetos los cabellos con una cinta o un pasador de plástico, con sus vestidos de fiesta de volantes y pálidos colores, y descalzos los pies sobre la hierba, unos delicados pies infantiles, de dedos morenos y huesudos que uno tenía la impresión de que habían de dejar huellas de conejo en la tierra mojada de rocío. Jennifer y Annie, íntimas amigas entonces y ahora, habían sido engatusadas para repartir las entremeses; llevaban torcida la bandeja, tan débiles eran sus muñecas, y los huevos con salsa picante resbalaban en aquélla; sus grandes ojos, de globos ligeramente azulados, miraban solemnemente hacia arriba a las caras de los mayores al tomar éstos el huevo picante y reír para animarlas. Entonces estábamos nosotros cerca de los treinta, la mejor edad, pues se es joven y viejo al mismo tiempo. Los olores veraniegos del líquido insecticida sobre el césped, y de la menta fresca en la ginebra; las jóvenes esposas rebosantes de salud, con su tez bronceada y sus vestidos de verano; la sensación de la piel cálida a través del algodón; los niños todavía pequeños, congregados en el herbazal de más allá del césped, corriendo y dando volteretas, manchados de verde sus vestidos claros, sus voces resonando en el campo como una especie de eco estridente de las nuestras, creando su propio mundo bajo sus pies, mientras el licor y la luz del sol empapaban a los mayores y el cielo se llenaba de amor.
Todavía puedo ver a Betsey y a mi propia hija la noche en que conocimos a los Clay. Acababan de trasladarse a nuestra población. Una prima de Maureen había ido al colegio con mi esposa y nos envió una nota. Pasamos por su casa para darles los nombres de nuestro dentista y de nuestro médico, y simpatizamos en seguida. Debió ser en abril, o tal vez en mayo. Los cócteles se prolongaron hasta el anochecer, y Maureen sirvió una cena improvisada en la mesa del patio. Las dos niñas pequeñas, que se veían por primera vez y no tendrían mucho más de dos años, fueron acostadas en la misma cama. Después bajaron a la oscuridad, al fresco aire libre, saliendo asidas de la mano, de una casa que era extraña para ambas; Betsey, como un fantasma blanco en su camisa de noche, misteriosa y fina la voz, pero muy clara. «¿Veis la luna?», dijo. Incapaces de dormir, habían visto la luna desde la cama. Los Clay venían de la ciudad, donde tal vez la luna pasaba más inadvertida. «¿Veis la luna?», y su voz era fina y distinta como el canto lejano de un mochuelo. Y desde luego tenían razón: allí estaba la luna, ladeada y fría sobre los árboles cuyas hojas empezaban a brotar. Había llegado (al fin) la hora de marcharnos a casa.
Ahora trabaja Betsey en el almacén de pinturas y linóleo de la Calle Segunda y, además, da lecciones de guitarra. Se enamoró de su maestro de música, de Smith, hombre mayor y casado, y llegó bastante lejos en sus estudios de guitarra clásica, pasando incluso un año en España. Cuando el último invierno protegió la Iglesia Anglicana a una familia de refugiados cubanos, llamaron a Betsey como intérprete de español. Vive con su madre en la misma casa donde vio la luna, un lugar sombrío ahora que Maureen ha cerrado la mitad de las habitaciones para ahorrar calefacción. Los Clay se separaron debe hacer unos diez años. Habíamos pasado ratos deliciosos en aquel patio.
Betsey canta en el coro congregacionista junto con Mary Jo Morison, que después de un período de anorexia en su adolescencia vuelve a estar ahora muy rolliza. Tiene las cejas oscuras de su madre, chocantes en su cara blanca y pecosa, planas en toda su longitud y casi uniéndose en el entrecejo. Ambos Morison han vuelto a casarse, y se han marchado de la población, pero Mary Jo tiene alquiladas dos habitaciones sobre la agencia de viajes «Rites of Passage», y colecciona antigüedades y libros de Historia, principalmente medieval. Mi hija la invitó a la cena de Navidad, pero ella rehusó, diciendo que prefería sentarse cómodamente delante de su propia chimenea, rodeada de sus cosas. «Sus lindas y viejas cosas», como dijo ella.
A Helen Morison le gustaban también las cosas bonitas, pero en su caso tenían que ser modernas: sofás D.R. tapizados de algodón haitiano, mesitas danesas de bordes redondeados, sillones mariposa. ¿Dónde están, me pregunto, todos aquellos pesados montantes de hierro para las raídas tiras de lona de aquellos sillones mariposa en que solíamos sentarnos? Un hombre podía sentarse a horcajadas en uno de sus brazos. Pero una mujer sólo podía dejarse caer de trasero en él y esperar que, cuando llegase el momento de marcharse, su marido estuviese cerca para ayudarla a levantarse. Los Morrison tenían una auténtica casa de 1690 en la calle de Salem y, aunque parezca extraño, sus muebles modernos quedaban muy bien en las sencillas y viejas habitaciones de vigas descubiertas, con grandes chimeneas con sus espetones de hierro forjado, y sus rincones de ladrillos ennegrecidos donde solía cocerse el pan. Es posible que sea esto lo que Mary Jo trata de recuperar con sus antigüedades. Sus vestidos concuerdan también con esto, parecen polvorientos y recatados, y peina sus cabellos en un moño apretado sujeto con una horquilla de concha. Tiene los cabellos rojos de su madre, pero sin el fuego de éstos. Ninguna de estas jóvenes, hijas de nuestra vieja pandilla, parecen usar muchos afeites.
El día de Año Nuevo, poco después de haberse marchado Fred, recuerdo que acompañé a Helen a casa desde la de los Langhorns, calle de Salem arriba, justo antes del amanecer, con una pulgada de nieve recién caída sobre la acera, y reinando un silencio sólo interrumpido por su voz, hablando una y otra vez de Fred. Apenas si podía andar, y yo no estaba en condiciones mucho mejores. Las fachadas de las casas, a lo largo de la calle, permanecían tranquilas como fantasmas, y la nieve resplandecía a la luz de los árboles. Subimos los peldaños del porche, y el salón, con las anchas tablas del suelo, el árbol de Navidad todavía en pie, y una corona de ramitas de pino colgando de un gancho en la repisa de la chimenea, me causó la impresión de que había entrado de pronto en un anticuado libro infantil. Tal vez se debió al olor a pino, o a cierto brillo del papel de envolver, o a la escarcha en un rincón del cristal de la ventana. El embrujo de la Navidad. Nos sentamos juntos en el áspero sofá «D.R.» para que ella pudiese terminar su historia acerca de Fred, y yo pudiese calentarme para el largo camino de regreso. Estaba amaneciendo y, de pronto, Helen pareció desolada; yo tenía que consolarla y, precisamente entonces, con los largos cabellos de Helen caídos sobre nuestras caras y con sus cejas exactamente debajo de mis ojos, oímos que Mary Jo empezaba a toser en el piso de arriba. Nos quedamos inmóviles, sintiendo en los tobillos una pequeña ráfaga que venía de la vieja y grande chimenea llena de ceniza fría, y desde arriba, siguió llegando aquella tos, prolongada y seca. Mary Jo, que debía tener entonces unos quince años y estaba debilitada por la anorexia, había pillado un resfriado que se había convertido en pulmonía. Helen culpaba también de esto, de la pulmonía, al abandono de Fred. La niña tosía y tosía, y Helen, entre mis brazos, olía a whisky y a lágrimas y a Navidad. Ella le echaba la culpa a Fred, pero yo culpaba más bien al ambiente; en aquellas viejas casas de madera hay muchas corrientes de aire.
Al pensar en el piso de arriba y en la planta baja, me acuerdo de Betsey Clay en lo alto de su escalera, ya no con una camisa de noche blanca, sino con un pijama de color limón muy adornado, observando desde arriba una fiesta demasiado ruidosa para dejarla dormir. Nosotros habíamos entrado desde el patio y puesto unos viejos discos de twist, que no podían tocarse sin armar ruido. Yo estaba sentado en el suelo, con alguien, de manera que el ángulo de mi visión era bajo y, como en una lección de perspectiva, los escalones se estrechaban al subir hasta sus pies descalzos, ahora demasiado grandes para dejar huellas de pisadas de conejo. Nos miramos durante lo que pareció un rato muy largo (ella tenía los ojos hundidos y el aspecto frágil de su madre) hasta que la mujer con quien yo estaba, y no creo que fuese Maureen, advirtió mi distracción y se volvió a su vez para mirar a la escalera, y Betsey volvió corriendo a su habitación.
Su habitación debía ser como la de mi hija en aquellos tiempos: pósters de los Beatles, o tal vez de los Monkees, y premios ganados en concursos locales de equitación. Y muñecas y animales Steiff que no habían sido quitados de allí, sino que compartían los estantes con ediciones Signet de Hawthorne y Hará Times y Camus, que eran tema de estudio en el colegio. Ahora nos damos cuenta de que todos, padres e hijos, éramos muy jóvenes y aprendíamos muchas cosas juntos.
Eran los tiempos en que Harry Langhorne se había comprado una moto y estuvo una noche de sábado rodando y rodando por el ejido, hasta que llegó la Policía y le obligó a detenerse más o menos delicadamente. Y los Wilcombe habían instalado un baño con agua caliente en la galería del segundo piso, y habían tenido que reforzar ésta con una columna de acero para impedir que cualquier noche de verano cayésemos todos mientras nos bañábamos. En invierno, practicábamos mucho el esquí por mor de los chicos, y alquilábamos toda una casa en New Hampshire: montones de botas y de anoraks mojados en el rincón debajo de la cabeza de alce, más allá del aporreado piano, y mejillas sonrosadas durante la cena en las largas mesas, donde el jamón con salsa de uva era siempre el plato fuerte. De pronto, las niñas, ceñidas las largas piernas por los pantalones, con los cabellos revueltos azotando sus caras al detenerse al pie del telesilla, se habían convertido en mujeres. Por la noche, cuando los chicos habían salido o habían bajado a jugar a pingpong en el sótano, las muchachas se quedaban con nosotros, jugando a Crazy Eights o Spit con los gastados tableros que estaban siempre a mano, y sorbiendo de nuestras latas de cerveza, hasta que el peso de todo aquel aire fresco nos enviaba a todos a la cama, en grupos renuentes. Las pequeñas habitaciones con cortinas con topos y gruesos helechos de escarcha en los cristales de las ventanas, todo tan inocente; la impresión de un dormitorio común debida a los delgados tabiques, y el arrastrar de pies y las risitas en el pasillo donde estaban los lavabos, uno para las chicas y otro para los chicos... Era como una familia numerosa. En realidad, fueron los hijos quienes, con su menguante entusiasmo y su resistencia, pusieron fin a aquellas excursiones. Esto, y los divorcios que empezaron a sucederse. Margaret y yo somos casi el último matrimonio que permanece; ella dice que tal vez perdimos el tren, pero no puede hablar en serio.
Las meriendas en la playa, el fútbol sin placajes y los partidos de softball en aquel campo grande que tenían los Clay. Pasamos muchos buenos ratos, y mientras tanto los hijos iban creciendo como la hierba bajo la luz del sol, y ahora, cuando las hijas de personas a quienes apenas conocíamos se han casado con corredores de Bolsa, o se han marchado a hacer de enfermeras en Oregón, o a enseñar agronomía en México, nuestras hijas vagan por la ciudad como buscando algo que pasaron por alto, tomando lecciones de macramé o de danza aerobic, viviendo con sus madres, sin maquillarse, caminando junto a las rocas con libros bajo el brazo como monjitas.
Se pueden ver sus madres en ellas: mujeres hermosas, llenas de vida. La otra mañana vi a Annie Langhorne en la estación del ferrocarril, y hablamos durante unos minutos, sobre todo de la tienda de antigüedades que Mary Jo quiere montar con Betsey, y, a propósito de la inutilidad de la empresa, me dirigió una sonrisa exactamente igual que la de su madre en las muchas veces en las que Louise y yo nos habíamos despedido o enfrentado con el hecho de que nunca veríamos realizados nuestros deseos, levantando el labio inferior de manera que se arrugaba su barbilla, torciendo hacia abajo las comisuras de su boca grande y bella, como para contener las lágrimas. Exactamente la misma sonrisa de Lou en la pequeña Annie, y fue como estar enamorado de nuevo, cuando todo el mundo es un coto de caza y la visión del coche de la mujer aparcado en una gasolinera o delante de una tienda, es una fiesta para uno, hace correr la sangre más de prisa, y entumece las palmas de las manos y encoge el corazón. Pero estas chicas... ¿Qué es lo que las detiene? ¿De qué tienen miedo?

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