Octave Mirbeau - "Las bocas inútiles"

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Periodista, panfletario, crítico de arte, novelista, cuentista y autor dramático, es una de las figuras más originales de la literatura francesa de la Belle Époque. Fue el prototipo del escritor comprometido, libertario e individualista. Puso en entredicho a la sociedad burguesa, a la economía capitalista y a las formas literarias tradicionales. Rechazó el naturalismo, el academicismo y el simbolismo y su camino transcurrió entre el impresionismo y el expresionismo.

El día que quedó plenamente comprobado que François no podía trabajar más, su mujer, mucho más joven que él y muy viva, con dos ojillos brillantes de avara, le dijo:
—¡Qué quieres, mi hombre!... Por mucho que pases las horas lamentándote... Todo tiene un final en esta vida... Eres viejo como el puente del Bernache... tienes casi ochenta años... tienes los riñones nudosos como un viejo tronco de olmo... Tienes que tomar una determinación... descansa...
Y aquella noche no le dio de comer. Cuando vio que el pan y la jarra de vino no estaban sobre la mesa como de costumbre, François sintió frío en el corazón. Y con voz temblorosa, una voz humillada que imploraba, dijo:
—Tengo hambre, mujer... me gustaría comer un bocado...
—¡Tienes hambre!... tienes hambre..., es una lástima, mi pobre viejo... no puedo hacer nada... Cuando uno no trabaja... no tiene derecho a comer... hay que ganar el pan que uno se come... ¿No es cierto?... Un hombre que no trabaja no es un hombre... es nada de nada... es menos que una piedra en un jardín... menos que un árbol muerto sobre un muro...
—Pero, puesto que no puedo... lo sabes muy bien... —objetó el buen hombre— me gustaría trabajar... pero no puedo... las piernas y los brazos no quieren trabajar más.
—¿Te reprocho yo algo?... ¿Es culpa mía, vamos ver?... Hay que ser justo en todo... Yo soy justa... Cuando has trabajado, has comido... Ya no trabajas... muy bien, pues ya no comes... Esa es la cuestión... ¡No hay nada que decir!... Tan claro como que dos y dos son cuatro... ¿Guardarías en el establo, con el pesebre lleno y avena en el comedero a un viejo jamelgo que no se mantuviera sobre las patas? ¿Lo guardarías?...
—¡No, claro está! —respondió lealmente François al que esta comparación pareció consternar por su implacable exactitud...
—¡Entonces!... ¡Ya ves! ¡Hay que tomar una determinación!...
Y, con voz burlona, le recomendó:
—¡Si tienes hambre, cómete un puño... y guarda el otro para mañana!...
La mujer iba y venía por la habitación muy pobre pero muy limpia, ordenándolo todo para adelantar el trabajo del día siguiente —pues a partir de ahora tendría que trabajar por dos—, y para no perder tiempo, desgarraba con mordiscos rápidos un trozo de pan moreno y una manzana aún verde que había recogido bajo los árboles, en el patio...
El viejo la miró con ojos tristes, con ojillos parpadeantes que, por vez primera probablemente, supieron lo que es una lágrima. Sintió pasar sobre él, sobre sus viejos huesos anquilosados, una inmensa y pesada angustia, pues sabía que ninguna discusión, ninguna súplica podrían conmover a aquel alma más dura que el hierro. Sabía que aquella terrible ley que le aplicaba, la habría aceptado para sí misma, sin ningún desfallecimiento, pues era estricta, simple y leal como el crimen. Sin embargo, se atrevió a decir, sin convicción, y con una mueca solapada en los labios:
—Tenemos algunos ahorros...
Vivamente, la mujer exclamó:
—¡Algunos ahorros! ... ¡Algunos ahorros!... ¡Ah, muy bien, gracias! ¿Has perdido la cabeza, verdad? Si hubiera que tocarle a nuestros ahorros, ¿dónde iríamos, me lo quieres decir?... Y el hijo para el que los hemos guardado ¿qué diría? ... No, no... ¡Trabaja y tendrás pan... No trabajas y no tendrás nada! Es justo... ¡así es como debe ser!...
—¡Está bien!... —dijo François.
Y se calló, con la mirada ávidamnte clavada en la mesa vacía y que a partir de ahora estaría siempre vacía para él... Encontraba aquello duro, pero en el fondo lo encontraba justo, pues su alma de ser primitivo no había podido elevarse jamás de las tinieblas esquivas de la Naturaleza al luminoso concierto del Egoísmo humano y del Amor.
Se incorporó trabajosamente, dando pequeños gritos de dolor: «¡Oh! ¡mis riñones! ¡oh! ¡mis riñones!» Y entró en la habitación contigua, cuya puerta se abría completamente oscura ante él, como una tumba.
* * *
Ese terrible momento tenía que llegarle, como le llegó antaño a su padre, a su madre, a los que, como brazos impotentes y bocas inútiles, él también le había negado el pan de los últimos días sin trabajar, con implacable rigor. Este momento lo veía venir desde hacía tiempo. A medida que sus fuerzas disminuían, disminuían también las raciones parsimoniosamente medidas de sus comidas. Primero le habían recortado parte de la carne del domingo y del jueves, luego parte de las legumbres diarias. Ahora le tocaba el turno al pan, que le quitaban de la boca. No se quejó por ello y se dispuso a morir, silenciosamente, sin un grito, como una planta demasiado vieja, cuyos tallos secos y cuyas raíces podridas ya no reciben la savia de la tierra.
Él, que no había soñado jamás, soñó esa noche con su última cabra. Era una cabra muy vieja, muy dulce, muy blanca, con cuernecillos negros y una larga perilla similar a la de los diablos de piedra que brincan sobre la portada de la iglesia. Después de haber dado durante mucho tiempo lindos cabritos y buena leche, su vientre se había quedado estéril, y sus pobres ubres se habían secado. No costaba nada, no obstante, en alimento ni en lecho de paja, y no molestaba a nadie. Atada a una estaca todo el día, a unos metros de la casa, ramoneaba las puntas del árgoma de la landa comunal y se paseaba tanto como le permitía la longitud de su cuerda, balando alegremente a las personas que pasaban a lo lejos, por el sendero. Habría podido dejarla morir también. Pero la había degollado una mañana, porque es necesario que todo lo que ya no produce nada, leche, semillas o trabajo, desaparezca y muera. Y veía de nuevo sus ojos de cabra, sus ojos tiernamente asombrados, sus dulces ojos llenos de afectuoso y moribundo reproche cuando, sujetándola abatida entre sus piernas apretadas, le urgaba en el cuello sangrante con el cuchillo. Al despertarse, con el pensamiento aún ocupado por el sueño, François murmuró:
—Es justo... Un hombre es un hombre, como una cabra es una cabra... No tengo nada que decir... ¡es justo!...
* * *
François no tuvo recriminación ni rebelión. Ya no abandonó la habitación, ni abandonó su lecho. Tendido boca arriba, con las piernas estiradas y juntas, los brazos pegados a lo largo de las piernas, la boca abierta y los ojos cerrados, se quedó inmóvil como un muerto. En esta posición de cadáver, ya no le dolían los riñones, ya no pensaba en nada, se aturdía en un sopor desmadejado, en una continua somnolencia, que lo transportaba lejos de la tierra, lejos de la atmósfera de su catre, a una especie de gran vacío blanquecino, ilimitado, que cruzaban pequeños relámpagos rojos y en el que se movían minúsculos insectos de fuego. Y de su catre se desprendía un hedor que recordaba a un estercolero.
Cuando se iba a trabajar por la mañana, su mujer lo encerraba dándole tres vueltas a la llave. Por la noche, cuando volvía, no le decía nada, ni lo miraba siquiera, y se acostaba cerca del lecho, en un jergón, donde se quedaba dormida con un sueño pesado, un sueño que ninguna pesadilla, ni ningún despertador interrumpía. Desde por la mañana temprano se entregaba a sus faenas ordinarias, con la misma actividad tranquila, con el mismo sentido de orden y de limpieza.
El domingo siguiente lo empleó en reunir la ropa del viejo, la arregló, y la colocó cuidadosamente en un rincón del armario. Por la tarde fue a buscar al cura con el fin de que le administrara los últimos sacramentos a su hombre, pues sentía que el final estaba cerca.
—¿Qué es lo que tiene pues, François? —preguntó el cura.
—Tiene vejez... —respondió la mujer con tono perentorio... Tiene la muerte, pues... le ha llegado su hora al pobre viejo.
El sacerdote ungió los miembros del anciano con los óleos sagrados y recitó algunas oraciones.
—Él creía que iba a vivir más... —dijo al retirarse.
—¡Le ha llegado su hora! —repitió la mujer...
Y al día siguiente, cuando entró en el cuarto, ya no oyó esa especie de pequeño ronquido, de pequeño glú glú que salía de la nariz del viejo como si fuera una botella que se vacía. Le tocó en la frente, en el pecho, en las manos y lo encontró frío.
—¡Se ha muerto! —dijo con emoción, pero con un tono de grave respeto.
Los párpados de François se le habían vuelto en el momento de la agonía final, y dejaban ver unos ojos empañados, sin vida. Se los bajó con un movimiento rápido del pulgar, luego miró pensativa unos segundos al cadáver, y pensó:
—Era un hombre ordenado, ahorrativo, animoso... Se ha portado bien en la vida... ha trabajado bien... Voy a ponerle una camisa nueva, su traje de novio, un paño bien blanco... y luego... si el hijo quiere... podríamos comprarle una concesión de diez años en el cementerio... como un rico.

This entry was posted on 19 mayo 2010 at 20:43 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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