Katherine Mansfield - "La Dama Progresista"

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Poeta y cuentista neozelandesa. En Collected Essays, Virginia Woolf cuenta que Katherine Mansfield era considerada por los escritores ingleses de cuentos como una autora fuera del ranking, por un lado estban los grandes y en un Olimpo particular estaba Mansfield.
Rebelde en su vida y en su obra, pese a su temprana muerte se convirtió en uno de los pilares del naciente "modernismo".

-¿Cree usted que le podemos pedir que os acompañe? -dijo Fräulein Elsa según se ataba por segunda vez el cintillo rosa delante del espejo-. ¿Sabe usted?, aunque es tan intelectual, no puedo menos que pensar que tiene una pena secreta. Y Lisa me dijo esta mañana, mientras me arreglaba la habitación, que se pasa horas y horas sola, escribiendo; de hecho, dice Lisa que está escribiendo un libro. Me imagino que por eso no se molesta en mezclarse con nosotras y dedica tan poco tiempo a su marido y a la niña.
-Bien, pídaselo usted -dije-. Yo nunca he hablado con esa señora.
Elsa se ruborizó un poco.
-Yo sólo he hablado con ella una vez -confesó-. Le llevé un ramillete de flores silvestres a su habitación; ella salió a la puerta con una bata blanca y el cabello suelto. Nunca olvidaré ese momento. Cogió las flores, sin más, y la oí decir, mientras me alejaba por el pasillo: «¡Pureza, fragancia! ¡La fragancia de la pureza y la pureza de la fragancia!». ¡Fue fantástico!
En aquel momento llamó a la puerta Frau Kellermann.
-¿Están listas? -dijo conforme entraba en la habitación y saludaba con una cordial inclinación de cabeza-. Los caballeros esperan en la escalinata y he pedido a la Dama Progresista que nos acompañe.
-¡Vaya, es increíble! -exclamó Elsa-, en este mismo momento la gnädige Frau y yo estábamos debatiendo si...
-Sí, me topé con ella cuando salía de su habitación, y dijo que le encantaba la idea. Como los demás, nunca ha estado en Schlingen. Ahora está abajo, hablando con Herr Erchardt. Creo que vamos a pasar una tarde deliciosa.
-¿También Fritz está esperando? -preguntó Elsa.
-Por supuesto, pobrecito; impaciente como un hombre hambriento al que llaman a comer. ¡En marcha!
Elsa echó a correr y Frau Kellermann me sonrió significativamente. Ella y yo apenas habíamos hablado con anterioridad, debido a que la única alegría que le quedaba -el encantador Karl- nunca había logrado avivar en mí esos destellos de maternidad que se supone que resplandecen en el altar del corazón de toda mujer respetable; pero, ante la perspectiva de una excursión compartida, estuvimos deliciosamente cordiales.
-Para nosotras -dijo- será una doble alegría. Podremos contemplar la felicidad de esos dos chicos, Elsa y Fritz. Justo ayer por la mañana recibieron de sus padres una carta de consentimiento. Es extraño, pero en compañía de parejas recién prometidas me siento florecer. Las parejas que acaban de formalizar sus relaciones, las madres primerizas y los lechos de muerte, cuando ésta ha sido natural, me producen el mismo efecto. ¿Vamos con los demás?
Quise preguntarle cómo es que los lechos de muerte, por más normal que ésta haya sido, podían fomentar el florecimiento de nadie, pero dije:
-Sí, vayamos.
El pequeño grupo de «huéspedes en cura» nos recibió en la escalinata del hotel con esos gritos de alegría y excitación que anuncian gratamente las excursiones alemanas. Herr Erchardt y yo no nos habíamos visto aún aquel día, de modo que, siguiendo el ceremonial del hotel, nos preguntamos el uno al otro cuántas horas habíamos dormido esa noche, si habíamos tenido sueños agradables, a qué hora nos habíamos levantado, si estaba el café recién hecho cuando llegamos al comedor para desayunar y cómo habíamos pasado la mañana. Tras haber coronado esa escalera de la cortesía nacional, aterrizamos con una sonrisa de triunfo y nos detuvimos a cobrar aliento.
-Y ahora -dijo Herr Erchardt-, un placer que le tenía reservado: la mujer del profesor estará con nosotros esta tarde. Sí -inclinó graciosamente la cabeza hacia la Dama Progresista-. Permitan que las presente.
Nos inclinamos con toda solemnidad, y nos miramos la una a la otra con ojos de águila, que en realidad son más propios de la mujer que de esta ave, la más inofensiva de todas.
-Creo que es usted inglesa -dijo ella. Lo admití-. Estoy leyendo muchos libros ingleses precisamente ahora; mejor dicho, los estoy estudiando.
-Nu -exclamó Herr Erchardt-. ¡Qué curioso! ¡Ya las une a ustedes algo! Yo me he prometido leer a Shakespeare, en su lengua materna, antes de morir; pero usted, señora, debe de estar ya inmersa en las profundidades del pensamiento inglés.
-Por lo que he leído -dijo ella-, no parece tener demasiada profundidad.
Él cabeceó, compasivo.
-Sí -contestó-, eso mismo he oído decir... Pero no amarguemos la excursión a nuestra amiguita inglesa. Hablaremos de ello en otra ocasión.
-Nu, ¿estamos a punto? -gritó Fritz, que sostenía a Elsa por el codo, al pie de la escalinata.
Inmediatamente nos dimos cuenta de que Karl se había perdido.
-¡Kaaarl! ¡Kaaarlchen! -gritamos.
No hubo respuesta.
-Pero si estaba aquí hace un momento -dijo Herr Langen, un joven pálido y cansado que estaba reponiéndose de una depresión nerviosa causada por un exceso de filosofía y una escasa alimentación.
-Estaba sentado aquí, escarbando con una horquilla en la maquinaria de su reloj.
Frau Kellermann se volvió contra él:
-Quiere decir que usted no se lo impidió, querido Herr Langen.
-No -dijo Herr Langen-. Ya lo había intentado antes.
-Da, este niño tiene tanta energía... Su cerebro no deja de funcionar. Cuando no es una cosa, es otra.
-Tal vez ahora haya empezado con el reloj del comedor -sugirió Herr Langen, abominablemente optimista.
La Dama Progresista sugirió que nos fuéramos sin él.
-Nunca llevo a mi hija menor a paseos como éste -dijo-: la he acostumbrado a quedarse tranquilamente en la habitación desde que me voy hasta que regreso.
-Ahí está, ahí está -tronó Elsa.
Y vimos a Karl deslizándose de lo alto de un castaño, para desgracia de sus ramas más jóvenes.
-He oído lo que decías de mí, mamá -confesó, mientras Frau Kellermann le cepillaba con la mano-. No es verdad lo del reloj. Sólo lo estaba mirando. Y la niña nunca se quedó en la habitación. Me dijo ella misma que siempre baja a la cocina, y...
-Da, ¡es suficiente! -dijo Frau Kellermann.
Marchamos en masse por el camino de la estación. Era una tarde muy cálida, y continuamente grupos de «huéspedes en cura», que hacían la digestión al aire libre, nos llamaban, nos preguntaban si íbamos de paseo, y exclamaban: «Herr Gott, feliz excursión», con un terrible y mal disimulado alivio cuando mencionábamos Schlingen.
-Pero si son ocho kilómetros -gritó un viejo de barba blanca, que estaba apoyado en una valla abanicándose con un pañuelo amarillo.
-Siete y medio -contestó, cortante, Herr Erchardt.
-Ocho -gruñó el sabio.
-¡Siete y medio!
-¡Ocho!
-Este hombre está loco -declaró Herr Erchardt.
-Bien, pues déjelo en paz con su locura -dije, y me tapé los oídos con las manos.
-Semejante ignorancia no puede quedar así -dijo, y volviéndose de espaldas a nosotros, demasiado cansado para seguir gritando, levantó siete dedos y medio.
-¡Ocho! -tronó Barbablanca con prístina frescura.
Nos sumimos en un sombrío estado de ánimo y no nos recobramos hasta llegar a un poste indicador blanco que nos invitaba a dejar el camino y seguir por un sendero, sin pisotear más hierba de la necesaria. Interpretado, esto quería decir «fila india», lo que resultaba terrible para Elsa y Fritz. Karl, niño feliz, brincaba a la cabeza del grupo, arrancando todas las flores que podía con el mango de la sombrilla de su madre. Seguían los otros tres, luego yo, y los amantes al final. Por encima de la conversación del grupo adelantado tuve el privilegio de escuchar estos deliciosos murmullos:
Fritz: «¿Me quieres?». Elsa: «Nu, sí». Fritz, apasionadamente: «Pero ¿cuánto?». A lo que Elsa sólo contestó: «¿Cuánto me quieres tú a mí?».
Fritz evitó esta trampa verdaderamente cristiana diciendo: «Yo te lo he preguntado primero».
Se hizo tan turbador que me adelanté a Frau Kellermann... y me puse a caminar con la apacible certeza de que ella estaba floreciendo y de que yo no tenía ninguna obligación de informar ni a mis más íntimos allegados de la exacta capacidad de mis afectos. «¿Qué derecho tienen a hacerse tales preguntas el uno al otro al día siguiente de haber recibido las cartas de consentimiento? -reflexioné-. ¿Qué derecho tienen, incluso, a hacerse preguntas? El amor que se convierte en compromiso y matrimonio no es un asunto que pueda cuestionarse... Están usurpando los privilegios de quienes son mejores y más sabios que ellos.»
Los límites del campo fueron espesándose hasta convertirse en una inmensa pineda. Parecía fresca y agradable. Otro poste indicador nos pedía que siguiéramos hacia el camino ancho de Schlingen y depositáramos los papeles y las cáscaras de fruta en los receptáculos metálicos colocados con ese fin en los bancos. Nos sentamos en el primer banco y Karl examinó con gran curiosidad el recipiente anexo.
-Me gustan los bosques -dijo la Dama Progresista, sonriendo compasivamente al aire-. En el bosque el cabello en seguida se me agita y parece recordar algo de su salvaje origen.
-Pero, hablando literalmente -dijo Frau Kellermann, tras una pausa de valoración-, realmente no hay nada mejor para el cuero cabelludo que el aire de los pinos.
-¡Oh, Frau Kellermann, por favor, no rompa el hechizo! -dijo Elsa.
La Dama Progresista la miró con gran simpatía.
-¿También usted ha descubierto el mágico corazón de la naturaleza? -indagó.
Aquello animó a Herr Langen a intervenir.
-La naturaleza no tiene corazón -dijo con amarga espontaneidad, como hacen los mal alimentados que están hartos de filosofía-. Crea para poder destruir. Come para poder vomitar, vomita para poder comer. Por ello nosotros, que nos vemos obligados a pordiosear por la existencia bajo su férreo pie, consideramos loco al mundo y somos conscientes de la mortal vulgaridad de producir.
-Jovencito -dijo Herr Erchardt-, usted ni ha vivido todavía ni sabe aún lo que es sufrir.
-Oh, perdone, ¿cómo puede usted saberlo?
-Lo sé porque usted me lo ha dicho, y se acabó. Vuelva usted a este banco dentro de diez años y repítame esas palabras -dijo Frau Kellermann mirando de reojo a Fritz, entretenido en contar los dedos de Elsa con apasionado fervor-; traiga consigo a su joven esposa, Herr Langen, y tal vez también a sus hijos, que jugarán con...
Frau Kellermann se volvió hacia Karl, que había arrancado una vieja revista del recipiente y estaba deletreando un anuncio sobre cómo aumentar y embellecer los senos.
La frase quedó inconclusa. Decidimos seguir. A medida que nos internábamos en el bosque, nuestros espíritus se elevaban, alcanzando un punto en que los tres hombres rompieron a cantar O Welt, wie bist du wunderbar! cuya voz más grave aportaba Herr Langen pretendiendo, sin conseguirlo en absoluto, satirizar el tema desde su pose de «hombre de mundo». Caminaban delante y nos permitían juzgarlos, felices y fervientes.
-Ahora es el momento -dijo Frau Kellermann-. Querida Frau Professor, háblenos un poco de su libro.
-Ach, ¿cómo sabía usted que estaba escribiendo uno? -preguntó alegremente.
-Fue Elsa quien lo supo por Lisa. Hasta ahora yo nunca había conocido personalmente a nadie que escribiera libros. ¿Cómo se las arregla para encontrar suficientes cosas que escribir?
-Eso no es problema -dijo la Dama Progresista según tomaba del brazo a Elsa y se apoyaba suavemente en ella-. El problema es saber cuándo parar. Mi cerebro ha sido una represa durante cinco años, y hace aproximadamente tres meses las aguas embalsadas irrumpieron en mi alma; desde entonces escribo todo el día hasta entrada la noche, encontrando siempre nuevos motivos de inspiración y pensamientos que baten impacientes alas sobre mi corazón.
-¿Es una novela? -preguntó Elsa, tímidamente.
-¡Claro que es una novela! -dije.
-¿Cómo puede usted estar tan segura? -Frau Kellermann me miró severa.
-Porque solamente una novela podría producir un efecto semejante.
-Ach, no discutan -dijo la Dama Progresista, dulcemente-. Sí, es una novela sobre la mujer moderna. Porque ésta me parece a mí la hora de la mujer. Es misteriosa y casi profética; es el símbolo de la auténtica mujer avanzada, no una de esas criaturas violentas que niegan su sexo y aplastan sus suaves y frágiles alas bajo... bajo...
-¿El traje sastre inglés? -dijo Frau Kellermann.
-No pensaba formularlo de este modo. Más bien bajo la engañosa gorra de una falsa masculinidad.
-¡Qué distinción tan sutil! -apunté
-¿Quién, pues -preguntó Fräulein Elsa mirando con adoración a la Dama Progresista-, quién cree usted que es la auténtica mujer?
-Es la encarnación del amor total.
-Pero, querida Frau Professor -protestó Frau Kellermann-, usted debe tener en cuenta que a una se le presentan pocas oportunidades para exhibir su amor en los círculos familiares de hoy día. El marido pasa toda la jornada en su trabajo y, naturalmente, quiere dormir cuando vuelve a casa... Los hijos se despegan de la falda de la madre; ¡y ya están en la universidad antes de que una pueda prodigar nada en ellos!
-Pero el Amor no es una cuestión de prodigar -dijo la Dama Progresista-. Es la lámpara llevada en el pecho y que ilumina con serenos rayos las cumbres y las profundidades de...
-La mas oscura África -murmuré con descaro.
No me oyó.
-El error que cometimos en el pasado, como sexo -dijo ella-, fue no darnos cuenta de que nuestros dones de entrega son para el mundo entero... ¡Somos el gozoso sacrificio de nosotras mismas!
-¡Oh! -exclamó Elsa entusiasmada y casi estallando en dádivas al respirar-. ¡Cómo conozco eso! ¿Sabe usted?, desde que Fritz y yo estamos comprometidos, comparto el deseo de entrega con todo el mundo. ¡Compartirlo todo!
-¡Qué extremadamente peligroso! -dije.
-Es sólo la belleza del peligro o el peligro de la belleza -dijo la Dama Progresista-, y aquí tiene usted la idea de mi libro... que la mujer es sólo un don.
Le sonreí dulcemente.
-¿Sabe usted? -dije-, también yo quisiera escribir un libro sobre lo aconsejable que es ocuparse de las hijas, sacarlas a tomar el aire y mantenerlas apartadas de la cocina.
Creo que el elemento masculino debió de captar ciertas vibraciones irritadas: pararon de cantar y ascendimos juntos, dejando atrás el bosque, para contemplar Schlingen a nuestros pies, arropada en un cerco de colinas, las casas blancas brillantes a la luz del crepúsculo, «ciertamente como huevos en un nido de pájaros», como dijo Herr Erchardt. Bajamos hacia Schlingen y pedimos leche agria, crema y pan en la fonda del Ciervo Dorado, un lugar muy agradable con mesas en un jardín lleno de rosales, donde las gallinas y los gallos corrían alborotadamente, incluso aleteaban sobre las mesas libres y picoteaban los cuadros rojos de los manteles. Partimos el pan, lo metimos en boles, añadimos crema y removimos todo ello con cucharas planas de madera. El dueño y su mujer permanecían de pie, cerca.
-¡Un tiempo espléndido! -dijo Herr Erchardt y agitó la cuchara hacia el dueño, que se encogió de hombros.
-¡Qué! ¿Usted no llama espléndido a esto?
-Como usted quiera -dijo el dueño, que evidentemente se burlaba de nosotros.
-Un paseo tan bonito... -dijo Fräulein Elsa haciendo libre donación de su más seductora sonrisa a la dueña.
-Nunca paseo -dijo ésta-; cuando voy a Mindelbau, mi marido me lleva en el carro; tengo cosas más importantes que hacer con mis piernas que pasearlas por el polvo.
-Me gusta esta gente -me confesó Herr Langen-. Me gustan mucho, mucho. Creo que tomaré una habitación aquí para todo el verano.
-¿Por qué?
-¡Oh!, porque viven pegados a la tierra y, por eso, la desprecian.
Apartó su bol de leche agria y encendió un cigarrillo. Comimos sólida y seriamente, hasta que aquellos siete kilómetros y medio que faltaban para Mindelbau se alargaron ante nosotros como una eternidad. La fruición alimenticia, incluso la de Karl, llegó a ser tan intensa que se tumbó en el suelo y se quitó el cinturón de cuero. Elsa se inclinó de pronto sobre Fritz y le murmuró algo. Él la escuchó hasta el final y, preguntándole si lo amaba, se levantó y soltó un breve discurso.
-Nosotros... nosotros queremos celebrar nuestro compromiso pidiéndoles a todos ustedes que regresen con nosotros en el carro del dueño... si... si nos puede llevar.
-¡Oh qué idea tan noble y tan hermosa! -dijo Frau Kellermann, y soltó un suspiro de alivio que hizo saltar, a ojos vistas, dos corchetes de su corsé.
-Es mi pequeño regalo -dijo Elsa a la Dama Progresista a quien, a causa de las tres raciones que había ingerido, casi se le saltaban las lágrimas de agradecimiento.
Apretujados en el carro campesino y conducidos por el dueño, que demostraba su desprecio por la madre tierra escupiendo salvajemente sobre ella a cada dos por tres, regresamos a casa traqueteando, y cuanto más nos acercábamos a Mindelbau, más nos gustaba y más nos queríamos unos a otros.
-Debemos hacer más excursiones como ésta -me dijo Herr Erchardt-, porque, sin duda, uno llega a conocer a las personas por el simple hecho de compartir el aire libre; uno comparte las mismas alegrías, siente la amistad. ¿Qué es lo que dice su Shakespeare? Un momento, ya lo tengo: «Los amigos que tienes, y su probada fidelidad... átalos a tu alma con argollas de acero».
-Pero -dije, sintiendo por él viva simpatía- el problema es que mi alma se niega a atar a nadie... Estoy segura de que el peso muerto de un amigo al que quisiera adoptar la mataría de inmediato. Hasta ahora no ha dejado ver el menor rastro de una argolla.
Chocó con mis rodillas y se excusó, por sí mismo y por el carro.
-Mi querida señorita, no debe usted tomar la cita al pie de la letra. Naturalmente, uno no tiene conciencia física de las argollas, pero hay argollas en el alma de quien ama a sus semejantes... Fíjese en esta tarde, por ejemplo. ¿Cómo salimos? Como extraños, podría casi decir, y, sin embargo... todos nosotros... ¿cómo regresamos?
-En carreta -dijo «la alegría de la familia», sentado en la falda de su madre y mareado.
Bordeamos el campo que habíamos atravesado, dando una vuelta por el cementerio. Herr Langen se apoyaba en el borde del asiento y saludaba a las tumbas. Estaba sentado al lado de la Dama Progresista, al amparo de su hombro. Oí cómo le susurraba: «Parece usted un niño pequeño con el cabello alborotado por el viento». Herr Langen, ligeramente menos amargado, miraba desaparecer las últimas tumbas. Y nuevamente la oí murmurar: «¿Por qué está usted tan triste? Yo también me pongo muy triste a veces, pero me parece usted suficientemente joven para atreverme a decirle esto... yo... ¡también sé lo que es una gran felicidad!».
-¿Qué sabrá usted? dijo él.
Me incliné hacia delante y toqué la mano de la Dama Progresista.
-Ha sido una tarde espléndida, ¿verdad? -dije inquisitivamente-. Pero ¿sabe usted?, esa teoría suya de la mujer y el amor... es tan vieja como el mundo... ¡más vieja!
Llegó de la carretera un súbito grito de triunfo. Sí, allí estaba otra vez Barbablanca con su pañuelo de seda, impertérrito de entusiasmo.
-¿Qué le dije? ¡Ocho kilómetros!
-¡Siete y medio! -gritó Herr Erchardt.
-¿Por qué, pues, vienen ustedes en carro? Tienen que ser ocho kilómetros.
Herr Erchardt hizo un cáliz con sus manos y se puso en pie en el traqueteante carro mientras Frau Kellermann se arrimaba a sus rodillas.
-¡Siete y medio!
-No se puede dejar de corregir la ignorancia dije a la Dama Progresista.

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