George Egerton - "Tierra virgen"

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George Egerton fue el seudónimo de Mary Chavelita Dunne Bright, novelista, dramaturga y cuentista australiana. Su obra, muy influenciada por el estilo de Knut y de Ibsen , se encuadra dentro del movimiento feminista de finales del siglo XIX al que Sarah Grand denominó "Nueva Mujer" y que tiene en Kate Chopin a una de sus máximas exponentes.
Sus historias están llenas de mujeres que atraviesan momentos psicológicamente difíciles, al borde de la crisis, del suicidio, acosadas por el alcoholismo, los problemas sexuales, la opresión del matrimonio... Su experimentación formal y de contenidos será un anticipo de lo que luego se desarrollará plenamente con el "modernismo".
Este cuento pertence al volumen de relatos Discords, publicado en 1894.
La versión es la de Eva Almazán
El novio espera en el vestíbulo; con un poco de impaciencia repasa el dibujo del linóleo valiéndose de la punta del paraguas. Se contiene y ríe, dejando ver la dentadura fuerte y blanca a un comentario de su padrino de boda; a continuación compara la hora de su reloj de bolsillo con la que marca el reloj de la escalera. Es de tez rojiza y ojos brillantes, labios carnosos, con tendencia a la corpulencia, pero en forma; el pelo es crespo, rizado, algo canoso; las orejas, peculiares, de puntas aguzadas, como las de un fauno. Se le ve muy grande y bien vestido y, cuando sonríe, no poco afable.
En el piso de arriba una muchacha, los soles de diecisiete veranos en la cabeza castaña, está tumbada con el rostro escondido en el hombro de su madre; llora con ruidosos sollozos infantiles; no le preocupa que se le enrojezcan los ojos, ni las lágrimas que le han salpicado la seda gris del vestido con el que emprenderá la luna de miel.
La madre se muestra poco menos alterada que la muchacha. Es una mujer de aspecto frágil, piel clara y delicada, fino cabello castaño con primorosa raya al medio, ojos de paloma y monótona voz aflautada. Se ruboriza dolorosamente en un intenso esfuerzo por comunicarle una cosa a la muchacha, una cosa que se opone a todos y cada uno de los instintos de su vida.
Trata de hablar, abre los labios y no hace sino cerrarlos de nuevo al tiempo que abraza con más fuerza a la muchacha por los hombros; por fin consigue decir, con pausas temblorosas y vacilantes:
-Ya estás casada, hija mía, y ahora tienes que obedecer -pone acento en tal palabra- a tu marido en todo. Hay... hay ciertas cosas que debes saber... pero... El matrimonio es algo muy serio, es sagrado -con desesperación-; tienes que creer que tu marido tiene siempre la razón, deja que te guíe, que te diga...
Suena tal angustia en esa voz, por lo general tan desprovista de emoción, que la muchacha alza la mirada y observa su rostro, azorado, trémulo, desvaído. Tiene los asustados ojos de cervatillo de su madre, la misma piel de blancura delicada, pero la boca es más, firme; la mandíbula, más cuadrada; y la nariz, pronunciada e irregular, manifiesta carácter. Es de complexión menuda, muy lejos todavía, en su tierna juventud, del pleno desarrollo.
-¿Qué es eso que no sé, madre? ¿Qué es? -pregunta con nerviosa impaciencia-. Hay algo más, lo he venido percibiendo estas últimas semanas en tu expresión y en la de todos... En la de él, en el ambiente mismo, pero... ¿Por qué no me lo has contado ya? Yo...
Por respuesta recibe únicamente el torrente de lágrimas de impotencia de su madre, un imperioso golpeteo de nudillos en la puerta y la voz del novio, con una nota conminatoria que a la muchacha nerviosa se le antoja novedad, y que la empuja a aferrarse a su madre en un estrechísimo abrazo, a desprenderse del velo y a salir del cuarto para reunirse con él.
Le estrecha la mano al padrino, besa a la amiga que ha hecho de dama de honor -la boda ha sido muy discreta- y sube al coche. La cocinera irlandesa arroja tras ellos un zapato viejo desde la puerta lateral, pero se estrella contra el tronco de un saúco, sale despedido hacia atrás y cae al camino; la buena mujer se santigua y murmura algo sobre malos agüeros y futuras adversidades de la suerte. ¿O acaso esa misma mañana, cuando salió a abrir la cancilla, no cruzó el camino una urraca? Y luego, al mirar hacia la carretera, ¿acaso no fue una pelirroja la primera persona que se echó a los ojos?
Media hora más tarde, los caballos se detienen en la pequeña estación y la muchacha es la primera en saltar del coche; está colorada, mira con los ojos muy abiertos y desvalidos de una niña, tiembla con estremecimientos que, acelerados, le recorren el cuerpo de pies a cabeza. Con tanta fuerza abre y cierra sus finas manos que salta la costura posterior de uno de los guantes grises.
Él ha hecho llamar al jefe de estación, los novios entran juntos en la cantina; el jefe de estación se presenta en la puerta y, haciéndole una seña a un maletero, le da una orden.
Ella hace un demorado examen del pequeño lugar que tan bien conoce. Han vivido allí tres años y, sin embargo, le parece estar viéndolo por primera vez; la lluvia repiquetea, monótona, sobre la cubierta de cinc, huele a tierra fresca y las clavelinas blancas de los bordillos acaban vencidas contra la gravilla.
Entonces llega el tren; se le engancha un vagón de primera clase, identificado como «reservado», y él va a buscarla; su aliento caliente le huele a champán y a ella le da la impresión de que tiene los ojos terriblemente grandes y brillantes, y le ofrece el brazo con un aire tan curioso de propietario divertido que la muchacha se estremece al posar la mano en él.
Tocan la campana, el jefe de tren cierra la puerta, la locomotora expulsa vapor y, cuando dejan atrás la caseta de señales, una mano bien arreglada, con una sortija de sello en el meñique, baja la cortina de la ventanilla de un vagón reservado.


Cinco años después, una tarde de otoño, mientras la lluvia salpica sobre los raíles como lágrimas que caen, mientras el olor de la tierra mojada llena de frescor la atmósfera templada y los crisantemos blancos pugnan por levantar la cabeza del camino de gravilla contra el que los ha aplastado el chaparrón, la misma mujer, pues a los veintidós años no queda rastro de la muchacha, baja de un vagón de primera; lleva en la mano un neceser.
Anda con la cabeza gacha y los hombros caídos; la rapidez del paso se debe más a la prisa nerviosa que a la agilidad de la figura. Cuando alcanza la curva de la carretera, se para y contempla la casita de campo de cortinas blancas y alegres maceteros de azulejo. Ve la ventana de la que fuera su habitación, distingue hasta el último tono de las hojas cambiantes de la trepadora que tapiza la pared del mediodía, oye el canto agudo del canario desde donde se ha detenido.
Ni una sola vez ha puesto el pie en ese remanso de paz que es la casita, con su aire de distinguido decoro, desde aquella mañana fértil en acontecimientos en que de ella salió con él; siempre ha ingeniado alguna excusa.
Ahora, al verla, el remordimiento le colma el corazón, y piensa en la madre que en ella ve pasar con placidez los últimos años de su vida, cada día idéntico al anterior, y su determinación flaquea; siente el impulso de regresar, pero el sol poniente relumbra en los, cristales del cuarto que ocupaba de niña. Recuerda cómo en las mañanas de verano corría a la ventana abierta y se asomaba para respirar el frescor del rocío y dar la bienvenida al día, cómo se quedaba en vela las noches de luna para bailar, los blancos pies descalzos, sobre la franja de luz de luna mientras dejaba volar hacia el cielo plateado sus fantasías, las ensoñaciones de una jovencita que imaginaba el mundo maravilloso y hermoso que esperaba al otro lado del cristal.
Un sollozo sordo y trabajoso le sube a la garganta al recordarlo, y la expresión de dulzura que durante un fugaz instante se ha mostrado en su rostro se transforma en desilusión amarga.
Con la mirada baja recorre, apresurada, el cuidado caminito de gravilla, cruza la puerta abierta y entra en la sala de estar que le es tan familiar.
El piano está abierto, con un libro de himnos religiosos en el atril; la chimenea, llena de helechos recién cortados; un cuenco de rosas tardías perfuma la sala desde el centro de la mesa. La madre está sentada en su butaca con las manos cruzadas sobre el gran gato persa de pelaje blanco que sostiene en el regazo; duerme profundamente. Una fútil labor de encaje, el dedal y las tijeras brillantes descansan sobre una mesa cercana.
La expresión es plácida, los rasgos no han envejecido ni un solo día en los cinco años transcurridos. El pelo brillante no muestra más canas que entonces, la tez es límpida, sonríe mientras duerme. Esa sonrisa enciende una suerte de furia repentina en el pecho de la mujer que, parada en la puerta sin quitarse el polvoriento abrigo de viaje, registra todos los detalles de la sala. Se aparta el velo, se acerca al chifonier lustrado y se mira en el espejo que descansa en él; se examina sin compasión. Está macilenta, con esa palidez apagada que muestra la piel clara al enfermar, y el flequillo castaño carece hasta tal punto de brillo que ni siquiera contrasta con la tez. La mirada tímida de cervatillo ha desaparecido de los ojos que, hundidos en las cuencas, arden con amargura y rencor; alrededor de la boca se ha instalado la extenuación; es un semblante de desilusión cínica. Pasa la vista de sí misma al reflejo de su madre y entonces, volviéndose con brusquedad y conteniendo una exclamación, se acerca, sacude a la durmiente sin demasiada delicadeza y dice:
-¡Madre, despierta! ¡Quiero hablar contigo!
La madre se sobresalta, con el susto en los ojos se queda mirando fijamente a la otra mujer, como si dudase de lo que ve, sonríe y después, acobardada por la expresión inmutable del otro rostro, recobra la seriedad, se queda inmóvil y la mira desvalida, hasta que por fin rompe a llorar y solloza:
-¡Flo, querida mía! ¡Flo! ¿De veras eres tú?
La muchacha mueve la cabeza con impaciencia y responde, seca:
-Sí, como es evidente. Voy a emprender un viaje largo y quiero decirte una cosa antes de partir. ¿Se puede saber por qué lloras?
Hay en su voz una nota de sorpresa y asombro mezclados con impaciencia.
La mujer de más edad ha tenido tiempo para estudiarle la cara, y su maternidad durmiente despierta ante la exhausta angustia que ve en ella. «Está enferma -piensa-, no está bien.» Se pone en pie; concuerda con las costumbres de su vida, con su atenta observación de las minuciosas normas del decoro, con la desconfianza que el servicio le inspira como clase, que vaya a cerrar la puerta con cuidado.
Esa mujer de ojos hundidos y expresión hosca es tan distinta de la muchacha vivaz que se separó de ella hace cinco años que siente miedo. Con el egoísmo callado que ha caracterizado su vida, ha ido aceptando las excusas que su hija inventa para evitar ir a casa, ha ido aceptando los regalos que su yerno le envía de vez en cuando. Le buscó un marido bien situado en el aspecto material, y ahí terminó su responsabilidad. Se le acerca, vacilante; tiene la sensación de que debe darle un beso, hay algo fuera de lo normal en semejante reunión tras tan larga ausencia; se siente turbada al comprobar que no se parece nada al encuentro que se había figurado; muchas veces ha imaginado con ilusión ese momento, muchas veces; ver los vestidos nuevos de Flo, oír su relato de la vida en la ciudad.
-¿No te quitas el abrigo? ¿Quieres pasar por tu cuarto? -Oye cómo le tiembla la voz. Es una verdadera falta de consideración por parte de Flo que se porte de un modo tan extraño-. Vamos a tomar un té -añade.
Pierde y recupera el color por momentos, se le agita el encaje del puño. La hija lo observa con una suerte de satisfacción embotada mientras se quita con cuidado los alfileres del sombrero. Se fija en el retrato que, en su estuche de terciopelo, descansa sobre la repisa de la chimenea; se acerca y lo mira. Es su padre, el padre que murió en una emboscada, en una colina de la India, cuando ella era una muchachita de bucles rubísimos que apenas le llegaba a las mejillas. Lo escudriña con nuevos ojos, tratando de interpretar qué hombre fue, qué alma tuvo, qué parte de él vive en ella; tratando de encontrarse a sí misma examinándolo a él. El rostro del padre tiene algo que la conmueve, que llega a una región remota de su interior, y aprieta los dientes con fuerza ante el pensamiento que despierta.
«Debe de estar enferma, debe de estar muy enferma -piensa la madre mientras la observa-. ¡Y pensar que no me atrevo a darle un beso a mi propia hija!» Contiene las lágrimas que no dejan de acumularse en sus ojos, con la impresión de que podrían ofender a la mujer que tan extrañamente difiere de la muchacha que se fue de su lado. Ésta ha concluido la inspección del retrato y le dirige una mirada fría y censora en el gesto de volverse hacia la puerta, diciendo:
-Desde luego que quiero un té. Voy a subir y a quitarme el polvo del viaje.
Media hora después, las dos mujeres están sentadas frente a frente en la coqueta sala. La más joven se ha recostado en el asiento y observa cómo la madre sirve el té, siguiendo con la vista los elegantes movimientos de las manos blancas de venas azules entre las piezas del servicio; permite que la sirva, no han dicho palabra, sólo algún comentario banal sobre el calor, el polvo, el viaje.
-¿Qué tal Philip? ¿Está bien? -se aventura a preguntar la madre; habla con aprensión, pero le parece que lo propio es que se interese.
-Muy bien, como es habitual en los hombres de su estilo. Es más, diría que ahora mismo está mejor que bien: ¡se ha ido a París con una chica del Alhambra!
La mujer de más edad se pone de mil colores, detiene la taza en el aire a medio camino de los labios y derrama el té sin darse cuenta sobre el primoroso delantal de seda.
-Estás tirando el té -añade la muchacha con malévolo disfrute.
La mujer hipa:
-¡Flo! Pero ¡Flo, querida mía, qué espanto! ¿Qué diría tu pobre padre? No me extraña que tengas esa cara de enferma, querida mía, ¡qué horror! ¿Quieres que... le pida al párroco que... lo reconvenga?
-Mi querida madre, ¡qué idea tan estrambótica la tuya! Esas escapaditas han sido mi único alivio. Créeme, siempre las he recibido como oasis deliciosos en el desierto del matrimonio, posadas para descansar en el camino. Lo único que lamento es que hayan sido tan infrecuentes. Este té es buenísimo; será por la crema.
La mujer de más edad deja la taza en el plato y la mira fijamente, los ojos llenos de miedo y las mejillas palidecidas.
-Me temo que no te comprendo, Florence. Soy una anticuada -dice, con cierto dejo de frío decoro-. Siempre he considerado que el matrimonio es una institución sagrada. Es terrible oírte hablar así; tendrías que haber tratado de salvar a Philip de... de un pecado tan espantoso.
La muchacha se ríe y la mujer siente un escalofrío al oírla. Solloza:
-Jamás lo habría pensado de Philip. ¡Pobre hija mía, qué infeliz debes de ser!
-Mucho -dice ella, con una sonrisa forzada-. Pero ya está, ya me he librado de todo eso. No voy a volver.
Si en la sala coqueta y plácida acabase de explotar una bomba, el sobresalto sería menor que el causado por esa afirmación casi jovial. Una abeja gorda entra zumbando, choca contra el encaje de la cofia de la mujer de más edad, la cual ni siquiera repara en ello; entonces dice, casi a voces:
-¡Florence, Florence, querida mía! ¡No querrás abandonar a tu marido! Piensa en la vergüenza y en el escándalo que se va a armar, piensa en el qué dirán, piensa en el -vacila, insegura- pecado que estarías cometiendo. Profesaste un voto solemne, te recuerdo, y ahora quieres romperlo...
-Mi querida madre, esa ceremonia no tuvo para mí el menor sentido; simplemente ignoraba qué estaba firmando, desconocía el voto con el que me comprometía. Por lo que entendía, bien podría haber firmado al pie de un documento escrito en la lengua de los indios choctaw. El paso que estoy dando no me causa remordimiento alguno, no perturba en absoluto mi conciencia: mi vida ha de ser mía. Dicen que los pesares instruyen, pero yo no lo veo así: creo que endurecen, que amargan; la dicha es como el sol, que hace salir voluntariamente lo más hermoso y lo más dulce de la naturaleza humana. No, no pienso volver.
La mujer de más edad gime, retorciéndose las manos con impotencia:
-Soy incapaz de entenderlo. Tienes que ser muy desgraciada si sueñas siquiera con dar semejante paso.
-Como ya te he dicho, lo soy. Se trata de un defecto de mi temperamento. ¿Cuántas mujeres habrá que se tomen tan en serio como yo al hombre que tienen al lado? Pocas, sospecho. Engatusan, halagan, sonsacan, persuaden, pero no hay en nada de todo eso una pizca de verdad. Yo era incapaz de comportarme así, como ves, y por eso he fracasado. No las censuro; así han de ser las cosas mientras el matrimonio se base en tamaña desigualdad, mientras el hombre exija a su mujer como derecho lo que a su querida solicita como favor, hasta tal punto que el matrimonio pasa a ser, para muchas, una prostitución legitimada, una degradación que se repite todas las noches, un yugo odioso bajo el cual envejecen convertidas en simples fábricas de hijos que se conciben por sentido del deber, no por amor. Gestan, paren, amamantan y vuelven a empezar sin tener voz ni voto en el asunto; pierden la juventud, la belleza, toda la alegría de vivir consumida en el sacrificio sin sentido que es la maternidad absurda, hasta que el amor, dando por hecho que lo hubiese en un principio, el misterio, el bien supremo de sus vidas acaba convertido en una obligación a la que ceden con desagrado, en vez de ser el favor concedido a un marido que, para obtenerlo, debe transformarse de nuevo en amante.
-Pero los hombres son diferentes, Florence; no puedes negarte a un marido, podrías inducirlo a pecar.
-Valiente tontería, madre; de sus pecados ha de responder él mismo. No estamos obligadas a ser niñeras de su moral. El hombre es lo que nosotras hemos hecho de él, sus mismos defectos son obra nuestra. Ninguna mujer casada tiene por qué desoír las solicitudes de su propia alma por prestar una obediencia imbécil. Voy a tomar un poco más de té.
La madre sólo acierta a hipar:
-¡Qué espanto! Yo creía que era para ti el mejor de los maridos, con tan magnífica posición, y tan bien relacionado en las altas esferas...
-Sí, y no me duelen prendas en atribuir la culpa a quien la merece. Philip es como Dios lo hizo, un animal de pasiones intensas, y no hace sino aprovecharse de la libertad que le otorgan las leyes de la sociedad. Lo que haya de culpa, de pecado, de desgracia en todo este asunto te corresponde única y enteramente a ti, madre. -La mujer se yergue en la silla como un resorte-. A ti y a nadie más. Por eso he venido, para decírtelo; muchas veces me he repetido a mí misma la promesa de que algún día te lo diría. Tú, y solamente tú, tienes la culpa de todo.
Tal es el grado de frialdad y aversión de su voz que la otra mujer se encoge y dice en un sollozo lastimero:
-Debes de estar enferma, Florence, para decir tamañas maldades. ¿Qué he hecho yo? Tengo la seguridad de haberme dedicado a ti desde que eras una criatura; ¡a cuántas buenas ofertas dije que no! -Se seca los ojos con toques delicados del pañuelo de batista-. Empezando por el joven Fortescue, que estaba en la artillería, un hombre tan apuesto, tan elegante a caballo, que bebía los vientos. por mí; y Jones, que ciertamente se dedicaba a los negocios, pero que así y todo era atentísimo. Todo el mundo decía de mí que era una madre abnegada; no imagino siquiera a qué te refieres, yo...
La interrumpe una sonrisa de divertimiento cínico.
-Puede que no. Siéntate y te lo explico.
Se quita de encima la mano temblorosa, pues la madre se ha incorporado y está de pie junto a ella; le dice que se siente en una silla y empieza a andar por la sala. Está esquelética y arrastra las piernas a cada paso.
-Digo que es culpa tuya porque me criaste para que fuese una tonta, una idiota ignorante de todo cuanto debía saber, de todo cuanto me incumbía a mí y a la vida que me tocaría vivir como mujer casada; mis necesidades físicas, la pasión que me esperaba; el significado mismo de mi sexo, mi matrimonio y la maternidad que seguiría. No me pusiste en la mano ni una sola arma con que defenderme de los posibles ataques del hombre en su peor faceta. Me enviaste a combatir en la batalla más grande de la vida de una mujer, la batalla en la que debería conocer hasta la última maña del juego, con un cendal blanco -se ríe con sorna- de pureza virginal a modo de escudo.
Los ojos llamean y la mujer de la silla la observa igual que una rana observa una serpiente cuando la meten en el cesto.
-Tenía catorce años cuando abandoné la teoría de la cigüeña como origen de la humanidad, y me puse enferma de tanto llorar, muerta de vergüenza, cuando descubrí lo que significaba ser madre, en lugar de despertar a ese gran misterio henchida de deliciosa admiración. Tú me entregaste a un hombre; no, es más, tú me dijiste que lo obedeciese, que creyese que cualquier cosa que él dijese sería acertada, que sería mi obligación, a sabiendas de que el significado del matrimonio era para mí un libro lacrado, que carecía de una idea verdadera de lo que significaba unirse a un hombre. Tú me pusiste en sus manos en cuerpo y alma sin prepararme en absoluto para el tormento que me esperaba. Tú me vendiste a cambio de techo, vestido y sustento; explotaste mi ignorancia, no mi inocencia, que es bien distinto. Tú me dijiste, tú y tu hermana, tú y esa mujer de párroco que tienes por amiga, me dijisteis que os quitaríais una preocupación de encima si me dejabais bien colocada.
-¡Qué maldad demuestras al decirme unas cosas tan horribles! -solloza la madre-. Y, además -añade, con un toque de aspereza-, tú te casaste con él de buen grado, parecías disfrutar con sus atenciones...
-¡Qué típico de una mujer! ¡Qué mujer de arriba abajo eres, madre! ¡La clásica gatita que esconde unas garras afiladas en las patas! Sí, me casé con él de buen grado; no tenía ni dieciocho años, no había conocido a ningún hombre, me complacía verte complacida... y, como bien dices, disfrutaba con sus atenciones. Él tuvo el tacto suficiente para no asustarme y yo carecía de la más mínima noción de lo que significaba el matrimonio. Estaba convencida -ríe- de que quedaba todo arreglado con las palabras del pastor. ¿Crees que, de haber sido consciente de hasta qué insufrible punto llegaría mi intimidad con él, yo no me habría rebelado con toda mi alma, que toda la mujer que había en mí no habría gritado contra semejante degradación? -Habla con tal pasión que le tiembla la voz, y la mujer que la dio a luz siente como si la estuviesen azotando con una fusta-. ¿Que no me habría estremecido ante la mera idea de tener con él una relación así? Yo habría esperado y esperado hasta encontrar al hombre que me satisficiese tanto en cuerpo como en alma, al hombre a quien habría podido rendirme sin falsos sonrojos, en quien habría podido pensar con alegría como el padre de un futuro hijito, por quien el fuego blanco del amor o de la pasión, llámalo como quieras, podía haber ardido sin tapujos en mi corazón y haberme salvado de ese sentimiento de horror y repugnancia que ha convertido en una pesadilla mi vida de casada y que tantas veces ha hecho de mí, sí, una asesina de pensamiento. No exagero. Ha matado la dulzura que había en mí, el pensar virtuoso de la condición femenina; ha hecho que me odie a mí misma y que te odie a ti. Llora, madre, llora cuanto quieras; mal sabes tú por cuántas cosas tienes que llorar; yo ya he llorado hasta quedarme sin lágrimas. Llora por la muchacha que mataste. -En un acceso de pasión, añade-: ¿Por qué no me estrangulaste cuando era una niña de pecho? Habría sido más misericordioso; mi vida ha sido un infierno, madre. Lo intuí, vagamente, mientras esperaba en el andén; recuerdo el impulso loco de tirarme a la vía cuando entraba la locomotora, de escapar de aquel terror que me helaba el alma. ¿Qué han sido estos años? Una crucifixión prolongada, una sumisión continuada a los deseos de un hombre a quien me uní sin saber lo que significaba; cada caricia -dice, con un gemido- no ha sido sino el principio de todo ello. Mírame. -Abre los brazos-. Mira la ruina en que se ha convertido mi cuerpo. No me atrevería siquiera a mostrarte el corazón, el alma que hay debajo. Él ha hecho valer sus derechos, pero ¿crees que, de haberlo sabido, yo habría prestado una obediencia tan disparatada, nacida de un sentido del deber mal entendido, que me condujese a esto? También yo tengo mis derechos, y un deber conmigo misma; ojalá me hubiese dado cuenta a tiempo.
»Sí, lloriquea, madre. Ni siquiera me das pena. Me he abrasado hasta tal punto que no puedo compadecerme de lo que para ti será una minúscula cicatriz; yo tengo por delante todo el futuro, cuan largo es, para vivir con el mundo en mi contra. Nada me convencerá de que vuelva. Cualquier cosa será mejor que eso; la comida y el vestido no pagan lo que yo he tenido que sufrir: puedo conseguirlos a menor precio. Cuando venga en mi busca, dale ese mensaje. Te dirá que él ha sido un marido amantísimo y que tú criaste a una loca. También puedes decirle, si lo deseas, que lo aborrezco, que siento escalofríos cuando noto sus labios, su aliento, sus manos; que todo mi cuerpo se descompone de asco cuando me toca; que, cuando se daba la vuelta y se dormía, yo lo miraba con un odio que no dejaba de crecer, tanto que alguna vez la tentación de matarlo ha sido tan grande que he salido sin hacer ruido de la cama y me he puesto a recorrer el pasillo helado con los pies descalzos hasta embotarme y dejar de sentir nada; que no veía el momento de que se fuese ¡y que gritaba de alegría al contemplar cómo se alejaba su coche!
-Eres muy dura, Flo. ¡Dios te ablande el corazón! A lo mejor -dice, agitada- si hubieses tenido un niño...
-¡Suyo! Eso sí que habría sido el colmo. No, madre.
Tan peculiar es la expresión de estar satisfecha de algo -de haber alcanzado una comprensión interior, como la del hombre que se recrea en la consecución de un propósito secreto- que la madre solloza en silencio y se retuerce las manos.
-Yo no lo sabía, Flo, yo actué con la mejor intención. ¡Qué dura eres conmigo!


Más tarde, cuando los murciélagos pasan volando por delante de la luna y la muchacha duerme -se ha echado, a medio vestir, en la estrecha cama blanca de su niñez, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos entrelazadas-, la madre entra con sigilo en el dormitorio. Ha estado revisando el contenido de un escritorio viejo; su partida de matrimonio, cartas desvaídas escritas en papel extranjero, los mechoncitos que le cortaba a Flo en cada cumpleaños y un ramito de azahar que había llevado en el pelo. A la luz plateada se la ve descolorida y grisácea, y observa el rostro demacrado y ojeroso, sumido en un sueño agotado. El plácido curso de su vida se ha visto perturbado, se le ha despertado el corazón, una parte de la agonía espiritual de su hija ha tocado las honduras dormidas de su naturaleza. Es como si acabase de caérsele la venda de los ojos, como si se desmoronasen los instintos y las convenciones de su existencia, como si todas las necesidades de las mujeres que alzan la voz para protestar, sobre las cuales ha leído con vago desagrado, hubieran aflorado en ella. Con ternura tapa a la muchacha, le besa el pelo, desliza un pequeño fajo de billetes enrollados en el neceser que está en la mesa y sale sin hacer ruido, mientras las lágrimas surcan sus mejillas.
Al rayar la luz del día, cuando la muchacha se asoma con sigilo al dormitorio de la madre, la encuentra arrodillada, la cabellera gris despeinada, y la cabeza vencida por un sueño profundo. Eso la conmueve. La vida es demasiado corta, piensa, para amargarle los días al prójimo; baja y garabatea a lápiz unas palabras afectuosas, deja el papel cerca de la mano de su madre y sale a la calle con rapidez.
La mañana es gris y neblinosa; hay tenues manchas de amarillo en el naciente, y sopla el viento del oeste con un rumor melancólico, el primer susurro del otoño, el otoño que convierte el mundo natural en un enfermo de tisis: delicada estación de decadencia, cuando los paisajes más hermosos revelan una pincelada de podredumbre en su belleza, cuando una flecha envenenada traspasa la médula de insectos y plantas, y las hojas padecen un sofoco febril y caen, caen y se marchitan y se arremolinan al relente; y los crisantemos, los adiós al verano de los campesinos irlandeses, tienen un tono enfermizo en su color blanco. Todo ello le afecta, y se descubre diciendo:
-Sécate y muere, sécate y muere, hazte abono para los amores de la primavera, igual que los viejos desaparecen y dejan sitio a los jóvenes, que los olvidan, y que a su vez serán olvidados.
Aprieta el paso, con la sensación de que el otoño le ha llegado en plena primavera, y poco después vuelve a estar en el andén que pisó en la sazón de su juventud, y toma el tren que parte en sentido contrario.

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