Edwidge Danticat - "Epílogo: mujeres como nosotras"

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Danticat es uno de los valores emergentes de la literatura estadounidense. Aunque haitiana de origen, con doce años emigró a Estados Unidos y escribe en inglés. De todas formas Haití, su cultura, sus tradiciones, su gente, su historia está presente en muchos de sus trabajos. En sus obras no hay juicios morales y no hay victimismo aunque sus personajes tengan que luchar contra la pobreza extrema o la crueldad también extrema del régimen de Duvalier. El texto que sigue no es exactamente un cuento, es el epílogo de esa fantástica colección de cuentos que es ¿Krik? ¡Krak! (1). En él nos habla de lo que significa ser mujer y escritora en algunas culturas (leyéndolo, una encuentra muchos paralelismos con la biografía de la también caribeña Jamaica Kincaid).

Recuerdas haber pensado, mientras te trenzas el pelo, cuánto te pareces a tu madre. A tu madre, que tanto se parecía a tu abuela y a todas las que la precedieron.
Tu madre tenía dos reglas para la vida: utiliza siempre los diez dedos, que en su forma de hablar significaba que debías ser la mejor cocinera y ama de casa que jamás hubiera existido. Su segunda regla iba de la mano de la anterior: nada de sexo antes del matrimonio, y, una vez casada, no digas que te gusta o tu marido dejará de respetarte.
¿Y escribir? Escribir estaba tan prohibido como el colorete en las mejillas o una cita antes de los dieciocho años. Era un acto de indolencia, algo que había que hacer a escondidas en lugar de estar aprendiendo a cocinar.
¿Hay mujeres que escriban y cocinen? Poetas de la cocina, las llaman. Meten las frases en los cocidos y envuelven con su significado al cerdo antes de freírlo. Hacen albóndigas con su narrativa y llenan con ellas la boca de sus hijas para que no puedan decir nada.
-¿A qué se dedicará? ¿Cuál será su pasión? –preguntaban las tías cuando venían a cocinar durante las vacaciones, algo que exigía grandes reverencias en su lugar de origen pero que no significaba nada en absoluto aquí.
-Su gran pasión es estar en silencio –decía tu madre-. Pero después resulta que no lo está y se le oye hacer ese ruidillo. ¿Krik? ¡Krak! Lápiz, papel. Suena como si estuviera llorando.
Alguien lloraba. Tú y los demonios de la escritura en tu cabeza. No quieres a nadie, nada excepto ese trozo de papel, te decían. Sólo ese cuaderno hecho con papel de envolver pescado, con el cartón en el que se doblan las medias. Eran los mejores confidentes de una niñita solitaria.
Escribir es para ti como trenzarse el pelo. Coger una mata de cabello burdo y desgreñado e intentar hacer de él una trenza. Tus dedos todavía no lo hacen con soltura: algunas trenzas quedan demasiado largas, otras demasiado cortas. Algunas gruesas y otras delgadas, recias, ligeras. Tan dispares como las mujeres de tu familia, aquellas cuyas fábulas y metáforas, cuyas comparaciones y soliloquios y dicción y je ne sais pas quoi, se escurren cada día en la sopa con la que sobrevives a través de tus dedos.
Tú siempre has tenido los diez dedos; te maldicen cada vez que los fuerzas a coger un bolígrafo. No, las mujeres como tú no escriben; esculpen figuras de cebolla y estatuas de patata, se sientan en rincones oscuros y se trenzan el cabello, para darle nuevas formas y entrelazarlo hasta que pierda su rigidez, su desorden, su rebeldía.

Recuerdas haber pensado, mientras te trenzas el pelo, cuánto te pareces a tu madre. Recuerdas su silencio cuando le pusiste delante tu primer cuaderno, su decepción cuando le dijiste que las palabras serían tu forma de ganarte la vida como lo había sido la cocina para ella. Se enfadó contigo porque no comprendía. ¿Así me pagas todo lo que he hecho por ti? ¿Con esos garabatos sobre un papel que no valen lo que el gruñido de un cerdo? Los sacrificios habían sido demasiado grandes.
Los escritores no dejan ninguna huella en nuestro mundo, el mundo al que pertenecemos. En él los escritores, si son hombres, son torturados y asesinados; y llamadas putas, violadas y asesinadas, si son mujeres. En nuestro mundo, si escribes, eres un político, y ya sabemos lo que les ocurre a los políticos: acaban encerrados en el calabozo de alguna cárcel donde les cubren el cuerpo con alquitrán hirviendo antes de obligarles a comerse sus propias heces.
La familia necesita una enfermera, no una presa. Necesitamos avanzar con la cabeza bien alta, no ser enterradas en papeles sucios y usados. No queremos inclinarnos ante una tumba polvorienta tocadas con sombreros negros, de luto por ti. Hay novecientas noventa y nueve mujeres que vinieron antes que tú y que acostumbraron sus dedos a la cáscara de coco para que pudieras estar aquí, ante mí, con ese cuaderno que abrazas contra el pecho, como las trenzas que te haces los domingos. Hubiera preferido que me escupieras en la cara.
Recuerdas haber pensado, mientras te trenzas el pelo, cuánto te pareces a tu madre, y a tu abuela. Fueron sus susurros los que te alentaron, los murmullos entre pucheros crepitando en tu cabeza. Mil mujeres instándote a hablar a través de la contundente tinta de tu bolígrafo. Poetas de la cocina, las llamas. Fantasmales como las ramas bruñidas de un árbol ardiendo. Esas mujeres te pidieron la voz para poder decirle a tu madre en tu lugar que sí, que las mujeres como tú hablan aunque sea en una lengua difícilmente comprensible. Aunque sea en patois, dialecto o criollo.

Las mujeres de tu familia nunca han dejado de mantenerse en contacto: la muerte es un camino que tomamos para encontrarnos en el otro lado. Lo que las diosas han unido que nadie lo separe. A cada paso que das, tienes una legión de mujeres observándote. Nunca estamos más allá del sudor de nuestra frente o del polvo de nuestros pies. Aunque camines por el valle sombrío de la muerte, no temas ningún mal: siempre estaremos contigo.

Cuando eras una niña pequeña, solías soñar que estabas tumbada entre los muertos y que sus espíritus te rogaban que gritaras, y todavía ahora tienes miedo de soñar, porque sabes que nunca serás capaz de hacer lo que te piden tal y como ellos quieren, los viejos espíritus que viven en tu sangre.
La mayoría de las mujeres de tu vida iban con la cabeza baja. Despertaban una mañana para ver que habían desaparecido sus bragas, pero no era la vergüenza lo que las hacía esconder la cara. Cantaban y buscaban un significado en el polvo; y a veces hablaban a caras lejanas en el tiempo, caras como la tuya y la mía.
Pensabas que, si no contabas sus historias, el cielo caería sobre tu cabeza. Creíste que, si no fuera por los árboles, el cielo habría caído sobre tu cabeza. Aprendiste en la escuela que tenías lápices y papel porque los árboles se entregaban en un sacrificio incondicional. Ha habido días en que el cielo ha estado tan cercano a tu cabeza como tus cabellos.
Este frágil cielo te ha aterrorizado durante toda tu vida; el silencio te asusta más que la violencia de un millón de pedazos de acero cortándote la carne. A veces sueñas que oyes sólo el latido de tu corazón, pero eso nunca se ha dado en la realidad: nunca has sido capaz de ignorar el azote de otros mil corazones que han sobrevivido miles de años al tuyo. Y durante todo ese tiempo, cuando nos has necesitado, has gritado ¿Krik?, y te hemos respondido ¡Krak!, y eso nos ha mostrado que no te has olvidado de nosotras.

Recuerdas haber pensado, mientras te trenzas el pelo, cuánto te pareces a tu madre. Tu madre, que tanto se parecía a tu abuela y a todas las que la precedieron.
Tu madre te mostró los primeros ecos de la lengua que ahora hablas cuando, al final del día, te trenzaba el pelo sentándote entre sus piernas mientras fregabas los cazos de la cocina. Mientras tus dedos borraban las últimas sombras de su día de trabajo, ella te hacía las trenzas propias de los domingos –más bonitas que las del resto de los días- incluso entre semana.
Cuando terminaba, te pedía que le pusieras a cada una de las trenzas uno de los nombres de aquellas novecientas noventa y nueve mujeres que hervían en tu sangre, nombres que habías escrito y memorizado y que salían de tu boca de corrido. Y ése era el testamento del modo en que esas mujeres vivieron y murieron y volvieron a vivir.


(1)Cuando un haitiano quiere contar una historia pregunta "¿Krik?", y si alguien quiere escucharla responde "¡Krak!".

This entry was posted on 10 abril 2010 at 21:38 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

2 comentarios

Anónimo  

Si este es el epílogo,seguro que el cuento ha de ser estupendo. Muy bueno. Y si tiene creo que como dices tú tiene semejanza con Kincaid,en mi opinión,que no es de ninguna experta me parece que son obras escritas con un leguaje natural,desnudo muy crítico y duro. Muy distinto a otras corrientes literarias. Espero que puedas colocar algo de esos cuentos en alguna otra oportunidad,seria genial.
Saludos

11 de abril de 2010, 1:41

Gracias por pasarte por aquí y por el comentario.
Sí, en lo que yo he leído, las coincidencias Danticat-Kincaid son bastantes (para mí). Primero ese "estilo caribeño", desnudo y crítico (aunque Danticat es un poco más "poética" en su lenguaje) pero también lleno de referencias a tradiciones y leyendas. Después el haber emigrado a EE.UU. huyendo de la pobreza, la dificultad para ser escritora (siempre se cuenta que Kincaid adoptó el pseudónimo por la incomprensión de su familia). También las relaciones madre-hija, siempre presentes de alguna manera. En este texto, además, aparece la esperanza de la madre en que su hija sea enfermera, eso coincide también con la semiautobiográfica "Lucy" de Kincaid, en la que su familia espera de ella que se convierta en enfermera, no en escritora. Y por supuesto, nada de finales felices, aunque tampoco tengan que ser amargos.
Tal vez las coincidencias estén muy "prendidas con alfileres".
Un saludo.

11 de abril de 2010, 14:22

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