Guillaume Apollinaire - "El poeta resucitado"

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El nuevo Lázaro se sacudió como un perro mojado y salió del cementerio. Eran las tres de la tarde y por todas partes estaban pegando los carteles referentes a la movilización.

ESTE ES
EL ATAÚ
D E N Q U
É EL YA
CÍA PÁL
IDO Y P
UDRIÉ
NDO
S E
Reclamó en la gendarmería un duplicado de su libreta militar, y como estaba en el servicio auxiliar se hizo trasladar al servicio activo.
Vivía desde hacia unos tres meses en la guarnición del noveno regimiento de artillería de campaña en N. m. s.
Una tarde, a eso de las 6, leía melancólicamente este extraño anuncio que decora una pared en una callejuela próxima a les Arenes
LA
CASA PLATON
NO TIENE SUCURSAL

cuando a su lado se irguió un extraño brigadier, que formaba parte de su regimiento y cuyo rostro estaba cubierto por una máscara ciega.
—Sígueme —le dijo la máscara extraña—. ¡Y cuidado con el ajenjo! ¡Atención!
—Le sigo, brigadier —dijo el nuevo Lázaro—; pero, dígame, ¿está usted herido?
—Tengo una máscara, artillero —dijo el brigadier misterioso—, y esa máscara oculta todo lo que desearías saber, todo lo que querrías ver, oculta la respuesta a todas tus preguntas desde que has vuelto a la vida, enmudece todas las profecías y gracias a ella ya no te es posible conocer la verdad.
Y el artillero resucitado siguió al brigadier enmascarado y llegaron a la iglesia de los Carmelitas y tomaron el camino de Uzes, que llevaba a los cuarteles.
Entraron, atravesaron el patio de honor, fueron hasta el parque, detrás de los edificios, y allí, apoyándose contra la rueda izquierda de un 75, el brigadier se desenmascaró de pronto y el poeta resucitado vio ante sí todo lo que quería saber, todo lo que quería ver.
En grandes paisajes de nieve y de sangre, vio la dura vida de los frentes; el esplendor de los obuses que estallaban, la mirada desvelada de los centinelas exhaustos de fatiga; el enfermero que da de beber al herido; el sargento de artillería, agente de enlace de un coronel de infantería, que espera con impaciencia la carta de su amiga; el jefe de sección que inicia la guardia en la noche cubierta de nieve; el Rey—Luna flotaba encima de las trincheras y gritaba, no ya en alemán sino en francés:
"A mí me toca quitarle la corona que di a su abuelo."
Al mismo tiempo lanzaba pequeñas bombas de angustia y de locura sobre sus regimientos bávaros; en el cuerpo de garibaldinos, Giovanni Moroni recibía una bala en el vientre y moría pensando en su madre Attilia; en Paris, David Bakar tejía pasamontañas para los soldados y leía L'Echo de Paris; Viersélin Tigoboth conducía un cañón automóvil belga hacia Ypres; Mme. Muscade cuidaba a los heridos en un hospital de Cannes; Paponat era sargento furriel en un parque de infantería en Lisieux; René Dalize comandaba una compañía de ametralladoras; el pájaro de Benin camuflaba piezas de artillería pesada; en Szepeny, Hungría, un elegante viejecito se suicidaba ante el altar donde reposa la urna de Santa Adorata. En Viena, el conde Polaski, cuyo castillo está en los alrededores de Cracovia, compraba a un ropavejero una extraña máscara en forma de pico de águila, el feldwebel Hannes Irlbeck ordenaba a sus reclutas asesinar a un viejo sacerdote ardenés y a cuatro jovencitas indefensas; el viejo ventrílocuo cómico Chrislam Barrow daba funciones en los hospitales de Londres para distraer a los heridos.
Después el poeta resucitado vio los mares profundos, las minas flotantes, los submarinos, las poderosas escuadras.
Vio los campos de batalla de Prusia Oriental, de Polonia, la calma de una pequeña aldea siberiana, combates en África, Anzac y Sedul—Bar, Salónica, la elegancia desollada e infinitamente terrible del mar de trincheras en la piojosa Champaña, el subteniente herido que llevan a la ambulancia, los jugadores de béisbol en Connecticut; y batallas, batallas; mas en el momento en que iba a ver el fin de todo, y sobre todo aquello que deseaba conocer, el brigadier se puso nuevamente su máscara ciega y dijo antes de irse:
—Artillero, has faltado a la llamada. Has estado ausente.
En aquel momento la trompeta tocó las tiernas, melancólicas notas de la extinción de los fuegos.
Levantando la cabeza antes de volver a su cuadra, el poeta resucitado vio que en el cielo las estrellas se habían agrupado y que sin apagarse se deshojaban en perfumados pétalos, y puntos de impacto de millones de gritos lanzados por la tierra y por el cielo, formaban esta deslumbrante inscripción:
V I V A F R A N C I A
D U E R M E E N S U
C A T R E C I T O D E
S O L D A D O M I
P_____O_____E
T___________A
R___________E
S___________U
C___________I
T___________A
D ___________O
Después se marchó como los otros con un destacamento...
Y el frente se iluminó, los hexaedros giraron, las flores de acero se abrieron, las alambradas enflaquecieron de deseos sangrientos, las trincheras se abrieron como hembras ante los machos.
Mientras el poeta oía maullar los obuses sobre los hipogeos que cavan los soldados, una Dama maravillosa acariciaba su collar de hombres atentos, ese collar sin igual, gargantilla de todas las razas que chorrea fuegos sin número.
Et les chevaux de frise écumaient sous la pluie O glauque jour oú va le regiment de sites. O tranchées, soeurs profondes des murailles.
Después de llegar a caballo hasta las líneas, con su pelotón de rondines y envuelto en vapores asfixiantes, el brigadier de la máscara ciega sonreía amorosamente al porvenir cuando un obús de grueso calibre le acertó en la cabeza, de donde salió, como una sangre pura, una Minerva triunfal.
¡De pie, todo el mundo, para recibir cortésmente a la victoria!

This entry was posted on 13 marzo 2010 at 19:50 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

1 comentarios

Anónimo  

Gracias

27 de enero de 2018, 20:07

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