Thomas Pynchon - "Entropía"

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Novelista posmoderno estadounidense que, en cierta manera, encajaría con la definición que Djuna Barnes dio de sí misma, aquella de "la escritora desconocida más famosa del mundo". Pues algo de eso le pasa a Pynchon. Considerado por algunos como el más grande escritor vivo (estas cosas siempre hay que tomarlas con cierta distancia), con legiones de seguidores que rozan el fanatismo, reverenciado por muchos autores (de Don de Lillo a David Foster Wallace), idolatrado por algunos críticos como Harold Bloom (y a veces despreciado por otros, claro, como George Steiner, el gurú de The New Yorker), cada nuevo lanzamiento suyo copa las páginas de las revistas literarias y los suplementos culturales y, pese a todo eso, es un enorme desconocido. Claro que ser considerado el sucesor de James Joyce en lo que se refiere a innovación de la literatura contemporanea no es una buena tarjeta de presentación en un mundo en el que los niños en pijama, los códigos templarios o los secretos copan las listas de ventas.
Este cuento se encuentra recogido en la colección de relatos "Lento aprendizaje".


Boris me acaba de hacer un resumen de sus
ideas. Es un profeta del tiempo y dice que
éste seguirá empeorando. Habrá más
calamidades, más muerte, más desesperación.
No se observa la más ligera indicación de un
cambio... Debemos llevar el paso, cerrados
en fila hacia la prisión de la muerte. Imposible
escapar. El tiempo no cambiará.

Trópico de Cáncer

En el piso de abajo, la fiesta de romper-contrato-de-alquiler que daba Meatball Mulligan, entraba en su cuadragésima hora. En el suelo de la cocina, entre benjamines de champán vacíos, Sandor Rojas y tres amigos más jugaban al escupir-al-océano y se mantenían despiertos a base de Heidsieck y píldoras de benzedrina. En el cuarto de estar, Duke, Vincent, Krinkles y Paco, agazapados alrededor de un altavoz de 40 centímetros sujeto con tornillos a la parte superior de una papelera, escuchando lo que daban de sí 27 vatios de La Puerta de los Héroes de Kiev. Todos lucían gafas de concha y expresión de embeleso, y fumaban unos cigarrillos de aspecto curioso que no contenían, como cabía esperar, tabaco, sino una forma adulterada de cannabis sativa. Este grupo era el cuarteto Duke di Angelis. Grababan para un sello local llamado Tambú, y tenían en su haber un LP de diez pulgadas titulado Cantos del Espacio Sideral. De vez en cuando, uno de ellos sacudía la ceniza del cigarrillo en el cono del altavoz, para verla brincar por él. Meatball dormitaba junto a la ventana, apretando contra su pecho una botella de litro y medio vacía como si fuera un oso de peluche. Varias jóvenes funcionarias, que trabajaban en sitios como el Departamento de Estado y la N.S.A, estaban tiradas por sofás, sillones y, una de ellas, sobre el lavabo del cuarto de baño.
Esto era a principios de febrero de 1957, y en aquella época había muchos norteamericanos rondando expatriados por Washington, D.C. y que, cada vez que te los encontrabas, te contaban que un día se irían a Europa de verdad, pero de momento parecían trabajar para el gobierno. Todos veían en ello una sutil ironía. Organizaban, por ejemplo, fiestas políglotas en las que poco menos que ignoraban al recién llegado que no fuera capaz de sostener conversaciones simultáneas en tres o cuatro idiomas. Se pasaban semanas y semanas asediando las charcuterías de especialidades armenias y te invitaban a comer bulgur y cordero en minúsculas cocinas cuyas paredes estaban cubiertas con carteles de corridas de toros. Tenían relaciones amorosas con chicas sexys de Andalucía o del Midi que estudiaban económicas en Georgetown. Su Dôme era una cervecería de estudiantes de Wisconsin Avenue que se llamaba Old Heidelberg, y cuando llegaba la primavera tenían que contentarse con cerezos en flor en vez de tilos, pero, a su manera letárgica, aquella vida, como ellos decían, les molaba.
En aquel momento la fiesta de Meatball parecía encontrar un segundo aliento. Afuera llovía. Las gotas se estrellaban con ruido sordo contra la tela asfáltica del tejado y se despedazaban en fino rocío sobre las narices, cejas y labios de las gárgolas de madera que había bajo los aleros, y caían como baba por los cristales de la ventana. El día antes había nevado, y el día anterior a éste soplaron vientos muy fuertes y antes de todo esto lució un sol que hizo que la ciudad brillase como si fuera abril, aunque por el calendario estábamos a primeros de febrero. Es una curiosa estación en Washington, esta falsa primavera. Caen por entonces el Aniversario de Lincoln y el Año Nuevo Chino, y flota en las calles una sensación de desamparo porque aún faltan semanas para que florezcan los cerezos y, como ha dicho Sarah Vaughan, la primavera llegará un poco tarde este año. En general, las gentes como las que se congregaban en el Old Heidelberg en las tardes de los días laborables para beber Würtzburger y cantar Lilí Marlén (no digamos La Novia de Sigma Khi) son inevitable e incorregiblemente románticas. O como todo buen romántico sabe, la sustancia del alma (spiritus, ruach, pneuma) no es más que aire; de modo que es natural que las distorsiones de la atmósfera repercutan en quienes la respiran. Por ello se superponen a los componentes públicos —días festivos, atracciones para turistas—, itinerarios privados, vinculados al clima como si este periodo fuera un stretto pasaje en la fuga anual: tiempo aleatorio, amores erráticos, compromisos no previstos: meses que fácilmente se pueden pasar en fuga, porque curiosamente, más adelante, vientos, lluvias, pasiones de febrero y marzo huyen del recuerdo en esa ciudad, como si jamás hubieran existido.
Los graves del final de La Puerta de los Héroes retumbaron a través del suelo y despertaron a Callisto de su sueño intranquilo. De lo primero que tuvo conciencia fue de un pajarillo que tenía tiernamente entre las manos, contra su cuerpo. Volvió la cabeza sobre la almohada hacia abajo y le sonrió. El pájaro hundía en el cuerpo la cabecita azul y la enfermedad se reflejaba en sus ojos velados. Callisto se preguntó durante cuántas noches más tendría que trasmitirle su calor antes de que se restableciera. Sostenía así al pájaro desde hacía tres días, pues no conocía otra manera de devolverle la salud. A su lado, la chica se rebulló y dio un gemido, con un brazo cruzado sobre la cara. Confundidas con los sonidos de la lluvia llegaban las primeras voces mañaneras, vacilantes y quejumbrosas de los otros pájaros, ocultos en filodendros y pequeños palmitos: pinceladas de rojo, amarillo y azul entrelazados en esta fantasía a la manera de un cuadro de Rousseau, esta jungla de invernadero que le había costado siete años entretejer. Sellada herméticamente, era un diminuto enclave de regularidad en el caos de la ciudad, ajeno a las divagaciones del tiempo, de la política nacional, de cualquier desorden social. Gracias al método de ensayo y error Callisto había perfeccionado su equilibrio ecológico, con ayuda de la chica, su armonía estética, de modo que las oscilaciones de su flora, los movimientos de sus pájaros y de los ocupantes humanos constituían un todo tan integrado como los ritmos de un móvil perfectamente construido. Naturalmente ni la chica ni él podían ser excluidos de este santuario, pues habían llegado a ser necesarios para su unidad. Recibían del exterior lo que necesitaban. Nunca salían de allí.
—¿Está bien? —murmuró ella, tendida como un signo de interrogación atezado, con unos ojos que de pronto eran enormes y oscuros y parpadeando lentamente.
Callisto deslizó un dedo por debajo de las plumas de la base del cuello del pájaro; lo acarició suavemente.
—Me parece que se pondrá bien. ¿Lo ves? Está oyendo que sus amigos empiezan a despertarse.
La chica había oído la lluvia y los pájaros incluso antes de que se despertara del todo.
Se llamaba Aubade: medio francesa medio anamita, vivía en un planeta extraño y solitario, muy particular, donde las nubes y el olor de las poincianas, la acritud del vino y el contacto fortuito de unos dedos por su región lumbar o, como plumas, por sus senos, todo ello se convertía inevitablemente para ella en elementos sonoros de una música que emergía por entre los intervalos de una aulladora oscuridad de discordancia.
—Aubade, ve a ver —le pidió él.
Obediente, se levantó; se acercó con pasos lentos y pesados a la ventana, descorrió las cortinas, y pasado un instante dijo:
—Treinta y siete. Sigue en treinta y siete.
Callisto frunció el ceño.
—Entonces estamos así desde el martes —dijo—. Ningún cambio.
Henry Adams, tres generaciones antes de la suya, había contemplado espantado la Energía; ahora Callisto se encontraba en una situación muy parecida con respecto a la Termodinámica, la vida interior de esa energía, dándose cuenta, como su predecesor, de que la Virgen y la Dinamo representan tanto el amor como la energía; que ambas cosas son, de hecho, lo mismo; y que el amor, por lo tanto, no sólo hace girar el mundo, sino que también hace girar las bochas y rotar las nebulosas. Era este último aspecto sideral el que le inquietaba. Los cosmólogos habían pronosticado al Universo una eventual muerte térmica (algo así como el Limbo, ausencia de forma y movimiento, energía calorífica uniforme en todos sus puntos); los meteorólogos la conjuraban a diario, contraponiéndola a toda una gama tranquilizadora de temperaturas diversas.
Pero ahora hacía tres días, a pesar del tiempo cambiante, el mercurio no se movía de 37 grados Fahrenheit. Desconfiando de los presagios de apocalipsis, Callisto cambió de postura bajo las mantas. Sus dedos apretaron con mayor firmeza al pájaro, como si necesitara una garantía palpitante o sufriente de un próximo cambio de temperatura.
Fue la última percusión de platillos la que surtió el efecto. Meatball recobró la conciencia dolorosamente, con un sobresalto en el mismo momento en que cesaba el meneo sincronizado de cabezas por encima de la papelera. El siseo final se demoró por un instante en la habitación, y luego se fundió con el murmullo de la lluvia.
—Aaargghh —exclamó Meatball en medio del silencio, mirando la botella vacía.
Krinkles, a cámara lenta, se volvió, sonrió y le tendió un cigarrillo.
—La hora del té, muchacho —le anunció.
—No, no —respondió Meatball—. Cuántas veces tengo que decíroslo, tíos. En mi casa, no. Ya deberíais saber que Washington está plagado de polis.
Krinkles hizo un gesto de decepción.
—Jo, Meatball, ya no quieres hacer nada.
—Matar el gusanillo. Es mi única esperanza. ¿Queda algo de beber?
Meatball empezó a trastabillar hacia la cocina.
—Champán creo que no —contestó Duke—. Hay una caja de tequila detrás de la nevera.
Pusieron un disco de Earl Bostic. Meatball se detuvo en la puerta de la cocina, mirando furibundo a Sandor Rojas.
—Limones —dijo después de pensar un momento. Se tambaleó hasta el frigorífico y sacó tres limones y una bandeja de hielo, encontró el tequila y se dispuso a restaurar el orden de su sistema nervioso. De momento se hizo sangre al partir los limones; tuvo que emplear las dos manos para exprimirlos y un pie para desprender los cubitos de la bandeja; pero al cabo de unos diez minutos y como por milagro, observaba radiante un monstruoso cóctel de tequila.
—Tiene una pinta fabulosa —dijo Sandor Rojas—. ¿Qué tal si me haces uno?
Meatball le guiñó un ojo.
Kitchi lofass a shegitbe —¡contestó maquinalmente, y se encaminó al baño.
—¡Oye! —exclamó al cabo de un momento sin dirigirse a nadie en concreto—. ¡Hay una chica o algo así dormido en el lavabo!
La agarró por los hombros y la zarandeó.
—¿Qué...? —balbuceó ella.
—No tienes aspecto de estar muy cómoda —le dijo Meatball.
—Vaya —convino ella.
Titubeó hasta la ducha, abrió el agua fría y se sentó bajo el chorro con las piernas cruzadas.
Así está mejor —dijo sonriente.
—¡Meatball! —chilló Sandor Rojas desde la cocina— Hay un tipo que pretende entrar por la ventana. Sin duda un novato de esos que no se contentan con los entresuelos.
—No te preocupes —dijo Meatball—. Le ganamos en altura.
Regresó rápidamente a la cocina. En la salida de incendios se veía a un ser de aspecto desaliñado y lastimoso deslizando las uñas por el cristal. Meatball le abrió la ventana.
—Saúl —dijo.
—Hace cierta humedad fuera —comentaba Saúl al entrar por la ventana, chorreando—.
Supongo que te has enterado.
—Que Miriam te dejó o algo así. Es todo lo que he oído.
De repente, sonó en la puerta principal un aporreo.
—Adelante, adelante —gritó Sandor Rojas.
La puerta se abrió. Eran tres chicas de la Universidad de George Washington, todas estudiantes de filosofía. Cada una traía una garrafa de Chianti. Sandor se levantó de un salto y corrió a la sala.
—Nos han dicho que había una fiesta —dijo una rubia.
—¡Carne fresca! —gritó Sandor.
Era un ex-partisano húngaro, que evidenciaba fácilmente el peor caso crónico de lo que ciertos críticos de la clase media han denominado donjuanismo del distrito de Columbia.
Purché porti la gonnella, voi sapete quel che fa. Como el perro de Pavlov: una voz de contralto o un tufillo de Arpège, y Sandor se ponía a salivar. Meatball contempló nebulosamente al trío en su desfile hacia la cocina, y se encogió de hombros.
—Meted el vino en la nevera —dijo—, y buenos días.
El cuello de Aubade describía un arco dorado mientras, inclinada sobre las cuartillas de papel de barba, garabateaba sin pausa en la verde penumbra de la habitación.
—Cuando de joven estudiaba en Princeton —dictaba Callisto, acunando al pájaro contra el vello gris de su pecho—, Callisto había aprendido una fórmula mnemotécnica para acordarse de las leyes de la termodinámica: no se puede ganar, las cosas van a peor antes de que mejoren, y quién dice que van a mejorar. A la edad de cincuenta y cuatro años, teniendo delante la concepción del universo de Gibbs, cayó en la cuenta de que, en el fondo, aquella jerigonza de sus tiempos de estudiante era, después de todo, profética. Aquel largo laberinto de ecuaciones se transformó a sus ojos en la visión de una muerte calórica inevitable del cosmos. Siempre había sabido, por supuesto, que sólo máquinas o sistemas teóricos funcionan con una eficacia del cien por cien; y que, según el teorema de Clausius, la entropía de un sistema aislado aumenta constantemente. Pero hasta que Gibbs y Boltzmann aplicaron a ese principio los métodos de la mecánica estadística no se le hizo patente todo su horrible significado: sólo entonces se dio cuenta de que el sistema aislado —galaxia, máquina, ser humano, cultura, lo que sea— ha de evolucionar espontáneamente hacia la Condición de Probabilidad Máxima. Así pues, se vio obligado, en el triste declive otoñal de la edad madura, a reexaminar de forma radical todo lo que hasta entonces había aprendido. Ahora tenía que examinar de nuevo todas las ciudades y estaciones y pasiones fortuitas de su vida bajo una luz nueva y elusiva y no sabía si iba a ser capaz de enfrentarse a la tarea. Conocía los peligros de la falacia reduccionista, y esperaba ser lo bastante fuerte para no dejarse arrastrar a la elegante decadencia de un fatalismo enervado. El suyo había sido siempre un tipo de pesimismo vigoroso, italiano. Como Maquiavelo aceptaba que las fuerzas de la virtud y de la fortuna son, aproximadamente, del 50 por ciento; pero ahora las ecuaciones introducían un factor aleatorio que desplazaba la probabilidad hacia una proporción inefable e indeterminada que, él mismo descubrió, temía calcular. A su alrededor amenazaban vagas formas de invernadero, y el corazón lastimosamente pequeño trepidaba contra el suyo. Como contrapunto a las palabras de Callisto, la chica oía el gorjeo de los pájaros y los espasmódicos bocinazos de los coches diseminados por la mañana lluviosa, y el contralto de Earl Bostic elevándose, a través del suelo, en agrestes crescendos ocasionales. La pureza arquitectónica del mundo de Aubade se veía constantemente amenazada por esos toques de anarquía, brechas y excrecencias, líneas oblicuas, y un desplazamiento o inclinación de los planos a los que continuamente tenía que readaptarse, a fin de evitar que toda la estructura se desintegrara en una confusión de señales discretas e ininteligibles. Cierta vez Callisto describió el proceso en términos de “retroalimentación”: cada noche ella se internaba en sueños con una sensación de agotamiento, y una determinación desesperada de no relajar nunca aquella vigilancia. Incluso en los cortos periodos en que Callisto le hacía el amor, remontándose por encima del arqueo de los nervios tensos vibraba en pizzicatos improvisados la cantinela solitaria de su determinación.
—Aun así —continuó Callisto—, encontró en la entropía, o medida de la desorganización en un sistema cerrado, una metáfora adecuada aplicable a ciertos fenómenos de su propio mundo. Veía, por ejemplo, a la generación más joven respondiendo a Madison Avenue con la misma furia que la suya reservó en otro tiempo a Wall Street, y en el consumismo norteamericano descubrió una tendencia similar desde lo menos a lo más probable, desde la diferenciación a la uniformidad, desde la individualidad estructurada a una especie de caos. En resumen, se sorprendió formulando de nuevo la predicción de Gibbs en términos sociales, preveía una muerte calórica de esta cultura en la que las ideas, como la energía calórica, ya no se transferiría, dado que, en última instancia, cada uno de sus elementos tendría la misma cantidad de energía y, en consecuencia, cesaría el movimiento intelectual.
Súbitamente alzó la vista.
— Compruébalo ahora —pidió a la chica.
De nuevo ella se levantó y miró el termómetro.
—Treinta y siete —dijo—. Ha dejado de llover.
El dobló la cabeza rápidamente y mantuvo sus labios sobre un ala estremecida.
—Entonces cambiará pronto —comentó, intentando en el tono dar firmeza a su voz.
Sentado sobre la estufa, Saúl era como una gran muñeca de trapo contra la que una niña hubiera descargado una rabia incomprensible.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Meatball—. Bueno, si es que tienes ganas de hablar, claro.
—Por supuesto que me apetece hablar —replicó Saúl—. De lo que sí estoy seguro es de que le arreé unos buenos mamporros.
—Hay que mantener la disciplina.
—Ja, ja. Ojalá hubieras estado allí, Meatball. Fue una pelea increíble.
Acabó tirándome un Manual de Física y Química a la cabeza, pero en vez de darme a mí dio en la ventana, y al romperse el cristal debió de rompérsele a ella también algo por dentro. Se marchó de casa de repente, llorando, bajo la lluvia y sin impermeable ni nada.
—Volverá.
—No.
—Bueno... —Y en seguida Meatball añadió—: seguro que ha sido por algo muy importante; como, por ejemplo, quién es mejor, Sal Mineo o Ricky Nelson.
—Lo más gracioso de todo es que fue a causa de la teoría de la comunicación —explicó Saúl.
—Particularmente no sé nada de teoría de la comunicación.
—Ni mi mujer. Pero, bien mirado, ¿quién hay que sepa algo? Ahí está la gracia.
Cuando Meatball vio la clase de sonrisa que Saúl tenía en la cara, le preguntó si le apetecía un tequila o cualquier otra cosa.
—No. Disculpa, lo siento. Es en ese terreno en el que en seguida puedes perder los estribos. Llega un momento en que te imaginas agentes de seguridad por todas partes: detrás de los arbustos, a la vuelta de la esquina. La MOFFET es ultrasecreto.
—¿El qué?
—Modulación factorial de frecuencias flotantes en el espectro transducido.
—Os habéis peleado sobre eso.
—Miriam anda otra vez leyendo ciencia ficción. Ciencia ficción y el Scientific American. Al parecer, está enganchada, como decimos nosotros, a la idea de los ordenadores que actúan como personas. Cometí el error de decirle que también podía verse al revés, y comparar el comportamiento humano a una programación introducida en una máquina IBM.
—¿Por qué no? —le preguntó Meatball.
—Exactamente, ¿por qué no? De hecho es una idea fundamental en la comunicación, y no digamos ya en la teoría de la información. Pero fue decírselo y se puso histérica. Y se armó. Y ni yo mismo sé por qué. Sin embargo, si alguien debería estar enterado, soy yo. Me niego a creer que el gobierno esté malgastando en mí el dinero de los contribuyentes, teniendo como tiene tantas cosas importantes y mejores en qué malgastarlo.
Meatball hizo una mueca.
—Quizá pensó que tu actitud era la del científico amoral, frío y deshumanizado.
—¡Santo cielo! —dijo Saúl, levantando un brazo—. Deshumanizado. ¿Cuánto más humano puedo ser? Me preocupa, Meatball, te lo aseguro. Ahora mismo hay europeos por el norte de África con la lengua arrancada de la boca por haber dicho lo que no debían. Sin embargo los europeos creían que era lo que había que decir.
—Barrera lingüística —sugirió Meatball.
Saúl bajó de la estufa.
—Eso —dijo enfadado— podría llevar el premio al peor chiste del año. No, no es una barrera. En todo caso sería una especie de fuga. Dile a una chica: “Te quiero”. Los dos elementos implicados, tú y ella, no presentan ningún problema, forman un circuito cerrado. Pero con el repugnante verbo “querer” en el medio con el que has de tener cuidado. Ambigüedad. Redundancia. Irrelevancia, incluso. Fuga. Todo eso es ruido. El ruido que distorsiona la onda e introduce la desorganización en el circuito.
Meatball caminó en derredor de sí arrastrando los pies.
—Hombre, no sé, Saúl —balbuceó—, tengo la impresión como si esperases demasiado de la gente. Ya me entiendes. La mayor parte de las cosas que decimos son, sobre todo, ruido, supongo.
—¡Aja! La mitad de lo que tú acabas de decir, por ejemplo.
—A ti también te pasa, ¿no?
—Ya lo sé. —Saúl sonrió amargamente—. Esto es un asco, ¿o qué?
—Será por eso por lo que a los abogados no les faltan divorcios. Vaya, perdona hombre.
—No, no me molesta. Y además —frunció el ceño—, tienes razón. Te das cuenta de que casi todos los matrimonios supuestamente “felices”, como éramos Miriam y yo hasta esta noche, se basan más o menos en un compromiso. Nunca uno funciona a pleno rendimiento, lo que uno tiene normalmente es una base mínima para que la cosa marche.
Creo que eso se llama estar unidos.
—Puaf.
—Exactamente. Ahí dentro sí que hay ruido. Pero la cantidad de ruido no es la misma para ti que para mí, porque tú estás soltero y yo no. Hasta ahora por lo menos. Bueno, al diablo con todo.
—Por supuesto —dijo Meatball, en plan conciliador—. Empleabais palabras distintas.
Por “ser humano” entendías algo que puedes considerar como un ordenador. Eso te ayuda a pensar mejor en algo, yo qué sé. Pero Miriam entendía otra cosa totalmente...
—Al diablo con todo —repitió Saúl.
Meatball permaneció en silencio.
—Sí, me apetece ese trago —dijo Saúl al cabo de un instante.
La partida de cartas se había suspendido, y los amigos de Sandor se consumían lentamente con tequila. En el sofá del cuarto de estar, una de las estudiantes y Krinkles estaban en plena conversación amorosa.
—No —decía Krinkles—, no, no puedo hundir a Dave. De hecho, reconozco los muchos méritos de Dave. Sobre todo, teniendo en cuenta su accidente y todo eso. La sonrisa desapareció del rostro de la chica.
—Qué terrible —dijo—. ¿Qué accidente?
—¿No lo sabes? —dijo Krinkles—. Cuando estaba en el ejército de soldado raso lo mandaron en misión especial a Oak Ridge. Algo que tenía que ver con el Proyecto Manhattan. Un día, manejando no sé qué material peligroso recibió una sobredosis de radiación. Así que ahora tiene que llevar siempre guantes de plomo.
Ella meneó la cabeza con gesto compasivo.
—¡Qué comienzo más desafortunado para un pianista! —comentó.
Meatball había dejado a Saúl con una botella de tequila y se disponía a irse a dormir a un armario, cuando de pronto se abrió la puerta de entrada, e invadieron el piso cinco tipos de la Marina estadounidense, todos ellos en distintos grados de abominación.
—¡Aquí es! —vociferó un aprendiz de marinero, gordo y granujiento, que había perdido su gorra blanca—. Ésta es la casa de putas que decía el jefe.
Un enjuto segundo contramaestre de tercera clase le apartó de un empellón e inspeccionó la sala de estar.
—Tienes razón, Slab, —dijo—. Pero no está nada mal para una buena ciudad americana como ésta. En cuanto a traseros, los he visto mejores en Nápoles.
—¿Cuánto es, oiga? —tronó un marino corpulento con vegetaciones, que sostenía un tarro de vidrio con cierre hermético lleno de whisky casero.
—Por Dios —murmuró Meatball.
Afuera la temperatura seguía clavada en 37 grados Fahrenheit. En el invernadero Aubade acariciaba con gesto ausente las ramas de una joven mimosa, oyendo el motivo de savia ascendente, torpe esbozo del tema anunciador de esos frágiles capullos rosados que, según se dice, aseguran la fertilidad. Aquella música elevaba en entralazados cimacios: arabescos de orden rivalizaban, como en una fuga, con las disonancias improvisadas de la fiesta del piso de abajo, que a veces culminaban en cúspides y molduras de ruido. Aquella valiosa relación señal/ruido, cuyo delicado equilibrio reclamaba hasta la última caloría de la energía de Aubade, oscilaba dentro de su cráneo pequeño y tenue, mientras observaba a Callisto proteger al pájaro. Ahora Callisto estaba intentando hacer frente a toda la idea de muerte térmica, mientras acariciaba el plumoso cuerpecillo entre sus manos. Buscaba correspondencias. Sade, por supuesto. Y Temple Drake, flaca y desesperanzada en su parquecillo parisino, al final de Santuario. Equilibrio definitivo. El bosque nocturno. Y el tango. No importa cuál, pero quizá más que cualquier otro la triste y mórbida danza de La historia del soldado de Stravinsky. Hizo memoria: ¿qué fue para ellos la música del tango después de la guerra, qué significados se le pasaron por alto en este acoplamiento de autómatas ceremoniosos que llenaban los cafés-dansants, o en esos metrónomos que oscilaban detrás de los ojos de sus parejas? Ni siquiera la regularidad de los vientos limpios de Suiza pudieron curar la grippe espagnole: Stravinsky la padeció, todos la padecieron. ¿Y, por el momento, cuántos músicos quedaron después de Passendale, después del Marne? En este caso se reducían a siete: violín, contrabajo. Clarinete, fagot. Trompa, trombón. Platillos. Casi como si un grupo cualquiera de saltimbanquis se hubiera empeñado en transmitir la misma información que una orquesta en pleno. Apenas quedaba un conjunto completo en Europa. Pero con violín y platillos Stravinsky había conseguido comunicar en aquel tango el mismo agotamiento, la misma falta de aire que se veía en los jovencitos engominados que pretendían imitar a Vernon Castle, y en sus queridas, a las que les daba igual. Ma Maîtresse. Celeste. Al volver a Niza después de la segunda guerra mundial, había encontrado, en el lugar de aquel café, una perfumería que abastecía a los turistas americanos. Y ni un vestigio secreto de ella en el empedrado de la calle, ni en la vetusta pensión contigua; ni un perfume que armonizara con su aliento, aromatizado por el dulce vino español que siempre tomaba. Así que se había comprado una novela de Henry Miller y se había tomado el tren a París. Se leyó la novela durante el viaje, de modo que al llegar iba ya, por lo menos, un poco avisado. Y vio que Celeste y las demás, incluida Temple Drake, no eran lo único que había cambiado.
—Me duele la cabeza, Aubade.
El sonido de su voz generó en ella un fragmento de melodía como respuesta. Su movimiento hacia la cocina, la toalla, el agua fría, y la mirada de Callisto siguiéndola formaron un canon extraño e intrincado; y mientras ella le aplicaba la compresa sobre la frente, el suspiro de gratitud que él exhaló parecía señalar un nuevo tema, otra serie de modulaciones.
—No —seguía diciendo Meatball—, no, lo siento. Esto no es una casa de dudosa reputación. Lo siento, créanme.
Slab se mantenía impertérrito.
—Pero si nos lo dijo el jefe —repetía una y otra vez.
El marino ofrecía el whisky a cambio de una buena tía. Meatball, desesperado, miraba a su alrededor en busca de socorro. En el centro de la habitación, el cuarteto Duke di Angelis vivía un momento histórico. Vincent estaba sentado, y los demás de pie: estaban haciendo los mismos movimientos que haría un conjunto en plena actuación, sólo que sin instrumentos.
—Oye —dijo Meatball.
Duke movió la cabeza varias veces, sonreía débilmente, encendió un cigarrillo y por fin se percató de Meatball.
—Tranquilo, muchacho —susurró.
Vincent se puso a agitar los brazos, con los puños cerrados; luego, bruscamente, se quedó inmóvil, y luego repitió la operación. Así continuaron un rato, mientras Meatball sorbía su tequila con aire sombrío. La flota se había retirado a la cocina.
Finalmente, obedeciendo a alguna señal invisible, los del conjunto dejaron de marcar el ritmo con los pies, y Duke, sonriente, dijo:
—Por lo menos hemos acabado todos a la vez.
Meatball lo atravesó con la mirada.
—Oye —dijo.
—Acabo de concebir algo nuevo, chico —dijo Duke—. Te acuerdas de tu tocayo, ¿no? ¿Te acuerdas de Gerry?
—No —respondió Meatball—. Me Acordaré de Abril, si eso te sirve de algo.
—En realidad —dijo Duke—, era Amor en Venta. Lo que demuestra el nivel de tus conocimientos. El hecho es que eran Mulligan, Chet Baker y aquella panda de entonces. ¿Me sigues?
—Saxo barítono —respondió Meatball—. Algo de un saxo barítono.
—Pero sin piano, chico. Ni guitarra. Ni acordeón. Tú ya sabes lo que significa eso.
—No exactamente —dijo Meatball.
—Bueno, pues en primer lugar te diré que yo no soy un Mingus ni un John Lewis y que la teoría nunca ha sido mi fuerte. Quiero decir que cosas como leer y eso siempre han sido difíciles para mí y...
—Lo sé —dijo Meatball secamente—. Te quitaron el carnet porque en una fiesta de un club de Kiwanis cambiaste de clave Cumpleaños feliz.
—El de los Rotarios. Pero se me ocurrió, en uno de esos destellos de inspiración, que si aquel primer cuarteto de Mulligan no tenía piano, sólo podía significar una cosa.
—Nada de acordes —dijo Paco, el contrabajista con cara de niño.
—Quiere decir —explicó Duke— nada de acordes fundamentales. Nada que escuchar mientras tocas una línea horizontal. Con lo que uno se contenta en estos casos es pensar las fundamentales.
Una conciencia horrorizada estaba despuntando en Meatball.
—¿Y el siguiente paso lógico?
—Pensarlo todo —declaró Duke con sencilla dignidad—. Las fundamentales, la línea melódica, todo.
Meatball lo miró sobrecogido.
—Pero...
—Hombre —apuntó Duke con modestia—, todavía quedan algunas pegas por resolver.
—Pero... —inquirió Meatball.
—Escucha —explicó Duke—. Vas a ver cómo lo entiendes.
Y otra vez se pusieron en órbita, presumiblemente alrededor del cinturón de los asteroides. Al poco rato Krinkles colocó los labios en embocadura y empezó a mover los dedos, y Duke se dio una palmada en la frente.
—¡Diantre! —rugió—. El tema nuevo que estamos usando, ¿recuerdas?, el que escribí anoche.
—Claro —afirmó Krinkles—, el tema nuevo. Yo entro en el puente. En todos sus temas es ahí donde entro yo.
—Exacto —dijo Duke—. ¿Entonces por qué...?
—Dieciséis compases, espero, entro... —dijo Krinkles.
—¿Dieciséis? —dijo Duke—. No. No, Krinkles. Has parado en el octavo. ¿Quieres que te lo cante? Huellas de carmín en el cigarrillo, pasaje de avión a lugares románticos.
Krinkles se rascó la cabeza.
—Querrás decir Esas Cosas Locas.
—Exacto, Krinkles —afirmó Duke—; exacto. Bravo.
—No se trata de Recordaré Abril —explicó Krinkles.
—Minghe morte —contestó Duke.
—Me dio la impresión de que lo estábamos tocando un poco lento —sugirió Krinkles.
Meatball rió por lo bajo.
—Empecemos de nuevo.
—Que va, muchacho —aseguró Duke—, vuelvan las ondas al vacío.
Y de nuevo despegaron, sólo que pareció que Paco tocaba en Sol sostenido y los demás en Mi bemol, de modo que tuvieron que volver a empezar.
En la cocina, dos de las chicas de la George Washington y los marineros cantaban “Hundámomos todos” y “Méate en el Forrestal”. Al lado de la nevera tenía lugar un juego de morra bilingüe y a dos manos. Saúl había llenado de agua varias bolsas de papel, se había sentado en la escalera de incendios y desde allí las dejaba caer sobre la gente que pasaba por la calle. Una funcionaria gorda con una camisa de Bennington, que hacía poco se había hecho novia de un alférez de fragata destinado en el Forrestal, entró como una tromba en la cocina, con la cabeza baja, y embistió a Slab en el estómago. Considerando que aquello era un motivo de pelea tan válido como cualquier otro, los amigos de Slab acudieron atropelladamente. Los jugadores de morra, nariz con nariz, chillaban trois, sette, con toda la fuerza de sus pulmones. Desde la ducha, la chica que Meatball había sacado del lavabo anunció que se estaba ahogando. Al parecer se había sentado sobre el desagüe, y ya le llegaba el agua al cuello. En el piso de Meatball el ruido había alcanzado un crescendo sostenido, impío.
Meatball se limitaba a observar rascándose perezosamente la barriga. Según su parecer había dos maneras de encarar aquella situación: (a) encerrarse en el armario y confiar en que quizá todos acaben marchándose, o (b) tratar de apaciguarlos a todos, uno por uno. La opción a) era sin duda la alternativa más apetecible. Pero entonces se puso a pensar en el armario. Estaba oscuro y poco ventilado, y estaría solo. No le hacía gracia estar solo. Y además a aquella tripulación bajada del Lollipop o de donde fuera le podía dar el capricho de tirar la puerta abajo a patadas, por pura diversión. Y en ese caso él se vería, como poco, en una posición embarazosa. Lo otro era más incordio, pero seguramente mejor a la larga.
Así que decidió hacer un esfuerzo para que su fiesta de romper-todo-contrato-dealquiler no degenerase en caos total: dio vino a los marinos y separó a los jugadores de morra; presentó a la funcionaria gorda a Sandor Rojas, el cual impediría que se metiera en líos; ayudó a la chica de la ducha a secarse y meterse en la cama; tuvo otra charla con Saúl; llamó para que vinieran a arreglar el frigorífico, pues alguien había descubierto que estaba averiado. Todo eso fue lo que hizo hasta al anochecer, momento en que la mayoría de los juerguistas habían perdido el sentido y la fiesta temblaba en el umbral de su tercer día.
Arriba Callisto, inerme en el pasado, no sintió que el ritmo débil que latía dentro del pájaro empezaba a disminuir y apagarse. Aubade, junto a la ventana, paseaba por entre las cenizas de su adorable universo; la temperatura se mantenía fija, el cielo se había vuelto de un gris uniforme oscuro. Entonces algo que pasó en el piso de abajo —un grito de mujer, una silla volcada, un vaso que se estrelló contra el suelo, nunca sabría qué exactamente— penetró aquella privada deformación del tiempo, y tuvo conciencia del desfallecimiento, la tirantez de los músculos, las sacudidas metálicas de la cabeza del pájaro y su propio pulso que, como para compensar, empezó a latir con más intensidad.
—Aubade —la llamó débilmente—, se está muriendo.
Ella, grácil y absorta, cruzó el invernadero para mirar las manos de Callisto. Los dos permanecieron así, expectantes, durante uno o dos minutos, mientras el corazoncito latía con elegante diminuendo hasta detenerse por completo. Callisto levantó la cabeza despacio.
—Le he cogido —protestó, impotente frente al asombro— para darle calor de mi cuerpo. Casi como si le transmitiera vida, o una sensación de vida. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha interrumpido la transmisión de calor? ¿No hay más...? —No terminó la frase.
—Yo estaba justo en la ventana —dijo ella.
Callisto se recostó, aterrado. Ella permaneció un momento más, indecisa; había advertido la obsesión de él hacía tiempo, y de alguna manera se dio cuenta de que aquel 37 constante era ahora decisivo. Y de pronto, como si viera la conclusión única e inevitable de todo aquello, se acercó con rapidez a la ventana antes de que Callisto pudiera decir nada; arrancó las cortinas y rompió el cristal con dos manos exquisitas que retiró ensangrentadas y brillantes de esquirlas; y se volvió para mirar al hombre tendido sobre la cama y esperar con él el momento en que se alcanzara el equilibrio, en que hubiera 37 grados Fahrenheit dentro y fuera, y para siempre, y el inmóvil y curioso factor dominante de sus vidas separadas se resolviera en una tónica de oscuridad y la ausencia definitiva de todo movimiento.

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1 comentarios

Un excelente relato, sin duda. He tenido que analizarlo para una asignatura de la universidad este año. Me ha encantado hacerlo y he comprendido en gran parte su particular modo de exponer conceptos de disciplinas tan complejas como la física y aplicarlas a otros ámbitos, como es el caso de este relato. Gracias por colgarlo y animo a la gente a que lo lea.

8 de febrero de 2010, 14:30

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