Pedro Juan Gutiérrez - "Yo claustrofóbico"

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Poeta, narrador, pintor y periodista cubano. Lo descubrí en el blog de Ade, en sus entradas sobre el realismo sucio y el cuento corto. Algunos lo califican de digno sucesor de Sade o Lautreamont por su capacidad de arrojar las narices de las buenas conciencias sus propia basura. En cierto modo tienen razón, el tamiz caribeño por el que pasa su estilo lo acerca mucho más al francés de Lautreamont (sin la oscura poesía de Ducasse, por supuesto), que al anglosajón de Carver.
Este cuento pertenece a “Anclado en tierra de nadie” de la “Trilogía sucia de La Habana”.

Estuve muchos años intentando desprenderme de tanta mierda que había acumulado sobre mí. Y no era fácil. Si te pasas los primeros cuarenta años de tu vida siendo un tipo dócil, bien domesticado, creyendo en todo lo que te dicen, después es casi imposible aprender a decir «no», «vayanse al carajo», «déjenme tranquilo».
Pero yo siempre logro..., bueno, casi siempre logro lo que quiero. Siempre que no sea un millón de dólares o un Mercedes. Aunque nadie sabe. Si los deseara podría lograrlos. En definitiva eso es lo único importante: desear algo. Cuando deseas algo, con fuerza, ya estás poniéndote en el camino. Es como aquello del arquero zen que lanza la flecha sin tener en cuenta el blanco. Y así insiste muchos años hasta que logra hacer diana, con ese método que invierte la lógica.
Bueno, cuando comencé a abandonar «cosas importantes», las «cosas importantes» de los demás, y a pensar y actuar un poco más para mí mismo, entré en una fase dura. Y estuve muchos años así: al borde de todo. Haciendo equilibrio. Siempre en el precipicio. Me metía en otra etapa de esta aventura que es la vida. A los cuarenta todavía uno está a tiempo de abandonar la rutina, el agobio estéril y aburrido y comenzar a vivir de cualquier otro modo. Sólo que casi nadie se atreve. Es más seguro continuar en lo mismo, hasta el final. Yo me estaba endureciendo. Tenía tres opciones: o me endurecía, o me volvía loco, o me suicidaba. Así que era fácil decidir: tenía que endurecerme. Pero en aquel momento todavía no sabía bien cómo me podía sacar de arriba toda la mierda. Sólo andaba por ahí, caminando por mi pequeña isla, conociendo gente, enamorándome y templando. Templaba mucho: el sexo desenfrenado me ayudaba a escapar de mí mismo. Fue la época de la claustrofobia. Cualquier lugar un poquito encerrado y ya me asfixiaba y me disparaba aullando como un loco. Todo comenzó una vez que me quedé atrapado en el ascensor del edificio. Es un viejo aparato de los años treinta, quiero decir que tiene rejas y es abierto. Es feo porque es americano, no como aquellos hermosos ascensores europeos de esa época que todavía trabajan suavemente en los hoteles del boulevard de la Villette y en otros barrios viejos de París. No. Éste es un cacharro más tosco y simple. Muy oscuro porque los vecinos se roban los bombillos y con una peste permanente a orina, porquería y a los vómitos diarios de un borracho del cuarto piso. Uno sube o baja lentamente mirando el paisaje alrededor: cemento, pedazos de escalera, oscuridad, otro pedazo de escalera, las puertas de cada piso, alguien que espera y al fin se decide a seguir por la escalera, porque el ascensor se detiene cuando quiere y donde más le gusta. Muchas veces decide detenerse sin coincidir con las puertas de salida. Frente a uno sólo está la pared de cemento áspero del pozo, y la gente grita: «¡Ahhh, sáquenme de aquí, coño, que esto se trabó!»
Es como un viejo con arterieesclerosis: todo se le olvida y anda arriba y abajo, muy despacio, estremeciéndose y resoplando, como si ya no tuviera fuerzas para tanto trajín. En fin, en una de esas paradas inesperadas entre dos pisos, yo meto mi mano entre la reja de la puerta y la pared del pozo, me agacho, y alcanzo el borde de la puerta del piso anterior, para ajustarla bien. Sólo así se accionaba todo el mecanismo para continuar hacia arriba. Y lo logré: cerré bien la puerta, el elevador de nuevo se puso en marcha, pero no me dio tiempo a sacar mi brazo. Me lo trabó entre la pared y la reja: un espacio de tres centímetros (para escribir esto lo acabo de medir). Fue terrible porque me fui raspando el brazo y la mano, al paso bien lento del ascensor, hasta el séptimo piso. Grité como un diablo. Me revolqué, y estaba convencido de que mi brazo y mi mano derecha eran un amasijo de huesos y sangre y pellejo destrozado. Pero no. Nada de huesos rotos. Fue una quemadura, con todo el brazo y la mano en carne viva, sangrando, y los nervios convertidos en un puré podrido de fango y mierda de perro. Ya: directo a la caldera del diablo. Claustrofobia galopante. Cuando salí del ascensor. O cuando me sacaron del ascensor, me quedé atrapado dentro de mí mismo. Y estuve atrapado muchos años. Estuve encerrado dentro de mí, derrumbándome dentro de mí.
La claustrofobia fue tan horrible que a veces me despertaba sobresaltado de noche y salía corriendo de la cama. Me sentía encerrado dentro de la noche, dentro del cuarto, dentro de mí, encima de la cama, me faltaba el aire. Tenía que mear y tomar agua y asomarme a la azotea y mirar la inmensidad oscura del mar, y respirar el salitre y el yodo. Entonces me tranquilizaba un poco.
Oh, en realidad no fue sólo el ascensor trabado. El ascensor colmó la copa. Pero antes sucedieron muchas cosas, que ya iré contando poco a poco. Las iré contando en otros momentos. Ahora no. Las iré contando del mismo modo con que uno habla con un muerto a través de una santera, y le dedica flores y vasos de agua y oraciones, para que descanse en paz y no joda más a los que estamos del lado de acá del muro.
Pues bien, yo estaba en ese punto, con la claustrofobia, agobiado. Aplastado como una cucaracha. Y caminaba mucho por todas partes. Por ahí. Siempre estaba huyendo. No podía estar en la casa. La casa era un infierno y un día me fui a un seminario de gente de cine. Si servía podría escribir después una nota para una revista semanal bastante tonta, pero pretenciosa, para la que yo trabajaba entonces.
El seminario duró cuatro días en una escuela de cine que está en las afueras de La Habana. Desde el primer instante me fijé en Rita Cassia: una brasileña de piel dorada que quería ganar mucha plata escribiendo guiones de telenovelas y tenía unas piernas hermosas y quería despegarse de su divorcio reciente. En fin, buscaba a un tipo tropicalmente alegre que la hiciera feliz.
Y así fue. Me lanzó todo su erotismo al mirarme. Eran unos ojos de almendra y miel. Así, como en un bolero. Y nos miramos y fue como si nos diéramos la lengua. Todo lo demás fue rápido. Ignoramos a un famoso documentalista cubano que hacía unas películas espléndidas pero no sabía cómo lo lograba. El tipo era tan intuitivo que era incapaz de percibir su enorme intuición. Por suerte jamás intenta explicar algo seriamente. Hacía anécdotas y era simpático. De todos modos, lo ignoramos y nos fuimos a pasear por el bosquecito. Hablamos tonterías hasta que el campo electromagnético de los dos se sobresaturó y nos besamos sin pronunciar antes ni una sola palabra de amor o deseo. Después me dijo que en los carnavales de Río se pone muy ligera de ropa y se va a bailar samba todas las noches. Supongo que eso tiene algo que ver con sus ojos y su campo electromagnético.
Era ya el atardecer y el bosquecito no es muy tupido y había gente, porque allí los alumnos son muchachos muy promiscuos, como es lógico. Cerca de nosotros, dos muchachos se besaban desaforadamente y en un instante se bajaron la cremallera de los pantalones, sacaron sus pingas y se acostaron en la tierra, desesperados, a mamárselas mutuamente, en un 69. Eso me calentó más aún. Salimos de allí. Fuimos al pequeño apartamento que Rita Cassia alquilaba y la puse a mamar aún sin quitarme la ropa. Sobre una mesa tenía ron añejo de siete años. Ah, cuánto tiempo sin ver esas dulces botellas de buen ron. Pues me serví un largo trago con hielo, y después otro, y me pasmé: estuve dándole pinga por todas partes más de una hora, sin venirme. Ella movía su cintura y su pelvis y gozaba y me rociaba con ron. Tomaba un trago y desde la boca lo soplaba sobre mí y después pasaba su lengua por mi piel para recuperarlo. El ron a veces me paraliza el orgasmo: la pinga se mantiene tiesa, pero no tengo orgasmo.
Cuando al fin me concentré para venirme -porque ya estaba muy cansado- logré acumular suficiente fuerza de voluntad y sacar la pinga a tiempo para echarle toda la leche sobre el vientre. Oh, y era mucha. Hacía una o dos semanas que yo no templaba, y tenía mucha leche. Y Rita Cassia se arrebató con aquello y repetía: «Gustoso, gustoso, ahhh, gustoso.»
Lo demás fue una larga orgía, porque después del seminario siguió el Festival de Cine Latinoamericano, y La Habana -para nosotros- se transformó en un paraíso: mucho cine, mucha templeta, mucho ron y buena comida. Ya Cuba estaba empezando la hambruna más seria de su historia. Creo que fue en el 91. Nadie se imaginaba toda el hambre y la crisis que vendría después. Yo tampoco. Yo sólo estaba preocupado por mi claustrofobia galopante y por tratar de comer porque ese mismo año, en unos pocos meses, había adelgazado dieciocho kilos. Evidentemente por falta de comida.
Otra de nuestras diversiones era eludir a María Alexandra, una guionista de telenovelas de éxito en Brasil. Esa buena señora es todo un camionero, y asediaba a Rita Cassia con un espléndido despliegue de recursos seductores: se aparecía con flores en la habitación a cualquier hora, la invitaba a todos los cocktails y ágapes posibles, y le prometía hasta la saciedad que la ayudaría a escribir un buen guión para colocarlo en O’Mundo nada más y nada menos.
Otro de sus recursos de caballero enamorado era hacerme la guerra fría, adoptando alternativamente dos posturas: me ignoraba olímpicamente, o me trataba con una condescendencia paternalista y a la vez distante. María Alexandra amaba con tanta pasión a Rita Cassia que aplastaba cualquier obstáculo. Como fuera. Estaba segura de que yo no podría proporcionarle a Rita Cassia ni un ápice del enorme placer sexual y sensual que ella le daría en cuanto le pusiera las manos encima. Rita Cassia, femeninamente, se mantenía fiel a mí, pero transmutaba en una gatica voluble y graciosa en cuanto aparecía el camionero que le abriría las puertas doradas de O’Mundo.
Así pasaron los días. Nos divertimos. Yo me sentía feliz y no percibía que era un gran muerto de hambre. Un digno y romántico muerto de hambre. Bueno, ya dije que la crisis estaba comenzando y la hambruna se agudizaba, pero uno siempre ve la paja en el ojo ajeno y dice: «Todos están pasando mucha hambre y adelgazando por día.» Y es difícil decirlo como es: «Tenemos mucha hambre y adelgazamos por día.» Rita Cassia lo había pagado todo porque yo no tenía un dólar en el bolsillo Y tranquilamente acepté que ella pagara siempre. La otra opción era irme a mi casa, aburrido, a comer arroz con frijoles, y perderme la fiesta. Así fue. Hasta que llegó el final. Yo estaba sobre la cama, con el último trago de añejo siete años en la mano. Rita Cassia se vestía para caminar un poco por el Malecón y despedirnos junto al mar, tarde en la noche, como deben hacer dos buenos amantes en La Habana. Debió ser un final cinematográfico, bajo las estrellas, tal vez hasta con luna. Ya ella había recogido su maleta. A las tres de la madrugada saldría para el aeropuerto. Entonces me fijé que había dejado algunos objetos valiosos regados por la habitación: unas chancletas de goma usadas, pero todavía en buen estado, medio frasco de shampoo, confituras, blocks de notas, pedazos de jabón, una maquinilla de afeitar desechable.
-¿Vas a dejar todo eso?
-Sí. Nada sirve.
-Oh, sí sirve. Esas chancletas de goma, el shampoo, los jabones. Aquí todo sirve, aunque para ti sea lixo (1).
-Ah, bien, lo ponemos en una bolsa y te lo llevas.
Al rato paseábamos por el Malecón despidiéndonos. Nunca más nos veríamos. Ya me había dicho que le dolía mucho ver tanta miseria y tanto teatro político para disimularla. Así que no quería volver jamás. Nos sentamos un buen rato a escuchar el mar. Ella lo olía. Yo no. Tal vez mi olfato ya está acostumbrado. A mí me gusta escuchar el mar en el Malecón, tarde, en el silencio de la noche. Nos besamos y nos despedimos. Salí caminando, cargado con la bolsa, hacia mi casa. Despacio. Me sentía bien. Y seguí caminando lentamente, sin mirar atrás.


(1) Lixo (portugués): residuo de cualquier material, conjunto de sustancias o cosas considerado inútil o sin valor. En asturiano: refugaya.

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