Djuna Barnes - "Los médicos"

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Novelista, poeta, cuentista, autora teatral y articulista estadounidense. Ella misma se definió como "la escritora desconocida más famosa del mundo". Su novela "El bosque de la noche" es considerada como una de las más importantes novelas modernistas. Su estilo es complejo. Alguien la describió como una prosista inclinada por las retórica arcaica en la que se conjugan el simbolismo, el expresionismo, el surrealismo y todas las vanguardias del momento.
Algo de su poesía podéis leerla aquí y aquí.
Este cuento se encuentra recogido en "El vertedero", recopilación de cuentos publicada en 1962, que es en realidad una edición corregida y aumentada de "Una noche entre los caballos" de 1929.

Nos hemos forjado contra el Día del Juicio.
La doctora Katrina Silverstaff hacía esta observación en los momentos más extraños, aparentemente sin ninguna relación con nada, como uno podría suspirar «Estate quieto». A menudo se lo decía a sí misma. Lo pensaba, de regreso a su casa, caminando a lo largo del muro de la orilla este del río, balanceando en el dedo el lazo de la cinta de la caja de pastelitos de carvi que siempre llevaba a la casa para el té; pero siempre se paraba para apoyarse en el muro y mirar las barcazas del río cargadas de ladrillos relucientes que se alejaban hacia las Islas.
La doctora Katrina y su marido el doctor Otto habían sido estudiantes en el mismo gymnasium en Freiburg-im-Breisgau. Ambos habían empezado un doctorado en ginecología. Otto Silverstaff lo sacó, como se dice, pero Katrina se perdió en alguna parte en la vivisección, comportándose como si fuera consciente de una insolencia. Otto esperó para ver qué decisión iba a tomar ella. Dejó la clase y se la vio en el parque, inclinada hacia delante, sosteniendo el bastón de Otto, el puño de oro en ambas manos, los codos apoyados en las piernas, removiendo las hojas caídas.
Nunca recuperó su alegría. Se casó con Otto pero no parecía saber cuándo; sabía por qué —lo amaba— pero él la eludía, al estar en la corriente del tiempo, con su ser absolutamente cotidiano.
Llegaron a América a principios de los años veinte, y fueron inmediatamente acogidos con agrado por los ciudadanos de la Segunda Avenida. La gente los apreciaba, eran personas de confianza, eran duraderos; la doctora Katrina era útil para los animales y los pájaros, y el doctor Otto, en todo su dedicado, redondo cuerpecillo, era un hombre fervoroso, que en cualquier emergencia se desplazaba sin que nada le colgara, aparte de las riendas de goma de su estetoscopio. Cuando golpeaba los nudillos en la espalda que se le brindaba, surgía de detrás del hombro con los ojos saltones y la boca rígida, pronunciando la sentencia en pesadas ráfagas de esperanza, regaliz y ácido carbólico.
Los letreros con los nombres de los médicos estaban uno al lado del otro en la pequeña entrada de azulejos, y uno al lado del otro (como las figuras de un cuadro holandés) los médicos estaban sentados en la mesa frente a la ventana. El primer día fue el día en que ella observó por primera vez «Nos hemos forjado contra el Día del Juicio». Entre los dos había un mapamundi y junto al doctor una balanza. Él estaba empujando perezosamente el brazo de la balanza de dientes oxidados cuando ella empezó a hablar, y cuando dejó de hacerlo bruscamente él se paró, mirándola con expresión apacible. Estaba desmesuradamente contento con ella; era «agua de mar» y «fortaleza impersonal», que ni pedía ni necesitaba atención. Estaba hecha de meritoria dedicación, entregada a un ordenado territorio de abstracción, un encuentro con la enajenación excelentemente organizado; en pocas palabras, para Otto era incomprensible, como una decisión en ajedrez, ella podía moverse a cualquier posición pero todo movimiento, así le parecía al doctor, sería de acuerdo a las reglas de aquel juego antiguo.
Los médicos habían estado ejerciendo poco más de un año cuando nació el primer hijo, una niña, y al año siguiente un niño; luego basta de niños.
Como el doctor Otto se había considerado siempre un liberal en el sentido primitivo y sensato de la palabra (como explicaría más tarde, sentado con sus vecinos en la parrilla húngara, con la esposa a su lado), no encontraba nada de extraño en la abstracción de su mujer, su retraimiento, su silencio, especialmente si había un xilófono, y una muchacha bailando sobre el pivote de la bota en el aire acre del asador que giraba. Katrina siempre había tenido cuidado con la música, se podía decir de ella que la «seguía» nota a nota.
Coleccionaba libros sobre religión comparada, también; y empezó a aprender hebreo. Él decía a todo el mundo:
—¿Y qué? ¿Acaso no somos ciudadanos de algo?
Así su vida entró en su décimo año. La niña había empezado a tomar clases de baile, y el niño (que llevaba gafas) estaba absorto en los insectos. Entonces ocurrió algo realmente extraordinario.
Un día en que llamó un vendedor ambulante de libros, la doctora Katrina había abierto la puerta. Por regla general no tenía paciencia con este tipo de gente, y los despedía con un seco: «¡No, gracias!» Pero esta vez se detuvo, con el picaporte en la mano, y miró al hombre que dijo llamarse Rodkin. Dijo que estaba recorriendo esa parte de la ciudad. Dijo que el año anterior, cuando estaba vendiendo la Revolución Francesa de Cariyie, no había llegado a pasar; esta vez, sin embargo, estaba vendiendo la Biblia. Haciéndose a un lado, la doctora Katrina lo dejó entrar. Claramente sorprendido, entró y se quedó de pie en el vestíbulo.
—Vamos a la sala de espera —dijo ella—. Mi marido está de consulta y no hay que molestarlo.
Él dijo:
—Sí, naturalmente, comprendo.
Aunque no comprendía nada.
La sala de espera estaba vacía, oscura y húmeda, como un campo surgido del mar. La doctora Katrina alargó la mano y encendió una luz solitaria que derramó su arco oscilante sobre la alfombra descolorida.
El vendedor ambulante, un hombre delgado, pálido, con una barba lacia y muy rubia, más la barba de un animal que la de un hombre y con una melena del mismo color, casi blanca, que le colgaba, lisa, de la coronilla, resultaba —con sus ojos claros y todo lo demás— muy poco amenazador; era tan incoloro que parecía espectral.
La doctora Katrina dijo:
—Tenemos que hablar de religión.
Él se alarmó y preguntó por qué.
—Porque —dijo— nadie se acuerda de ella.
Él no contestó hasta que ella le dijo que se sentara, y se sentó, con las rodillas cruzadas; luego dijo:
—¿Y entonces?
Ella se sentó enfrente, con la cabeza ligeramente a un lado, al parecer meditando. Luego dijo:
—Tengo que hacer que la religión se transforme fuera del alcance de los pocos; quiero decir fuera del alcance para unos pocos; algo de nuevo imposible; a encontrar de nuevo.
—¿Transforme? —repitió él—. Qué palabra tan rara.
—Es la única palabra posible —dijo irritada—, porque, de momento, son demasiados los que reclaman la religión.
Se pasó una pequeña mano por la barba:
—Pues sí —contestó—, comprendo.
—¡No, no comprende! —espetó ella bruscamente—. Vayamos al grano. Para mí todo está demasiado organizado. No digo esto porque necesite su ayuda. Nunca necesitaré su ayuda. —Lo miró fijamente—. Que quede claro desde el principio.
—Principio —repitió él en voz alta.
—Desde el principio, justo desde el comienzo. No ayuda, obstáculos.
—¿Para lograr qué, Madame?
Se quitó la mano de la barba y bajó el brazo izquierdo, dejando caer los libros.
—Eso es asunto mío —dijo—. No tiene nada que ver con usted; usted sólo es el medio.
—Claro, claro —dijo él— El medio. Un temblor se le extendió a la mejilla, como una mueca de dolor.
—Usted no puede hacer nada, no como persona. —Se levantó—. Tengo que hacerlo todo yo. i No! —dijo, alzando las dos manos, agarrando las puntas del chal en un gesto de cólera y de orgullo, si bien él no se había movido—. Seré tu amante.
Abandonó las manos en los pliegues del chal.
—Pero —añadió— no te entrometas. Mañana vendrás a verme, y basta; eso es todo.
Y con este «todo» el pequeño vendedor ambulante sintió un miedo que le resultaba completamente extraño.
Sin embargo al día siguiente volvió, farfullando, inclinándose, tropezando. Ella no lo quiso ver. Mandó decir por medio de la doncella que no le necesitaba; y él se fue avergonzado. Volvió al siguiente día, sólo para que le dijeran que la doctora Katrina Silverstaff no estaba en casa. El domingo siguiente estaba.
Estaba tranquila, casi amable, como si estuviese preparándolo para una decepción, y él escuchaba.
—Deliberadamente he eliminado el remordimiento de lo prohibido; espero que comprendas.
Él dijo «Sí» y no comprendió nada.
Ella prosiguió inexorable:
—No habrá espinas para ti. Echarás en falta las espinas, pero no te atrevas a mostrarlo en mi presencia. —Al ver su terror añadió—: Y no te permito que sufras mientras yo esté en la habitación. —Empezó a desabrocharse el prendedor lenta y meticulosamente—. Me molesta todo tipo de decadencia espiritual.
—¡Oh, oh! —dijo él en voz baja.
—Es la voluntad —dijo ella—, que debe alcanzar un distanciamiento total.
Sin esperárselo, él prorrumpió colérico:
—Supongo que sí.
Ella permaneció silenciosa, pensando, y él no pudo evitarlo, oyó su propia voz que decía:
—iYo quiero sufrir!
Ella se dio vuelta rápidamente:
—No en mi casa.
—Te seguiré hasta el fin del mundo.
—No te echaré de menos.
Él dijo:
—¿Qué vas a hacer?
—¿Acaso se destruye uno mismo cuando se está completamente desinteresado?
—No lo sé.
Luego dijo:
—Amo a mi marido. Quiero que lo sepas. No tiene nada que ver con esto, sin embargo quiero que lo sepas. Estoy contenta con él, y muy orgullosa.
—Sí, sí —dijo Rodkin, y empezó a temblar de nuevo; su mano en la columna de la cama hacía resonar el latón.
—Hay algo en mí que es lúgubre porque es existencia.
Él no contestó; estaba llorando.
—Hay otra cosa —dijo ella con aspereza— en la que insisto: que no me insultes con tu atención mientras estés en la habitación.
Él intentó contener las lágrimas, y trató de comprender lo que estaba ocurriendo.
—Mira —prosiguió ella—, hay gente que bebe veneno, otros utilizan el cuchillo, otros se ahogan. Yo te amo a ti.
Al amanecer, incorporándose en la cama, ella le preguntó si quería fumar, y le encendió un cigarrillo. Luego se quedó ensimismada, sentada en el borde de caoba, con las manos en el regazo. Desgraciadamente, Rodkin ahora se encontraba a gusto. Se dio vuelta en la cama, encogió los pies bajo las ancas, cruzados, fumando lentamente, cuidadosamente.
—¿Se sienten remordimientos?
La doctora Katrina no contestó, no se movió, parecía no haberle oído.
—Anoche me asustaste —dijo él, estirando los talones y tumbándose boca arriba—. Anoche casi llegué a ser alguien.
Siguió el silencio.
Empezó a citar la Biblia:
—¿Acaso te abandonarán las bestias del campo y los pájaros del aire? —Añadió—: ¿Acaso algún hombre te abandonará?
Katrina Silverstaff permaneció como estaba, pero algo tembló bajo su mejilla.
Rompió el día, se apagaron los faroles, el carro de la leche traqueteaba sobre los adoquines y hacia la oscuridad de una calle lateral.
—Uno. Uno de entre tantos... el único.
Ella seguía sin decir nada y él apagó el cigarrillo, respirando con dificultad. Empezaba a temblar; se volvió y se levantó, poniéndose la ropa.
—¿Cuándo volveré a verte?
Le inundó un sudor frío, le temblaban las manos.
—¿Mañana?
Intentó acercarse a ella, pero se encontró en la puerta.
—No soy nada, nadie...
Se volvió hacia ella, se inclinó ligeramente, como si quisiese besarla, pero ningún movimiento lo ayudó.
—Te lo estás llevando todo. No puedo sentir... No sufro, nada, ¿comprendes?... No puedo...
Él trató de mirarla. Al cabo de mucho rato lo consiguió.
Vio que ella no sabía que él estaba en la habitación.
Entonces, algo parecido al terror se apoderó de él, y, asiéndolo con suavidad y astucia, hizo girar el picaporte y desapareció.
Unos días más tarde, al atardecer, con el corazón como el corazón de un perro, llegó a la calle de los médicos y miró la casa.
Un simple lazo de crespón colgaba de la puerta.
Desde ese día empezó a beber mucho. Empezó a ser un pesado en los cafés del barrio, y en cierta ocasión, cuando vio al doctor Otto Silverstaff sentado solo en un rincón con sus dos hijos, soltó una estrepitosa carcajada y rompió a llorar.

This entry was posted on 02 enero 2010 at 15:04 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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