Alejandro Sawa - "La mujer de todo el mundo"

Posted by La mujer Quijote in ,

Narrador y periodista español. Decir bohemia (como forma real de vida, no como pose) es decir Sawa. Su vida la entregó completamente a la literatura hasta el punto de llegar, él mismo, a convertirse en personaje literario (Valle Inclán se inspiró en él para crear a Max Estrella, el protagonista de "Luces de bohemia", o eso se dice). Su obra recorre desde el romanticismo hasta el modernismo pasando por el naturalismo más radical y el simbolismo. Manuel Machado escribió un epitafio para Sawa:
Jamás hombre más nacido
para el placer, fue al dolor
más derecho.

Jamás ninguno ha caído
con facha de vencedor
tan deshecho.

Y es que él se daba a perder
como muchos a ganar.
Y su vida,

por la falta de querer
y sobra de regalar,
fue perdida.

Es el morir y olvidar
mejor que amar y vivir.
Y más mérito el dejar
que el conseguir.
Un autor a rescatar.
I
Palacios buenos los habría en Z, Z, la capital de un territorio de cerca de veinte millones de habitantes, tostado por el sol y por la cólera de los dioses; pero como el de la condesa del Zarzal muy pocos o ninguno. ¡Aquello sí que era lujo! No parecía sino que no cabiendo materialmente en las amplias habitaciones del hotel, se desparramaba, se vaciaba por todos los boquetes de aquella casa desde las bocas de las chimeneas hasta los barrotes recamados de las ventanas de la planta baja. A veinte pasos de distancia del edificio ya se percibían los tibios y aduladores perfumes del jardín, que por lo penetrantes y lo activos en su misión de hacer simpático el sentido localizado en la nariz, simulaban así como heraldos mensajeros de una corte de amor o como la promesa vaga de un mundo más perfecto; y cuando el transeúnte, haciendo caso de aquellas inspiraciones de olor que enardecían su olfato seguía adelante hasta pararse en la verja dorada de aquel parque del paraíso, ¡oh! entonces, burgués o demagogo, linfático o nervioso, con el cerebro chato o esférico, como quiera que fuera, sentía subir desde el estómago al cerebro la oleada biliosa del socialismo, y pensaba indistintamente, como piensan los que están durmiendo, en que Dios no es justo, no, en que Dios no es justo, fundando toda la mecánica social del Universo, en la ley absurda de la desnivelación y el desequilibrio.
¿Quién puede, después de eso, mirar con gusto los costurones hechos a sangre fría por la miseria en las paredes del tabuco donde se funde y se confunde la mayoría humana? ¿Ni saludar con aspiraciones voluptuosas las flores puestas a cobrar su parte de oxígeno en el balcón que da a la calle, o en la ventana que da al patio, o en el agujero negro que da al tejado, según la gradación de miseria de cada uno? ¡Ay nadie! Y por eso, y si los opulentos tuvieran plena conciencia de sus intereses, deberían ocultar los soberbios resplandores de su lujo como una gran vergüenza o como una infamia irredimible.
Y sin embargo, desgracia propia de todos los edificios modernos; aquel palacio distaba mucho de ser un prodigio de arquitectura. Prodigio de gracia, sí; de esbeltez, también; de inspiración, de grandeza, seguramente no; porque ni el color rosado de su fachada, ni las mezquinas aspiraciones de su techumbre, ni la magnitud y forma de la puerta principal, mucho menos de las accesorias, llevaban a la mente, haciéndola circular con la sangre, ninguna de esas ideas de grandeza que los edificios antiguos hacían hervir hasta en las inteligencias más indiferentes. Bonito como un parque inglés, como una cascada artificial, como un bibelot de París, como un capricho de tocador en barro cocido de esos que los artistas florentinos reparten por el mundo para satisfacer caprichos de enamoradas y neurálgicas, como un traje de fantasía hecho de encargo por un modisto parisién; pero liada más que eso. Un argumento en piedra contra la seriedad de aspiraciones de nuestra época.
El jardín es tan artificial y tan falso, también tan bonito, como las posturas estudiadas de las horizontales nacidas para serlo. Nada que indique allí la presencia de la Naturaleza: el hombre y sólo el hombre, aplicando a todo, árboles y matas, su ideal de línea recta, y castigando bárbaramente con la supresión las pronunciadas aficiones de las plantas hacia las redondeces curvilíneas, hacia las dilataciones graciosas e imprevistas de todo lo que es espontáneo. Mucho césped, recortado cuidadosamente cada dos o tres días para que no sobresalga ninguna mata sobre sus compañeras la altura de una hoja de violeta: muchos cuadros de pensamientos, formando coronas e iniciales, probablemente los de los dueños de la casa; muchos árboles, más que presentables, honorables; circunspectos, tiesos, de hojas relucientes como acabadas de labar, y alineados en filas, odiosas a la estética, aunque simpáticas a las ciencias exactas: dos pabellones a ambos lados del edificio, para la servidumbre -así se la llama- y he ahí todo. ¡Ah! se me olvidaba. Y un invernadero lleno de flores pálidas a las que trataban de hacer creer que estaban en América o en África para que continuaran viviendo... -Porque la temperatura postiza del invernadero era el primer engaño con que se tropezaba al entrar en aquella casa.
Si como Balzac, asegura, las casas llegan a tener a la postre la fisonomía de sus moradores, los dueños de aquella, deberían haber nacido por equivocación en la tierra, a fuerza de encantadores. La escalinata de mármol blanco con barandillas de ébano tallado que daba acceso al hotel, podéis creerlo, de mármol y todo, parecía de seda, una escala de seda para refugiarse en lo ideal. Y cuando franqueada la graciosa puerta de cristales multicolores, los timbres automáticos se encargaban de anunciar vuestra presencia, aquellas inauditas acumulaciones de armonía, la luz, graduada con tal arte, que repartiendo y combinando artísticamente colores por todos lados parecía proceder de un arco iris concedido graciosamente por Dios para satisfacer el capricho de una hada; los perfumes de lujo de la casa mezclándose con los del jardín; el mismo aire, la misma atmósfera que allí se respiraba, la seguridad de un lujo positivo, todo esto hacía que fascinados, obcecados, estúpidos, careciendo ya, a fuerza de impresiones, hasta de inteligencia en los sentidos, os creyérais más allá de la vida, más allá de las nubes, más allá de la atmósfera respirable, más allá del éter; en la región con que sueñan los solitarios y los justos.
Luis y Emilia, el ayuda de cámara y la doncella, respectivamente, del conde y de la condesa del Zarzal, deben tratar un asunto tan lleno de nerviosidades que han concluido por contagiarse de ellas, y hablan en ese sotto voce cortado y rápido que sólo se oye en las cárceles y en los conventos las vísperas de evaciones...
Y algo así como de evación o fuga deben estar tratando, pero él la dice -«si puede hacerse la cosa sin que nadie se aperciba de las razones...
Esto se va, y para ser lógicos, también nosotros debemos irnos. ¿No hemos llegado a esta casa con la ventura? Pues vayámonos también con ella... -y luego, bajando la voz, confidencias de todo punto inesperadas...; descréditos... protestos... embargos; las posesiones de la provincia A hipotecadas, y consumido ya casi por completo el dinero de la hipoteca; la dehesa de B negociada a retro-venta y amenazada de la proximidad inexorable de un plazo sin entrañas... Ninguna esperanza: apurado, exprimido todo, hasta la cesantía de jefe del Gobierno nacional del conde. No hay más que la explosión».
¡Y a este tenor tantas cosas dichas callandito, con lo cual no parecía sino que aumentaban en gravedad! ¡Si no quedaba un cuarto para mandar cantar a un ciego! ¡Y si tuviera su excelencia el valor de la prudencia como tiene el de la falta de aprensión!... retirarse de la haute vie... pretestar enfermedades, hastío... pero nada...; ese viejo no hace más que lo que su mujer quiere. Y su mujer quiere por lo visto una catástrofe que lance hasta el Indostán los hedores de una opulencia que revienta de miseria... -Pues no hemos de seguirles... Han transcurrido muchos Agostos desde que estamos en esta casa, para poder tratar a la vida como a una buena amiga...
Pero Emilia no se deja convencer. Tiene esa dureza intelectual que lo rechaza todo, hasta las verdades armadas de puntas. Y luego, ella es agradecida -y gime para asegurarlo. -La señora condesa... ¡y ella tan torpe que no se apercibía de nada! La señora condesa estaba preocupadísima hacía días. Pero Emilia tradujo esas preocupaciones foscas de la excelencia hembra por disgustillos amorosos...; no quería desengañarse la señora de que todos los hombres son lo mismo...; caterva de viciosos que no van buscando en la mujer más que una cosa y una vez obtenida las dejan y las abandonan...
-¿Y la señora, qué va buscando en los hombres? ¿Ángeles, arcángeles y serafines? Pues eso más arriba de la torre de X es donde se encuentran...; todo se os vuelve a las mujeres hablar mal de nosotros y no podéis pasaros sin nosotros...; sí, sí, ya sé que vas a decirme- añadió acompañando sus palabras con grandes sacudimientos de manos -que a nosotros nos pasa lo mismo con respecto a ustedes. Y si no, yo...; yo que no vivo más que para ti y que hace tiempo me estoy sosteniendo en la casa solo porque tú lo quieres; y no vale que yo te repita que esto se va, que esto se va- y parecía, abriendo su boca para dar salida a estas lúgubres palabras, uno de esos profetas trágicos que recorrían las calles de Jerusalén prediciendo su ruina. -Tú quieres demostrarle el cariño a la señora por medio del sacrificio, del sufrimiento. De ese modo yo, para probarte el mío tendría necesidad de pegarme preventivamente un tiro en la sien derecha. No, Emilia, créeme; así no se quiere, así se sufre, lo cual es distinto, y hasta se muere.
Este alarde oratorio aniquiló las fuerzas de Luis, y prestó energías a las de Emilia. La energía de fuerzas de las mujeres caseras y sujetas; el llanto.
Lloró convulsionariamente, dando hipidos, mucho rato, largo rato, como si hubiera resucitado su madre para volver a morirse de nuevo, hasta provocar la reacción en el casi espíritu de Luis que comprendió con el buen sentido que le era propio, que una mujer que llora es casi siempre invencible; y abandonando las posesiones y los fuertes de que se había ido apoderando en sus ataques... -¡No hablemos más del asunto! Ea, se acabo. Se hará lo que tú quieras, pero ya verás cómo... ¿pero qué demonio de hora será que ya vuelve la señora del teatro? Adiós, gatita, vida mía -dijo tratando de contener el ímpetu de la gatita que se había lanzado fuera de la habitación al percibir el olor a carne de la señora... Y no bien quedó solo, dando paseos con la cabeza baja, por la habitación que parecía vacía desde que la dejó Emilia que la llenaba toda con su picante gracia de mujer bonita, grave e irreprochable, pulcramente afeitado, con la raya del pelo junto a la sien izquierda y las huellas de las tenacillas de rizar profusamente repartidas por toda la cabeza, vestido correctamente de negro, decía, como un cura sombrío entonando el Te Deum de todas sus esperanzas: -¡qué profeta aquel más a la moderna! -«¡esto se va, esto se va!»

This entry was posted on 05 enero 2010 at 14:30 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario