Boris Pilniak - "El milenio"

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Su nombre real fue Boris Andréievich Vogau. Fue un renovador y algunos lo colocan por encima de Bulgakov o Babel. En sus obras ofreció una imagen apocalíptica de la Revolución rusa. Reflejó también, como hicieran Zóschenko y otros, el conflicto entre la adhesión a la causa revolucionaria y su nueva forma de vida y el apego del pueblo ruso a sus tradiciones. Como ocurriera con muchos, eso no gustó nada al poder y murió asesinado durante las purgas.


...Y deja que los muertos entierren a sus muertos.
San Matías

El hermano llegó tarde y esa misma noche habló con Viliachov. Konstantin entró con el kepí en la mano, la casaca abotonada hasta el cuello; alto, delgado. No encendieron las velas. Hablaron poco. Konstantin salió enseguida.
—Murió en silencio, tranquilamente. Creía en Dios. ¡Imposible que pudiera romper con el pasado! A su alrededor hambre, escorbuto, tifo... Los hombres: fieras. ¡Qué tristeza! Ya lo ves, vivo en una isba. Nos quitaron la casa. Ahora es de otros, ¡tan extranjeros se sienten ellos como nosotros!
Konstantin dijo breve y tranquilamente:
—Quedábamos tres en el mundo, yo, tú y Natalia. ¡Se acabó! Vine a pie de la estación; hice parte del viaje en un furgón de cerdos. ¡Y no llegué a tiempo para los funerales!
—Ayer la enterramos. Ella sabía que iba a morir. Por ningún precio habría aceptado marcharse de aquí.
—¡Ideas de solterona! Todo aquí se marchita.
Y Konstantin salió sin desperdirse. El joven Viliachov volvió a ver otra vez a su hermano, también en esa ocasión de noche; habían caminado durante todo el día, cada quien por su lado, por entre valles desolados. No tenían nada que decirse.
El amanecer había sido amarillo. En aquella claridad, Viliachov descubrió un águila real que acuclillada sobre un pequeño túmulo desgarraba a una paloma. Al ver a Viliachov, el águila voló hacia el cielo desierto, hacia el oriente, emitiendo un grito solitario, ronco, sobre los campos de primavera. Ese grito solitario y angustioso le iba a quedar grabado durante mucho tiempo en la memoria.
Desde lo alto de la colina, a unas diez verstas del túmulo, era posible ver los alrededores: prados, bosques, pueblos, blancos campanarios de pequeñas iglesias. Sobre los prados surgía el sol rojo tras una trémula neblina rojiza.
Era la primavera; el cielo se curvaba sobre la tierra como una cúpula azul; soplaba un vientecillo fragante, perturbador como la duermevela. La tierra estaba hinchada y respiraba como un monstruo silvestre. Revoloteo de pájaros por la noche, graznidos de cigüeñas al amanecer en derredor del túmulo, gritos que producían la impresión del vidrio: transparentes, desolados...
La primavera llegaba, lozana, promisoria, y, sobre todo, necesaria. Sobre la tierra primaveral se oía el redoble de las campanas; en los pueblos e isbas: tifo, hambre, muerte. Igual que en el pasado en las isbas no había lámparas; como quinientos años atrás el viento dispersaba el hedor a paja podrida de los techos cuando al llegar la primavera los campesinos la quitaban, la llevaban a los bosques, al oriente, hacia el lado donde vivían los chuvaches. En cada isba se albergaba la muerte; cada isba igual que quinientos años atrás estaba iluminada por una fogata; en cada isba yacían abajo de los iconos sagrados los moribundos, los cuales entregaban su alma al creador tal como habían vivido: con tranquila y cruel sabiduría. En cada isba habitaba el hambre. Los vivos llevaban a los muertos a las iglesias, y las campanas doblaban sin cesar esa primavera. Los vivos iban por los campos que rodeaban los pueblos en procesión con la cruz, excavaban fosas, consagraban los surcos con agua bendita, elevaban plegarias para obtener pan y escapar de la muerte, mientras el aire de primavera transportaba el eco de las campanas. Sin embargo, a la hora del crepúsculo se oía el canto de las doncellas: las jóvenes llegaban al anochecer hasta el túmulo, ataviadas con sus vestidos de colores hilados en casa, y cantaban canciones antiguas, porque había comenzado la primavera y para ellas llegaba la hora de la reproducción. Los mozos se habían marchado a una guerra feroz y sin cuartel, a los frentes de Uralsk, de Ufa, de Arkangelsk... Cuando esa primavera terminara sólo los viejos trabajarían la tierra.
Viliachov, el príncipe Viliachov, cuyo linaje se remontaba a la época del Monomaco, miraba con tristeza hacia el infinito desde lo alto de la colina, como un héroe legendario.
No le era posible pensar; en él sólo tenía cabida el dolor. Sabía que todo había terminado. Quinientos años antes, tal vez en la misma posición, se había encontrado algún ancestro suyo, con espada y coraza, apoyado en una lanza; seguramente los bigotes de ese antepasado habrían sido parecidos a los de su hermano Konstantin. Ante aquel antepasado se extendía el futuro entero. Su hermana Natalia había muerto de tifo; sabía que iba a morir, había invocado la muerte. Ni Konstantin ni él ni Natalia eran ya necesarios. Su nido había sido destruido; nido de rapaces. Rapaces eran los hombres. Los Viliachov poseían un gran poder, y el poder les había arrebatado su poder.
Del túmulo, Viliachov se dirigió hacia el Oka, a diez verstas de distancia. Vagó durante todo el día, pasó por campos y valles desolados —robusto, de espaldas y hombros poderosos y una barba que le llegaba a la cintura—, ¡un señor de otra época! En los barrancos había aún nieve. Por los desfiladeros corrían los arroyos que formaban el deshielo. La tierra henchida de humores se pegaba a las botas. El cielo era dulce, amplio, primaveral. El Oka corría con espacioso cauce. Sobre el río soplaba el viento, y el viento arrastraba consigo un torpor somnoliento semejante al de una joven rusa que aún no conociera la pasión y tuviera deseos de tenderse a estirar los músculos: en Viliachov había tristeza, nostalgia de lo lejano, los ríos les fascinan, como si fueran avenidas espaciosas trazadas hacia lugares desconocidos: la sangre de sus progenitores está aún viva en ellos.
Viliachov se tendió en el suelo, apoyó la cabeza sobre las manos y permaneció inmóvil. La colina sobre el Oka era una colina desnuda; el viento ceñía todas las cosas con su aliento acariciador y silencioso. Cantaban las alondras. A derecha y izquierda, al frente, piaban los pájaros; el aire de primavera se llevaba los sonidos, los expulsaba; además, del río emanaba un silencio severo; sólo hacia el crepúsculo lloraba sobre sus aguas el tañido de las campanas de la otra orilla, propagándose por muchas verstas. Viliachov permaneció tendido largo rato, triste, inmóvil: un héroe melancólico... Después se puso de pie, se irguió y volvió a emprender la marcha. El viento le acariciaba la barba.
Viliachov encontró a su hermano junto al túmulo. El cielo de la tarde se había vuelto de plomo, los abedules y los abetos al pie del túmulo eran transparentes y solemnes. Durante algunos minutos el mundo entero fue de color amarillo, como los nenúfares de los pantanos, después se volvió verde para azulearse un instante más tarde y rápidamente llegar a la intensidad del añil. El poniente se confundió en una franja color lila; por el valle se deslizó la niebla, chillaron los gansos, volando al ras del suelo, un alcaraván emitió un largo lamento, y sobrevino el silencio nocturno de primavera, ese silencio que recoge todos los sonidos para fundirlos en un solo sumbido insomne, como por otra parte lo hace la misma primavera.
El hermano, el príncipe Konstantin, se encaminó directamente al pequeño túmulo, el kepí puesto, vestido con su abrigo inglés, el cuello levantado y el bastón de paseo bajo el brazo. Al acercarse encendió un cigarrillo: la media luz iluminó su nariz aquilina y la frente huesuda; sus ojos grises brillaron con la frialdad y la calma que caracterizan a noviembre.
—Igual que los pájaros, el hombre en primavera se siente atraído por otros lugares. ¿Cómo murió Natalia?
—Murió al alba sin perder la conciencia. Había vivido, en cambio, como inconsciente, odiaba, maldecía...
—Mira a nuestro alrededor —Konstantin calló por un momento—. Mañana es la Anunciación. Ya lo había yo pensado. ¡Mira!
El túmulo se erguía como una mancha negra; una planta de absintio apenas hacía ruido al ser agitada por el viento; de la tierra, entre borborigmos, se liberaba un efluvio, casi un gas terrestre. Era el olor de la descomposición.
Detrás del pequeño túmulo el cielo se oscureció, el valle desierto parecía ilimitado. El aire se volvió húmedo, frío. En otras épocas había existido en aquel valle un bosque impenetrable.
—¿Oyes?
—¿Qué?
—El lamento de la tierra...
—Sí, se despierta. ¡La primavera! ¡La alegría de la tierra!
—No, no, su tristeza... ¿No sientes el olor a podredumbre? Mañana es la Anunciación, una gran fiesta. Lo había pensado. Mira a tu alrededor. Los hombres han arruinado la región: son unos salvajes. ¡Muerte, hambre, barbarie! A los hombres los ha vuelto locos el terror y la sangre. Los hombres creen aún en Dios, sepultan a los muertos en vez de quemarlos, son todavía idólatras. Creen en los trasgos, las brujas, y en el diablo y en Dios. Ahuyentan la epidemia de tifo sacando la cruz en procesión. En el tren no me atreví a sentarme para no contagiarme. Los hombres sólo piensan en el pan. Durante el viaje quería dormir, pero de mis ojos no se apartaba la figura de una mujer con un sombrero ridículo que, con los labios empapados de saliva, decía que iba a casa de su hermana a beber la "lechecita". Yo sentía náuseas; no decía pan, carne, leche, sino "panecito", "carnecita", "lechecita". "¡Oh, querida mantequilla, cómo te voy a devorar!" ¡Algo feroz!... Los hombres se han vuelto fieras; se trata de una ferocidad universal... Recuerda la historia de todos los tiempos y de todos los pueblos: desastres, saqueos, pillaje, imbecilidad, supersticiones, antropofagia... No hace mucho aún, durante la guerra de treinta años, hubo en Europa casos frecuentes de antropofagia, la carne humana se cocinaba y se comía. ¡Libertad, igualdad, fraternidad! Si es necesario imponer la fraternidad a golpes de fusil... quiere decir que no se puede hacer nada mejor... Me siento solo, hermano, desalentado y solo. ¿Qué diferencia hay entre el hombre y las fieras?
Konstantin se quitó el kepí. Su pálida frente huesuda adquiría reflejos verduscos en la turbia oscuridad de la noche, las ojeras estaban profundamente cavadas en la piel; a momentos su rostro parecía una calavera; el príncipe volvió la cabeza, miró hacia el poniente y con gesto resuelto frunció la ganchuda nariz; en su rostro surgió algo de pájaro rapaz y cruel. Konstantin extrajo del bolsillo de su abrigo un trozo de pan y se lo tendió a su hermano.
—Come, hermano, tienes hambre.
—Me imagino la escena de esta manera. En el poniente se oscurece lentamente el rojo crepúsculo. En todo el horizonte no hay sino bosques sumidos en el sueño, cenagales, pantanos. En los barrancos y en los bosques aúllan los lobos, chirrían los carros, relinchan los caballos, gritan los hombres... es la tribu salvaje de los rusos que viaja para recaudar sus tributos y que pasa del Oka al Desna y al Soz. El rojo crepúsculo se oscurece lentamente. Sobre la colina ha acampado el príncipe; a la luz roja de ese ocaso está por morir su hijo, el joven príncipe. Se invoca a los dioses; arrojan a las piras a efebos y doncellas; se ahoga a los hombres, sacrificándolos a los dioses del agua; se invoca a Jesús, a Perún y a la Santa Virgen para salvar la vida del príncipe. Pero éste muere a la luz roja de un anochecer de primavera. Mataron entonces a su caballo y a sus mujeres y edificaron este pequeño túmulo. En el campo del príncipe se encontraba un árabe, un árabe ilustrado de nombre lbn-Sadif. Usaba un turbante blanco; era delgado como un dardo, flexible y vibrante como un dardo, oscuro como la pez; su nariz y sus ojos lo hacían parecerse a un águila. Ibn-Sadif había remontado el Volga hasta Kama, en tierra de búlgaros, luego, con los rusos, había llegado a Kiev y a Tsarograd. Ibn-Sadif subió a una colina, posiblemente aquélla; había encendido allí una hoguera; sobre un cepo yacía una doncella desnuda a quien le habían tajado un seno; el fuego le lamía las piernas; a su alrededor se apiñaban hombres ceñudos y bárbaros, con la espada empuñada, mientras un viejo chamán de la Siberia hacía piruetas frente al fuego y gritaba con furia. Ibn-Sadif dio la espalda a la hoguera, se marchó de allí, descendió al pequeño puerto sobre el río. Ya el crepúsculo había terminado, y, nítidas, las estrellas estaban suspendidas en el cielo y con igual nitidez se reflejaban en el agua. El árabe lanzó una mirada a las estrellas del cielo y a las estrellas del agua, igualmente preciosas y diáfanas, y murmuró:
—"¡Qué tristeza, qué tristeza!" Del otro lado del río llegaba el aullido de los lobos. Esa noche la pasó el árabe junto al príncipe. El príncipe hacía los honores del banquete fúnebre. El árabe tendió las manos al cielo: como las alas de un cisne se agitaron las blancas mangas de su túnica, y dijo con voz que recordaba el agudo graznido de un águila:
—"Precisamente esta noche se cumplen mil años del día en que en Nazareth el arcángel le anunció a la Virgen la llegada de vuestro Dios, Jesucristo. ¡Qué tristeza! ¡Mil años! —eso dijo Ibn-Sadif. "Nadie en el campamento sabía qué era la Anunciación, ni tenía noticia del día luminoso en que el ave no entretejió su nido... ¿Has oído, hermano? Tocan las campanas. ¿Oyes ladrar los perros?... Y en la tierra, como antes, hambre, barbarie, muerte, canibalismo. ¡Se me oprime el corazón, hermano!"
Ladraban abajo del túmulo, en los caseríos, los perros. La noche se había vuelto azul y fría. El príncipe Konstantin se acuclilló, apoyándose en el bastón, pero de inmediato se levantó.
—Es ya tarde, hace frío. ¡Vámonos! Se me encoge el corazón. Yo no creo en nada.
Bestias... ¿Qué somos? ¿Qué significan nuestros sentimientos cuando en torno a nosotros todo es barbarie? ¡Qué soledad! ¡Me siento solo, hermano! Ya no le somos útiles a nadie. Nuestros antepasados, no hace mucho, mandaban azotar a los hombres en las cuadras, se hacían llevar a las vírgenes al lecho antes de la noche nupcial... ¡Los maldigo! ¡Bestias!... ¡Ibn-Sadif!... —y el príncipe terminó emitiendo un grito sordo, gutural y salvaje—: ¡Mil años! Me iré a Moscú... posiblemente a pie.
—Konstantin, soy tan fuerte como un oso —dijo en voz baja Viliachov—, no quería sino romper, destrozar, hacer pedazos todo... sin embargo, llegaron y dispusieron de mí como si fuera un niño.
Dejaron atrás el pequeño túmulo. Caminaron por la colina. La tierra, fecunda, hinchada, se mezclaba con el hielo, se prendía al calzado, dificultaba el paso. En la oscuridad chillaron los gansos que se habían ya retirado a dormir. En el prado se veía sólo una niebla azulenca. Entraron al pueblo; el pueblo estaba silencioso, tras una barda ladraba un perro. Caminaron sin hacer ruido.
—En cada casa encuentras tifo y barbarie —dijo Konstantin, y calló, prestando oídos a algo.
Más allá de las isbas, en un callejón del pueblo, las muchachas cantaban el himno religioso de la Anunciación. La música sonaba en aquella noche de primavera de manera solemne, sencilla y sabia. Y tal vez ambos hermanos intuyeron que aquel himno religioso era necesario, como era necesaria la primavera, con sus principios de vida. Permanecieron largo rato en silencio, moviendo apenas los pies ateridos por la humedad. Ambos pensaron que, a pesar de todo, en las venas del hombre corría sangre generosa.
—Es bueno, es triste. Esto no morirá —dijo Viliachov—. Viene de muy lejos, tiene varios siglos detrás.
—Es una maravilla, lo es; extrañamente, pavorosamente hermoso —contestó como un eco el príncipe Konstantin.
Por una esquina aparecieron las jóvenes, vestidas con camisas de vivos colores; pasaron ordenadamente en parejas, con paso lento; cantaban:
¡Santa María,
Madre de Dios!
Bendita eres entre todas las mujeres
El Señor es contigo...
Se sentía el olor de la tierra mojada, fecundada. Las muchachas caminaban con paso lento. Los hermanos permanecieron largo rato en la misma posición, luego siguieron su camino sin emitir palabra. Cantaban los gallos en la medianoche. Detrás de la colina se elevó la última luna anterior a la Pascua, e hizo caer sombras profundas. La isba estaba oscura, húmeda y fría como el día de la muerte de Natalia, cuando tocaron todo el tiempo a la puerta. Los hermanos se retiraron cada uno a una habitación, de prisa, sin decir palabra, sin encender una vela. Konstantin se tendió en la cama de Natalia.
Al amanecer, despertó Viliachov.
—Me voy, adiós. Es el fin... Me voy, me largaré de Rusia, de Europa. A nuestros padres los llamaban los rapaces. Lanzaban sus perros contra los lobos, los hombres, las liebres. ¡Qué tristeza! ¡Ibn-Sadif!
Konstantin encendió una vela y la puso sobre la mesa, atravesó la habitación y en ese momento Viliachov se quedó aterrado: en la pared blanqueada con cal, a través de la luz azul de la mañana, se reflejaba la sombra azul del hermano, tan azul como si hubiera derramado pintura de ese color sobre el muro, y ahí, su hermano, el príncipe Konstantin, apareció como un cadáver.

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