Clara Obligado - "Adios, amor"

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No te creas, que Alberto tenía muchas cosas a su favor, eso también es cierto. No cualquiera es tan varonil y seguro, hoy en día. No cualquiera es capaz de mantener un ritual de vida con tanta elegancia. Fijáte que incluso en pijama, esa ropa un poco absurda y desaliñada que hace que los hombres parezcan chicos, incluso en pijama, no llegaba a despertarte ese sentimiento de ternura maternal medio estúpido y tan típico de las mujeres. Y él mismo decoró la casa, y mira que es inmensa, claro que una casa antigua como esta te da mil posibilidades, cualquier cosa le va bien. Pero hay que tener mucho ojo para animarse a combinar la simplicidad del Bauhaus, los almohadones y las maderas claras y pulidas, la extrema funcionalidad, con los muebles antiguos. ¿Que si me gusta? Qué quieres que te diga. A esta altura, después de diez años juntos, resulta muy difícil separar sus opiniones y las mías. Está todo como mezclado, ¿me entiendes? Al principio, me ponía un poco nerviosa tanto orden. Los colores de las revistas que están sobre la mesa camilla, por ejemplo, tenían que ser oscuros para que no chocaran con los pisapapeles de colores. Todo es armónico, ¿ves? Las flores de ahí abajo, claro, tienen que ser amarillas o blancas. En fin. Ahora ya estoy acostumbrada, y elijo las cosas que a él le entusiasman casi sin darme cuenta. Como programada. Y esa capacidad para simplificar los trabajos de la casa. Mira qué cantidad de electrodomésticos. Sí, hay de todo. Hasta algunas cosas que trajo de Alemania, fíjate, qué lío de embalajes y de aduanas. Aquí estamos muy atrasados con lo de los electrodomésticos. Nos encajan toda la chatarra de los países desarrollados, eso dice Alberto. Fíjate en el retrotransmisor. Ni se conoce en nuestro país. Va grabando las cosas que tienes en tu memoria. Es bárbaro. Imagínate que pones, por ejemplo, el canal 832, y sale esa noche absolutamente fantástica que pasamos en México en las últimas vacaciones. Lo recuerdas, concentrándote mucho, así, y te pones estos aparatitos pegados a las sienes. El retrotransmisor acumula energías, o no sé qué, porque nadie consigue hacerme entender cómo funcionan las máquinas, para mí que es pura magia, y va grabando las imágenes que tienes en tu cerebro. Es muy útil. Pongamos por caso el tema de los aniversarios. Uno no recuerda muy bien una fecha íntima, y el retrotransmisor lo tiene todo, todo acumulado. Marcas la tecla adecuada –el funcionamiento viene anotado en este folleto, es facilísimo–, y sale el día, la hora, el regalo, el vestido y el maquillaje, cómo hiciste el amor esa noche, en fin, todos los detalles que después te permiten ser esa persona que nunca se repite, algo siempre diferente. Porque a los hombres parece que no, pero les importa muchísimo eso, que seas siempre original, que no se aburran de ti, porque eres a la vez todos los amores del mundo. Claro, como decían antes, y perdona la grosería: una señora en la casa, y una cualquiera en la cama. Pero variadito.
Qué quieres que te diga. En el fondo, me parece mal que se lo quisiera llevar. Al fin y al cabo, me lo había regalado, y por ahí ahora que él ya no está me hubiera servido, no para recordar, que yo siempre he tenido una memoria de elefante, sino para encenderlo cuando termina la tele. De noche duermo poco, ¿sabes?, y me siento bastante sola. Yo recuerdo muy bien todas las cosas. Imagínate, hasta de cuando las madres hacían trenzas, de los vestidos de encaje colgados en la araña del dormitorio, recién planchados, o de los trajes de primera comunión con alforcitas. No cualquiera. Alberto decía que por eso tengo los ojos tan fijos, de tanto mirar hacia atrás. Pero, ¿qué otra cosa quieres que haga, todo el día metida en casa? Sí, los ojos los tengo un poco duros, pero si me maquillo suavecito, con tonos rosados, no se me nota. A él le parecían demasiado oscuros. Aunque eso es de nacimiento, y no se puede cambiar. Creo que Alberto se ponía nervioso cuando lo miraba así, sin pestañear, mientras él leía el diario. Qué quiers que le haga. Tampoco tenía demasiadas cosas para contarle. Si le hablaba de mis salidas o de mis amigas, empezaba con eso de tú siempre con lo mismo, que no es para seducir a nadie... Enseguida se me iban las ganas de charlar. ¿Que si no hacía algo durante el día? Mira, la casa te deja apenas tiempo. Y tú sabes, otras inquietudes no tengo. Yo soy como las chicas que no pudieron terminar el bachillerato porque se casaron jóvenes, y hasta creo que a Alberto le entusiasmaba encontrarme a la vuelta del trabajo bien arreglada, todo ordenadito, perfecta. Al principio, por lo menos, lo estimulaba mucho. Nunca me dijo nada, pero yo sé que no le hubiera gustado que me pusiese a estudiar. Es como lo de los muebles. Sin necesidad de hablarnos, con un gesto apenas, yo ya entendía, y trataba de complacerlo. Al final, para eso estamos. Como con lo de las flores, que ya me salía solito comprarlas blancas o amarillas, aunque a mí lo que me gusta son las flores rosadas, pero ya sabía que desentonaban con la casa y que a él le parecían un poco cursis. Y además, si empiezas a tener horarios diferentes, todo se complica, mira lo de Claudia. Así le fue por no poder dedicarse de lleno a su matrimonio. Y piensa que está también mi problema con las uñas. Yo tengo que hacer venir cada mañana a la manicura para que me las lime un poco. Son demasiado duras y me crecen mucho. Y no se pueden combinar tantas cosas juntas.
De todas formas, lo del retrotransmisor lo puedo llegar a entender. Era el único aquí, y tal vez hasta fuera un detalle un poco sentimental de Alberto, al principio, el querer tenerme presente, no dejarme ir del todo. Claro que por ahí lo hizo para vengarse, para que no me quede con nada suyo, para borrarme hasta de los recuerdos. Pero no contó con mi buena memoria. Lo que no veo demasiado normal es lo de las ventanas. ¿Qué necesidad tenía de cambiarlas de lugar? Quedan ridiculas en la mitad del salón. El, siempre tan cuidadoso con la casa, siempre identificándose a fondo con los objetos, la verdad es que no lo entiendo. Una ventana adentro no sirve para nada. Siempre han sido para mirar hacia afuera, hacia la calle, sobre todo por las tardes, cuando ya no te queda nada que hacer en la casa, y te diviertes solita viendo a la gente que pasa. Por ejemplo, la señora de enfrente es casi como un reloj. Todos los días a las seis en punto sale y vuelve a las siete y media. A las ocho ves cómo cierran los negocios, a las ocho y media, cómo se encienden las luces del bar de la esquina. Es divertidísimo. Pero las metió con balcones y todo. Así que, ahora que las plantas estaban tan lindas, crecen como despistadas. Fijáte en los geranios: tienen flores en las raíces y las hojas vueltas hacia la tierra. Será la falta de luz, digo yo. Además, la tierra se cae de las macetas y mancha la moqueta que, para colmo, es de color clarito. Sí, los tonos de beige me encantan. También los eligió Alberto. Le gustaba que todo fuera armónico, que nada resaltara demasiado. Un poquitín neutro, te diré. Me pregunto, si era así, ¿para qué demonios se casó conmigo? Ya sé que no soy una belleza, pero eso sí, resaltar, resalto mucho. Todo el mundo me mira. Es como lo de las flores rosadas contra el cuadro naranja. Nada que ver.
A veces sí que se ponía pesado. Mirá que cuando estaba contenta y cantaba, aunque fuera bajito, ya estaba cerrando las puertas y pidiendo tan alto no, por favor, que estoy descansando. La voz la tengo un poco chillona, pero no es para tanto. Y al rato empezaba con eso de eres una histérica, que ya sé que es la cantinela típica de los hombres, pero que no resultaba demasiado estimulante que digamos. Al final, cada uno tiene la voz que Dios le dio, y no se puede estar disimulando todo el día. Sobre todo en mi caso. El quería una casa todavía más grande. Pero para perderme de vista, me parece. Por ahí fue por eso que cuando se quiso ir, añadió dos o tres habitaciones nuevas. No pegan ni con cola, y me confunden. Por ejemplo, si salgo al pasillo, la primera puerta no es más la del dormitorio, sino la de un cuarto de vestir lleno de espejos. Y no me imagino por nada del mundo a Alberto decorando las paredes con espejos. Él era de mirarse mucho, pero con disimulo. Algo narciso, pero discreto. Esto es casi obsceno. Y la salita de música se ha convertido en un cuarto con una sola cama, como el cuarto de una monja, más o menos. La verdad es que me cuesta ubicarme. A los roperos les sobran perchas y espacio, y voy a tener que descolgar su ropa, porque me deprime. Ando como perdida, ¿sabés? Durante todos estos años la casa se había mantenido más o menos igual. Un florero algo más grande en la esquina de un mueble, para que se viera el efecto desde la entrada, algún idolillo nuevo en la vitrina, nada de consideración. Y la cocina, eso sí que es un auténtico desastre. Todo patas arriba. Por suerte quedaron la percha y la latita. Aunque también hay cosas rescatables. Ahora, por ejemplo, puedo comer la carne como a mí me gusta. Esa era otra de las manías de Alberto. ¿Por qué la comes así? –me decía–. ¿No podrías pasarla un poquito más por el grill? Y yo me pregunto qué pitos le importaba, si al final era mi menú, y la suya se la preparaba bien cocida y condimentada. Creo que es la maldita manía de los hombres de controlarlo todo. Hasta tu estómago. Al final, lo que nunca llegan a comprender es tu verdadera personalidad. Maquillarte los ojos, cortarte las uñas, comprar flores amarillas o blancas, comer la carne quemada, hablar bajito. Lo que no quieren es que una sea como es. Les gustas siempre que representes un papel, el de la mujer ideal. Y a mí qué cuernos me importa ahora el ideal de Alberto. Mirá, al final, estoy contenta de que todo haya terminado. Me importan un pepino el retrotransmisor, los cambios en la casa, las manchas de tierra en las alfombras, las flores creciendo hacia abajo. Lo que no quieren los hombres es que tengas ningún tipo de vuelo personal. Porque también con las alas me tenía como loca. –¿No te las podrías disimular un poco?–. Y dale con que fuera a otra modista, con que me recortara un poco las plumas timoneras, al menos. Claro, como sabía que las plumas también eran importantes para mí, a él no se le podía ocurrir una idea mejor que la de hacérmelas cortar. Como las uñas, que me son indispensables cuando trepo. Además, por suerte, todavía tengo el pico bien fuerte. Eso sí que no me lo pudo quitar. Las alas y las uñas ya crecerán de nuevo.
Y ahora, perdóname, me tengo que ir a almorzar. No, no necesito que me ayudes a treparme a la percha, puedo sola. Ahí lo tengo, esperándome. Bien crudo, tierno, palpitando casi, como a mí me gusta. Sangrando un poco. En mi latita de la comida. El último recuerdo de Alberto.

This entry was posted on 05 agosto 2009 at 13:21 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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