Siempre se ha señalado a Juan Rulfo, Uslar Pietri, y algún otro, como padres del realismo mágico, y a éste como un fenómeno puramente americano. Pero si nos atenemos a la definición básica de realismo mágico como la preocupación estilística y el interés de mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común, no es ser muy retorcida por pensar que el realismo mágico nace en Galicia a partir de la obra de autores como Cunqueiro o Fernández Flórez.
Me agradaría disponer del tiempo suficiente para escribir un tratado acerca de las revistas ilustradas. No creo que haya nadie que pueda expresar, a propósito de ellas, ideas más extraordinarias ni narrar anécdotas más interesantes. Desde luego, en América no encontraría competidor. Nunca he podido explicarme cómo pueden existir en América esas publicaciones. En los países donde no rijan monarquías debe de ser dificilísimo dar amenidad a un número. Aun los más inexpertos saben que la principal atracción de una revista consiste en adornarse con numerosas fotografías de los reyes. El público aprecia mucho la variedad que hay entre un grabado que representa al rey presidiendo una sesión de la Academia de Jurisprudencia y otro grabado que ofrezca la imagen del mismo rey asistiendo a una junta del Consejo de Estado.
Yo amo las revistas, principalmente por el dulce consuelo que ofrecen al mísero mortal sus planas de anuncios. La gente no parece haber detenido su atención en la fuente inagotable de optimismo que constituyen esas páginas. Leyéndolas el hombre se encuentra bruscamente trasladado a un paraíso, donde todo el mal tiene remedio y cualquier ansia realización. El semblante del lector se ilumina, vuelve a brillar en sus ojos la suave lucecita de la esperanza... La magia de aquella descuidada literatura se adueña de él y le hace creer que vive en una edad maravillosa en que la voluntad realiza, apenas formulado, el más difícil deseo. Las planas de anuncios de la revista van dogmatizando ante él.
—¿Te duele el pecho? Nada más que el que quiere fallece por padecer de las vías respiratorias. ¿Cuál es tu ideal? ¿Comprar muebles baratos? He aquí muebles baratos. Te desafío a que expreses un ruego que no pueda atender. Oye una gran noticia: ya no hay calvos. Puedo decirte que una señora ofrece comunicar gratuitamente a los que sufran neurastenia un remedio seguro. ¿Quieres crecer ocho centímetros? Es muy fácil... ¿Deseas colocarte rápidamente? Anúnciate en estas planas...
Y así, de una manera concisa y atropellada, las páginas de anuncios de las revistas nos sugieren la ilusión de un mundo feliz, en el que nadie es calvo, en el que no hay señoritas anémicas, en el que todos tienen dos metros de estatura, y muebles baratos, y un destino a medida de su voluntad.
Todo es plausible y merece, ciertamente, gratitud profunda. Tenemos que lamentarnos, no obstante, de que las revistas fomentan, más que ninguna otra cosa en el mundo, la vanidad de los hombres.
La hiperestesia de la vanidad presenta en el individuo dos manifestaciones inconfundibles: una aguda necesidad de que le publiquen el retrato, y la irreprimible tendencia a escribir versos.
Entre los seres de la especie humana existe la costumbre de no dejar pasar, sin comentario, la aparición de cada una de las estaciones del año. Por ejemplo, el 21 de marzo mucha gente suele decir: "Ya está aquí la primavera." Los más exaltados exclaman: "¡Gracias a Dios que llega la primavera!"
Pero la verdad es que no le dan más importancia.
Entre aquellos seres figuran, sin embargo, algunos que se apartan de esta conducta normal. Se encierran en su estudio, meditan, luchan con el lenguaje, le arrancan denodadamente cierto número de palabras que tienen terminaciones iguales o análogas, se imponen la tortura de que cada renglón que escriben no pase de determinada cantidad de sílabas y, a la postre, envían a la revista unos versos que en sustancia dicen:
—Ha llegado la primavera. La primavera es encantadora. Nacen las flores y parece que los pájaros están más alegres que en el invierno.
El más encarnizado cultivador de las revistas es el hombre que quiere que publiquen su fotografía. Desde el soborno hasta la simple recomendación, no vacila en apelar a todos los procedimientos.
Yo he sido testigo de una curiosa tenacidad. No tengo la pretensión de que el caso me haya ocurrido a mí solamente; es seguro que otros podrán contar sucedidos análogos; pero no es esta una razón para que contraríe mi deseo de divulgarlo. Recuerdo que era una noche de lluvia. Acababan de dar las doce, y yo tomaba un ponche en un café céntrico de Madrid. Confieso que el ruido de la lluvia me empereza, me abstrae. Nada hay que sugiera en mí tantas imágenes interiores. Fumo, pienso y me molesta que alguien intente romper mi ensueño. Si en estos instantes tiene uno un urgente quehacer abandonado, el placer reviste entonces caracteres de inefable.
Acababan de dar las doce cuando se abrió la puerta del café. Y entró Pedroso.
Pedroso había muerto hacía tres días. Nadie puede admirarse de que a mí me extrañase un poco verle entrar.
El hombre dio una rápida ojeada a las mesas y vino hacia mí. Me contrarió aquello, pero mientras se acercaba tuve tiempo a pensar:
—Este Pedroso va a fastidiarme de veras. No tengo humor ni para moverme de mi asiento, y si él se acerca no me queda más remedio que hacer lo que hace todo el mundo delante de un aparecido. Será necesario que dé un grito, que agite los brazos, que me desmaye... Desde luego, no podré seguir fumando ni podré terminar el ponche...
Tuve una idea magnífica.
—Fingiré no saber su defunción.
El espectro estaba ya ante mí. Adopté un gesto amigable.
—Buenas noches, querido Pedroso. ¿Cómo le va?
Me miró un poco desconcertado. Se advirtió que cedía a la costumbre al contestar:
—Bien; muchas gracias.
Agregó con voz cavernosa:
—Vengo en busca de usted.
—Siéntese —supliqué—. Tiene usted una voz demasiado ronca. Se ve que está acatarrado. Me permito recomendarle que tome un ponche, como yo.
Iba a llamar al mozo. Me contuvo.
—No tomo ponche.
—¿Acaso un grog?
—Tampoco.
—¿Ni un café?
Suspiró con melancolía:
—¡El café ha sido mi delirio! ¡Tomaba diariamente doce cafés! Lo echo muy de menos.
—Pues bien: un café...
—Es inútil...
—¡Eh! —grité al camarero—, traiga un café.
Pedroso me contempló otra vez sorprendido. Había abandonado ya el ronco tono en que se había creído el deber de hablarme. Inquirió:
—Pero... ¿usted no sabe...?
Me miró fijamente. Yo sonreía. Gimió, ocultando su rostro entre las manos.
—¡Señor, no está enterado! ¡He perdido el viaje! ¿Cómo contarle ahora...?
—Pedroso —le dije—, comprendo que viene usted de asistir a una representación de "El oscuro dominio" y que está todo lo trastornado que cabe suponer en un hombre que viene sin gabán en una noche como esta.
Pedroso se puso en pie. Me preguntó en voz baja:
—¿Gabán? ¿Está usted loco? ¿Ha visto usted algún difunto entrar en un café con el gabán puesto?
Le vi decidido a hacer la revelación. Resolví impedirlo.
—No, ciertamente. Ningún difunto se atrevería a entrar nunca en un café, fuese cual fuese su indumento.
Pareció afectarse mucho.
—¿Usted cree eso?
—Estoy seguro. He leído todos los cuentos de Hoffman y de Poe, y las narraciones de la señora H. P. Blavatski. Y en ninguna de esas páginas se menciona el caso de un espectro que concurra a un café.
Se arrugó la frente de Pedroso.
—¿Supone usted que eso sería de mal gusto?
—Tengo, por lo menos, la certeza de que la gente sensata lo juzgaría severamente.
El aparecido volvió a suspirar, meditó unos instantes y comenzó a andar hacia la puerta. Ya me creía libre; pero volvió con paso decidido.
—A pesar de todo —me dijo—, yo no quiero marcharme sin resolver la cuestión que aquí me trajo. Y para ello es preciso que le diga la verdad. No me juzgue usted mal; pero yo... estoy muerto.
No era posible prolongar la comedia.
—¡Querido Pedroso! —murmuré—. ¿Es cierto eso?
—Cierto es.
Busqué algunas frases adecuadas:
—¡Parece mentira! ¡Si hace una semana que le he visto sano y robusto!
—¡Así es la vida!
—Comprendo —me apresuré a añadir cortésmente— que tiene usted razones para estar indignado contra mí. ¡No haberme enterado! Pero le ofrezco a usted que mañana mismo haré una visita de pésame a su familia...
El rostro de Pedroso se serenó.
—Algo quejoso de usted estoy, en efecto; pero por causa bien distinta. Usted es director de una revista ilustrada. En esa revista hay una sección que se titula "Muertos ilustres", en la que publican los retratos de todas las personas notables que fallecen... ¿Cómo no se han acordado en la Redacción de mí? Cuando feneció Gutiérrez se publicó el retrato de Gutiérrez. Y ¿quién era Gutiérrez, válgame Dios? Un poetilla ripioso. ¿Podía compararse conmigo? Francamente... Yo he pensado muchas veces que cuando me muriese mi retrato aparecería en esa sección... Era una idea que me hacía simpatizar con la tumba... Y ahora...
—Querido Pedroso —intenté disculparme—, hay mucho original... Disponemos de muy poco espacio...
—El original, el espacio!... —protestó—. Cuando se trata de un verdadero amigo..., de un hombre de mérito... Prométame usted que aparecerá en el próximo número.
Al fin cedí. Pedroso me estrechó las manos:
—¡Gracias, gracias! Me vuelvo satisfecho al sepulcro. No he salido más que para hacerle este ruego. Ya ve usted... ¡El ideal de toda mi vida!...
Quiso pagar el ponche. Me anticipé. Guardó maquinalmente, siguiendo su vieja costumbre, los terrones de azúcar que había sobre la mesa, y se fue feliz por ser muerto y aparecer fotograbado.

This entry was posted on 30 junio 2009 at 20:04 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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